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Channel: Emma Rodríguez – Lecturas Sumergidas
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Martín Casariego: “Empecé con Tintín, Astérix y Lucky Luke”

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“Lo importante era la aventura, y todo lo bueno y lo malo que sucedía durante el ascenso y el descenso y la marca que ello imprimía en el alma”, leo en “Un amigo así”, la nueva novela de Martín Casariego (Madrid, 1962). “A veces Lucas arrancaba pequeñas estalactitas que colgaban de las rocas y las plantaba … Continuar leyendo »

Guadalupe Nettel y sus relatos de lo que duele

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Aunque Guadalupe Nettel había publicado otros libros de relatos en la editorial Anagrama e incluso una novela, “El huésped”, que quedó finalista del Herralde, debo confesar que no la conocía y que ha entrado en mi biografía de lectora gracias a un galardón insólito en las letras españolas, el Ribera del Duero de Narrativa Breve. … Continuar leyendo »

Santiago Auserón: “En la movida algunos murieron de estrellato en la barra de los bares”

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“En lo que me concierne, no creo poder librarme de la necesidad de hacer canciones, tratando de vislumbrar a través de ellas lo que todavía no entiendo de la existencia y de la vida en común, que es prácticamente todo”. Lo confiesa Santiago Auserón en su recién publicado ensayo “El ritmo perdido” (Península), un libro … Continuar leyendo »

John Banville: “La mentira es una fuerza creadora”

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Según la leyenda literaria, John Banville es una cosa y Benjamin Black otra que no tiene nada que ver. Dos creadores, dos impulsos paralelos, un escritor desdoblado… Manejaba estas ideas obvias mientras preparaba esta entrevista, que tuvo lugar a finales del pasado mes de abril, con motivo de la publicación de “Venganza”, la última novela … Continuar leyendo »

Emilio Lledó, las alas del pensamiento

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Emilio Lledó recurre a imágenes acuáticas para hablar del tiempo, del lenguaje, de los libros. Se refiere a la escritura como primer artificio “para sujetar el río del tiempo” y alude a sus cauces, “que acabaron, al fin, en el mar de los libros; en ese inmenso espacio que albergaba y recreaba los múltiples territorios … Continuar leyendo »

¶ Nº5 / JUNIO 2013

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Emilio Lledó, las alas del pensamiento John Banville: “La mentira es una fuerza creadora” Santiago Auserón: “En la movida algunos murieron de estrellato en la barra de los bares” Guadalupe Nettel y sus relatos de lo que duele Martín Casariego: “Empecé con Tintín, Astérix y Lucky Luke” La ventana: El placer de descubrir Archivado en: Sumario Continuar leyendo »

Louise Erdrich: Los ecos de “La casa redonda”

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Por Emma Rodríguez © 2013 / “En los viejos tiempos, cuando los indios no podían profesar su religión -bueno, en realidad no tan viejos, en los tiempos anteriores a 1978-, la casa redonda se utilizaba para celebrar ceremonias. La gente fingía que se trataba de una sala de baile social o llevaba la Biblia a las … Continuar leyendo »

Félix de Azúa: “Hoy los editores tendrían problemas para publicar a Faulkner”

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Por Emma Rodríguez © 2013 / Dice Félix de Azúa que “somos primitivos de nuestra era, que comenzó hacia 1970 y aún no ha cumplido los cincuenta”. Dice que aún estamos “emergiendo del Antiguo Régimen del mundo industrial, en el cual los grandes relatos y las utopías (la venta de felicidad) sosegaban la ausencia de sentido”; … Continuar leyendo »

Manuel Hidalgo, tras las pistas de Buñuel y una foto mítica

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Por Emma Rodríguez © 2013 / ¡La que ha montado Manuel Hidalgo en torno a una fotografía mítica! Sé que no es ésta la manera más convencional de empezar un artículo, pero tratándose del protagonista en torno al que transcurre todo en “El banquete de los genios” me parece un inicio idóneo. ¡Vaya la que ha … Continuar leyendo »

Carta a Julio Cortázar a propósito de los 50 años de “Rayuela”

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Por Emma Rodríguez © 2013 / Querido Julio Cortázar, quizás esta carta tendría que habértela enviado hace muchos años, cuando leí por primera vez “Rayuela”. Te hubiera contado entonces que durante un par de semanas casi no salí de mi oscura habitación de estudiante, que me olvidé de las clases, de los amigos, de cualquier tipo … Continuar leyendo »

17 maneras de leer el verano

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Por Emma Rodríguez © 2013 / Introducción. Con Proust, la “abeja” y “el rayo de sol”: Aunque desde hace ya algún tiempo los avatares políticos y económicos, unidos a los avances tecnológicos, impiden la desconexión y la calma, existe una ley de la naturaleza que, afortunadamente, impone sus ritmos, y según esa ley el verano sigue … Continuar leyendo »

¶ Nº6 / JULIO – AGOSTO 2013

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17 maneras de leer el verano • Carta a Julio Cortázar a propósito de “Rayuela” • Manuel Hidalgo, tras las pistas de Buñuel y una foto mítica • Félix de Azúa: “Hoy los editores tendrían problemas para publicar a Faulkner” • Louise Erdrich: Los ecos de “La casa redonda” • Marta Sanz: “Marguerite Duras me enseñó que el amor no es un sentimiento dulce” • La Ventana: … Continuar leyendo »

Apuntes de Roma

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Emma Rodríguez. Roma. Fotografía Karina Beltrán © 2013

Por Emma Rodríguez © 2013 / 

A los lugares hay que acercarse con los ojos muy abiertos, pero sobre todo con el corazón. Es el primer pensamiento que acude a mi mente cuando abro este Diario con la intención de verter en él mis impresiones de un viaje reciente a Roma, un viaje que empezó con la intención de ser un recorrido por una ciudad que no visitaba desde hacía mucho tiempo y a la que volvía gracias a una inesperada invitación de mis padres, y acabó siendo un reencuentro, no sólo con sus espacios, sino con la memoria, la memoria personal, esa que permanece agazapada y que en un determinado momento se torna vívida y nos hace percibir que todo lo acontecido, todo lo que hemos amado, todo lo que nos ha dolido, permanece en nosotros y nos conforma, construyendo los estratos de una manera de ser única, intransferible, que no deja de sorprendernos nunca.

Todo viaje es sorpresa, sorpresa ante los paisajes, pero también ante nosotros mismos, pues, aún siendo meros turistas que no podemos permitirnos llegar a la condición de viajeros de la que hablaba Paul Bowles porque llevamos en el bolsillo el billete de vuelta, podemos percibir que algo se mueve en nuestro interior por efecto de la introspección en nuestras curiosidades y asombros. Todo viaje, sí, es evocación y recuento. Tuve esto presente mientras paseaba por las orillas del Tíber, mientras visitaba esas ruinas y monumentos que tanto impresionan con su carga de Historia y que se acaban mostrando ante la mirada atónita de quien los busca, incapaz de imaginar por muchas guías que haya consultado, su grandiosa escala. Fui consciente también de lo que todo viaje tiene de recreación, de cómo los pasos que damos y los rincones en los que nos detenemos se cargan de la energía de nuestras emociones, mientras iba construyendo mi propio mapa íntimo y personal de la ciudad.

Emma Rodríguez. Roma. Fotografía Karina Beltrán © 2013

Un mapa que me conducía a mirar hacia el río, hacia los tejados y terrazas floridas -qué maravillosas y verdes las terrazas de Roma- hacia los ángeles de Bernini apostados en el puente de Sant’Angelo, figuras protectoras que me hacían evocar otros ángeles, los de Win Wenders, sobre otros cielos, los de Berlín. En mi particular itinerario romano volví a encontrarme con los gatos entre las ruinas, que tanto llamaron mi atención en un primer viaje a la ciudad hace ya muchos años, y merodeé por las callejuelas del Trastevere, que acabaron convirtiéndose en el centro de mi ruta de afinidades. Allí, en via della Lungaretta, 90, descubrí la librería minimum fax. Una serie de libros de llamativos colores llamó mi atención en el escaparate y no pude más que sentir alegría cuando comprobé que se trataba de una colección de escritores latinoamericanos traducidos al italiano. Nombres significativos de distintas generaciones: Cortázar, Donoso, Onetti, Cabrera Infante, Sábato, Roberto Arlt, Rodolfo Fogwill, Alan Pauls, César Aira, Ricardo Piglia, etcétera, conviven en Sur, un proyecto alternativo en el que editores y libreros se implican en la difusión y distribución independiente de obras-tesoro de la literatura en castellano tanto en formato tradicional, en tapa dura, como electrónico (http://www.edizionisur.it). Me detuve en las páginas de “La última conversación”, un libro de entrevistas con Roberto Bolaño que recorre su vida e inquietudes y se acompaña de un análisis del escritor italiano Nicola Lagioia.

Nombres significativos de distintas generaciones: Cortázar, Donoso, Onetti, Cabrera Infante, Sábato, Roberto Arlt, Rodolfo Fogwill, Alan Pauls, César Aira, Ricardo Piglia, etcétera, conviven en Sur, un proyecto alternativo en el que editores y libreros se implican en la difusión y distribución independiente de obras-tesoro de la literatura en castellano.

Minimum fax no fue la única librería que me cautivó. En la plaza de Campo de’ Fiori descubrí Fahrenheit 451. En su escaparate, muy a la vista, la traducción al italiano de “Cinco horas con Mario”, de Miguel Delibes; dentro un espacio bellísimo en el que los libros antiguos conviven en perfecta armonía con las novedades. Pasado y presente se dan la mano en esta ciudad que recorrí impregnada del efecto de las palabras, de las imágenes, de una de sus grandes escritoras, Dacia Maraini. El impacto de los relatos de “Amor robado”, pero, sobre todo de las confesiones y recuerdos contenidos en el volumen biográfico “Bagheria” se fueron entremezclando, como cuento en el artículo dedicado a la escritora, con mis propias reflexiones sobre la pervivencia de lo vivido, sobre la nitidez y la intensidad de los rincones del pasado.

Leía “Bagheria” y a ratos venían a mí atmósferas, ráfagas de otro libro, “Las pequeñas virtudes”, de la también espléndida escritora italiana, Natalia Ginzburg, nacida, otra casualidad, en Palermo (1916-1991). Volví a recorrer sus páginas (edición de Acantilado, 2002; traducción de Celia Filipetto) a mi regreso a Madrid. El tono evocador, la melancolía, la capacidad de la autora para sacar a la luz sus interiores, la dura experiencia de la guerra, que Maraini vivió de niña y Ginzburg como adulta, esposa y madre, me habían llevado a establecer asociaciones, a esos misteriosos e inesperados paralelismos a los que nos suele conducir la literatura.

Emma Rodríguez. Roma. Fotografía Karina Beltrán © 2013

Tanto el libro de Maraini como el de Ginzburg -una muy coherente recopilación de ensayos ligados a la propia biografía, que fueron publicados en distintos medios- se centran en un viaje, en un destino, en una llegada. La primera arriba a Bagheria; la segunda a los Abruzos, una áspera región de la Italia central, a orillas del Adriático, donde se exilió durante la II Guerra Mundial. “Existe una cierta uniformidad monótona en los destinos de los hombres. Nuestras existencias se desarrollan según leyes antiguas e inmutables, según una cadencia propia, uniforme y antigua. Los sueños no se hacen nunca realidad, y en cuanto los vemos rotos, comprendemos que las mayores alegrías de nuestra vida están fuera de la realidad. En cuanto vemos rotos nuestros sueños, nos consume la nostalgia por el tiempo en que bullían dentro de nosotros. Nuestra suerte transcurre en ese alternarse de esperanzas y nostalgias”, me dejo llevar por las reflexiones de Ginzburg, quien reconoce que la época de penurias, de carencias, de la guerra, antes de la muerte  de su marido en una cárcel de Roma, pasado el tiempo, se le reveló, una vez perdida para siempre, como la mejor época de su vida.

Tanto el libro de Dacia Maraini como el de Natalia Ginzburg participan de un evocador tono melancólico y se centran en un viaje, en un destino, en una llegada. La primera arriba a Bagheria; la segunda a los Abruzos, una áspera región de la Italia central, a orillas del Adriático, donde se exilió durante la II Guerra Mundial.

Como Maraini, Ginzburg se ve a sí misma como la joven que disfrutaba escribiendo, juntando palabras. Como ella, ha sido herida por pérdidas, por desapariciones y derrumbamientos. “Hemos conocido la realidad en su aspecto más tétrico. Ya no nos produce disgusto. Todavía hay quien se queja de que los escritores utilicen un lenguaje amargo y violento, de que cuenten cosas duras y tristes, de que presenten la realidad en sus términos más desolados. Nosotros no podemos mentir en los libros ni podemos mentir en ninguna de las cosas que hacemos. Quizás sea el único bien que nos ha traído la guerra. No mentir y no tolerar que nos mientan los demás. Así somos ahora los jóvenes, así es nuestra generación”, sigo el discurso de una mujer que habla con cristalina sencillez de las relaciones humanas y se preocupa de la educación de los hijos en un revelador texto que cierra el volumen y le da título. “A los hijos no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber”, voy leyendo este ensayo excepcional de Ginzburg.

Emma Rodríguez. Roma. Fotografía Karina Beltrán © 2013 Emma Rodríguez. Roma. Fotografía Karina Beltrán © 2013

A Maraini también le preocupa la educación de los más pequeños y aún podemos tender desde aquí un pequeño puente entre las dos escritoras y José María Guelbenzu, que en “Mentiras aceptadas”, su última novela cede el protagonismo a un padre que se pregunta una y otra vez cómo educar a su hijo en un entorno hostil. Los puentes de las afinidades son pequeños milagros, como lo es poder dialogar secretamente con los ángeles de Bernini. A través de ellos vuelvo a Roma, a la visión que ofreció de la ciudad otra mujer excepcional, María Zambrano, también conocedora de contiendas y adioses.

Roma, donde se exilió huyendo de la Guerra Civil, era para la pensadora malagueña una ciudad de perspectivas contrapuestas. “Una ciudad enteramente abierta, enteramente visible y presente (…) preparada para ser recorrida, para ser vista, para ser abrazada…”, pero al mismo tiempo, en un segundo plano de más difícil acceso, una urbe “hermética y secreta”, una especie de “fotografía de sí misma que a veces se abre” ofreciendo al turista distraído e incluso al romano confiado que cree conocerla, “una grieta, un intersticio, un vacío”.

Roma era para María Zambrano una ciudad de perspectivas contrapuestas. “Una ciudad enteramente abierta, enteramente visible y presente, preparada para ser recorrida, para ser vista, para ser abrazada…”, pero al mismo tiempo, en un segundo plano de más difícil acceso, una urbe “hermética y secreta”, una especie de “fotografía de sí misma que a veces se abre” ofreciendo al turista distraído e incluso al romano confiado que cree conocerla, “una grieta, un intersticio, un vacío”.

Zambrano se refiere a Roma como una ciudad “fascinadora”, “laberíntica” y “sensual”, al igual que otras ciudades mediterráneas que son “reflejos o improntas de una antigua y viejísima categoría de ciudad mítica, del laberinto de Creta”. También hay en ellas “la necesidad de un coloso, de algo que se yergue”, argumentaba la filósofa. Nada mejor que sus palabras para culminar esta Ventana hablando de un ciclo de debates que se celebró recientemente en el Círculo de Bellas Artes de Madrid bajo el título “El Mediterráneo visto desde Córcega y España”. Un ciclo cuyo preámbulo tuvo lugar con anterioridad en la isla mediterránea y que, auspiciado por la Colectividad Territorial de Córcega, pretende seguir buceando en el futuro en las relaciones profundas, de complicidad, que existen entre todas las geografías bañadas por el soplo alentador de las hazañas y aventuras de Ulises.

Emma Rodríguez. Roma. Fotografía Karina Beltrán © 2013

Geografías del Sur, que vieron nacer la cultura occidental, y que hoy sufren la humillación de los países del Norte de Europa, como puso de manifiesto el autor Jean-Noel Pancrazi, que vivió su infancia en Argelia durante la guerra de la independencia y cuya última novela, “La Montagne”, ha sido publicada por Gallimard y se ha hecho merecedora del Premio Mediterráneo. “El sol, la luz, el cielo visto de frente, como decía Camus, es la esencia del escritor mediterráneo. Una idea de fraternidad mítica recorre nuestra literatura, nuestra cultura, pero ¿cómo podemos hablar de hospitalidad viendo lo que sucede en Siria o en Egipto? El mundo hoy, también el Mediterráneo, se reduce. No podemos seguir rodeándolo todo de una fábula. El tiempo de la fábula se ha terminado. Escribimos para paliar la ausencia de los dioses, el vacío”, señaló el autor, quien se permitió soñar con un frente común de los países del sur, con una fraternidad y una resistencia capaces de poner freno a las deshumanizadas políticas de la crisis.

“El mundo hoy, también el Mediterráneo, se reduce. No podemos seguir rodeándolo todo de una fábula. El tiempo de la fábula se ha terminado. Escribimos para paliar la ausencia de los dioses, el vacío”, señaló en unas jornadas el autor de origen argelino Jean-Noel Pancrazi, quien se permitió soñar con un frente común de los países del sur, con una fraternidad y una resistencia capaces de poner freno a las deshumanizadas políticas de la crisis.

Me gustó la intervención de Pancrazi, que puso el acento crítico a unas jornadas en las que autores españoles como Carlos García Gual, Luis Alberto de Cuenca y Lourdes Ventura pudieron intercambiar reflexiones con otros colegas en lengua francesa. El mar, la isla y sus orillas, la travesía como fuente de esperanza; el placer y el dolor; la celebración y la guerra, salieron a relucir, del mismo modo que los conflictos interiores y esos paisajes de la infancia que tanto marcan, con indudables puntos de conexión entre todos los que comparten -compartimos- una cierta sensibilidad, una imaginería común. “Los valores del Mediterráneo frente a un mundo cada vez más americanizado y homogeneizado”, señaló García Gual, quien habló de los caminos, de las aventuras, de los héroes que siempre “han intentado renovar el mundo, cambiarlo, ir hacia adelante”. “La travesía del Mediterráneo como esperanza”, apuntó Lourdes Ventura, quien aunó a Kavafis, Camus, Marguerite Duras y Marguerite Yourcenar con Manuel Vicent y Esther Tusquets, dos autores españoles que miran a las mareas. La literatura y el viaje, nada más y nada menos.

Libros. Roma. Fotografía Karina Beltrán © 2013

(“Las pequeñas virtudes”, de Natalia Ginzburg, traducido por Celia Filipetto, ha sido publicado por El Acantilado).

Las fotografías de esta Ventana fueron realizadas por Karina Beltrán en el Trastevere romano. La librería que aparece es minimum fax y el libro que tengo entre las manos “Bagheria”, de Dacia Maraini.

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Archivado en: De Diarios, Nº8 / Octubre 2013, Una Ventana Propia

Almudena Solana: “Unamuno me enseñó que no hay verdades absolutas”

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Almudena Solana. Fotografía Karina Beltrán © 2013

Por Emma Rodríguez © 2013 / 

“La vida es pura química”, dice Germán, el farmacéutico de “Efectos secundarios” (Planeta),  la nueva novela de Almudena Solana. “Hay vidas detrás de los prospectos”, es una idea que recorre una entrega original tanto por su estructura como por su planteamiento y temática. La autora parte de los diez medicamentos más vendidos en las farmacias y acaba trazando de algún modo la radiografía de la sociedad española. Pero, como ella misma dice, se trata de una excusa para poner en pie diez relatos, diez visiones, diez maneras diferentes de estar en el mundo. No es la sociología lo que más importa aquí sino el poder de la ficción para colarse por la puerta de atrás, para situarse en los ángulos menos vistosos, en esas parcelas que no suelen mostrarse, en los resquicios de lo cotidiano, de los desaciertos, de los fracasos o de los pequeños milagros que pueden esperar al doblar una esquina.

En la que es su cuarta novela, Solana vuelve a impregnar a sus personajes de una cierta mirada naif y traza una juguetona línea de diálogo entre los de ahora y los de las entregas anteriores: así la voz de Aurora Ortiz, la portera de su ópera prima, se parece a la de Viscofresh, la azafata de los zapatos de goma de ésta, y hay claras referencias al mundo de “La importancia de los peces fluorescentes”, que trataba de la noche, los  sueños y quienes no son capaces de dormir. Aquí los habitantes de esta urbe de prisas y dolencias, reales o imaginarias, llevan nombres de medicamentos y transitan por la vida en busca de esas segundas -posibles- oportunidades, de ese amor que puede aguardar en el lugar más inesperado o de esas verdades escondidas que acaban prendiendo en momentos determinados, capaces de trastocar los rumbos fijados.

- El gran escenario en el que confluyen todos los personajes de “Efectos secundarios” es la farmacia. De hecho, así también sucede en la realidad. ¿Es la farmacia un lugar terapéutico?

-  “Siempre me ha gustado observar la vida, el comportamiento de los seres humanos, desde detrás del mostrador. Aquí es una farmacia, pero en mis novelas anteriores fue una portería, un centro de atención de llamadas o una unidad de sueño. En las sociedades actuales, y esto se refleja en la novela, el farmacéutico, también el médico, se convierte en una especie de confesor, en alguien que conoce muchos secretos y debilidades. Hay una gran cantidad de molestias que encierran mucha soledad detrás y en ocasiones las personas lo que necesitan es comunicarse, contar lo que les pasa, sentirse un poco acompañadas. En ese sentido la farmacia cumple un poquito esa función terapéutica, sí. Está claro también que muchas de esas dolencias no son reales, son pequeños atisbos de algo, síntomas no identificados, de ahí que el rey de los medicamentos sea el paracetamol, la medicina recurrente que ingieren todos los que no tienen dolores de verdad.

Almudena Solana. Fotografía Karina Beltrán © 2013

- ¿Hasta qué punto los medicamentos que se consumen dan idea de las prisas, de la angustia, de la confusión que nos provoca el presente?

- Nos ofrecen una radiografía absoluta. Esta es una idea que se maneja en la novela. Fui consciente de ello en la etapa de investigación previa a su escritura, mientras manejaba listados oficiales y hablaba con especialistas. Hoy no somos capaces de esperar. Lo queremos todo de forma inmediata. Si no podemos dormir queremos una sustancia que nos lo permita rápidamente; si queremos despertar, no sentir dolor, no tener ansiedad, lo mismo. Buscamos soluciones instantáneas. No queremos experimentar nada que nos saque de nuestro bienestar. Cada vez se consume más “lexatín” y “orfidal”. La angustia, la incertidumbre, la aceleración se percibe hasta en los niños, que están tan sobreestimulados que no conocen el placer de la contemplación. No les enseñamos a mirar. Madrid concretamente es una ciudad donde la prisa está sobrevalorada, donde ir despacio, estar ocioso, es considerado lo peor. Es algo muy curioso, que no se percibe del mismo modo en otras ciudades europeas.

Hoy no somos capaces de esperar. Lo queremos todo de forma inmediata. Si no podemos dormir queremos una sustancia que nos lo permita rápidamente; si queremos despertar, no sentir dolor, no tener ansiedad, lo mismo. Buscamos soluciones instantáneas. No queremos experimentar nada que nos saque de nuestro bienestar

- La dedicatoria de “Efectos secundarios” va dirigida “a los que olvidan, aunque no quieran”, a los enfermos de alzheimer. Hay dos personajes que padecen la que es una de las grandes pesadillas de las sociedades modernas. La desmemoria es, asimismo, un tema muy literario.

- Sí. La literatura en el fondo tiene que ver con la lucha contra el olvido. Conozco bien el alzheimer porque una tía mía lo padece y a menudo voy a visitarla. De mi relación con ella he nutrido gran parte de lo que les acontece a mis personajes. Cuando voy a verla ella no sabe quién soy, pero nos abrazamos y ahí hay mucha verdad, hay química. Es una experiencia muy auténtica, que está fuera de los convencionalismos. Si tuviera que expresar lo que es la bondad sería a través de la mirada, de la ternura, que transmiten los enfermos de alzheimer.

- Hay una teoría sobre el fracaso que recorre de fondo la novela. “Los errores nos humanizan”, se llega a decir.

- Yo creo, y al decirlo sé que voy a contracorriente, que el fracaso es algo muy valioso. Es el motor de los constantes, de los luchadores. La imperfección me interesa más que lo perfecto tanto en la estética como en la vida. Mis personajes siempre están luchando frente a los obstáculos, pero con la esperanza de la probabilidad. Prefiero un currículum de anhelos, de cosas no conseguidas, que otro con todos los laureles del mundo. Eso se refleja en lo que escribo y también se cuela en mis libros la sensación de insatisfacción que existe en la vida diaria, una insatisfacción que parte de las expectativas que nos creamos y que no responden a la realidad. Somos esclavos de las proyecciones que hacemos de nosotros mismos, de cómo nos gustaría ser, de cómo quisiéramos que fuera nuestra vida. Eso crea una tendencia a la falsedad, a no mostrarnos ante los demás con sinceridad. La literatura, entre muchas otras cosas, recupera ese espacio de la sinceridad, la literatura y también la noche, los sueños, un ámbito que siempre me ha parecido muy atractivo.

Almudena Solana. Fotografía Karina Beltrán © 2013

El fracaso es algo muy valioso. Es el motor de los constantes, de los luchadores. La imperfección me interesa más que lo perfecto tanto en la estética como en la vida. Mis personajes siempre están luchando frente a los obstáculos, pero con la esperanza de la probabilidad.

- En una de las historias de “Efectos secundarios”, la dedicada a Augmentine, la oteadora de tendencias de moda, que viaja mucho, hay un homenaje a la lectura. Aparecen Georges Perec, Tolstoi, Italo Svevo. Se hace referencia a Nina Sankovitch, que tras la muerte de su hermana, se encerró un año durante el cual leyó un libro por día. Se habla del placer de leer en los trayectos en tren. ¿Tiene algo que ver todo esto contigo?

- Sí, son detalles que tienen que ver conmigo. Muchos de los libros de los que hablo me han gustado a mí y se los he cedido a mi personaje. La historia que cuento de Nina Sankovitch es real. Ella, que es crítica literaria, escribió un libro donde da cuenta de esa experiencia, “Tolstoy and the Purple Chair” y mi primera novela, traducida al inglés, fue parte de esa aventura. A partir de ahí nos pusimos en contacto y nos hicimos amigas. También es verdad que me encanta leer en los transportes públicos y especialmente en el tren. Vivo en Pozuelo y siempre vengo a Madrid en el de cercanías con un libro en las manos. Mi abuelo fue jefe de la estación del Norte y cada vez que llego ahí me acuerdo de él, de las muchas cosas que compartimos.

[El día de este encuentro Almudena Solana había viajado en tren en compañía de “Hijos y amantes”, de D. H. Lawrence. Siguió sumergida en la lectura una vez fuera, ya sentada en uno de sus cafés favoritos, el pabellón acristalado del Espejo en el madrileño Paseo de Recoletos. Allí suele acudir algunos días, preferentemente por las mañanas, antes de entrar en la Biblioteca Nacional a trabajar en sus escritos. Allí pasa las páginas del libro y levanta de vez en cuando la vista para observar a la gente que se dispone a iniciar la jornada. En esta ocasión, mientras hablábamos, la novela reposaba sobre la mesa, con un marcador -decorado con motivos infantiles por Rebeca, la hija pequeña de la autora- que indicaba que el final estaba muy cerca].

- ¿Qué primeras lecturas recuerdas?

- Yo era la única niña, después de tres varones, y recuerdo que lo heredaba todo, incluidas las lecturas. Mis padres nos obligaban a dormir la siesta y ahí me veo leyendo “Tintín”, “El capitán Trueno” y los cómic de “Zipi y Zape”. De esa etapa también guardo muy buen recuerdo de la costumbre familiar de ir a la biblioteca pública de mi barrio a coger libros. Era todo un planazo y también ahí seguía los gustos de mis hermanos. Después, tras una etapa de tonteo con la poesía en la adolescencia, llegaron autores como Virginia Woolf o Thomas Mann, que me cambiaron por completo la vida.

- ¿En qué sentido?

- Por ejemplo en “La montaña mágica” Mann hablaba del interior del ser humano y recuerdo que decía que éramos “una mezcla de fango y mermelada”. Esa descripción me influyó, incluso me hizo pensar en la escritura como posibilidad, aunque las ganas de escribir a mí me han llegado más que por lo que he leído por lo que he visto. La escritura está en los ojos, en lo que ves o en lo que quieres ver. Eso despierta la necesidad de fabular.

Almudena Solana. Fotografía Karina Beltrán © 2013

- ¿Otros libros transformadores, de los que ayudan a mirar el mundo de otra manera?

- Pues otro libro que fue muy importante para mí, aunque se tratase de una lectura obligatoria en el colegio, fue “San Manuel, Bueno, mártir”, de Unamuno. Ese reconocer la duda como parte de la existencia, la constatación de que no hay verdades absolutas, sino el afán de buscar las que nos sirvan en nuestra vida, me afectó mucho. También recuerdo que en su momento me hizo plantearme muchas cosas “La insoportable levedad del ser”, de Milan Kundera. Tuvo la capacidad de revolverme.

- ¿Qué títulos recomendarías para afrontar las incertidumbres de esta época?

- Recomendaría “Biografía del silencio”, de Pablo d’Ors, y dos obras de Julián Marías: “Breve tratado de la ilusión” y “Meditaciones sobre la sociedad española”. Me parecen muy apropiadas para este momento en el que en España se ha intensificado tanto la confrontación. Este país está estancado. Los ciudadanos estamos descolocados porque no entendemos que el que roba no vaya a la cárcel y tampoco que el magnífico, el creador, el científico, por citar dos ejemplos, no sea valorado como se merece. Está saliendo a la luz el peor lado del individualismo y conviene volver a la esperanza en el ser humano a la que se refería Marías, a su convicción de que son las personas las que tienen en la mano un cambio de actitud. Creo que hace falta más humildad, más autocrítica, más sosiego y curiosidad. Si hay algo que me consuela ahora mismo es observar una mayor sensibilidad de la gente hacia los otros.

Este país está estancado. Los ciudadanos estamos descolocados porque no entendemos que el roba no vaya a la cárcel y tampoco que el magnífico, el creador, el científico, por citar dos ejemplos, no sea valorado como se merece. Está saliendo a la luz el peor lado del individualismo y conviene volver a la esperanza en el ser humano a la que se refería Julián Marías

- ¿Qué es lo que más te está gustando del libro que lees (“Hijos y amantes”, de D. H. Lawrence)? ¿Es tu única lectura ahora mismo?

- Es una auténtica maravilla cómo narra el dolor y el desarraigo, la intensidad del sentimiento de esas madres que no son capaces de desprenderse de sus hijos. Lo estoy disfrutando mucho y en cuanto lo acabe me está esperando la nueva novela de Eduardo Lago, “Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee”, publicado por Malpaso.

- ¿Te gusta estar al tanto de las novedades?

- Sí. Me gusta estar al tanto de lo que hacen los escritores actuales, no sólo los españoles, también los de fuera. Curiosamente me suelen relacionar con escritoras francesas como Muriel Barbery o Anna Gavalda por la temática de mis novelas o también con las inglesas por la forma de escribir, pero no con las españolas.

- ¿Una asignatura pendiente?

- Muchísimas, afortunadamente. No estaría mal encontrar tiempo para Dostoievski y los rusos en general.

- ¿Y a la isla desierta, qué te llevarías?

- No me atrae nada la idea de la isla desierta. Me iría con muchos cuadernos y podría aprovechar, por ejemplo, para leer otra de mis asignaturas pendientes, “Los Buddenbrook”, de Thomas Mann.

(“Efectos secundarios” ha sido publicado por Planeta)

Karina Beltrán es la autora de las fotografías, realizadas en el Pabellón del Espejo, situado en el Paseo de Recoletos (Madrid).

El rincón de lectura de Almudena Solana. Fotografía Karina Beltrán © 2013 El rincón de lectura de Almudena Solana. Fotografía Karina Beltrán © 2013

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Archivado en: De Literatura, Leyendo con, Nº8 / Octubre 2013

Las mujeres heridas de Dacia Maraini

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Dacia Maraini. © CCCB

Por Emma Rodríguez © 2013 / 

Hacía tiempo que tenía ganas de leer a la escritora italiana Dacia Maraini. Mi interés por ella nació en la época en la que me adentré en los territorios de Alberto Moravia, quien fuera su compañero de vida y de viajes, pero el tiempo y las circunstancias no habían propiciado mi acercamiento a sus ficciones hasta ahora. Un reciente viaje a Roma fue la excusa perfecta. Pensé en volver a Moravia, a sus “Cuentos romanos”, siguiendo una vieja costumbre de descubrir determinadas geografías de la mano de los escritores que las han habitado, pero enseguida recordé a Maraini, de quien, además, Galaxia Gutenberg acababa de poner en las librerías su último libro de relatos, “Amor robado”.

Metí el libro en el equipaje sin pensar qué poco tenía que ver con los ambientes, con el carácter, con la historia, de una ciudad que hacía tiempo que no visitaba. En cierto modo, la querencia, el deseo antiguo de leer a Maraini se impuso y una vez vivida la experiencia y, sin querer ser repetitiva con el tema del azar en las elecciones tanto de las rutas como de las lecturas que emprendemos en la vida, me di cuenta de que la autora me tendía una mirada cómplice, me abría una puerta secundaria, la de sus recuerdos infantiles y familiares, derramados en otro delicioso volumen, “Bagheria” (Minúscula) que consiguió cautivarme desde sus primeras páginas.

Las evocaciones de Dacia Maraini, ese relato de reconciliación con sus orígenes, llegaban a mí no por casualidad, haciendo que en cierto modo fuese más consciente del momento especial que estaba viviendo: un viaje familiar en compañía de mi hermana y de mis padres, quienes lo hicieron posible y quienes participaron de un entusiasmo que pocas veces antes había percibido, perdida quizás en las distancias, en los desajustes generacionales. Un viaje que irremediablemente me conducía a mi propia infancia y me permitía limar asperezas con el pasado, comprender la importancia de la memoria, sonreír al ser consciente de la transformación del ímpetu juvenil en una mirada más comprensiva, más serena, que permite un acercamiento menos visceral a quienes tanto nos han influido.

Todo ese proceso interior, todos esas percepciones, toda esa parte enriquecedora que tanto amo de los viajes, más allá de sus inevitables atractivos turísticos, y que tiene que ver con el estar lejos de los lugares habituales y tomar perspectiva, se fue intensificando en paralelo con ese otro trayecto que es toda lectura, todo descubrimiento de un nuevo espacio de fabulación. En este caso, leer a Dacia Maraini durante una semana intensa, en los ratos de descanso, en las esperas, en los cafés, fue algo parecido a llegar como invitada a una casa desconocida y, poco a poco, a través del recorrido por sus habitaciones, de la conversación pausada con sus habitantes, ir atando los cabos, tirando de los hilos hasta llegar a captar sus particularidades: sus tonos cromáticos, sus sabores, sus contornos, sus secretos… Primero fueron los relatos de “Amor robado” los que me hicieron tomar contacto con una creadora valiente, capaz de llamar a las cosas por su nombre, de tratar asuntos incómodos sobre la realidad de las mujeres, de abrir, en fin, el frasco de los tabúes, escondido bajo llave en el cajón de la cómoda; después llegó “Bagheria”, un deslumbrante ejercicio de desnudamiento, de sinceridad; una bellísima confesión realizada a la manera de quien va rescatando las cuentas de un collar que han caído y rodado por el suelo: los recuerdos, los dolores, las emociones, los deseos más íntimos, las pérdidas y los recursos para superarlas.

Fueron los relatos de “Amor robado” los que me hicieron tomar contacto con una creadora valiente, capaz de llamar a las cosas por su nombre, de tratar asuntos incómodos sobre la realidad de las mujeres, de abrir, en fin, el frasco de los tabúes escondido, bajo llave, en el cajón de la cómoda.

Uno y otro libro se relacionaban, dialogaban entre sí, llegando a sobrecogerme cuando detectaba que el tema de una narración concreta tenía su correlato en una imagen, en un recuerdo de la niña que fue Maraini, un recuerdo seguramente perdido, sepultado y desenterrado con las herramientas de la escritura, esa escritura que duele y al mismo tiempo libera. Los ocho relatos de “Amor robado” son relatos fríos, distantes, irónicos en ocasiones. Crudísimas realidades, escenas que imaginamos representadas en cualquier teatro por su precisión, por su sencillez, por la fuerza de sus diálogos certeros. La autora cuenta sin implicarse, desde lejos, el sufrimiento, el silencio, la impotencia de sus protagonistas, mujeres de nuestros días que han de aceptar la carga de una tradición muy pesada: el poder y la posesión, el autoritarismo y la dominación, ejercidos por los varones durante siglos y siglos con total impunidad.

Las protagonistas de Dacia Maraini son, por tanto, portadoras de una memoria difícil de superar. Víctimas de violaciones, de abusos, de humillaciones, de celos desproporcionados, parecen incapaces de defenderse, de alzar la voz, frente a la fuerza de una corriente atávica que se presenta como irremediable. La escritora elude las medias tintas, recurre a contar cada una de sus historias desde el extremo, desde la situación límite, porque sabe que sólo desde ahí es posible despertar las conciencias, ejercer la denuncia. Una denuncia que tiene sentido en el Tercer Mundo, por supuesto, pero también en los países occidentales, países donde se proclama y se celebra la igualdad entre hombres y mujeres mientras se siguen produciendo casos -concretamente en España- de violencia de género, hay signos alarmantes de que los patrones machistas son adoptados incluso por los más jóvenes, y se sigue minusvalorando a la mujer en los puestos de trabajo, en empresas e instituciones que desoyen su voz, sus reivindicaciones.

Maraini nos cuenta casos similares a los que nos encontramos diariamente en los titulares de prensa y que nos impresionan por su crueldad, pero la ficción le permite ir más allá de los titulares, adentrarse en los distintos planos, ejercer una durísima crítica de las deformaciones de unas sociedades enfermas, desquiciadas; así sucede, por ejemplo en el titulado “La niña Venezia”, protagonizado por una modelo prematura en la que su padre proyecta sus propios deseos de éxito, y que, más allá de su vileza, de su atroz resolución, se convierte en una especie de alegato contra el culto excesivo a la belleza, “contra el eterno espectáculo de la seducción erótica, tal como sugerían las imágenes difundidas sin descanso por la publicidad y la moda”.

Maraini nos cuenta casos similares a los que nos encontramos diariamente en los titulares de prensa y que nos impresionan con su crueldad, pero la ficción le permite ir más allá de los titulares, adentrarse en los distintos planos, ejercer una durísima crítica de las deformaciones de unas sociedades enfermas, desquiciadas.

Así sucede en esa otra historia en la que una niña es violada por un grupo de adolescentes mimados, hijos de la sobreabundancia y de la falta de cariño por parte de progenitores que suplen con motos y móviles de última generación la falta de atención. Padres que no dudan en recurrir a los mejores abogados para salvar a sus vástagos, para lanzarlos al mundo sabedores de que nada han de temer si la tela de araña del poder les protege, si cuentan con el dinero suficiente, capaz de comprar juicios y voluntades, para tapar sus delitos y culpas.

Otras veces la escritora juega a transformar el cuento de hadas y princesas en pesadilla, como sucede en “La esposa secreta”, un relato estremecedor donde un pianista en apariencia encantador se convierte en amante de las dos hijas pequeñas de la mujer con la que se casa. Un cuento perverso e inquietante en el que se explora la capacidad de los adultos para engañar y abusar de los menores a su cargo, para implicarles y hacerles sentir sucios, culpables. La violencia está presente en estas piezas que son como cuchillos, atravesadas por la mentira, la falsedad, la simulación, las promesas que esconden oscuros presagios.

Dacia Maraini. © CCCB

La realidad que Maraini retrata es una realidad oscura, amarga, pero también podemos atisbar algo de ternura, de luz: la llamada que se hace en “Ale y el niño no nato” a denunciar los abusos, a no callar, a no sentir vergüenza, por ejemplo, o el discurrir de los pensamientos del padre protagonista del desgarrador “Ana y el moro”, uno de los pocos personajes masculinos positivos, generosos, de una entrega que lleva a la autora a analizar el vínculo de complicidad que suele entablarse entre la víctima y el verdugo, un vínculo que, apoyado en el temor, la indefensión y el sentimiento de culpa, tanto se ha dado a lo largo de la Historia en situaciones de tortura o de secuestro. Una y otra vez en estos relatos, se alude a “las relaciones ambiguas y complejas que pueden llegar a instaurarse entre quien ejerce la violencia y quien la sufre”.

Dacia Maraini escribe sobre lo que conoce, sobre la represión, sobre el silencio obligado. De niña padeció la crudeza de un campo de concentración en Japón, al que fue enviada junto a sus hermanas y sus padres, al oponerse estos al fascismo de Mussolini. A partir de los nueve años, edad a la que regresó a Italia, a la localidad de Bagheria, en Palermo, fue testigo de la vida de las mujeres, que ni siquiera podían cruzar palabra con un hombre; de las hijas que eran obligadas a mantener relaciones con sus padres e incluso a tener descendencia de ellos ante el consentimiento del resto de la comunidad; de los crímenes cometidos por la mafia… Ahí, y también en sus propias experiencias: en los episodios de acoso por parte de adultos de su entorno de los que ella también fue protagonista; en la “mezcla de lascivia y ternura” con la que describe sus primeros contactos sexuales; en el dolor ante la pérdida del padre, al que tanto quería, y que acabó abandonando a la familia… Ahí, de todo eso, brota la fronda de sus relatos.

De niña padeció la crudeza de un campo de concentración en Japón, al que fue enviada junto a sus hermanas y sus padres, al oponerse estos al fascismo de Mussolini. A partir de los nueve años, edad en la que regresó a Italia, a la localidad de Bagheria, en Palermo, fue testigo de la vida de las mujeres, que ni siquiera podían cruzar palabra con un hombre;

Dacia Maraini va en busca de su niñez en la apasionante travesía que es “Bagheria”, una entrega confesional, un recorrido vital, reflexivo, hondo, capaz de bucear en lo más íntimo, razón por la que tal vez me ha remitido en alguno de sus tramos a las experiencias narradas por otra escritora, Marguerite Duras, acerca de su etapa de adolescencia en Indochina. Nada que ver “Bagheria” con el tono áspero, cortante, de los relatos de “Amor robado”, a veces suavizados por una tenue brisa. Aquí sucede al revés: el aire se serena, se llena de melancolía; pero por debajo del mar en calma asoman las convulsiones, las aristas, las agujas, esas heridas que van forjando el carácter de la escritora y llegan a determinar sus preocupaciones, sus luchas, sus obsesiones.

A través de la narración vamos asistiendo a los descubrimientos y pesares de quien estaba llamada a convertirse en una de las damas indiscutibles de las letras italianas. Saludamos a la joven “lectora desquiciada” que devoraba todo lo que caía en sus manos: de Lucrecio a Melville, pasando por Tácito, Shakespeare, Dickens, Conrad y Faulkner, entre otros. Asistimos con ella al deterioro de las villas dieciochescas de Bagheria en manos del afán especulador, símbolo de la incultura de una población incapaz de defender la belleza de sus entornos naturales, según critica la autora con rotundidad en un libro llamado también a convertirse en un homenaje a los paisajes primigenios, a la naturaleza de una tierra amenazada. “Bagheria” es una ciudad mafiosa, lo saben todos. Pero no se debe decir. Yo tuve una denuncia en los años sesenta por haber hecho decir a un personaje mío que Bagheria es mafiosa”, señala en un momento dado.

La historia de su propia familia, esa familia aristocrática en parte, a la que durante tanto tiempo rechazó, pero también llena de creadores, de músicos -hay muchos músicos en los relatos de Maraini- de artistas y escritores, resulta fascinante en sí misma. Esa familia de la que arrancó el argumento de una de sus novelas más conocidas, “El largo silencio de Marianna Ucrìa”, la antepasada muda a la que vislumbró por primera vez en un retrato, desfila por las páginas de esta entrega de la que no me resisto a citar un par de fragmentos, sólo un par, aunque podrían ser muchísimos más, que emergen limpios, bellísimos, reveladores, en el conjunto.

En uno, Maraini evoca, en una visita ya de adulta a la vieja villa familiar en Bagheria, una tibia noche estival en compañía de su padre y de un amigo toscano de éste. Los tres tumbados en las baldosas de la misma terraza en la que ella se encontraba tiempo después. Los tres contemplando “admirados el cielo sembrado de estrellas” en el momento en el que el padre les hizo pensar que bajo sus pies había tierra “y más abajo aún, el vacío”; que estaban “suspendidos” y “corrían precipitadamente” hacía algo que no sabían. Un recuerdo que prendió en la memoria como una perla, del mismo modo que ese otro en el campo de concentración, cuando la niña Maraini entendió “la relación que se puede establecer -irónica y profunda- entre la comida y la imaginación mágica”. “Es la carencia”, escribe, “la que hace galopar los sentidos y trotar la fantasía. La privación está en el origen de todos los pensamientos de deseo. Y también de todas las deformaciones más o menos secretas del pensamiento”.

(“Amor Robado” ha sido publicado por Galaxia Gutenberg y “Bagheria” por Minúscula: La traducción ha corrido a cargo de David Paradela López y Juan Carlos de Miguel y Canuto, respectivamente.)

Las fotografías de la escritora, cedidas por Galaxia Gutenberg, corresponden a julio de 2013, cuando visitó Barcelona para participar en unas jornadas sobre Pasolini en el Centro de Cultura Contemporánea de la ciudad.

Estación de tren de la localidad de Bagheria . Opera Propria © Conca d' Oro

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Archivado en: De Literatura, Los Libros, Nº8 / Octubre 2013

La mirada a los subsuelos de Ricardo Piglia

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Ricardo Piglia. © Alejandra López

Por Emma Rodríguez © 2013 / 

Las corrientes, los afectos, las relaciones que se establecen en torno a la literatura tienen mucho de mágico. El azar, pero también los deseos, las preocupaciones, los conflictos que vivimos, nos conducen en un momento dado hacia un libro determinado. No es la primera vez que me refiero a esta sensación; de hecho puedo asegurar que es consustancial a mi experiencia de lectora. Muchas veces me encuentro reflexionando sobre la casualidad que me lleva a abrir un libro, ya sea un ensayo, una novela, un poemario, que trata de un asunto que me está afectando o sobre el que he leído alguna noticia que ha despertado mi conciencia. No exagero cuando digo que incluso puedo llegar a abrir el volumen por la página exacta que contiene una cita esclarecedora, un pensamiento que me induce a seguir absorta en mis particulares pesquisas e interiorizaciones.

He hablado con personas que me han contado vivencias similares, lo cual me ha conducido a establecer esa teoría sobre la magia y sobre el poder de la curiosidad, de la búsqueda, de la necesidad de comprender. Hay ocasiones en las que todo se pone de acuerdo para dirigirnos allí donde queremos ir, para aclararnos esas partes neblinosas de la realidad que nos cuesta descifrar. Todo este preámbulo viene a cuento de la última obra que he leído del escritor argentino Ricardo Piglia, “El camino de Ida”. Hasta el tiempo atmosférico se confabuló para propiciar mi adentramiento en los espacios de una historia extraña, profunda, de atmósferas cerradas y escalas subterráneas. Llovía intensamente el fin de semana de finales de septiembre en el que yo ya estaba totalmente involucrada en sus latidos. La cortina de la lluvia que veía descender tras la ventana intensificaba el sentimiento de aislamiento, de mundo aparte, de refugio, que me provocaba la lectura.

Me encanta sumergirme en un libro mientras llueve, no es nada nuevo, pero en este caso, todo se acoplaba: la imagen vertical de los pequeños alfileres de agua al caer, su murmullo, era una especie de banda sonora, la melodía perfecta para acompañar lo que iba aconteciendo en ese universo recién descubierto, para potenciar el efecto de las imágenes que me iba forjando de las situaciones y de los personajes, las preguntas que se iban abriendo a medida que me adentraba en el espesor de un bosque intrigante. “El camino de Ida” me esperaba en la mesa en la que suelo ir poniendo los libros que me apetece leer, pero no estaba previsto que fuese el primero. Cambié los planes al enterarme de que Ricardo Piglia sería el protagonista de un ciclo sobre el proceso creativo en Casa de América, donde mantendría un diálogo con el joven autor peruano José Ignacio Padilla. Me apetecía escucharlo y acudí con apenas cincuenta páginas de la novela leídas.

Sabía que Piglia acostumbraba a utilizar retazos de su biografía para armar sus ficciones, sabía que gran parte de las cosas que le suceden a su protagonista habitual, Emilio Renzi, tenían que ver con él, pero oírle  contar anécdotas, vivencias propias y de amigos en paralelo a su narración en la novela fue una especie de regalo inesperado. Comprobar el modo en el que los hilos de la propia vida van entretejiendo el complejo entramado de la ficción: mezcla de materias, metáforas, guijarros diversos que van naufragando en la orilla, me ofreció un estimulante ángulo desde el que proseguir la lectura.

Ese día Piglia habló, por ejemplo, de su experiencia en los campus universitarios de Estados Unidos, etapa que inició cuando la dictadura en su país le obligó a marchar en busca de otras salidas y que se prolongó durante 15 años. Confesó la impresión que tuvo desde un primer momento de la distancia existente entre los medios académicos y la realidad. Ese es el punto de partida de “Camino de Ida”, un itinerario de vidas paralelas, de cauces escondidos, de perversiones privadas, de metáforas tan potentes como la del acuario que uno de los catedráticos, especialista en Melville y “Moby Dick”, tiene en el sótano de su casa y que está habitado nada menos que por un tiburón blanco.

“Los “basements” son construcciones subterráneas que tienen una gran tradición en la cultura norteamericana”, constata Renzi, el protagonista, quien lo va narrando todo y quien percibe enseguida que la universidad a la que ha llegado es una especie de fortificación, de muralla, de cárcel de lujo, sin apenas conexión con el mundo exterior. “Los campus son pacíficos y elegantes, están pensados para dejar afuera la experiencia y las pasiones pero corren por debajo altas olas de cólera subterránea: la terrible violencia entre los hombres educados”, reflexiona. “En EEUU hay una especie de desfase entre la cultura y la sociedad. Hay un micromundo académico y ese aislamiento genera muchas tensiones. En la superficie hay una cordialidad obligada, pero por debajo fluye una violencia muy soterrada y eléctrica”, aseguró Ricardo Piglia ante un público atento, descorriendo, con la complicidad de quien sabe de su capacidad para cautivar con la palabra, la cortina de las observaciones y experiencias que están en el germen de la novela y que como tal se expresan en la misma.

Ese día Piglia habló en Casa de América, de su experiencia en los campus universitarios de Estados Unidos, confesó la impresión que tuvo desde un primer momento de la distancia existente entre los medios académicos y la realidad. Ese es el punto de partida de “Camino de Ida”, un itinerario de vidas paralelas, de cauces escondidos, de perversiones privadas, de metáforas tan potentes como la del acuario que uno de los catedráticos, especialista en Melville y “Moby Dick”, tiene en el sótano de su casa y que está habitado nada menos que por un tiburón blanco.

Ricardo Piglia. © Maria Teresa Slanzi

“Camino de Ida” es, en efecto, una lúcida reflexión sobre la violencia. El entorno de la universidad sirve al autor para retratar un tipo de vida que durante mucho tiempo gran parte del mundo se ha afanado en imitar. “Los actos de violencia individual, los casos de personas que cogen un arma y se ponen a disparar desde una azotea, son mucho más numerosos en las poblaciones estadounidenses que en cualquier otro lugar. Se dan situaciones extremas de marginación; si alguien se queda sin trabajo no hay sindicatos que le protejan…” fue enumerando Piglia, quien prosiguió: “Todo eso que iba conociendo de primera mano se fue mezclando con mis vivencias generacionales en la Argentina de la dictadura, vivencias de violencia clandestina ejercida por gente conocida, por compañeros de estudio de quienes nunca hubieras sospechado y que de repente, frente a la tiranía, empuñaban un arma y no dudaban en cometer asesinatos”.

De manera similar a como lo hizo Piglia en Casa de América, Renzi narra uno de estos casos en el transcurso de un relato que salta de un país a otro, que establece paralelismos entre distintas realidades y momentos históricos. La clandestinidad es otra de las palabras clave de la novela, otro de los motivos que despiertan el análisis, porque estamos ante un libro que es ficción y ensayo, que enlaza política, existencia y literatura de una manera prodigiosa, demostrando que si la ficción persigue y eleva los acontecimientos de la realidad, también la vida, en muchas ocasiones, imita al arte.

Todo es apasionante en esta novela hipnótica que, a la manera de Piglia, toma materiales de construcción de distintos géneros, moviéndose en planos superpuestos que giran en torno a una historia principal: la misteriosa muerte de la mujer de la que el protagonista se enamora y con la que mantiene una relación secreta. Ida Brown es un personaje femenino cargado de fuerza, una estrella del mundo académico a partir de una innovadora tesis sobre Dickens, una activista convencida, crítica con el capitalismo, defensora de los derechos civiles y de las culturas marginales.

“Era frontal, directa, sabía pelear y pensar. Trabajaba para la élite y contra ella, odiaba a quienes formaban su círculo profesional, no tenía un público amplio, sólo la leían los especialistas, pero actuaba sobre la minoría que reproduce las hipótesis extremas, las transforma, las populariza, las convierte -años después- en información de los medios de masas”, la retrata el protagonista, incapaz de atrapar sus secretos, los secretos de quien mantiene una doble vida; de quien declara su independencia absoluta y se entrega al peligroso juego de la pasión clandestina en anónimas habitaciones de hotel; de quien sostiene que “no está mal esconderse para cultivar los pecados propios”.

Ricardo Piglia se mueve en planos superpuestos que giran en torno a una historia principal: la misteriosa muerte de la mujer de la que el protagonista se enamora y con la que mantiene una relación secreta. Ida Brown es un personaje femenino cargado de fuerza, una estrella del mundo académico a partir de una innovadora tesis sobre Dickens, una activista convencida, crítica con el capitalismo, defensora de los derechos civiles y de las culturas marginales.

Ida Brown es crucial en una novela coral en la que Renzi observa y contagia a todos los personajes con su mirada, mostrando especial debilidad por dos de ellos: el mendigo Orión, que hablaba todo el tiempo con metáforas y se preguntaba quién no querría hacer volar el mundo, y la vecina rusa Nina Andropov, una profesora retirada que consideraba el mundo académico “una jungla más poderosa que los pantanos de Vietnam”, autora de una monumental biografía sobre Tolstói, que hablaba sola y a veces les recitaba Pushkin a los silenciosos peces que la acompañaban.

A Orión el profesor Renzi lo relaciona con Hudson, naturalista y escritor argentino, sobre el que está escribiendo un libro y quien admiraba la vida libre de los mendigos “porque era una muestra de desprecio a la utilidad y al dinero”. Nina, por su parte, le conduce a pensar en el misticismo de la lengua rusa, que explica la tendencia de escritores como Gógol, Dostoiesvski y Solzhenitsyn “a predicar y a entrar en divagaciones religiosas”.

Ricardo Piglia. © Maria Teresa Slanzi

Hay mucha literatura en esta novela. Hay muchos profesores devotos de los creadores en cuyas vidas y obras se han especializado, pero también hay detectives, policías, agentes del FBI y un terrorista, Thomas Munk, trasunto de Theodore Kaczynski, el legendario “Unabomber” surgido a finales de los 70 y que mantuvo en jaque al FBI durante casi 20 años. Un matemático y filósofo de gran genialidad que dejó el privilegiado mundo académico, se retiró a una cabaña apartada y se convirtió en un Thoreau enfurecido que enviaba sobres bomba que hirieron a una veintena de personas y provocaron tres muertes. En la novela Munk ponía esas bombas de elaboración casera en el buzón de investigadores y catedráticos de relevancia que trabajaban en investigaciones, en avances tecnológicos que, en su opinión, acabarían destruyendo la poca humanidad que aún quedaba en el mundo.

Piglia retrata a un ser que tiene todo lo que la sociedad puede ofrecerle, pero no lo quiere. Representa el fracaso del sistema, se aparta del mundo, se embosca para llevar a cabo una particular revolución. Sus ideas de base -la defensa de la naturaleza, del Medio Ambiente, la vuelta a la vida rural…- están en consonancia con los movimientos ecologistas, la filosofía hippy y la corriente anarquista de la “vida buena”, pero la rabia le conduce más allá de las lindes de la reivindicación, a la práctica de la violencia.

Esta historia hacia la que avanza la novela y de la que prefiero no desvelar datos, pistas significativas, que estropeen otras lecturas; esta historia apasionante y reveladora que en sí misma tiene una fortaleza indudable y que toma elementos de una novela célebre, “El tercer hombre”, de Conrad -la necesidad de inventar otra vida- permite a Ricardo Piglia hablar de las identidades posibles y ahondar sobre acontecimientos que ahora mismo reclaman nuestra atención, sobre la extrañeza de lo oculto, de lo que se mueve por debajo de lo que nos muestran las noticias, de lo que se alza al primer plano de la actualidad. Vivimos en un mundo vigilado, constata el protagonista. Todos nuestros datos, nuestras ideas, lo que leemos, lo que consumimos, los amigos a los que frecuentamos, las causas que defendemos, son objeto de vigilancia. ¿Somos unos ingenuos al sorprendernos de ello? Puede, pero Piglia nos lo pone delante de los ojos de tal forma que resulta altamente perturbador.

Vivimos en un mundo vigilado, constata el protagonista. Todos nuestros datos, nuestras ideas, lo que leemos, lo que consumimos, los amigos a los que frecuentamos, las causas que defendemos, son objeto de vigilancia. ¿Somos unos ingenuos al sorprendernos de ello? Puede, pero Piglia nos lo pone delante de los ojos de tal forma que resulta altamente perturbador.

Pienso que los lectores de esta novela no podemos ser lectores pasivos, sino reflexivos, curiosos, buscadores de respuestas. “El camino de Ida” nos conduce a analizar los rostros, los caminos de la subversión y las maneras del poder para disfrazar, para manipular, para defenderse de esas subversiones. En el acto de Casa de América el escritor se refirió al caso Snowden y al soldado Manning, dos personajes del presente a los que se quiere presentar como ejemplos de desequilibrio en un entorno global de sometimiento y obediencia. “El Estado”, según la interpretación que el propio Munk ofrece al profesor Renzi, “quería declararlo demente para que sus argumentos políticos fueran desechados como delirios. Sus argumentos y sus razones no eran considerados, lo que era clásico en los Estados Unidos, donde las razones políticas radicales eran vistas como desvíos de la personalidad (…) donde sólo los que se oponen al sistema son locos, el resto son sólo criminales”.

En otro momento el narrador en su afán de comprender, sin afirmar, sin negar nada, llega a decir: “Munk había demostrado que un hombre solo podía actuar y eludir durante veinte años al FBI”. Tal vez él “sólo quería imaginar que en los Estados Unidos existía una multitud de jóvenes decididos a entrar en acción, sin conocerse”. Motivadora, interesantísima esta novela desde todos los puntos de vista, en sus múltiples lecturas: como thriller, como fuente de indagación, como sendero hacia otros autores… Valiente, perturbadora, reveladora, inquietante.

(“EL camino de Ida” ha sido publicado por Anagrama)

Todas las fotografías han sido cedidas por Anagrama. La primera la firma Alejandra López; las restantes, Ana María Slanzi. En una de ellas Ricardo Piglia está acompañado por Jorge Herralde, su editor en España.

Ricardo Piglia. © Maria Teresa Slanzi

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Archivado en: De Literatura, Los Libros, Nº8 / Octubre 2013

José María Guelbenzu: “Hoy al escritor que se respeta es al que gana mucha pasta”

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Jose María Guelbenzu / Nacho Goberna © 2013

Por Emma Rodríguez © 2013 / 

A Gabriel Cuneo, un guionista de televisión a punto de cumplir los 50 años y en plena crisis existencial, lo que le reconcomía a veces por las noches, antes de coger el sueño, era “la necesidad de entender el camino por el que el mundo al cual pertenecía como simple ser humano se dirigía al futuro”. Una necesidad que le provocaba “una zozobra que a veces lo desvelaba” y que “alimentaba sus miedos, los miedos de toda una vida”. Gabriel Cuneo es el protagonista de “Mentiras aceptadas” (Siruela), la última novela de José María Guelbenzu, quien sigue empeñado en atrapar las experiencias, anhelos y desencantos de su propia generación, esa que en Mayo del 68 se sintió capaz de cambiar el mundo y que ha sido testigo de la deriva de una sociedad cada vez más carente de valores.

La España triunfante, aún tan cercana, de la época del pelotazo, es el escenario de una entrega coral que ahonda en las sensaciones de incertidumbre que experimentamos en un presente movedizo y que nos habla del lenguaje de la dignidad, un lenguaje perdido que un padre se afana en recuperar para su hijo. Un padre, Gabriel, al que Guelbenzu ha cedido sus propias vivencias y percepciones, consciente de que “el escritor es alguien que transita el mismo camino que los demás, pero que tiene la capacidad especial de fijarse en esos tramos que suelen pasar desapercibidos para la la mayoría, ocupada en ir haciendo el trayecto sin volverse sobre sus propios pasos.

Estamos ante un hombre que se ha acercado a la literatura desde sus distintos planos de acción, que se inició en las corrientes de la experimentación al lado de quien fuera su gran amigo Juan Benet [uno de los grandes renovadores de las letras españolas, original, complejo, creador del mítico territorio literario de “Región”], que ejerció de editor en tiempos en los que aún la prioridad no era convertir un libro en superventas y que ha compaginado la crítica literaria -que ejerce habitualmente en las páginas del diario “El País”- con una obra de ficción bifurcada entre las novelas de cariz más serio y las de índole policíaca, protagonizadas por la juez Mariana de Marco. En esta entrevista el autor nos deja entrever cómo el día a día se va colando en lo que se escribe y se vuelve algo más diáfano -comprensible- en ese proceso; habla de de los derroteros de la novela, ahora instalada en el conservadurismo, y reflexiona sobre las tensiones de un país, España, donde la democracia se instaló de golpe sin haber fortalecido sus raíces… Pensamientos y análisis al hilo de una entrega que se acerca al presente cargada, muy cargada, de preguntas en busca de respuesta, de horizontes posibles.

La España triunfante, aún tan cercana, de la época del pelotazo, es el escenario de una entrega coral que ahonda en las sensaciones de incertidumbre que experimentamos en un presente movedizo y que nos habla del lenguaje de la dignidad, un lenguaje perdido que un padre se afana en recuperar para su hijo.

- Gabriel, el protagonista de “Mentiras aceptadas” se plantea qué es lo que está sucediendo en el mundo. ¿Fue a partir de esa pregunta que José María Guelbenzu puso en marcha la maquinaria de la novela?

- No exactamente. Lo que yo quise desde un principio fue escribir una novela sobre el vínculo existente entre padres e hijos, el único vínculo indestructible que existe sobre la tierra. Empecé simplemente ahí, pero al ir construyendo al personaje, al situarlo donde lo situaba, me encontré con alguien que, sin haber perdido la lucidez juvenil, vivía en una situación bastante confortable, había apagado su capacidad crítica, de resistencia ante la mediocridad. Todo eso se había diluido en el acolchamiento de una existencia que, de repente, se ve trastocada por las circunstancias: su padre está en fase terminal de una demencia senil, su hijo es un preadolescente que se empieza a dirigir hacia el futuro y él se siente tensado entre esas dos cuerdas, entre un pasado que le impresiona mucho y un porvenir por escribirse. Ahí es cuando empieza a plantearse preguntas que no se había formulado hasta entonces.

- La novela,  que se instala en la España de 2005, parte de la situación del personaje principal, pero a partir de ahí retrata a un país que vivió un espejismo y que se emborrachó de éxito, transmitiendo el estado de ánimo en el que nos encontramos ahora, ya superada esa fase: la fragilidad ante un presente en el que, como se dice en un momento dado, “todo lo sólido se desvanece, pisamos aire, no hay mayor zozobra”.

- Sí. Lo que cuento es la historia de un personaje, pero dentro de un tiempo concreto. Y esa fragilidad de la que hablas no está solo en esta novela sino que es una constante en todos mis escritos. Parte de la constatación de que el hombre moderno, el hombre contemporáneo, ya ha olvidado, ya ha abandonado ese mundo en el cual había una verdad única, una verdad que era su referente. Ahora el mundo está lleno de verdades múltiples y como es lógico todo se complica. Cuando existe una verdad única, como ha podido ser el origen divino del poder, por ejemplo, todo lo que hacemos está bien o mal con respecto a eso, pero en el momento en el que la conciencia del hombre se atomiza, ya no hay referentes para fijar las conductas, y es entonces cuando metafóricamente estamos pisando un suelo movedizo. Recurriendo a una frase de Marx, todo lo que era sólido se disuelve en el aire. Ha sido a partir de la Revolución Francesa, de la muerte de Dios, que se ha instalado entre nosotros ese caos, esa confusión ante la que el ser humano aún no ha encontrado una línea de actuación, para bien o para mal, sobre lo bueno o sobre lo malo, en la cual podamos reconocernos todos de manera nítida. Mientras Dios, el padre, marcaba los límites, sabíamos a qué atenernos, pero ahora que nos hemos independizado, estamos tanteando. A ver cómo nos las arreglamos, a ver cómo indicamos los pasos a seguir a los nuestros, a nuestros hijos, si nosotros mismos los desconocemos. Ese es el dilema.

Al ir construyendo al personaje protagonista, al situarlo donde lo situaba, me encontré con alguien que, sin haber perdido la lucidez juvenil, vivía en una situación bastante confortable, había apagado su capacidad crítica, de resistencia ante la mediocridad. Todo eso se había diluido en el acolchamiento de una existencia que, de repente, se ve trastocada por las circunstancias

- Pero esa sensación, esa incertidumbre, se ha acentuado. La crisis económica y moral de los últimos tiempos la ha intensificado.

- Yo creo que en el caso de Europa tenemos que remontarnos al final de la II Guerra Mundial. Después de la experiencia de los campos de concentración y del Gulag realmente se tocó fondo, se planteó la gran cuestión: ¿y ahora qué hacemos? No se tenía ninguna referencia, no se sabía sobre qué sentarse, sobre qué apoyarse y empezar a reconstruir moralmente. En lo que respecta a España, en estos momentos la situación es más provinciana, por decirlo de algún modo. Se ha vivido un espejismo, se ha perdido el espejismo y resulta que ese espejismo coincidió con la eclosión de la democracia, una eclosión razonablemente gratuita porque no tenía raíces. Ha pasado algo similar a la presencia del jurado en el ámbito de la jurisprudencia, una novedad, algo que nos han colado. Jamás había habido en España una cosa así, como jamás había habido democracia. Eso es algo que tiene que aceptarse. Y, además, hemos tenido la mala suerte de que la buena situación económica con la que empezó a asentarse y que al mismo tiempo la propició, se ha ido al traste y nos hemos encontrado con nada en las manos. Ahora, además, no sabemos muy bien ser demócratas porque no tenemos conciencia de ello.

- Todo eso, de un modo u otro, se refleja en la novela, a través de lo que viven los personajes. La crisis existencial de Gabriel, un guionista de televisión, corre en paralelo a la crisis que padece buena parte de esta sociedad. Sus temores, sus dudas, sus preguntas, son las mismas que nos estamos planteando muchos en estos momentos.

- En efecto, por eso es la novela que tiene más personajes con presencia suficiente de todas las que yo he escrito. Gabriel es el hilo conductor, una especie de guía que, aunque no pueda darnos soluciones, nos acompaña y nos ofrece explicaciones sobre los escenarios que visitamos a través de sus propias vivencias. Lo que yo he querido es tratar de mezclar el tiempo personal, el tiempo de las relaciones, de las emociones, de los sentimientos, del ámbito de la familia, con el tiempo histórico, el que va marcando el exterior, la realidad.

Hemos tenido la mala suerte de que la buena situación económica con la que empezó a asentarse la democracia y que al mismo tiempo la propició, se ha ido al traste y nos hemos encontrado con nada en las manos. Ahora, además, no sabemos muy bien ser demócratas porque no tenemos conciencia de ello

Jose María Guelbenzu / Nacho Goberna © 2013

- ¿Dónde se encontró José María Guelbenzu a Gabriel, quién se lo presentó?

- Pues nadie. Me lo fui inventando, como siempre. Está claro que los personajes no surgen de la nada, del limbo. Evidentemente tienen que ver con esa experiencia en la vida sin la que es imposible escribir novela. En mi caso concreto son la suma de muchas personas que conozco o de muchas situaciones. Normalmente no empiezo una historia con un guión fijado y férreo sino con una idea de lo que quiero contar. Parto de un principio, voy avanzando y mientras lo hago voy encontrando qué es lo que va a suceder en los distintos capítulos, que tienen que ir empujándose unos a otros. Así es como voy descubriendo a mis personajes. En el fondo es lo mismo que pasa cuando conocemos a las personas que entran en nuestra vida, pero en este caso las hemos elegido, sabemos lo que pueden depararnos, hay menos lugar para la sorpresa. Yo sé quiénes son mis personajes y qué puedo esperar de ellos, pero sus caracteres se van perfilando durante el proceso de la escritura. En este caso, no me identifico con Gabriel, aunque hay cosas que nos son comunes; al fin y al cabo somos de la misma generación, cada uno a nuestra manera tratamos de extender una mirada crítica alrededor, pero poco más.

-¿A mayor incertidumbre más necesidad de recurrir a la ficción?. ¿Es la novela una especie de faro para alumbrar el mundo?

- Bueno, yo diría que uno de los motivos por los que escribo es para ordenar mi experiencia, para tratar de explicarme el mundo en que vivo, pero en cuanto a que la novela tenga que dar respuestas sobre el mundo, no. Yo creo que lo que tiene que hacer es plantear preguntas. La labor del escritor consiste en hacer buenas preguntas, preguntas lo suficientemente poderosas como para que el lector se ponga a pensar. Soluciones es muy difícil que ofrezca. Para soluciones están los libros de autoayuda que pueden servir en situaciones concretas: para superar la timidez, para triunfar en los negocios y ese tipo de cosas.

- La novela se sitúa en 2005, recién ganadas las elecciones por los socialistas tras el atentado de los trenes de Atocha y las consiguientes mentiras sobre su autoría del gobierno de Aznar. Aún se vive la etapa del pelotazo y apenas se vislumbran nubarrones, pero Gabriel desconfía de tanta facilidad para triunfar, para ganar dinero sin apenas esfuerzo. La idea del consentimiento, de que todos de algún modo hemos sido culpables se filtra en la novela.

- Yo precisaría más: todos somos responsables y solo unos cuantos son verdaderamente culpables, todos aquellos que se han movido con mala intención. La diferencia entre responsabilidad y culpabilidad queda clara, pero en el fondo, al final, todo lo que ha pasado es nuestro, tiene que ver con nosotros. Cada vez que veo una manifestación masiva contra el actual Gobierno por sus políticas en asuntos como la educación o la sanidad me quedo mirando a la multitud que avanza por la calle y me digo: “pero bueno, ¿cuántos de vosotros habéis votado al PP? Ahora estaréis muy arrepentidos, pero… Habéis votado a los que están actuando sobre el sistema sanitario, por poner un ejemplo, y eso os convierte en responsables. Evidentemente los culpables son los que lo están sometiendo a un demoledor proceso de privatización.

Todos somos responsables y solo unos cuantos son verdaderamente culpables, todos aquellos que se han movido con mala intención. La diferencia entre responsabilidad y culpabilidad queda clara, pero en el fondo, al final, todo lo que ha pasado es nuestro, tiene que ver con nosotros

- La novela habla de la aceptación de las mentiras, de la impostura, del mirar para otro lado cuando todo iba bien sin cuestionarse absolutamente nada…

- Sí. Es que eso es la vida cómoda de la que hablaba antes y es algo perfectamente humano. Cuando nos sentimos confortables, bien instalados, con todo funcionando, sin problema alguno a la vista, tendemos a acolcharnos, salvo que pertenezcamos a la clase de los luchadores incansables, esos que siempre van en busca de otras cosas que normalmente nunca encuentran. A la mayoría esa confortabilidad le resulta suficiente y le lleva a instalarse en lo que en definitiva es el reino de la mediocridad. En esa situación las capacidades críticas empiezan a bajar inmediatamente y para que se abran de nuevo tienen que ocurrir cosas como las que le suceden al protagonista: pierde la serie en la que está trabajando; ve morir a un niño y piensa en el futuro; se angustia con la enfermedad de su padre… Todo eso le hace volver a hacerse preguntas, a ejercer como la persona lúcida que es en el fondo.

- Lo preocupante es que una gran parte de la población sigue en esa situación de confortabilidad anestesiante pese a todo lo que está pasando…La respuesta social no está al nivel de los acontecimientos.

- Bueno, yo creo que muy poca gente puede sentirse cómoda en estos momentos. La sensación de angustia y de inseguridad económica es muy poderosa. Sabemos que hoy estamos con las espaldas cubiertas pero que mañana podemos estar en la calle y eso es algo que cada vez preocupa más. En todos los años triunfales la gente se había vuelto más egoísta, iba a lo suyo. El concepto de solidaridad, lo de echar una mano, se estaba perdiendo, y ahora, cuando ha habido necesidad, carencia, pobreza, se ha recuperado. Ahí sí hay una zona positiva que tenemos que valorar. Vemos cada vez a más gente protestando, a gente luchando por que no echen a otros de sus casas o haciendo frentes comunes de grupos profesionales en defensa de sus derechos. Todo esto no acaba de cuajar en un proyecto de mayor alcance, pero de momento está ahí y es significativo. Siempre he pensado que si este país tuviera más cultura política y la gente decidiera votar en blanco, tres millones de votos en blanco sería algo tremendo, sería una conmoción brutal que obligaría a los partidos a tomar decisiones muy drásticas. Tres millones de votos te dan el poder. Son votos que dicen: “quiero participar pero no con ustedes”. A mí eso me parece más potente, a la larga o a medio plazo, que cualquier manifestación. Las manifestaciones están bien como una primera respuesta, pero votar en blanco sería una actitud más activa, y de ahí habría que pasar a la creación de movimientos y asociaciones capaces de no morirse en el camino, capaces de llevar a cabo acciones importantes, de regenerar las instituciones, de inventar otro Tribunal Supremo, otro Constitucional, otro Colegio de Médicos…

Muy poca gente puede sentirse cómoda en estos momentos. La sensación de angustia y de inseguridad económica es muy poderosa. Sabemos que hoy estamos con las espaldas cubiertas pero que mañana podemos estar en la calle y eso es algo que cada vez preocupa más. En todos los años triunfales la gente se había vuelto más egoísta, iba a lo suyo. El concepto de solidaridad, lo de echar una mano, se estaba perdiendo, y ahora, cuando ha habido necesidad, carencia, pobreza, se ha recuperado. Ahí sí hay una zona positiva que tenemos que valorar

- Lo que sucede es que ahora mismo quienes nos gobiernan no reaccionan ante nada, no atienden las necesidades de los ciudadanos, no se preocupan…

- Es que se trata de gente que no puede reaccionar ante nada porque ahora mismo lo que hay es clase política pura y dura, personas que salen de los colegios políticos y que, al margen de la vida, se meten en los frentes de juventudes de sus respectivos partidos, pasando de ahí a convertirse en diputados. No tienen el aprendizaje de la calle, no han trabajado nunca, no han tenido un jefe que les putee. Fue lo que le pasó a Zapatero, que llegó al poder como una cándida paloma. Si quienes nos gobiernan hubieran pasado por lo que pasan la mayoría de los ciudadanos de a pie entenderían mejor la realidad.

- Pese a todo, ¿eres optimista respecto al futuro de este país?

- Sí. Yo lo que creo es que estamos instalados, más allá de lo económico, en una crisis de valores, de resquebrajamiento de una democracia que ha de volver a retoñar. Eso tendrá que pasar y si no pasa habremos dado otro paso atrás en la historia de España, que ya sería el enésimo. Pero no veo síntomas de que eso suceda. Veo retrocesos en el proceso democrático, por supuesto, pero no atisbo peligro de que el país vuelva a ser el culo del mundo, que es lo que éramos antes de entrar en Europa.

Entrevista Jose Maria Guelbenzu - Por Nacho Goberna - 2013 (6)

- En la novela se dibuja a la derecha española como una derecha resentida siempre, una derecha vengativa, que no sabe perder…

- Bueno, tendría que haber dicho la Iglesia, porque yo creo que el atraso cultural de este país se debe a la Iglesia católica, a su influencia. De ahí parte evidentemente esa derecha reaccionaria. El problema es que en España no hay una derecha civilizada y si la hay no puede levantar la cabeza. Todavía los restos de autoritarismo, el servilismo, son muy fuertes. Tenemos que darnos cuenta de que la actual derecha viene de una ideología que sostenía ideas como: “lejos de nosotros la funesta manía de pensar”, o ahora que hablamos del I+D, eso otro que decían: “que inventen ellos, que nosotros con lo nuestro tenemos suficiente”. Esa derecha, ese sentimiento español reaccionario, aunque no tiene afortunadamente el suficiente poder para imponerse, todavía sigue asomando la oreja y a mí en ese sentido me produce irritación y aprovecho que escribo novelas para darles un cate. Pero eso no me quita razones para el optimismo. Recuerdo a un jardinero que teníamos en Cantabria que para ahorrarse el trabajo cortaba la hierba tan a ras de suelo que prácticamente la mataba. Pero cuando la empezamos a cuidar de otro modo creció espléndidamente. El problema es que antes no lucía nada y ahora si luce, pero la realidad es que, de un modo u otro y en los peores momentos, fue capaz de enraizar. Lo importante es que si enraiza seguirá brotando siempre; pero si la empiezas a cortar de tal manera que las raíces no puedan desarrollar con fuerza la resistencia a los malos tiempos, pues vamos de culo. Confiemos en que enraice.

-  Volviendo a la novela, en otro momento Gabriel observa la realidad y dice que todo había pasado demasiado rápidamente y que por eso él no se creía lo que se estaba produciendo. ¿Ante las prisas, ante el ruido, hasta qué punto la novela es un espacio para la calma, para tomar un respiro, para reconsiderar las cosas?

- Sí. Creo que la novela puede ser una llamada a la reflexión, un espacio intencionado para rebobinar la película, invitando al lector a pensar en las circunstancias del lugar dónde ha estado y en el que se encuentra ahora, animándole a sacar sus propias conclusiones. Y sucede que la novela cada vez se acerca más al presente, que los novelistas cada vez escribimos más sobre lo que vivimos, sobre lo que conocemos. El mundo tal como está organizado, con tantas prisas, no propicia abrir un hueco que se cuele hacia atrás para hallar paralelismos con la situación actual, para recrear una época pasada que funcione como reflejo de ésta. Eso requiere calma, tranquilidad, y el novelista tiene hoy una necesidad, angustiosa incluso, de responder a lo que se nos está viniendo encima de manera inmediata. En ese sentido, sólo en ese, lo que puede ocurrir es que la novela empiece a copiar al periodismo al intentar dar respuestas muy inmediatas, al hacer las preguntas correctas ante los acontecimientos urgentes.

El atraso cultural de este país se debe a la Iglesia católica, a su influencia. De ahí parte evidentemente esa derecha reaccionaria. El problema es que en España no hay una derecha civilizada y si la hay no puede levantar la cabeza. Todavía los restos de autoritarismo, el servilismo, son muy fuertes. Tenemos que darnos cuenta de que la actual derecha viene de una ideología que sostenía ideas como: “lejos de nosotros la funesta manía de pensar”

- ¿Eso te parece peligroso?

-  No me parece peligroso, me parece que forma parte de esta época. Tampoco me preocupa tanto el fenómeno de “twitter”. No creo, como tantos otros, que todas las personas vayan a acabar siendo incapaces de concentrarse en más de cuatro páginas a consecuencia de ello, por falta de costumbre. No creo que eso vaya a suceder. Creo que las personas que no se concentran seguirán sin concentrarse y en ese caso mejor será un “tuit” que nada. Pero seguirá habiendo novelas, seguirá habiendo textos largos y lectores de textos largos que querrán profundizar en los contenidos. ¿Todo eso influirá en la escritura? Seguro, lo hará de alguna manera. No sé cómo. Ya veremos. A mí es algo que no me afecta porque mi tiempo se acaba.

- ¿Cómo enseñar a vivir dignamente a su hijo? se pregunta el protagonista de la novela. ¿Cómo enseñarle otros valores que no sean los del dinero fácil, los del éxito inmediato, cómo mostrarle el camino para hacer frente a los obstáculos y superar las frustraciones?. ¿Crees que ese es uno de los problemas de las últimas generaciones, que no han aprendido el lenguaje de la dignidad?

- Sí, yo creo que los más jóvenes tienen un déficit alto de educación de valores, de educación cívica, lo cual no quiere decir que no haya las mismas minorías interesadas, comprometidas, de antes. Yo creo que sí las hay, quizás incluso en mayor proporción porque han tenido más acceso a estudios y universidades, pero lo que sí es cierto es que no se están transmitiendo bien esos valores. Para comprobarlo basta con observar cómo funciona la enseñanza. Si cuando yo era estudiante iba a mi casa y les decía a mis padres que el profesor que me daba tal asignatura era un imbécil me llevaba como mínimo una reprimenda. “Tú te cayas y te aguantas”, me hubieran dicho. Ahora si llega un chico y protesta, el padre se dispone a hostiar al profesor. Algo ha pasado, aquí ha habido una pérdida de valores y de categorías evidentemente grave. Y como esto, otras muchas cosas no se han transmitido. Ha habido toda una generación que tenía que haber seguido los pasos naturales y no haberse hecho rica tan fácilmente, sino muy despacio y siguiendo el cauce de transmisión de padres a hijos. De ese modo se habría mantenido el respeto necesario. Cuando de repente tú no tienes valores porque eres una persona que no ha sido educada y eso no es impedimento para que hagas dinero con facilidad, qué es lo que vas a enseñar a tus hijos: los no valores que tú tienes, está claro. Eso es lo que ha pasado. Ese enriquecimiento súbito ha sido enormemente dañino. Se ha transmitido a muchos hijos que lo importante en esta vida es tener un BMW.

- Hay un personaje en “Mentiras aceptadas”, el avispado y vulgar millonario Perfecto Alumbre, que refleja muy bien la valoración, promovida por las teorías neoliberales en boga, de las personas que tienen dinero por encima de todo. Alumbre es un inculto, un ser insensible, pero se le encumbra, se le envidia. Mientras no se modifiquen esos baremos es imposible que se produzca cualquier cambio.

- Efectivamente. Durante demasiado tiempo parecerse a Alumbre es lo que ha buscado todo el mundo. Se ha partido de una situación ejemplar socialmente hablando para mal. Hubo un momento en el que el sueño de todo estudiante de empresa y de económicas era Mario Conde. Lo veneraban como a un ídolo. Tú llegabas y preguntabas y no te lo podías creer. ¡Por Dios, Mario Conde, pero si este tío es un salteador de caminos!, pensabas. Cayó tan estrepitosamente que ha dejado de ser un héroe, pero en las escuelas de economía españolas se mantuvo como tal durante unos cuantos años. Ese es el ejemplo. Ahora, en otro orden de cosas, se nos vende Eurovegas como una esperanza. Se vuelve a reproducir un poco la historia de cuando los españoles llegaban a América y les cambiaban a los indios oro por cuentas de colores. Lo de Eurovegas son cuentas de colores.

Cuando de repente tú no tienes valores porque eres una persona que no ha sido educada y eso no es impedimento para que hagas dinero con facilidad, qué es lo que vas a enseñar a tus hijos: los no valores que tú tienes, está claro. Eso es lo que ha pasado. Ese enriquecimiento súbito ha sido enormemente dañino. Se ha transmitido a muchos hijos que lo importante en esta vida es tener un BMW

Jose María Guelbenzu / Nacho Goberna © 2013

- Antes decías que en tus personajes se cuelan inevitablemente fragmentos de tu propia vida y está claro que sin la experiencia como padre hubiera sido difícil reflejar de una manera tan honda la relación entre Gabriel y Martín, su hijo preadolescente, los temores y las dudas del primero respecto al porvenir del segundo. ¿En qué medida la paternidad ha sido una experiencia transformadora?

- Hubiera sido difícil escribir sobre ello sin conocerlo porque, o capto muy bien, íntimamente, los problemas que pueden tener mis amigos con sus hijos, o sería bastante difícil entrar en una serie de consideraciones como las que salen a relucir en la novela. Normalmente la función del escritor es que vive lo que todos los demás, pero tiene una capacidad especial para fijarse en los elementos significativos de lo que vive y no cabe duda de que la paternidad te saca de ti mismo. Ahí hay un eje de todo lo bueno. Ser padre es ocuparse de verdad de alguien. Por muy reconcentrado que puedas ser hay un momento en que tienes que abrirte hacia fuera y tienes que dar cosas a cambio de nada. Yo veo el proceso como un encuentro no  exactamente a través del intercambio, sino de la generosidad. La plasmación más clara de la generosidad puede ser esa, la del padre hacia un hijo, sin olvidar, claro, que hay padres salvajes, feroces, pero estamos hablando de la mejor de las situaciones. Ser un padre consciente de ello, que ejerce su papel, es el caso de amor más desprendido que conozco, porque se trata de amar a alguien para que se vaya, no para que se quede. Normalmente en la vida amamos para tener cerca lo más que podamos a la persona elegida, para toda la vida a ser posible. Ese es el fundamento de la pareja, pero en el caso de los hijos si eres responsable tienes que hacer que se vayan y que se vayan en condiciones. Por eso se trata de una relación tan extraordinaria, de un vínculo irrompible.

- Y unido a todo esto está el tema de la pérdida. El protagonista pierde a su padre y eso trastoca su lugar en el mundo, su papel.

- Sí. Cuando se pierde al padre, porque incluso en aquellas familias en las que hay enemistades y no se da una buena relación entre padres e hijos, el padre sigue siendo el que está en primera línea, cuando éste muere, quien estás detrás adquiere la conciencia de ocupar su lugar y ahí no le queda más remedio que crecer, que convertirse en adulto, sea hombre o mujer. Ya no puede escudarse detrás de la referencia del progenitor, ya no tiene su apoyo, ni le bastan los apoyos de los amigos, porque para su esencia está solo, ha perdido el vínculo con el padre, que aunque no le hiciera ni caso, era su antecedente.

Ser un padre consciente de ello, que ejerce su papel, es el caso de amor más desprendido que conozco, porque se trata de amar a alguien para que se vaya, no para que se quede. Normalmente en la vida amamos para tener cerca lo más que podamos a la persona elegida, para toda la vida a ser posible. Ese es el fundamento de la pareja, pero en el caso de los hijos si eres responsable tienes que hacer que se vayan y que se vayan en condiciones.

- Esta es una pregunta dirigida al escritor, pero también al crítico literario. ¿Hacia dónde se dirige la novela?

- Ah, eso no lo puedo saber. Estamos ahora mismo en un tiempo de calma. No hay experimentaciones y la gente que quiere acceder a ellas lo único que hace es repetir lo que ya hicieron las vanguardias del primer tercio del siglo XX. A lo mejor se piensa que son cosas nuevas, pero para nada. Yo creo que hay una especie de situación de tensa espera, o de tensa calma, como se quiera decir. Por eso la novela se ha vuelto en estos momentos fundamentalmente mas realista, mas tradicional. Es una etapa de espera hacia el movimiento que vaya a tomar, cuando sea, a lo mejor dentro de un siglo.

- Sin embargo, antes hablábamos de que cada vez se acerca más al presente, sin tomar prácticamente distancia, sin asumir la perspectiva. ¿Puede venir por ahí el cambio?

- Efectivamente, eso es lo único que podríamos decir que ha sucedido en la novela, hasta el extremo de que una de las salidas que se han buscado, que se han intentado, y que está encabezada por W. G. Sebald, es la de intentar reunir realidad y ficción en un mismo texto. Hasta ahora la novela era un mundo y la realidad otro. La ficción respondía a lo verosímil, a lo que es creíble, independientemente de que fuera cierto o no, y la realidad a lo verdadero, lo tangible. Lo de juntar lo verdadero y lo verosímil en una novela no se había hecho nunca, es la primera vez que se ha llevado a cabo. Sebald lo consigue en su última novela, “Austerlitz”, una obra extraordinaria, pero no se ha seguido abriendo el camino. A mí me parece un movimiento muy interesante, pero de momento se practica poco. Hay otros autores que han ido en esa dirección como el francés Emmanuel Carrère y en la narrativa española se acercó Antonio Muñoz Molina en una obra como “Sefarad”. Pero poco más. A excepción de eso, no veo otras novedades que indiquen el futuro. La novela se mueve dentro de un realismo sin demasiadas experimentaciones, trabaja con estructuras ya conocidas, con formas literarias ya sabidas. Como decía, yo intuyo que es una situación de espera.

- Ahora que hablamos de la experimentación, ¿qué queda del José María Guelbenzu que escribió “El mercurio”?

- Pues lo que queda de la juventud. A estas alturas del partido, más bien recuerdos. Pero si te diré que, como tengo que ir pensando en cerrar, pienso hacerlo con una novela otra vez arriesgadísima. Llevo dándole vueltas, tomando notas desde hace tiempo, me falta todavía bastante, pero va por ahí… Vamos a cerrar el círculo. Eso siempre es bonito. Y, teniendo en cuenta que lo que he ido haciendo es contar la historia moral de una generación, la mía, la que viene del 68, cerremos del mismo modo que empezamos, probando con algo nuevo.

- ¿Alguna pista?

-  Bueno, algo de lo que quiero hacer ya lo inicié en un título anterior, “Esta pared de hielo”, aunque nadie se dio cuenta. Ahí ya está señalado el camino por el que andaré.

- La trayectoria de José María Guelbenzu ha estado marcada por significativos cambios de umbral. La novela ha pasado de la experimentación a una actitud acomodada a las leyes del mercado; los editores, salvo excepciones, ya no tienen nada que ver con los de antaño, se han convertido en meros gestores. Aquí hay mucho espacio para la reflexión, ¿no?

- Sí. Todo esto me hace pensar en la velocidad de la época. Estamos inmersos en una etapa de cambios muy rápidos, que no se asientan sino que tropiezan entre sí, pero tendrá que llegar algún tipo de estabilidad en un determinado momento, no es posible seguir a esta velocidad. No se nos queda nada entre las manos. Le regalamos a alguien un “smartphone” y un año después ese trasto ya no sirve para nada. No puede ser. Tendríamos que ir hacia la lentitud. Yo personalmente estoy en ella. Ahora me lo puedo permitir y realmente la lentitud está muy cerca de la felicidad. Ya sé que es muy complicado cuando la vida va como va, pero al menos habría que no perderla de vista como ideal.

- El escritor actual está sometido a la contradicción entre calidad y comercialidad. Tú que has sido muy amigo de Benet, ¿recuerdas cuando alardeaba de que vender muchos ejemplares de un libro era un síntoma de mal gusto, de vulgaridad?

- (Risas)… Benet se refería a que si el público no lee y mayoritariamente no es culto, una novela verdaderamente culta que venda mucho tiene que llevar al escritor a pensar que algo habrá hecho mal. Si el público masivo de este país, por poner un ejemplo, sigue “Sálvame” y yo consigo llegar a ese mismo público tendré que replantearme lo que he escrito porque evidentemente les he dado la morralla que querían. Esto no quiere decir que yo desprecie que haya muchos lectores, pero sí pienso que todo escritor con su estilo está fijando el tipo de lector que quiere.Y si el estilo es complejo se necesita lectores complejos. Y de esos hay menos que de los otros. Benet, tan representativo de la “boutade” y de las bromas que hacíamos en aquella época, lo decía en ese sentido.

Jose María Guelbenzu y Emma Rodríguez / Nacho Goberna © 2013

Si el público masivo de este país, por poner un ejemplo, sigue “Sálvame” y yo consigo llegar a ese mismo público tendré que replantearme lo que he escrito porque evidentemente les he dado la morralla que querían. Esto no quiere decir que yo desprecie que haya muchos lectores, pero sí pienso que todo escritor con su estilo está fijando el tipo de lector que quiere.Y si el estilo es complejo se necesita lectores complejos.

- Es evidente que él se sentía orgulloso de dirigirse a una minoría de lectores complejos, pero si hoy hiciéramos una encuesta, ¿qué crees que preferirían la mayoría de los escritores: llegar a un público masivo o alumbrar una obra de culto, de calidad, para unos pocos?

- Pues no dudo que preferirían vender muchos ejemplares a escribir una obra de calidad. Pero eso representa la diferencia entre el escritor vocacional y el profesional. El primero es un tío que morirá por decir lo que quiere decir en una novela, le lean muchos o pocos, le paguen mucho o poco, mientras que el profesional sólo funciona a partir de un número determinado de lectores y de unos determinados ingresos. Hasta hace unos 10 años en España no había escritores profesionales con peso y ahora sí los hay. Ahí se ha operado el cambio. Y también han variado los sentidos del respeto en todos los ámbitos. Antes un señor que desfalcaba era un tío del cual había que avergonzarse. Hoy a un señor que desfalca, que se ha librado o le han caído pocos años se le trata de don, se le reverencia. Antes un escritor era alguien a quien se valoraba de la misma manera que a un médico que se dedica a salvar vidas o a un sacerdote que se dedica a la cura de las almas; era alguien digno de admiración, que trabajaba no diría gratuitamente, pero sí desinteresadamente. Ahora el escritor al que se respeta es alguien que triunfa o que tiene mucha pasta. Todo esto, que resulta nuevo aquí, en Estados Unidos lleva asimilado unos 30 años, desde que la edición, considerada por todos los elegantes editores bostonianos como un oficio de caballeros, entró en la Bolsa en los años 70. Entonces se acabaron los caballeros, el oficio, los escritores que vendían poco, etcétera. Las editoriales tenían que rentar a los accionistas anónimos un dinero al año o estaban en serios apuros.

- Pero en EEUU sigue habiendo autores independendientes, de calidad...

- Sí, sigue habiendo escritores vocacionales, pero es que EEUU tiene una ventaja: es una población grande y tiene un índice de lectura muy alto. En esas condiciones se puede ser minoritario y vivir de la literatura, una cosa extraordinaria que es imposible aquí.

- Pero, volviendo a España, ¿dónde están los lectores que leían a Benet y al resto de autores experimentales de la época? No han podido desaparecer tan rápidamente.

- Bueno, se están muriendo en estos momentos. Se había calculado que eran 10.000 y estamos muy inquietos por ver si nacen los mismos que se nos mueren o no (risas). Como sigamos bajando, los pobres lectores que quedan tienen el trabajo de aguantarnos a todos los que seguimos intentando escribir bien, que somos muchos, y no creo que tengan dinero para comprar tantas novelas ni tiempo para leer tanto libro. El panorama no pinta bien. Esperemos que no se reduzca mucho esa cifra.

- ¿Cómo convive el Guelbenzu novelista con el crítico?

-  Puedo asegurar que bastante bien. Pero aquí también he de recurrir inevitablemente a la comparación. En otras áreas lingüísticas, sobre todo la francesa o inglesa, pero también la italiana o alemana, el escritor es un ser que al mismo tiempo está acostumbrado a reflexionar, a escribir, sobre su propio oficio, pero en España la idea del escritor sigue siendo una idea romántica. Se trata de un tío al que Dios le ha dado el don de escribir y que ya no tiene que rendir más cuentas en la vida que hacer novelas. Esa teoría del genio, que pertenece al pasado, que no es nada actual, explica que haya muy pocos autores que se dediquen a reflexionar, a hacer críticas. ¿Qué aporta esa doble condición? Pues te puede volver más autocrítico, pero eso me parece una ventaja. Ver cómo un autor ha resuelto una escena que te ha impresionado o, por el contrario, comprobar cómo se le ha podido ir de las manos otra, te acaba enseñando mucho.

- ¿Esa enseñanza acaba influyendo en lo que escribes? ¿Cuando algo te impresiona se produce un efecto contagio?

- Bueno, ahora me pasa mucho menos, pero lo que sí me sucedía antes es que al leer una novela que me dejaba tumbado me ponía de tan mala uva que intentaba escribir otra con la intención de superarla. Era un acicate.

En España la idea del escritor sigue siendo una idea romántica. Se trata de un tío al que Dios le ha dado el don de escribir y que ya no tiene que rendir más cuentas en la vida que hacer novelas. Esa teoría del genio, que pertenece al pasado, que no es nada actual, explica que haya muy pocos autores que se dediquen a reflexionar, a hacer críticas.

- ¿Cuáles son esos autores a los que siempre vuelves?

- Pues están Henry James, Conrad, Joyce, Kipling, Jack London… Hay muchos. En estos momentos ya no tengo uno o dos autores favoritos, sino que hay una serie de nombres y obras que me parecen incuestionables y a las que vuelvo una y otra vez, desde “Alicia en el país de las maravillas” hasta el “Austerlitz” de Sebald.

- ¿Últimos descubrimientos?

- Como me dedico a literatura extranjera las cosas ya llegan a España bastante determinadas, así que descubrimientos con sentido de futuro no hay muchos. Puedo citar la lectura de algunos escritores como David Vann, por ejemplo. Su primera novela era muy prometedora; la segunda muy interesante y la tercera ya no he podido leerla por falta de tiempo, pero me da la sensación de que está siendo repetitivo y en ese sentido me atrae menos. A la contra, hay otro escritor, el chino Mo Yan, que aquí se ha conocido a raíz del Nobel y del que yo me había ocupado con anterioridad, que aunque cuenta siempre lo mismo curiosamente no se repite jamás. Es verdaderamente espléndido.

- Como editor tuviste la oportunidad de introducir en España a otro Nobel, el sudafricano, J. M. Coetzee… ¿Qué supuso en ese momento?, ¿Fue una de las satisfacciones de esa etapa?

- Coetzee no fue un descubrimiento mío, pero sí tuve la suerte de publicar sus tres primeras novelas cuando ejercía como editor en Alfaguara, donde luego, con mucha vista (risas), se le dejó ir, con tan mala suerte que poco después ganó el Nobel. Cosas que pasan… Fue una satisfacción, pero de esa etapa recuerdo cosas más importantes que no han tenido el mismo éxito. Por ejemplo, considero una hazaña haber publicado “Los reconocimientos”, la primera novela de William Gaddis, un autor magnífico que ahora va a ser editado entero por Sexto Piso. Y me parece muy importante haber publicado al nigeriano Chinua Achebe, que sigue sin ser conocido aquí, aunque se le haya editado ya dos o tres veces. Tiene una novela soberbia que se titula “Todo se derrumba”. Estuvimos buscando a los autores más representativos del continente africano y lo publicamos junto con Wole Soyinka, que fue Premio Nobel, y Ahmadou Kourouma. La verdad es que me considero muy orgulloso de mi etapa de editor, tanto en Alfaguara como en Taurus, donde puedo destacar, entre otras cosas, la introducción a “La sociología de las religiones” en tres tomos de Max Weber, en traducción directa del alemán, que en España no se había hecho y que es uno de los libros sustanciales del siglo XX. Haber editado eso fue indudablemente un gran logro.

- ¿Y qué hay de la narrativa española, queda tiempo?

- Procuro estar un poco al tanto. Voy leyendo lo que me interesa siguiendo el consejo de amigos en cuyo juicio literario confío. Pero como me quedan muchas cosas de atrás por leer y el tiempo escasea, pues, francamente, entre ponerme a leer a un chico que promete o acercarme por fin, con tranquilidad, a Amiano Marcelino, prefiero a Amiano Marcelino. ¿Qué quieres que te diga? Es un valor seguro. Aprecio a autores como Álvaro Pombo, Javier Marías, Enrique Vila-Matas o Rafael Chirbes, un caso extraordinario de proyecto de escritura sólido desde un principio. Poder citar cuatro nombres para un país pequeño y con pocos lectores como es éste es algo notable. Y soy consciente de que hay otros autores más jóvenes que vienen empujando y que son interesantes. Yo creo que el panorama de la novela española no es malo ahora mismo, aunque quizás no estemos en el momento de producir una obra maestra de alcance mundial. Eso ya no lo sé. Pero sí me atrevo a decir que antes, en el fondo, como novelista de verdadera potencia estaba Juan Benet, mientras que ahora se puede hablar de un nivel general alto y sostenido. Eso me parece muy importante.

Jose María Guelbenzu / Nacho Goberna © 2013

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Archivado en: De Literatura, Las Entrevistas, Nº8 / Octubre 2013

Un paseo por el Jardín de Epicuro y alrededores

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Busto de Epicuro

Por Emma Rodríguez © 2013 / 

Lo primero que pensé cuando me planteé escribir este artículo sobre la felicidad es que tenía que disfrutarlo en el sentido más amplio. Llevo semanas repasando los ensayos que he ido atesorando a lo largo del tiempo sobre esta materia tan atractiva como escurridiza, a partir de la publicación de “Filosofía para la felicidad”, volumen en el que Errata Naturae rescata los textos que han llegado hasta nosotros de Epicuro, acompañados de tres análisis muy significativos sobre el pensamiento del clásico: palabra de Carlos García Gual, de Emilio Lledó y de Pierre Hadot.

Llevo semanas en compañía de Epicuro y por extensión del resto de los pensadores griegos a los que irremediablemente conduce. Llevo semanas junto a Bertrand Russell, Comte-Sponville, Wilhelm Schmid…, filósofos que no se han resistido a seguir preguntándose qué es la felicidad hoy. No concibo mayor disfrute, tratándose de una lectura, que partir de ella para llegar a otras, para encontrar relaciones, bifurcaciones, motivos para la certeza y la duda. Es verdaderamente gozoso el estímulo que proporciona contrastar múltiples ideas, reflexiones y clarividencias que nos van llevando a fraguar nuestro particular fragmento de entendimiento, ese que despega de lo aprendido, de lo asimilado, y acaba confluyendo con las propias experiencias, convicciones y recuerdos.

Si algo he constatado paseando por el Jardín de Epicuro es cuán perdidos tenía algunos conceptos básicos, cuán fácil resulta olvidar, en este tiempo de aceleraciones, verdades tan simples como imprescindibles para seguir andando, con los ojos muy abiertos, la conciencia despierta y el ánimo dispuesto, por el camino abierto. ¿Cuál es el sentido de la vida?, recuerdo la pregunta lanzada por el instructor de yoga en una clase hace algún tiempo. Solo una persona contestó: “la felicidad”. Una respuesta sencilla y a la vez cargada de complejidades al conducirnos de inmediato al más cercano de los territorios, nuestro propio paisaje interior, cercano pero tan poco explorado la mayor parte de las veces.

Emma Rodríguez © 2012

Un lugar de paz y de “Revolución”

Incomprendido, malinterpretado, desfigurado en la corriente de la tradición,  Epicuro es “una de las figuras más atractivas y, a la par, misteriosas de la historia del pensamiento (…) una de las primeras víctimas de la censura ideológica” por su discurso a contracorriente, no asumido del todo “por los correctos dominios de una buena parte de la Filosofía”. Quien nos va poniendo en antecedentes es Emilio Lledó. “El llamado Jardín”, prosigue, “era muy distinto de las instituciones docentes fundadas por Platón y Aristóteles. Mucho menos preocupado por llevar a cabo investigaciones científicas o lingüísticas, como en el Liceo, y nada interesado, como lo estuvo la Academia, en forjar líderes políticos, reyes-filósofos que se hicieran cargo de la nave del Estado, Epicuro llevó a cabo una verdadera revolución en la forma y sentido de sus enseñanzas, e incluso en la variedad de sus oyentes. Mujeres, esclavos, niños, ancianos, acudían al Jardín a escuchar al maestro y dialogar con él”.

Incomprendido, malinterpretado, desfigurado en la corriente de la tradición,  Epicuro es “una de las figuras más atractivas y, a la par, misteriosas de la historia del pensamiento (…) una de las primeras víctimas de la censura ideológica” por su discurso a contracorriente, no asumido del todo “por los correctos dominios de una buena parte de la Filosofía”, señala Emilio Lledó.

Era un “lugar de paz, en un mundo agitado por continuas revueltas y trastornos bélicos”, un lugar de “alegre moderación” en el que, “frente a las perturbaciones de su tiempo, buscó el filósofo la imperturbabilidad o ataraxia; y frente a la servidumbre y el servilismo, la capacidad de gobernarse a sí mismo”, dice, por su parte, Carlos García Gual, quien explica que Epicuro puso tanto énfasis en el carácter curativo, sanador, de la filosofía por su impresión de vivir en “un mundo enfermo, sin rumbo y sin finalidad, sometidos los hombres a los terrores del futuro y a tormentos mutuos”, algo que no nos resulta ajeno a los habitantes del siglo XXI.

Es inevitable recurrir a los hechos del pasado como espejo del presente. Buscar allí las referencias, las respuestas que tanto anhelamos encontrar y que tanto nos dicen sobre la repetición de los comportamientos humanos. El lector atento sabrá encontrar en la ética de Epicuro motivos para la identificación, orientaciones para entender mejor de qué forma el poder sigue perpetuándose de forma similar en nuestros días, cómo seguimos soñando con un mundo que nunca acaba de dibujarse con los colores de la equidad, del respeto a los otros, a los más débiles, a los desfavorecidos. Como constata Emilio Lledó, el lector atento sabrá encontrar en Epicuro “expresiones, a veces provocativas, contra la hipocresía de aquellos escandalizados dueños del poder político e ideológico, dueños también del gozo y el placer que les daba su riqueza y su seguridad y que, sin embargo, predicaban la dura e inamovible resignación y la tristeza para los pobres hijos del abandono social, para los esclavizados por los temores reales a los que sus dominadores los condenaban”.

Autor de un esclarecedor ensayo, titulado simplemente “El epicureísmo”, Lledó resume en el texto que nos ocupa las esencias de este hombre que en el siglo III antes de Jesucristo supo ver “cómo las grandes teorías de sus predecesores habían olvidado un principio esencial de toda felicidad y, por supuesto, de toda sabiduría: el cuerpo humano y la mente que lo habitaba”. Un hombre que no tuvo duda alguna de que en lo referente a la mente, ésta “tenía que estar libre de los terrores que, en buena parte, había incrustado en ella la religión”, sabedor de que “una mente atemorizada es una mente infeliz y al mismo tiempo es, de alguna forma, creadora de infelicidad”.

Hoy resulta un ejercicio muy saludable regresar al autor de “Carta a Meneceo”. Recuperar su valoración de las emociones; su sentido de la amistad; la importancia que ya entonces concedía a la libertad para pensar, más allá de las informaciones sectarias e impuestas; su llamada a la alegría de vivir; su rechazo de la ciudad opulenta, “la política de consumo y lujo que, en su inmoderación, animalizaba a los seres humanos y provocaba, en la mayoría de ellos, la miseria y el dolor”. ¿Nos suena, nos resulta cercano?

“La lectura de los textos de Epicuro nos devuelve el optimismo que brota de una inteligente mirada sobre la oculta felicidad. Como en los mejores momentos del platonismo, la felicidad, no consiste en tener más sino en ser más (…)”. Leemos a Lledó y tenemos la necesidad de buscar, subrayar, memorizar, guardar los mensajes que Epicuro envió en esa botella transparente capaz de atravesar los mares del tiempo. Una botella que al ser abierta nos deslumbra con su legado. “De los deseos, unos son naturales y necesarios, otros naturales pero no necesarios, y otros, al fin, ni naturales ni necesarios, sino que provienen de opiniones sin sentido”, aconsejaba el filósofo aprender a establecer esa distinción básica como principio necesario para emprender la buena vida. Entre los pocos fragmentos de su obra que han sobrevivido hay algunos que son, de verdad, auténticas joyas que animo a descubrir. Entre los que yo he decidido guardarme en el fondo del corazón, elijo y comparto algunos, pero cada cual deberá hacerse con los suyos.

Hoy resulta un ejercicio muy saludable regresar al autor de “Carta a Meneceo”. Recuperar su valoración de las emociones; su sentido de la amistad; la importancia que ya entonces concedía a la libertad para pensar, más allá de las informaciones sectarias e impuestas; su llamada a la alegría de vivir; su rechazo de la ciudad opulenta, “la política de consumo y lujo que, en su inmoderación, animalizaba a los seres humanos y provocaba, en la mayoría de ellos, la miseria y el dolor”.

Emma Rodríguez © 2012

Nadie por ser joven dude en filosofar ni por ser viejo de filosofar se hastíe. Pues nadie es joven o viejo para la salud de su alma. El que dice que aún no es edad de filosofar o que la edad ya pasó es como el que dice que aún no ha llegado o que ya pasó el momento oportuno para la felicidad. De modo que deben filosofar tanto el joven como el viejo. Éste para que, aunque viejo, rejuvenezca en bienes para el recuerdo gozoso del pasado, aquél para que sea joven y viejo a un tiempo por su impavidez ante el futuro”, indica Epicuro al comienzo de “Carta a Meneceo”, un delicioso tratado sobre la amistad, una invitación a no dejar de observar, a cultivar el propio criterio sobre todas las cosas.

“Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros, porque todo bien y todo mal residen en la sensación y la muerte es privación de los sentidos (…) La muerte, nada es para nosotros, porque cuando nosotros somos, la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente, entonces ya no somos nosotros”, sigue discurriendo más adelante. Y se refiere al sabio como quien disfruta no del tiempo más duradero, sino del más agradable. Hay, repito, muchas ideas para detenerse, para deleitarse, para sentir la estimulante energía que nos irradia cuando creemos estar tocando lo que de verdad importa, esos principios esenciales que se imponen a la banalidad a la que tantas veces nos vemos abocados en un presente marcado por la inmediatez y por la urgencia.

¿Por qué Epicuro no ha sido convenientemente comprendido a lo largo del tiempo? es la pregunta que se plantean en este volumen de Errata Naturae tanto Lledó como García Gual, también traductor de sus textos, y Pierre Hadot. No resultaba fácil aceptar en su época que los dioses no tenían un papel significativo en la vida de los hombres. “No hay motivo para temer a los dioses, puesto que no tienen el menor efecto sobre la marcha del mundo y se mantienen en su esfera de perfecta serenidad…”, pensaba el clásico y de ahí parte Hadot en un escrito que se plantea la interesante pregunta de si las teorías sobre la felicidad de los filósofos antiguos propiciaban el egoísmo de los individuos, al invitarles a replegarse sobre sí mismos sin atender a lo que sucedía en la sociedad. “Es evidente la preocupación de Platón y Aristóteles por la política y la ciudad”, se responde; del mismo modo que en el bien moral defendido por los estoicos tiene una gran relevancia la dedicación a la comunidad. Pero, ¿y los epicúreos? Les salva de ese posible reproche, según Hadot, el importante papel concedido a la amistad y el sentido de ayuda mutua, tanto espiritual como material, que promulgaban entre sus miembros.

“No hay motivo para temer a los dioses, puesto que no tienen el menor efecto sobre la marcha del mundo y se mantienen en su esfera de perfecta serenidad…”, pensaba el clásico y de ahí parte Pierre Hadot en un escrito que se plantea la interesante pregunta de si las teorías sobre la felicidad de los filósofos antiguos propiciaban el egoísmo de los individuos, al invitarles a replegarse sobre sí mismos sin atender a lo que sucedía en la sociedad.

A lo largo de la Historia se ha tendido a ningunear a Epicuro, colgándole la etiqueta de defensor de los placeres, palabra asociada de mala manera a los vicios y excesos. Pero el placer del que habla el pensador es un placer controlado, sereno, inteligente, que parte del conocimiento de los sentidos, de la conexión con el mundo, con lo que experimentamos y percibimos. Nada mejor que sus propias palabras para entenderlo: “Cuando decimos que el placer es fin no nos referimos a los placeres de los disolutos o a los que se dan en el goce, como creen algunos que desconocen nuestra doctrina o no están de acuerdo o la mal interpretan, sino al no sufrir dolor en el cuerpo o turbación en el alma. Pues ni banquetes ni orgías constantes ni disfrutar de muchachos ni de mujeres ni de peces ni de las demás cosas que ofrece una mesa lujosa engendran una vida feliz, sino un cálculo prudente que investigue las causas de toda elección y rechazo (…) El principio y mayor bien es la prudencia; de ella nacen todas las demás virtudes, porque enseña que no es posible vivir feliz sin vivir sensata, honesta y justamente”.

Junto a la célebre misiva a Meneceo, se conservan de Epicuro fragmentos cortos, consejos, máximas cargadas de lucidez. Como muestra, me quedo con algunas. Por ejemplo: “El más grande fruto de la autosuficiencia es la libertad”, o ésta otra: “También la frugalidad tiene su medida: el que no la tiene en cuenta sufre poco más o menos lo mismo que el que desborda todos los límites por su inmoderación”. Y por último: “Es preciso confirmar reflexivamente el fin que nos hemos propuesto y toda evidencia a la que referimos nuestras opiniones. De lo contrario, todo se nos presentará lleno de incertidumbre y confusión”.

Emma Rodríguez © 2012

Wilhelm Schmid, hacia la búsqueda de sentido

Imposible reflexionar sobre la felicidad sin recurrir a Epicuro. Aconsejable cuestionarlo y partir de él para realizar otras búsquedas hacia el presente que nos ayuden a encontrar nuestro particular mapa de los tesoros. En mi caso he llenado la maleta con unos cuantos ensayos que considero esenciales, pero cabrían muchísimos más. Como bien dice Wilhelm Schmid en un sugerente ensayo titulado “La felicidad. Todo lo que debe saber al respecto y por qué no es lo más importante en la vida” (Pre-Textos, 2010), “no hay una única definición vinculante de felicidad” y debe ser cada cual quien establezca lo que entiende como tal. “La filosofía”, indica a sus lectores, “simplemente puede ayudar a aclarar la siguiente cuestión: ¿Qué significa la felicidad para mí?”

Hacerse la pregunta ya es suficiente para, ligeros de equipaje, seguir la travesía con este filósofo alemán que se plantea qué es lo que busca el hombre moderno, acomodado en el bienestar, en el deseo de prolongar lo más posible la celebración y el triunfo de lo positivo, sin apenas preparación para aceptar las contrariedades, los altibajos, los dolores de la vida, esa parte de desgracia de la que quiere huir a toda costa. “Buscar la felicidad en un tipo de placer duradero parece incluso el método más seguro de ser infeliz, ya que el placer no puede perdurar a toda costa”, apunta a una verdad que ya está en Epicuro.

El filósofo alemán Wilhelm Schmid se plantea qué es lo que busca el hombre moderno, acomodado en el bienestar, en el deseo de prolongar lo más posible la celebración y el triunfo de lo positivo, sin apenas preparación para aceptar las contrariedades, los altibajos, los dolores de la vida, esa parte de desgracia de la que quiere huir a toda costa.

“La felicidad superior, la plenitud, abarca también la otra parte, la parte desagradable, dolorosa y negativa con la que debemos arreglárnoslas”, seguimos a Schmid, quien aboga por la aceptación de todas las polaridades de la vida a través de un cierto equilibrio: “No sólo los logros, también las frustraciones; no sólo el éxito, también el fracaso; no sólo el placer, también el dolor; no sólo la salud, también la enfermedad; no sólo estar alegre, también estar triste; no sólo estar satisfecho, también estar insatisfecho. No sólo días plenos, también días vacíos, pues esos cien días que percibimos como vacíos y aburridos se justifican como un único día de plenitud desbordante”, razona.

“El ser humano da el paso decisivo hacia esa felicidad, fijando él mismo su postura. Así puede fluir con la vida”, señala el autor, quien va más allá de estoicos y epicúreos y sostiene que no es la felicidad, sino el sentido, lo más importante de la existencia. El sentido en toda su amplitud: a nivel individual y también colectivo. El disfrute a través de la percepción de lo que vemos, oímos, tocamos, olemos, saboreamos… a través de las relaciones sociales, de las conexiones ideológicas, de las búsquedas intelectuales, del contacto con la naturaleza… “El planteamiento de objetivos ideales que conducen a la realización de ideas, sueños y valores no puede ser sustituido por el planteamiento de objetivos materiales, que conducen a un bienestar que podría ser de ayuda para la realización vital, pero, sin embargo, rara vez puede ser satisfactorio”, sostiene Schmid.

Especialmente luminosa me parece la siguiente idea: “Una época saca fuerzas renovadas gracias a muchos individuos y se prepara para un salto histórico. Una modernidad transformada, diferente, significará un tiempo de búsqueda del sentido y no tanto de su disolución”. El filósofo alemán se atreve incluso a indicar ese sentido en el presente que vivimos: “La utopía de una sociedad ecológica y social que se haga realidad no sólo de forma nacional sino global”.

Emma Rodríguez © 2012

Bertrand Russell, romper la concha dura del ego

En la senda del sentido, del proyecto vital, Wilhelm Schmid se cruza con Bertrand Russell. “La conquista de la felicidad” (Austral, edición de 1999, con prólogo de José Luis Aranguren) fue una obra que me cautivó cuando la leí hace algunos años y ahora he vuelto a sentir lo mismo al repasar sus páginas, convenientemente subrayadas. El Nobel inglés habla de la felicidad desde su particular percepción de la misma, desde sus vivencias. Parte de las ideas de los clásicos -si llegamos a alguna conclusión es que los pilares básicos se mantienen imperturbables a lo largo del tiempo- pero su manera de exponerlas resulta espontánea, cercana. “Yo vivo y gozo de mis días: mi hijo me sucede y goza de los suyos, y a él le sucede a su vez su hijo. ¿Por qué hacer de esto una tragedia? Por el contrario, si yo viviera eternamente, los goces de la vida acabarían por perder fatalmente su sabor. Siendo como es, la vida conserva perennemente su frescura”, se plantea.

“Yo vivo y gozo de mis días: mi hijo me sucede y goza de los suyos, y a él le sucede a su vez su hijo. ¿Por qué hacer de esto una tragedia? Por el contrario, si yo viviera eternamente, los goces de la vida acabarían por perder fatalmente su sabor. Siendo como es, la vida conserva perennemente su frescura”, se plantea Bertrand Russell.

¿Tiene sentido reflexionar sobre la felicidad en un presente en el que hay asuntos muchos más urgentes: la desigualdad, la injusticia, la xenofobia…? es un interrogante que he abierto varias veces a lo largo de este recorrido. ¿Podemos ser felices en una sociedad en la que hay cada vez más personas que viven bajo el umbral de la pobreza? Epicuro y el resto de los filósofos griegos lo hicieron en una época de esclavitud, crueldad y miseria. Pensadores de todos los tiempos se han sumado a la corriente, conscientes de que la felicidad es una palabra manto tras la que todo puede encontrar cobijo. Somos felices cuando nos cuidamos y cuidamos al otro; cuando nos preocupamos por el mundo en el que vivimos y procuramos su mejora. He ahí el sentido.

Bertrand Russell se pregunta: ¿por qué es desgraciada la gente? y se apoya en unos versos de Blake: “en todas las caras que me encuentro,/ veo huellas de flaqueza y dolor”. “Es verdad que las preocupaciones exteriores traen su posibilidad de dolor”, argumenta, “el mundo puede hundirse en una guerra, ciertas clases de acontecimientos pueden ser difíciles de alcanzar, los amigos se pueden morir. Pero esta clase de dolores no destruye la calidad esencial de la vida tanto como los que se producen del disgusto consigo mismo. Y todo interés externo inspira alguna actividad que nos previene por completo contra el tedio, mientras que el interés por uno mismo no conduce a ninguna actividad progresiva”.

Matemático y pedagogo, además de filósofo, Russell era un hombre disciplinado, absolutamente convencido de que en el camino de la existencia hay que ir desprendiéndose del narcisismo, de la megalomanía, de la excesiva atención a las propias contradicciones. Hay que romper “la concha dura del ego” a través del amor, del trabajo, de la colaboración. “La raíz del mal”, sigue diciendo, “está en la importancia que se concede al éxito en la competencia como la mayor fuente de felicidad (…) El mal procede de la filosofía de la vida, generalmente aceptada, según la cual la vida es lucha, competencia, y sólo se respeta al vencedor”.

Recuperar los placeres sencillos, como un paseo en contacto con la naturaleza; abandonar las prisas y aceptar el aburrimiento; educar a los hijos con alegría; aceptar los vaivenes de la vida con naturalidad, como parte de la misma; aumentar el grado de admiración hacia los demás y disminuir la envidia; no tener miedo a la opinión pública y actuar de acuerdo a las propias convicciones… De todo esto habla Russell en su libro. “Somos criaturas de la tierra; nuestra vida es parte de la tierra, y nos alimentamos de ella lo mismo que los animales y las plantas. El ritmo de la vida es lento; el otoño y el invierno son tan esenciales como la primavera y el verano, y el descanso es tan esencial como el movimiento”, señala.

Recuperar los placeres sencillos, como un paseo en contacto con la naturaleza; abandonar las prisas y aceptar el aburrimiento; educar a los hijos con alegría; aceptar los vaivenes de la vida con naturalidad, como parte de la misma; aumentar el grado de admiración hacia los demás y disminuir la envidia; no tener miedo a la opinión pública y actuar de acuerdo a las propias convicciones… De todo esto habla Russell en “La conquista de la felicidad”.

Imposible apresar aquí todas las enseñanzas de este hombre para el que el control de los pensamientos, de los contratiempos del día a día, era fundamental. “Nada es tan agotador ni tan inútil como la indecisión”, nos dice. “Nuestras acciones no son tan importantes como nos figuramos; nuestros éxitos o nuestros fracasos tienen una importancia relativa (…) El yo es una parte del mundo muy pequeña. El hombre que pueda dirigir sus pensamientos y esperanzas hacia algo que trascienda de sí mismo, puede hallar una paz en las inquietudes de la vida que es imposible para el egoísta puro”.

“Todavía es posible la felicidad”, afirma Russell. Hay que leerlo, hay que seguir sus palabras para darse cuenta de hasta qué punto consagró su vida a vivir de acuerdo a sus creencias. “Lo que contribuye a la felicidad es observar a la gente y encontrar placer en sus rasgos individuales, procurar ayudar en sus intereses a las personas con quienes nos ponemos en contacto, sin el deseo de influir en ellas ni de asegurarnos su admiración”, leo en la página 148 y animo a todo el que haya llegado hasta aquí a buscar el libro y trazar a lápiz sus particulares rutas con entusiasmo, siempre con entusiasmo, la palabra mágica.

Emma Rodríguez © 2012

Comte-Sponville, el camino del coraje, el placer, el amor

Ya que de forma entusiasta y placentera he iniciado este paseo por el Jardín de Epicuro no quiero acabarlo sin abrir otra puerta, la de “La historia más bella de la felicidad” (Anagrama, 2005), un libro-diálogo en el que Alice Germain conversa con tres pensadores: André Comte-Sponville, Jean Delumeau y Arlette Farge. Un atractivo itinerario, una guía, un compendio, un interesantísimo punto de partida o de llegada en torno a ese “misterioso Grial que buscamos desde que el hombre es hombre y que continúa escapándosenos”, como dice en el prólogo Germain.

Filósofos, creyentes e historiadores descorren las cortinas para ofrecer un panorama múltiple, para dar idea de hasta qué punto el objeto de la felicidad se ha ido colocando en un lugar o en otro según las épocas. Y si bien llegamos a constatar de qué modo clásicos como Epicuro se adelantaron a su tiempo planteando principios que hoy siguen plenamente vigentes; también percibimos -el libro nos conduce hasta ahí- que, entre las direcciones que podría adoptar este siglo XXI, con tanto que ofrecer por delante, la más deseable tendría que venir de la colocación del “tener” en su justo lugar, del abrazo al “ser” de una vez por todas. “Hay que acceder a ser más, a una existencia enriquecida”, leemos. Realmente no es nada nuevo. Ya lleva delante de nuestros ojos mucho, muchísimo tiempo. Ya lo han enunciado una y otra vez los filósofos. Ya es hora de que ocupe el primer plano de nuestras vidas, de que salte por encima de los conceptos de posesión, de éxito y de competencia, como decía Bertrand Russell.

Puede que el trecho aún sea largo y doloroso, pero conviene ir visualizándolo. Para acabar aquí y ahora, sigo a Comte-Sponville: “La felicidad no es la meta del camino; es el camino mismo”, señala, aludiendo a los baches y dificultades que han de encontrarse. “Pero si no amamos la dificultad, o si no la aceptamos, ¿cómo podríamos amar la vida?”, se pregunta antes de lanzar un fortalecedor puente con el pasado. “No hay felicidad sin coraje y esto da la razón a los estoicos. Pero hay todavía menos sin placer, lo que da la razón a Epicuro, y sin amor, lo que da la razón a Sócrates, que no se creía experto en el amor, a Aristóteles (“amar es regocijarse”), a Spinoza (“el amor es una alegría”), y a Freud (“se está enfermo cuando se ha perdido “la capacidad de amar”)…”

Quedémonos pues con el amor, y también con la acción, con el placer... Partamos de las semillas que otros han ido sembrando a lo largo de la Historia y dejemos que broten en cada uno de nosotros. Encendamos esos faros que parten de nuestras lecturas y vivencias, de nuestros deambulares y rodeos, de nuestras pérdidas y encuentros. Intentemos seguir frecuentando, cultivando el Jardín.

Emma Rodríguez © 2012

(“Filosofía para la felicidad. Epicuro” ha sido publicado por Errata Naturae, traducido por Carlos García Gaul. En el texto hablo también de “El epicureísmo”, de Emilio Lledó, autor de un ensayo que acompaña a los fragmentos del clásico en el volumen de Errata, junto con otros de García Gual y de Pierre Hadot. Asimismo, repaso otras lecturas sobre el tema que me han acompañado a lo largo del tiempo: “La felicidad. Todo lo que debe saber al respecto y por qué no es lo más importante en la vida” , de Wilhelm Schmid (Pre-Textos, traducido por Carmen Plaza y Ana R. Calero); “La conquista de la felicidad”, de Bertrand Russell (Austral, traducido por Julio Huici Miranda) y “La historia de la felicidad”, de Comte-Sponville y otros autores (Anagrama, traducido por Óscar Luis Molina)

Todas las fotografías pertenecen a mi álbum privado. Las realicé en unas vacaciones en Galicia, en el verano de 2012. Las imágenes de las jornadas en una casa rural -Aldea os Muiños, en A Coruña-acudieron a mi mente a la hora de buscar imágenes para ilustrar algo tan particular como la percepción de la felicidad.

El vídeoclip fue realizado (Guión, grabación, montaje y post-producción) en el Otoño del 2010 por Nacho Goberna, y corresponde a la canción “Jardín interior” de su álbum “Un Bosque de Té Verde” (2010). En él, entre otros muchos amigos y gente querida, aparecemos Mateo, Nacho y yo.

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Archivado en: De Pensamiento, Los artículos favoritos de nuestros lectores (en orden cronológico), Los Reportajes, Nº8 / Octubre 2013

Nº8 / Octubre 2013

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Fotografía de Portada / Lecturas Sumergidas / Octubre 2013 © Emma Rodríguez

Un paseo por el Jardín de Epicuro y alrededores •

José María Guelbenzu: “Hoy al escritor que se respeta es al que gana mucha pasta” 

La mirada a los subsuelos de Ricardo Piglia 

Las mujeres heridas de Dacia Maraini 

Almudena Solana: “Unamuno me enseñó que no hay verdades absolutas” 

La Ventana: Apuntes de Roma 

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Archivado en: Portadas 2013, Sumarios

Placeres de invierno, paseos poéticos

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Emma Rodríguez en el Café de la Luz. Madrid. Por Nacho Goberna © 2013
Por Emma Rodríguez © 2013 /

Un día gris de mediados de noviembre pasé un par de horas leyendo en uno de mis cafés favoritos en Madrid, el Café de la Luz. Me acerqué a los relatos finales de “Cuentos reunidos”, de Clarice Lispector, con una concentración especial, con esa sensación vívida, intensa, de estar tocando las verdades de la ficción. Una sensación que se produce cuando somos capaces de olvidarnos de todo lo que no está dentro de las páginas del libro que nos ocupa; cuando no existe otra realidad, otra felicidad, otra tristeza, que la de sus personajes. “Fue un tarde agradable, estimulante, tras la que todo se pintó de los colores de Lispector, de su mirada. Leía arropada por una música suave, en un escenario que se adecuaba, o al menos eso me parecía a mí, a los ambientes de unos cuentos imprevisibles, reveladores”, anoté en los primeros apuntes de este Diario.

Si a algo invita la estación del frío es a habitar los espacios interiores, a buscar la calidez de los refugios que en las grandes ciudades identificamos con los cafés habituales. Leer en un lugar que nos guste especialmente, a ciertas horas tranquilas, observar a través de los cristales la verticalidad cristalina de la lluvia, resguardarse del afuera… Son pequeños placeres de invierno al alcance de cualquiera. Igual que llegar a casa, quitarse los zapatos y recostarse en el sofá, con una manta encima, dispuestos a adentrarnos en una buena historia o a seguir el vuelo de un poema cargado de sugerencias. En una conversación que mantuve hace algunos meses con Andrés Trapiello, registrada, detenida, en una extensa y profunda entrevista que se puede recorrer aquí, en “Lecturas Sumergidas”, me decía el escritor que la poesía no sólo es la que se conforma verso a verso, que hay narraciones, prosas, construidas con sus hondos materiales; que hay escritores que miran al mundo poéticamente, con la intención de renovarlo, de alumbrarlo con los hallazgos prodigiosos de la palabra.

Es bonito lo que dice Trapiello sobre la poesía como vehículo para “expresar lo inefable”. No he dejado de pensar en ello estas últimas semanas, mientras leía las piezas de Lispector y la última entrega de Eloy Tizón, “Técnicas de iluminación”. He vivido la cercanía entre ambos libros, la corriente de afinidad entre dos obras que buscan la luz, que hablan de la necesidad de encontrar la autenticidad, como algo muy especial. Hay poesía, un vivificante estallido de poesía, en los dos casos. La poesía ha sido esta última temporada para mí una especie de energía, un viento que ha movido las contraventanas y me ha abierto los ojos, la conciencia. La poesía y la música, también la música. ¿Qué hay más cercano al lenguaje sublime de la música que la poesía? De ello tuve la oportunidad de hablar con Ernesto Pérez Zúñiga, a propósito de su interesantísima novela “La fuga del maestro Tartini”, donde tanto se palpa el cauce de esa conexión.

Emma Rodríguez en el Café de la Luz. Madrid. Por Nacho Goberna © 2013

La poesía ha sido esta última temporada para mí una especie de energía, un viento que ha movido las contraventanas y me ha abierto los ojos, la conciencia. La poesía y la música, también la música. ¿Qué hay más cercano al lenguaje sublime de la música que la poesía? De ello tuve la oportunidad de hablar largamente con Ernesto Pérez Zúñiga.

En este número de “Lecturas Sumergidas”, junto a Tartini y su célebre “Trino del diablo”, está Haruki Murakami, que tantas veces me ha llevado a descubrir una pieza, un intérprete, un compositor determinado; en el caso de su última novela, “Le mal du pays”, de Liszt. Y ahí está Erik Satie. Con él realiza un magnífico paseo Nacho Goberna, que además de ser parte fundamental de “Lecturas Sumergidas”, de su imagen y su espíritu, es el ex líder de la Dama se Esconde y el autor en solitario de un disco único, altamente sugerente, “Un bosque de té verde”. Junto con el gran caminante y compositor a contracorriente que fue Satie, Goberna inicia “Pasiones”, una sección en la que distintos autores, distintas firmas, irán dando cuenta, número a número, de su particular historia de fascinación, de complicidad, con una figura de los extensos ámbitos de la creación que haya resultado clave en sus biografías.

Mientras escribo esta página de mi Diario suenan precisamente las “Gymnopédies” de Satie, tan evocadoras que me trasladan a un lugar que visité hace poco y que tiene mucho que ver con ese viento poético del que hablaba antes. Un viaje corto, pero un paseo grandioso por su capacidad de provocar emociones, un paseo a orillas del Duero: los árboles bellísimos en su elevación, teñidos aún de amarillo, escaleras hacia el cielo; el río tranquilo, la imagen de una piragua al fondo, avanzando hacia el puente. Y la experiencia inolvidable de subir hasta San Saturio con los versos de Antonio Machado dentro del corazón. En Soria encontré un lugar para la serenidad, para la introspección y para la poesía en todos los sentidos, ya que fue el fallo de los últimos premios Leonor y Gerardo Diego lo que me llevó hasta allí en calidad de miembro del jurado.

Junto a José Carlos Mainer, maestro de críticos, y Carlos Aganzo, poeta y director de “El Norte de Castilla”, dos estupendos compañeros, tuve oportunidad de comprobar el ímpetu de las actuales corrientes poéticas, el cauce eterno de un latido esencial que acerca al creador a los secretos del alma. El Gerardo Diego, destinado a autores noveles, recayó en “Axis mundi”, de Pilar Verdú, un poemario donde la naturaleza irrumpe alterando y modificando los estados de ánimo. También es importante la naturaleza en “Cuerpo, casa partida”, de Francisco Caro Sierra, el ganador del Leonor. Naturaleza, experiencia vital y referencias culturales se unen en un libro que me ha descubierto la voz de un poeta veterano, capaz de convertir la nieve -sucede en uno de sus poemas- en un estado interior, en una emoción.

El Café de la Luz. Madrid. Por Nacho Goberna © 2013

“Frente a las prisas y las urgencias del presente, la poesía nos permite detenernos, nos aquieta, nos impulsa a contemplar, a ahondar en lo que sentimos, a percibir el efecto que todas las cosas: los objetos, los paisajes, los cambios atmosféricos, las obras de arte, producen en nosotros”, anoté en mi “Diario” a la vuelta del viaje.

Recupero el apunte y vuelvo a una ciudad “total, precisa, exacta”, que fue como la definió Gerardo Diego en un poema  contenido en “Soria sucedida”. “Total, precisa, exacta./ Soria: bien te aprendí./ Yo no sabré cantarte; pero te llevo en mí,/ toda entrañable, toda humilde,/ sin quitar ni poner una tilde”, leo los versos del poeta cántabro, que tanto se identificó con los fríos, apacibles, espirituales entornos del Duero, en una bellísima edición de la Diputación Provincial, realizada por la profesora Esther Vallejo con ilustraciones de Carmen Pérez Aznar. Una edición que se acompaña de un CD con la voz del poeta, recogida en una conferencia sobre Soria que pronunció en 1981 y que se conservaba en los archivos sonoros de Radio Nacional.

Por los corredores de la poesía seguí andando este noviembre tan lleno de actos culturales y en el que se han sucedido los homenajes, con motivo de los 10 años de su muerte, a Manuel Vázquez Montalbán. En la librería y centro cultural Blanquerna de Madrid asistí a un emotivo encuentro en el que se recuperó a un hombre campechano, comprometido y plural, que se consideró poeta por encima de todo, aunque ese perfil ha quedado eclipsado por sus facetas de periodista, narrador y creador del inolvidable y popular detective Carvalho.

Mientras que Rosa Regás y Javier Alfaya desgranaron sus vivencias en compañía de un hombre que tanto sabía del arte culinario, del cultivo de la amistad y de la generosidad hacia los autores noveles, a quienes nunca negó un prólogo, correspondió a Manuel Rico, crítico, novelista y poeta, hablar sobre los versos del autor catalán, sobre una amplia producción donde “el más directo realismo convive con las fórmulas vanguardistas, la cultura anglosajona con la experiencia de los derrotados, el amor idealizado con el descubrimiento del sexo, Conchita Piquer y su “Tatuaje” con los Beatles y con el twist…”, leo ahora un artículo de Rico publicado en el último número de la revista “Mercurio”, que merodea en torno al autor. Un número donde se incluyen otros textos de quienes le conocieron muy bien, entre ellos Maruja Torres y el hijo del escritor, Manuel Vázquez Sallés, autor de “Recuerdos sin retorno” (Península), unas memorias elaboradas con cartas enviadas a quien ya no está, hechas con las ráfagas de los recuerdos y las imágenes extraídas de ese  álbum cercano que se guarda como un tesoro.

El último número de la revista “Mercurio” merodea en torno al escritor catalán Manuel Vázquez Montalbán a los 10 años de su muerte. Un número donde se incluyen textos de Manuel Rico, Maruja Torres y el hijo del escritor, Manuel Vázquez Sallés, autor de “Recuerdos sin retorno” unas memorias elaboradas con cartas enviadas a quien ya no está, con las ráfagas de los rcuerdos.

Emma Rodríguez en el Café de la Luz. Madrid. Por Nacho Goberna © 2013

Si al comienzo de esta “Ventana” hablaba de la poesía como espacio de la iluminación, quiero seguir con las palabras altamente iluminadoras, reveladoras, de Antonio Gamoneda. Escuchar al poeta hablando con los ojos entrecerrados, con la voz queda, en una lectura múltiple, en diferentes lenguas, que tuvo lugar en la Casa del Lector, fue todo un regalo. Se trataba de la culminación de unas jornadas coordinadas por el poeta canario Rafael-José Díaz en torno al autor leonés y a sus traductores a otros idiomas. El poeta recitaba los versos originales en español y le seguían las versiones al francés, al portugués, al alemán, al árabe… “Para mí son composiciones diferentes que indudablemente mantienen vínculos con las mías”, decía.

En un momento dado, a raíz de una de las piezas contenidas en el libro “La descripción de la mentira”, sintió la necesidad de dar una explicación. “Con este título se inició una segunda etapa en mi trayectoria que tal vez dura hasta ahora mismo”, señaló, pasando a reflexionar sobre el proceso, el sentido, el origen de los versos inaugurales que le abrieron las puertas a un tiempo nuevo: “El óxido se posó en mi lengua como el sabor de una desaparición. / El olvido entró en mi lengua y no tuve otra conducta que el olvido,/ y no acepté otro valor que la imposibilidad…”

Escuchar al poeta Antonio Gamoneda, hablando con los ojos entrecerrados, con la voz queda, en una lectura múltiple, en diferentes lenguas, que tuvo lugar en la Casa del Lector, fue todo un regalo. Allí confesó: “No me entero de lo que subyace en mí hasta que no me lo dicen mis propias palabras”.

Gamoneda relacionó ese “no saber sabiendo” del que surge el poema con la experiencia mística de San Juan de la Cruz, pero dudó de que fuera sólo eso. “Se trata de una experiencia necesariamente poética, un clavo ardiendo para refugiarme de la comprensión, de la incomprensión. Yo no sé lo que sé. No me enteró de lo que subyace en mí hasta que no me lo dicen mis propias palabras”, aseguró. Y de ahí retrocedió hasta el referente histórico, hasta su infancia en el barrio leonés del Crucero, “un observatorio tristemente privilegiado”.

 “Yo con el tiempo me he ido dando cuenta de que ese óxido que se posó en mi lengua no pudo ser otro que el de los barrotes desde los que me asomaba a ver a los prisioneros que durante la Guerra Civil eran llevados al Penal de San Marcos”, confesó el poeta. Qué cerca su percepción de la existencia de cauces ocultos que emergen con la fuerza de las palabras de la de Clarice Lispector; su alusión a la experiencia mística, al “no saber sabiendo”.

Emma Rodríguez en el Café de la Luz. Madrid. Por Nacho Goberna © 2013

Desde esta “Ventana” por la que se cuela el invierno, accedo a otro libro-tesoro que acaba de llegarme desde Tenerife y que recoge los poemas, también iluminadores, del autor canario Domingo López Torres, pertenecientes a su obra “Lo imprevisto”, uno de los libros capitales del surrealismo en Canarias. Con ellos dialoga Régulo Hernández y su “Suelo y cielo”. Es la primera entrega de una pequeña editorial exquisita, artesanal, La Espera Ediciones. En este caso se han lanzado 300 ejemplares numerados en los que los versos se acompañan de dibujos originales de Luis Ortiz Rosales y collages de Silvia Navarro. Es una gozada acceder a entregas así. “Nace, pues, el surrealismo de una necesidad grande revolucionaria de destrucción que arruinará definitivamente los conceptos familia, patria, religión…”, voy leyendo a López Torres. “Ven a nuestro tiempo, ven desde tu reclusión en la lejanía, acércate para / desplazar el mal con tu sol negro, tráenos hasta aquí tu rayo imprevisto para que deshaga los nudos del tedio. Traénos tu palabra transparente y/ comparte tus sueños destruidos con el nadador que bordea la playa y su/ utopía”, me detengo en las palabras de Régulo Hernández , palabras bañadas por “la luz atlántica” que me llevan a perderme en rememoraciones de olas bravas y arenas negras.

“La poesía es la llave que despierta los recuerdos y que rescata emociones olvidadas”, recurro a otro de mis breves apuntes. Y no quiero finalizar sin recomendar otro libro que acabo de descubrir, un libro para que los niños empiecen a aprender el necesario, saludable, lenguaje de las emociones, que puede ayudar también a muchos adultos. Se trata de “Emocionario” (Palabras aladas) y en él un grupo de ilustradores va poniendo hermosas imágenes a los textos de Cristina Núñez Pereira y Rafael R. Valcárcel sobre la ternura, el amor, la culpa, el odio, la inseguridad, la vergüenza, el miedo, la confusión, el placer, el orgullo y un largo etcétera. Un magnífico cóctel para aprender a identificar el lenguaje de los sentimientos que recomiendo especialmente.

Nota final: Cerrando este número de “Lecturas Sumergidas” y teniendo en cuenta que las Navidades se aproximan y que los libros son el mejor regalo, otra sugerencia: “Las increíbles historias”, un libro de cuentos infantiles, ilustrado con dibujos de niños con síndrome de Down y cuyos beneficios van para la Fundación Garrigou, que se ocupa de su educación y necesidades. Los relatos los firman: Paloma Orozco, Marcos Chicot, Pepa Roma y Lourdes Ventura. Los ejemplares pueden encontrarse en librerías que colaboran con la iniciativa, entre ellas la Rafael Alberti.

Las fotos de esta Ventana fueron realizadas por Nacho Goberna en el Café de la Luz, en la calle Puebla, número 8. Madrid.

Emma Rodríguez saliendo del Café de la Luz. Madrid. Por Nacho Goberna © 2013

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Archivado en: De Diarios, Nº9 / Noviembre-Diciembre 2013, Una Ventana Propia
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