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Ernesto Pérez Zúñiga: “Cuando me deprimo siempre cojo un libro de Valle-Inclán”

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Ernesto Pérez Zúñiga por Karina Beltrán © 2013
Por Emma Rodríguez © 2013 /

Dice Ernesto Pérez Zúñiga que lo suyo con Giuseppe Tartini fue una fascinación. Que llegó a él a través de un artículo que hablaba sobre los violinistas diabólicos y que al escuchar su música ya no quiso dejar de seguir indagando, sabiendo, asomándose a su vida, a su obra, a la alargada sombra de su leyenda. El resultado de ese flechazo, de esa corriente de complicidad que se ha establecido, a través de los misteriosos y subterráneos cauces del tiempo, entre el autor y el compositor del XVIII es “La fuga del maestro Tartini” (Alianza), una novela que obtuvo recientemente el Premio Torrente Ballester y que ofrece al lector la posibilidad de múltiples registros y lecturas, desde la novela de aventuras, con tretas de espadachines incluidas, a la obra de iniciación en la que el protagonista va creciendo, avanzando y aprendiendo la difícil lección de vivir, pasando por la indagación profunda en la esencia de la música, sus caudales de emoción y su búsqueda de lo sublime, que en opinión de esta lectora es uno de sus mayores logros. Una indagación que el escritor realiza a través de un acertado lenguaje poético que ahonda en los ignotos territorios de los que brotan los sonidos, esas complejas y enigmáticas armonías que pueden partir de lo más simple.

Cuenta la leyenda de Tartini que una de sus piezas más célebres, “El trino del Diablo”, le fue entregada por el mismísimo Lucifer en un sueño y Pérez Zúñiga tira de ese hilo, un hilo que siempre le ha atraído porque le permite reflexionar sobre el mal, sobre el lado oscuro con el que el ser humano ha de convivir porque, al igual que la luz, le pertenece. Recurriendo a la estructura musical de la fuga, a un juego de dos voces, la del propio Tartini, que va escribiendo sus memorias, y la del novelista, que la reconstruye a su vez y que cuenta con la inestimable ayuda del señor de las tinieblas, Pérez Zúñiga conduce al lector por una vida rica en anécdotas y lances, pero también por esos pasadizos secretos donde llega a fraguarse la obra de arte que es capaz de superar a la muerte.

Sobre todo ello empezamos a hablar mientras sonaba de fondo -no podía ser de otro modo- una de las sonatas favoritas del escritor, la “Sonata IV en si Menor”. Imposible al escucharla no abrir el libro por la página en la que se cede la palabra a Ptolomeo, a su explicación de que “el alma está dividida en tonos musicales y que la expresión en música de sus pensamientos y sentimientos le es natural, como es natural que se alegre o se entristezca, se serene o se altere, según la música que llega a nuestros oídos y modula nuestro interior”.

Cuenta la leyenda de Tartini que una de sus piezas más célebres, El trino del Diablo” le fue entregada por el mismísimo Lucifer en un sueño y Pérez Zúñiga tira de ese hilo, un hilo que siempre le ha atraído porque le permite reflexionar sobre el mal, sobre el lado oscuro con el que el ser humano ha de convivir porque, al igual que la luz, le pertenece.

-  Giuseppe Tartini fue buen espadachín y maestro de esgrima, antes de dedicarse a la música y acabar abriendo una academia para enseñar sus secretos con el violín. Simplemente esa dualidad en su biografía basta para que un escritor eche a volar la imaginación.

- Sin duda. Una y otra vez, en el proceso de escritura de la novela, me paré a pensar cómo la misma muñeca podía ser capaz de herir, de matar, y también de hacer una música prodigiosa, cómo con la misma mano Tartini fue capaz de convertir la destrucción en creación y la muerte en belleza. Esa dualidad me resultó muy atrayente, fue clave para propiciar un primer acercamiento al personaje.

- Es evidente que la música es importantísima para Ernesto Pérez Zúñiga. ¿Quiso ser músico antes que escritor? ¿Hasta qué punto la poesía -y se lo pregunto a quien también es poeta- participa de los mismos fondos que la música, se acerca a los sonidos del corazón y de la naturaleza?

- Sí. La música es esencial para mí. Aprendí a tocar el saxofón y durante una época me dediqué a ello y soñé con tocar jazz en garitos, incluso en el metro, no me importaba, pero me di cuenta de que mis condiciones eran limitadas, de que la literatura me ofrecía horizontes más amplios. En cuanto a la poesía, sí, en efecto, es lo que más se le acerca. Para describir la riqueza de las emociones que sentimos al escuchar una pieza determinada, para describir esos sonidos capaces de rasgar las cuerdas del alma, no hay mejor lenguaje que el poético. Igual que la música, la poesía es la vía para llegar a lo sublime, para atrapar por primera vez lo que no existe, lo que no es evidente, esos planos de la realidad que no nos devuelve el espejo. En el caso de Tartini, lo que he querido es que el personaje transmita la angustia que experimenta al querer alcanzar una música que supere lo convencional, que refleje de algún modo el secreto de la existencia. Y ahí está la naturaleza, la naturaleza como expresión más exacta de la realidad. La música, como cualquier arte que quiera ser auténtico, tiene que aspirar a la misma fuerza de la naturaleza, a su parte secreta, invisible.

Para describir la riqueza de las emociones que sentimos al escuchar una pieza determinada, para describir esos sonidos capaces de rasgar las cuerdas del alma, no hay mejor lenguaje que el poético. Igual que la música, la poesía es la vía para llegar a lo sublime, para atrapar por primera vez lo que no existe, lo que no es evidente, esos planos de la realidad que no nos devuelve el espejo.

- Se percibe una gran identificación entre personaje y autor. Está en el cruce entre pasado y presente, en el juego de las dos voces que permite lanzar un puente con la contemporaneidad a través, por ejemplo, de referencias al jazz…

- Sí. En la novela conviven una parte más clasicista, representada por Tartini, y otra de carácter más vanguardista, irónica, jazzística. Hablas de identificación y no puedo negar que fue intensa, que al personaje le fui dando muchas de mis preocupaciones, de mis pensamientos, de mis preguntas, al tiempo que en el proceso de su construcción me fui convirtiendo en él. Me llegué a saber su música de memoria, viajé a los sitios donde vivió, para reflejar su dolor ante la enfermedad y la vejez llegué a escribir en pleno ataque de ciática. Lo mío con Tartini fue una especie de psicoanálisis que me ayudó a descubrir muchas cosas de mí mismo, que me transformó en el sentido de que me ayudó a plantearme la autenticidad, el modo en el que quiero vivir y crear.

Ernesto Pérez Zúñiga por Karina Beltrán © 2013

- No quiero que el lector piense, por el rumbo de la conversación, que estamos ante una novela filosófica, trascendente. Eso está ahí, por supuesto, a mí me parece una parte muy enriquecedora, pero también se trata de una novela de aventuras cargada de jugosos episodios y anécdotas. Por ejemplo, me ha llamado la atención que Tartini fuera profesor de Salieri y que del mismo modo que éste enfermó de celos hacia Mozart, él lo hizo con otro violinista y compositor excepcional del barroco, Francesco Maria Veracini…

- Sí. Tartini escuchó tocar a Veracini y alucinó tanto, le dio tanta rabia, que lo dejó todo y se encerró en Ancona. Todo eso es real, está documentado. Lo que es fruto de la invención es el duelo que ambos entablan en Praga y a partir del cual Tartini empieza a despojarse de la envidia, a amar a su contrincante, a empatizar con él.

- Novela de aventuras, en efecto, pero también novela de iniciación. “La fuga…” parte de la infancia y llega hasta el final, atravesando todas las etapas de una vida, los crecimientos, las transformaciones del protagonista.

- Toda la novela es una transformación pura y lo que se va contando son las claves de ese itinerario en el que un ser sensible y rebelde con su época va buscando saber quién es realmente y va dejando atrás identidades y máscaras hasta llegar a acercarse lo más posible a su esencia a través de la música. Tartini busca la belleza en lo espiritual, en lo religioso, en los astros, y se da cuenta de que puede estar en lo más simple, en la naturaleza cercana. Y, por otro lado, los sueños, la parte inconsciente es fundamental en la novela. Me basé mucho en Jung y en sus estudios sobre la alquimia para reflejar el descenso hacia el interior del personaje. Estamos en los márgenes de una novela realista, pero no hay exterior sin interior, sin psicología. Ambos planos tienen que ir avanzando a la vez.

- La atracción por el mal es una fuente de la que bebe intensamente la literatura. En tu caso no es la primera vez que recurres al mito de Fausto.

- Así es. Aquí me he acercado a él de una manera más completa, he merodeado alrededor de esa figura sombría que te ayuda a alcanzar lo que más deseas, pero las relaciones entre el bien y el mal están en otros de mis libros. Me interesa analizar el contraste entre la corrupción moral de unos frente a otros que buscan lo sublime y persiguen lo mejor para la sociedad. Y en el medio la duda, los personajes dudosos, el beneficio de la maldad, los múltiples personajes interiores que albergamos.

Me interesa analizar el contraste entre la corrupción moral de unos frente a otros que buscan lo sublime y persiguen lo mejor para la sociedad. Y en el medio la duda, los personajes dudosos, el beneficio de la maldad, los múltiples personajes interiores que albergamos.

- ¿Crees que vivimos en una época especialmente diabólica?

- Creo que hoy, socialmente, la parte más negativa, despiadada e insolidaria del ser humano está gobernando y marcando las pautas de conducta. Pero también debemos pensar en el otro lado de la balanza, en toda la gente que está despertando y que empieza a dar menos importancia a los bienes materiales, a valorar más la corriente espiritual de la vida, la sensibilidad, la belleza.

- Hablabas de la escritura como transformación. ¿Y la lectura?

- Considero que cada lectura se completa en el lector, que no sólo cada libro bueno te transforma sino que también se transforma contigo. El libro es la mejor máquina del tiempo que existe. Es un tesoro hecho de tiempo y de espacio, el mejor lugar donde permanecer vivos.

- ¿Qué primeras lecturas recuerdas?

- Recuerdo que con 7, 8, 9 años, ya leía poesía. Tenía un tomo con las 1.000 mejores poesías de la lengua española y era una gran compañía. Pero también me gustaban los libros de aventuras y de viajes: Stevenson y “La isla del tesoro”; Jack London y “El peregrino de la estrella”, donde se cuenta la historia de un hombre en la cárcel que empieza a revivir sus vidas pasadas. Ese libro me hizo viajar y vivir diez veces más, hacia el pasado, hacia el futuro, hacia el conocimiento del mundo a través de la imaginación. Ya de más adolescente, viviendo en Granada, Lorca fue muy importante para mí, y enseguida descubrí a Cortázar, a Borges, a Onetti, que me resultó fascinante con 17 o 18 años. Y, por supuesto, a Cervantes y a Valle-Inclán, que me marcó profundamente desde “Luces de bohemia”. De hecho es mi autor favorito, el único al que colecciono.

Ernesto Pérez Zúñiga por Karina Beltrán © 2013

- ¿Qué es lo que más te gusta de él?

- Valle consiguió algo dificilísimo: aunar un mundo estético y ético coherente en su escritura. Y ese mundo se va transformando desde su juventud a su vejez. Ahí están sus “Sonatas”, un ejemplo de literatura malditista maravillosa. Ahí están “Las comedias bárbaras”, que lo equiparan con Shakespeare en su retrato de las pasiones mundanas, y luego ese universo del esperpento, capaz de retorcerlo todo para expresar la decadencia de la España de principios del siglo XIX. En él hay belleza hasta en la deformación. Cuando estoy deprimido siempre cojo un libro suyo.

- ¿Recomendarías la lectura de alguna de sus obras para afrontar las convulsiones del presente?

- Sin dudarlo. Por ejemplo, “La lámpara maravillosa”, subtitulada “Ejercicios espirituales”, una reflexión estética y ética sobre la vida y su sentido. Es un libro que nos enseña a elegir nuestro lugar en el mundo y a valorar la belleza por encima de todas las cadenas materiales. En una sociedad en la que el ocio cuesta tanto dinero, Valle muestra cómo para contemplar la belleza no hace falta nada. La suya es una reivindicación del instante, del quietismo, de la contemplación.

- ¿Qué estás leyendo en estos momentos?

- Pues estoy leyendo varios libros a la vez: “Ceremonias y combates”, un libro de cuentos de un autor venezolano que me gusta mucho, Etnodio Quintero, al que publica Candaya; “El hombre perdido”, de Gómez de la Serna, un escritor inquieto que siempre me ayuda a escribir, a ir más allá en el proceso, y “El mago”, del autor japonés Ryunosuke Akutagawa. También me aguardan: “El paseo”, de Robert Walser; “El agua y los sueños”, de Gastón Bachelard y la nueva edición de “Poeta en Nueva York” (García Lorca).

- ¿Te interesa la literatura japonesa?

- Muchísimo. Kawabata me parece perfecto, pero también me gusta Mishima y, por supuesto, Murakami, un maestro a la hora de introducir los elementos oníricos en lo cotidiano, de hacer convivir todos los planos de la realidad en la novela con absoluta sencillez. Me encanta que sea un autor tan popular con las cosas tan extrañas que escribe. Es capaz de romper los tiempos y los espacios y a mí eso me interesa mucho.

- ¿A qué hora, en qué rincón te gusta leer?

- Me gusta leer por las tardes y por la noche también. En un sillón bajo que está en mi gabinete o en la cama. Me gusta dormirme con un poema del Siglo de Oro. Es una costumbre y la verdad es que me suele bastar porque a los cinco minutos me quedo dormido.

- ¿Asignaturas pendientes?

- Todas. me daría terror no tenerlas. Cada segundo es una aventura. La vida está siempre pendiente. Lo que has cerrado se puede abrir de otra manera y cada libro te puede llevar a dar pasos en una nueva dirección.

- ¿Qué te llevarías a una isla desierta?

- Pues volvemos a Valle-Inclán. Si no me lo llevase me deprimiría. Y como es tan rico…

(“La fuga del maestro Tartini” ha sido publicado por Alianza)

Las fotografías las realizó Karina Beltrán en la casa del escritor en Madrid

El rinco_n de lectura de Ernesto Pe_rez Zu_n_iga-1 © karina beltra_n. 2013 El rinco_n de lectura de Ernesto Pe_rez Zu_n_iga-2 © karina beltra_n. 2013

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GIUSEPPE TARTINI Sonata ’ El trino del Diablo’ 

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Archivado en: De Literatura, Leyendo con, Nº9 / Noviembre-Diciembre 2013

Los soles y sombras de Eloy Tizón

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Eloy Tizón por Karina Beltrán © 2013
Por Emma Rodríguez © 2013 /

“No hay más que un defecto: carecer de la facultad de alimentarse de luz”. Con esta cita de Simone Weil, perteneciente a su obra “La gravedad y la gracia”, descorre Eloy Tizón la cortina de su nuevo libro, “Técnicas de iluminación” (Páginas de Espuma), una entrega que me ha devuelto a las atmósferas, a los colores, a las sensaciones que el autor me descubrió hace ya mucho tiempo, cuando leí “La velocidad de los jardines”. Entonces me sentí muy cerca de ese territorio de paisajes desvaídos, de nubes poéticas que obraban el milagro de añadir prodigio a los detalles, a los andares cotidianos. Aunque lejano, los estímulos, los recuerdos de aquel viaje, nunca me abandonaron, del mismo modo que tiempo después incorporé a mi presente algunas sugerentes  imágenes de “La voz cantante”, una novela en la que la figura del diablo se presenta ante el protagonista en diferentes momentos. Aún me veo por esos días en el vagón del metro buscando el extraño rostro del mal entre los pasajeros.

Es ese el efecto que la literatura obra en ocasiones en nuestra vida. Determinadas escenas se pegan a la piel, se vuelven tan vívidas que acaban matizando nuestras percepciones o se convierten en una especie de melodía, de banda sonora, que nos acompaña. Las narraciones de Eloy Tizón me han cautivado por su capacidad de adentrarse, de mimetizarse con mis propias experiencias, pero no desde lo evidente, sino desde lo imperceptible, no desde lo sabido sino desde lo buscado. He leído su nuevo libro, relato a relato, pero al final me he quedado con la impresión de haber recorrido un todo, una corriente fluida que nos arrastra hacia el interrogante de quiénes somos y quiénes queremos ser realmente.

Hay una marea de palabras, de intuiciones, de metáforas que atrapan los movimientos, las quietudes, las vibraciones, lo que soñamos, lo que sentimos. Hay pérdidas, muchas pérdidas, en este volumen en el que el autor demuestra que, evidentemente, ha crecido respecto a “La velocidad de los jardines”, manteniendo la frescura de entonces en el modo de contar, esa inconfundible forma de someter la narración a los hallazgos del magma de la poesía, pero renovándose a través de una mayor hondura y experiencia. “Hay veinte años de diferencia entre ambos libros. Antes no tenía el bagaje vital suficiente para hablar de la pérdida, del dolor. Mi amigo Ángel Zapata me dijo que “Técnicas de iluminación” era mi obra de malestar ante la madurez y creo que es algo que lo define muy bien”, me contó el escritor en un encuentro reciente, mientras hablábamos del paso del tiempo, de las búsquedas, de los aprendizajes. También me confesó que su pretensión fue “ir más allá de lo razonable” y manejarse entre el control y el descontrol, añadiendo a las piezas ciertos elementos caóticos, pero sin llegar al desorden, jugando, en definitiva, a mezclar lo racional con lo irracional.

El autor demuestra que, evidentemente, ha crecido respecto a “La velocidad de los jardines”, manteniendo la frescura de entonces en el modo de contar, esa inconfundible forma de someter la narración a los hallazgos del magma de la poesía, pero renovándose a través de una mayor hondura y experiencia

Hace tiempo que Eloy Tizón (Madrid, 1964) ha dejado de ser una promesa para erigirse en uno de los narradores más originales y atractivos del actual panorama de nuestras letras. Sus relatos tienen un clima propio, nos sumergen en esos fondos marinos en los que descubrimos misteriosas especies y matices desconocidos, fondos en los que las cosas son nombradas con palabras diferentes. Me encantan las asociaciones que establece el autor, su fijación en los pequeños detalles, la plasticidad de sus imágenes, esas conclusiones con las que suele rematar sus cuentos. Por ejemplo: “Sin embargo, en el instante de morir, con nuestro último aliento todos comprenderemos que sin sospecharlo nuestros pies han bordado un tapiz”. O: “Dentro de poco, si hay suerte, estaremos todos perdidos”.

Eloy Tizón por Karina Beltrán © 2013

No cree Tizón en los cuentos perfectos a los que no les sobre ni les falte nada. Cree en los cuentos pluscuamperfectos, en los libros de cuentos “excesivos, híbridos, por momentos malogrados en su desinhibición literaria”. Leo un artículo suyo sobre el género publicado en la revista “Quimera”. “Un cuento sólo puede ser perfecto a condición de conformarse con poco; de quedarse corto. A menos ambición, más perfección. Cuanto más ambicioso, arriesgado y emocionante sea un relato, más posibilidades existen de obtener un resultado descompensado o aberrante para la norma social y el gusto establecido, como son gozosamente, hermosamente imperfectas las películas de Godard o Cassavetes”, sigue explicando.

Sobre el proceso de la escritura ofrece algunas claves en la pieza de “Técnicas…” titulada “Horarios cambiados”, donde el protagonista pone de manifiesto, entre otras cosas, que escribir “es estar más despierto de lo normal”, con “un espasmo de lucidez” recorriéndolo todo y sacudiendo “el sistema nervioso con una descarga de vitalidad, de plenitud, de audacia”. Que “no existe nada parecido a un lugar acogedor para escribir”, porque en sí mismo es “lo contrario del hogar: un lugar inhóspito, manicomial, un sótano con poca luz y humedad excesiva”. Y que, sin embargo, si se sabe acudir a ese espacio a hacer visitas breves y se pasa el resto del tiempo fuera y lejos, puede parecerse “un poco a la felicidad”.

Hay, volviendo a las palabras con las que Tizón habla de los cuentos que le gustan, ambición, riesgo y una peligrosa capacidad de provocar emociones en sus propios relatos. En “Técnicas de iluminación” hay ganas de rebeldía, de decir no a las imposiciones, de rozar la autenticidad. Hay poesía y senderos que se abren en múltiples direcciones, senderos que dejan en el lector la sensación de andar sin rumbo, hacia posibilidades inesperadas más allá de lo establecido, de lo pautado, ya sean los horarios del trabajo, los compromisos, las rutinas.

“Uno camina y camina. Camina a la sombra. Camina al sol. No deja de caminar nunca, despacio o rápido dependiendo de los días. Da vueltas en círculo. Se empapa con la lluvia y se seca con la luz. ¿Por qué caminar tanto? No hay respuesta. No hay tiempo para analizarlo. Se trata de caminar, sin más. Adelante, siempre adelante. Por gusto, por hartazgo, por necesidad. A través de puentes y espesuras y concavidades y encrucijadas y lunes. Se atraviesan bosques, conventos. Se empujan masas de aire con las piernas. Se desplazan bolas de humo. Se cruzan ríos parecidos a locomotoras. Se tarda un mar o dos en llegar”, leo el primer párrafo del primer relato, titulado “Fotosíntesis”, que se acompaña de un pequeño y muy significativo subtítulo entre paréntesis, “acompañando a Robert Walser”.

Ahí ya está marcado el sentido del libro: Andar, seguir adelante, perderse, encontrarse, mirar, asombrarse, contentarse, negarse… Hay un aire particular, un ritmo que lo envuelve todo y una búsqueda esencial, la de la luminosidad de ciertos momentos que pueden detenerse o pasar raudos ante nuestros ojos. Se trata de atrapar esas ráfagas de luz, de ser conscientes de la fragilidad de los instantes que merodean alrededor de lo que podría llamarse felicidad. Porque “la felicidad da miedo” y “uno se siente más cómodo y protegido en las afueras de la felicidad -igual que en las afueras de las ciudades o en las afueras de la gente-, sin tanta presión encima, con más espacio libre para moverse y, llegado el caso, bailar…”, seguimos en el mismo relato.

Eloy Tizón por Karina Beltrán © 2013

Hay un aire particular, un ritmo que lo envuelve todo y una búsqueda esencial, la de la luminosidad de ciertos momentos que pueden detenerse o pasar raudos ante nuestros ojos. Se trata de atrapar esas ráfagas de luz, de ser conscientes de la fragilidad de los instantes que merodean alrededor de lo que podría llamarse felicidad.

La voz de “Técnicas de iluminación” es una voz que sale de dentro, una voz reflexiva, existencial, que se desborda, que indaga, que va construyendo un discurso, un sentido, un poema. Muchas de las piezas no tienen apenas argumento, solo esa voz que habla consigo misma y a la vez se dirige a interlocutores desconocidos. Esa voz que avanza a ciegas contándose, contándonos lo que anhela, lo que teme, lo que persigue, lo que le gustaría hacer y ser. Hay inmediatez y hay palpitaciones en esas piezas que conviven en armonía con otras más convencionales en el sentido de relatar una historia con episodios, personajes y circunstancias concretas.

Lo único que necesitamos para adentrarnos en las llanuras, en los parques narrativos que nos propone Tizón, es calzarnos con zapatillas cómodas y ligeras y asumir que con ellas todo es posible, incluido sobrevolar por encima de los tejados como si estuviésemos dentro de un cuadro de Chagall. No puede ser de otro modo si queremos alejarnos de lo sabido, de las ciudades de las prisas que se habitan, de los oficios aburridos que se ejercen, de las convenciones que se aceptan. “Caminando, caminando, nos fuimos alejando cada vez más, hasta salirnos del mundo”, leo en “Merecía ser domingo”, que nos conduce hacia un bosque de cuento más allá del cual habitan los sueños.

En ese relato Eloy Tizón escribe sobre el silencio y sobre los besos negados. “Los besos son importantes. Por culpa de un beso de buenas noches denegado por su madre cuando era niño, Proust teje toda una neurosis familiar en forma de novelón asmático, policromado, que en el fondo es todo él una indagación detectivesca alrededor de los besos furtivos o fantasmales…”, subrayo en la página 24 este original paréntesis que va al hilo del discurso reflexivo, lo rompe y lo construye, dando idea de la libertad con la que el autor se mueve por la cuartilla, se deja llevar sin ataduras, sin pautas fijadas de antemano.

Mientras leía este relato en concreto, que alude “al perfume solitario de las cosas”, mientras repasaba otras piezas en las que los objetos parecen adquirir vida propia; por ejemplo las maletas de “Los horarios cambiados” o las casas de “La calidad del aire”, incómodas porque aún no se han acostumbrado al color amarillo con el que han sido pintadas, me acordé de “El pensamiento del corazón” (Siruela), del psicólogo estadounidense James Hillman, quien habla del alma de las cosas. “El mundo se presenta con formas, colores, atmósferas, estructuras: un despliegue de formas que se muestran a sí mismas. Todas las cosas tienen un rostro, y el mundo no es sólo un conjunto de signos codificado que hay que descifrar, sino también una fisonomía que hay que contemplar…”, señala Hillman, quien se refiere a la súbita iluminación de las cosas a través de la imaginación y del modo en que el alma de las mismas “concuerda con la nuestra o se funde con ella”.

Los cuentos de “Técnicas de iluminación” nos llevan hasta ahí y nos conducen a los deseos e impulsos inconfesables, a lo que pensamos y dejamos guardado en nuestro cofre interior. ¿Quién no ha querido perderse y aparecer en otra parte, con otra vida, con una identidad diferente? En “La calidad del aire” el personaje que cuenta es capaz de hacerlo realidad, de ir más allá de la tentativa para saber lo que se siente tras arrojar por la rendija de una alcantarilla las llaves, el dinero, la documentación. Sabe que “acaba de traspasar un límite”, que ha pasado a otro lado donde se encuentra con una mujer que parece perseguirlo, una mujer extraña, que perfectamente podría haber sido dibujada por cualquier pintor surrealista.

Eloy Tizón por Karina Beltrán © 2013

Extraño, absurdo, repulsivo, resulta el jefe que pide a una empleada que haga desaparecer una caja misteriosa con algo -¿tal vez un monstruo?- que se mueve dentro. Sucede en “Ciudad dormitorio”, un relato que ahonda en la fascinación de la locura. Cruel resulta la relación que se narra en “El cielo en casa”, una impactante historia en la que una mujer ejerce su poder sobre otra, la convierte en su amante y la humilla hasta llevarla al desequilibrio. Hay relatos sobre parejas que se separan, sobre el abandono, sobre la pérdida y la capacidad del ser humano para superarla y seguir adelante aunque, irremediablemente, algo se haya roto en su interior. En todos ellos hay pequeños huecos por los que se cuela la luz y una clara intención de llegar hasta los bordes de las cosas, de las situaciones, y traspasarlos. Pero también hay resignación ante el transcurso de la existencia, ante los miedos que el ser humano experimenta y ha experimentado siempre.

“Sigues sin saber para qué vives. Nadie lo sabe. Todos tenemos dudas, todos tenemos miedos, todos estamos muy solos. Uno intenta vivir, mejor o peor, eso es todo. Salir del atolladero sin demasiadas magulladuras. Hay que vivir sin estar realmente preparados para la vida, improvisando sobre la marcha, como quien toca de oído, a ver qué sale”, subrayo este fragmento de “Manchas solares”. Una historia que nos habla de la vulnerabilidad.

Hay relatos sobre parejas que se separan, sobre el abandono, sobre la pérdida y la capacidad del ser humano para superarla y seguir adelante aunque, irremediablemente, algo se haya roto en su interior. En todos ellos hay pequeños huecos por los que se cuela la luz y una clara intención de llegar hasta los bordes de las cosas, de las situaciones, y traspasarlos.

Los relatos de Tizón son contemporáneos, pero no hay marcos temporales o espaciales concretos. Hay ciudades asfixiantes, arrabales desoladores y campos a los que huir, pero por encima de todo ello está esa sensación de pérdida, esa cierta fragilidad propia de una época en la que hemos olvidado lo que es la seguridad, la permanencia. Hay un momento en el “Cielo en casa” en que se alude a los conflictos, al desempleo y las bancarrotas en una especie de murmullo que escucha la protagonista mientras se recupera en un centro de rehabilitación. Hay otro, en el cuento que cierra el volumen, “Nautilus”, donde se ridiculizan los concursos de todo tipo, se habla del avance hacia “la cretinización total de la especie”, del lavado de cerebro de los mensajes subliminales de la publicidad y se llega a decir: “Hay días en que entras en una sucursal bancaria y todo huele a caca (…) Ni aún tapándote la nariz consigues eliminar del todo el hedor. Lo llevas impregnado en la garganta, en los pliegues de la ropa, en la conciencia, no sale ni restregándote las manos con un cepillo de uñas”.

Somos seres a la deriva en un mundo que ha perdido sus referencias, parecen exclamar los personajes de Eloy Tizón. “Está claro que la vulnerabilidad que todos experimentamos, ese sentimiento anímico, emocional, de falta de estabilidad, se cuela en mis relatos”, recuerdo sus palabras. “Técnicas de iluminación”, un libro que ha de proporcionar, seguro, experiencias de lecturas infinitas, tantas como miradas se acerquen a sus orillas abiertas, a sus amplios horizontes y atardeceres insólitos, consigue sacarnos de la comodidad, sacudirnos y dejarnos con un cierto halo de tristeza, pero es otro tipo de tristeza, una tristeza no exenta de esperanza, la esperanza de la luz. Porque “la luz está de nuestra parte”, se dice en un momento dado. Porque “la meta siempre está más allá, al doblar la esquina”…

(“Técnicas de iluminación” está publicado en Páginas de Espuma)

Las fotografías fueron realizadas por Karina Beltrán en la librería Tipos Infames de Madrid.

Eloy Tizón: Técnicas de iluminación

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Archivado en: De Literatura, Los Libros, Nº9 / Noviembre-Diciembre 2013

Manuel Longares: “Madrid es la ciudad que aguanta todo, la percha de los golpes”

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Manuel Longares en la Gran Vía de Madrid. A través del cristal. Nacho Goberna © 2013

Por Emma Rodríguez © 2013 /

Manuel Longares no es de los escritores que se paran a observar en la puerta de entrada. Él se cuela en la sala de estar en la que se desarrolla la vida de sus personajes, toma un café con ellos y discretamente asiste al discurrir de sus anhelos, de sus confidencias. Novela a novela el autor ha ido reconstruyendo la memoria de lo vivido, pero también de lo observado e intuido. Si recordamos sus historias y las juntamos en una sola estancia, amplia y abierta, nos damos cuenta de hasta qué punto ha sido capaz de situarse en distintos planos e ir engarzando las piezas de la reciente historia de un país dormido, atemorizado, oscurecido durante 40 años y que aún no ha logrado resarcirse de las rémoras del pasado. En sus paseos, en su deambular por las calles de Madrid, la ciudad que se encuentra cada día al despertar, la que mejor conoce, a Longares le gusta rememorar lo acaecido, recuperar los colores y sonidos, recobrar el ayer, pero también seguir escuchando y tomando nota de las palabras, de las ilusiones renovadas de los vecinos de hoy. Ráfagas de conversación, suspiros, esperanzas y desesperanzas que se atisban en los huecos de las escaleras, en las esquinas de la existencia.

“Ni con lejía desaparecen de la idiosincrasia de la capital los antecedentes asainetados”, se dice en un momento dado en “Los ingenuos” (Galaxia Gutenberg), su última aventura, una novela donde el escritor nos lleva de la mano al Madrid de la posguerra, nos busca habitación y nos permite convivir con una familia de porteros de la calle Infantas. La ciudad de aluvión que se retrata, esos aledaños de la Gran Vía, donde junto al relumbrón de las luces y los cines, se podía contemplar el gran “desfile de los desposeídos”, de todos aquellos que desde provincias acudían a la capital a labrarse un porvenir, está lejos, pero a la vez la percibimos cercana en sus contrastes, en su cobijo de la miseria. Leer cualquiera de los libros de Manuel Longares es como tomar conciencia de la herencia, de la inutilidad de la indiferencia respecto a lo que nos ha antecedido y nos explica. Es como si pusiéramos un gran foco frente al olvido, un portentoso foco capaz de devolvernos ciertas verdades olvidadas a través de un sanísimo ejercicio de empatía. Todo permanece estancado, quieto, todo transcurre en esta novela en un espacio de tiempo donde no estaba permitido soñar, donde el futuro era un paisaje repetitivo, una llanura infranqueable. Memoria e imaginación se confabulan para llegar hasta allí. Mientras leemos, instalados alrededor de la mesa camilla de la familia protagonista, somos partícipes de la mirada compasiva del autor sobre las debilidades y fortalezas de sus personajes.

La misma mirada, mezcla de comprensión, asombro, modestia y timidez, con la que el escritor parece enfrentarse al mundo. La mirada de un hombre discreto, paciente, que ha ido levantando su obra poco a poco, sin aspavientos. No duda Manuel Longares (Madrid, 1943) en retratarse como un ingenuo y eso me lleva a pensar, una vez finalizada la charla que a continuación se despliega y que tuvo lugar de mañana en un céntrico café madrileño, con vistas a la Gran Vía, que tal vez mantener una cierta inocencia sea el secreto para cumplir años sin que se note. No hay apenas arrugas en el rostro de quien gusta de reír abiertamente, a veces con una carcajada ahogada, volcada hacia dentro. Y, sin embargo, es difícil pensar en él como un chaval capaz de las travesuras propias de la infancia. Manuel Longares tiene aspecto de haber sido un niño bueno, obediente, hábil para hacerse querer y huir de los conflictos. Un niño que aprendió muy pronto, como confirman sus palabras, el camino del silencio, de la introspección que le condujo a adentrarse en los intrincados, también salvadores, territorios de la ficción.

Leer cualquiera de los libros de Manuel Longares es como tomar conciencia de la herencia, de la inutilidad de la indiferencia respecto a lo que nos ha antecedido y nos explica. Es como si pusiéramos un gran foco frente al olvido, un portentoso foco capaz de devolvernos ciertas verdades olvidadas a través de un sanísimo ejercicio de empatía.

- ¿Qué tal si empezamos hablando por el principio, por el título de tu última novela, “Los ingenuos”? En ella la ingenuidad se entiende como una debilidad, pero en cierto modo también puede verse como una especie de protección. ¿Cuántas dosis de ingenuidad son necesarias para sobrevivir?

- Debo decir que ha sido la primera vez que el título me salió según iba escribiendo la novela, normalmente lo tengo claro antes de empezar y para mí suele ser muy importante, pero no sucedió así en este caso. Había otra alternativa, “El candor enamorado”, pero podía sonar un poco a Voltaire y opté por “Los ingenuos”. La ingenuidad en nuestra sociedad es vista como un defecto. A la persona ingenua no se la considera, ni para una conversación, ni para salir de paseo, ni para nada… El ingenuo parece un poco tonto y también está indefenso ante la mínima malicia que puedan tener los demás para complicarle la vida. Mis personajes no buscan ser buenos, inocentes, eso es algo que les sale de forma natural. Se trata de gente abierta, que no espera recibir navajazos y que, sin embargo, se los lleva todos.

- ¿La ingenuidad se hereda? En la novela Goyo la recibe de su padre, incluso hay acciones que los dos realizan de la misma manera en tiempos diferentes. Ambos van anotando sus impresiones en sendos cuadernos, con palabras en clave, algo muy peligroso en plena posguerra.

- ¡Y tanto…! Al padre le cuesta la cárcel… Pero yo no creo que sea cuestión de genes. Lo que pasa es que vives en un ambiente determinado, aprendes a ser así y no concibes que te puede pasar otra cosa. En la novela de pronto el joven Goyo se pone a trabajar en una tienda donde las gentes que aparecen son conspiradores políticos, pero él no acaba de comprenderlo, se cree simplemente que están zumbados. Al ingenuo le pasan estas cosas… Es posible que esto le ayude a sobrevivir, pero yo mas bien creo que no tiene futuro, que acaba castigado inexorablemente. Lo digo sin descartar tampoco que la ingenuidad puede acabar blindando a la persona frente a los otros. Como es tan tonta prefieren dejarla en paz…

- ¿Mira Manuel Longares al mundo con cierta ingenuidad?

- Claro, yo soy un ingenuo de tomo y lomo (estallido de risas). Soy una persona desarmada que en ocasiones habla más de lo conveniente y acaba comportándose de una manera contraria a sus intereses. Los ingenuos no somos conscientes de muchas cosas, o lo somos de una manera difusa. Y eso hace que vayamos por la vida sin calibrar las consecuencias de nuestras acciones. De ese modo podemos hacer daño, podemos provocar graves problemas de tráfico y cosas por el estilo… (más risas).

Manuel Longares en la Gran Vía de Madrid. A través del cristal. Nacho Goberna © 2013

- En esta novela volvemos a la posguerra y a Madrid. ¿Existe una fijación por esa época y por esa geografía?

- No. Madrid es la ciudad que tengo a mano. Yo salgo por la puerta y me encuentro con Madrid. ¿Para qué voy a buscar otro sitio? No me gusta viajar y Madrid está ahí, me evita pensar en otras cosas, en otras localizaciones. Es así de sencillo. En cuanto a la posguerra, quizás si hay una fijación inconsciente. Se trata del escenario de la niñez y cuando eres niño es cuando aprendes todas las cosas, cuando se te marca el carácter, cuando empieza a aparecer al fondo el escritor, esa persona retraída, que no se comunica con sus contemporáneos, que empieza a crear una figura que de forma inevitable va a desembocar en la cuartilla. Quizás por todo eso la posguerra la tengo especialmente sentida, pero no porque me interese lo que significó, ya que fue una época de mucha crueldad.

- ¿En qué momento te visualizas de niño recreando tus primeros mundos imaginarios?

- Mira, allá como a los seis o siete años, a mí se me sacó un poco del mundo en que estaba con mis compañeros de generación, en el colegio. Se me sacó de ese entorno para ir por las tardes a unas clases de música. De pronto dejé de hacer vida con mis amigos. Mientras el resto de los chicos se iba a su casa después de las clases, yo me iba a otro sitio a aprender solfeo. Yo creo que ahí es cuando empecé a sentirme diferente, cuando pensé que las cosas podían tener otra salida y que no necesariamente tenía que seguir la misma ruta de los otros. Fue eso lo que dio lugar también a una vida solitaria, que me llevaba, por ejemplo, a estar agarrado a un aparato de radio para poder conectarme con el mundo. Todo eso fue creando una personalidad diferente que al final desembocó en un escritor.

La posguerra es para mí el escenario de la niñez y cuando eres niño es cuando aprendes todas las cosas, cuando se te marca el carácter, cuando empieza a aparecer al fondo el escritor, esa persona retraída, que no se comunica con sus contemporáneos, que empieza a crear una figura que de forma inevitable va a desembocar en la cuartilla.

– Entonces, ¿fueron las clases de solfeo las culpables? ¿Podrías haber sido músico en vez de escritor?

- Bueno… fue un factor importante. Me quitaron de la normalidad, de los compañeros, me abocaron a la soledad, y yo creo que esa conciencia de soledad sí es importante para un escritor. El escritor está solo y tiene que estar solo para trabajar. La música me abrió ese espacio y hubo un momento en que pensé que podía estar bien para mí. Empecé con el piano, pero a los 12 años lo dejé. Se murió la profesora y vi que no tenía ningún sentido seguir por ahí. En cierto modo, ahora con distancia, me doy cuenta de que me costó asumir mi vocación de escritor y me fui buscando excusas. Primero fue el piano y a los 17 años me dio por el teatro. Eran coartadas para no ir a lo que verdaderamente tenía que ir, que era la literatura. ¿Por qué? Pues porque se trataba de un ejercicio solitario y por lo tanto aburrido. Te tenías que poner en casa a leer, y leer era muy divertido, pero de alguna manera también suponía un castigo, porque tus compañeros iban por ahí, al cine, conocían a otras personas, y tú te quedabas en casa sin conocer a nadie…

- ¿Cómo superaste esa fase? ¿Recuerdas el momento de la decisión, el impulso que te condujo a convertirte en escritor?

- Recuerdo la influencia que tuvo en esa decisión el círculo cercano, que me iba creando la idea de que tenía que dedicarme a eso, que lo mío era la escritura. Hay cosas que influyen poderosamente, por ejemplo el hecho de que las redacciones que haces en el colegio sean alabadas. De alguna manera sientes que te van orientando por ahí, aunque por otra parte te quiten la idea y te digan que lo primero que debes hacer es acabar una carrera y después dedicarte a escribir en los ratos libres. En mi caso esa orientación se sumaba a las cosas que estaba sintiendo: esa especie de soledad y esa existencia de otros mundos a través de la radio, a través de la música, a los que sólo tenía acceso desde la soledad, que no compartía con otros chicos de mi edad.

- ¿Te contaban cuentos de niño?

- No. Yo la literatura la he aprendido solo. Mi padre tenía una pequeña biblioteca de autores españoles, del XIX fundamentalmente, y es ahí donde me introduje en la literatura. Lo que sí recuerdo con mucha nitidez es que una vez que me ponía a leer no había nada que me quitase de hacerlo. Solo quería estar ahí, frente al libro. Recuerdo los grandes fríos del invierno, con la calefacción encendida, y yo arrimado a ella leyendo obras como “Los Episodios Nacionales”.

- ¿Qué fue lo primero que escribiste?

- Pues un periódico que yo hacía para mi familia. Se trataba de redacciones líricas, hojas de otoño, esas cosas…

- Entonces la vocación de periodista, que después te llevó a trabajar en revistas y a dirigir suplementos culturales, fue muy temprana.

- No, la verdad es que nunca tuve vocación de periodista. Yo terminé la carrera de Derecho y vi que mi única salida era hacer unas oposiciones, ya que no podía abrir un bufete por no tener apellidos ni antecedentes familiares. Sólo podía hacer unas oposiciones y eso suponía cortar con todo el mundo y encerrarme en mi casa durante dos años para terminar siendo registrador de la propiedad o para meterme en el Ayuntamiento, que es lo que hizo Luis Mateo Díez. Frente a ese panorama, el periodismo estaba ahí, pagaban muy poco, pero era otro camino. Muy pronto me di cuenta de que mi carácter me impedía entrevistar a nadie. Lo pasaba fatal cuando tenía que descolgar el teléfono y ponerme a hacer preguntas. Me parecía que era un atentado contra la persona y, además, no tenía conciencia de que mi oficio de periodista sirviera para algo, de que pudiera ilustrar a alguien. A mí lo que me gustaba era ir a la redacción y ponerme a escribir, lo cual tampoco estaba muy bien visto en los ambientes periodísticos de entonces. 

Manuel Longares. Nacho Goberna © 2013

- ¿En qué se diferencia el Madrid de Manuel Longares de otros retratos literarios de la ciudad? ¿A quiénes te sientes más cercano?

- Pues no me he parado demasiado a reflexionar sobre esto. Si me pongo a buscar afinidades podría citar a Cela, al Cela de “La colmena”, una novela que me influyó muchísimo. Pero también está el Madrid de Pérez Galdós, el de García Hortelano y el de Juan Eduardo Zúñiga, por supuesto, que coge una circunstancia grave, como es la guerra, y se pone a elucubrar. Ahí está uno de sus grandes cuentos, “Rosa de Madrid”, donde la protagonista no sabe si la persiguen o no, pero termina escondida, aullando de puro terror. Si a Zúñiga lo trasplantas a la actualidad y te preguntas cuál es su Madrid, te das cuenta de que está muy polarizado por el tiempo de la guerra. En mi caso, yo no puedo contar la guerra porque no la viví. Para mí Madrid es un espacio, un acompañante, es como si lo llevase incorporado. Pienso en Umbral y me doy cuenta de que en su caso sí hay una voluntad de retratar el alma de la ciudad, pero yo no llego a eso, no pretendo meterme a fondo en ella y sacarle las entrañas. Umbral tiene más intención de escritor, de ir a la psicología de la ciudad.

- El Madrid de Umbral es más canallesco…

- Sí, él siente una predilección por los barrios canallas, por las casas de putas, que yo no tengo. Incluso las putas que aparecen en mi novela son muy misericordiosas, parecen monjas. Desde el momento en que están viviendo con un cura se ha acabado toda la historia, no hay nada que hacer…

Para mí Madrid es un espacio, un acompañante, es como si lo llevase incorporado. Pienso en Umbral y me doy cuenta de que en su caso sí hay una voluntad de retratar el alma de la ciudad, pero yo no llego a eso, no pretendo meterme a fondo en ella y sacarle las entrañas.

- ¿Hasta qué punto la ciudad de aluvión que se retrata en “Los ingenuos” sigue existiendo, y hasta qué punto podemos seguir vislumbrando en la Gran Vía “el irresistible avance de los desposeídos”?

- Bueno, los de fuera de Madrid han ido avanzando y se han apoderado de la Gran Vía. Es lo bueno que tiene Madrid. Aquí viene un tío, hace un agujero y ya es suyo y nadie le pide explicaciones ni carné de identidad ni nada. Eso define la ciudad. Y de toda la península y territorios adyacentes, como Canarias, Madrid es el único sitio donde tú te puedes ciscar en la ciudad donde estás y nadie te lo va a reprochar. Tú sales ahora de aquí y dices: “Qué asco de Madrid” y nadie se va a volver ni te va decir que te vayas a otra parte. La gente incluso puede estar conforme. Madrid es, en ese sentido, la ciudad que aguanta todo, es la percha de los golpes. Yo no sé si se le tiene cariño por eso o un odio exacerbado. En ciertos sitios tú dices Madrid y parece que te pegan…

- Si en un ejercicio literario humanizamos a la ciudad, podríamos decir que es una ciudad sufridora.

- Uy. ¡Qué bonito suena eso! No. Yo no me puedo imaginar a Madrid sufriendo ni llorando (risas). Yo retrataría a Madrid como un descargador de muelles, como alguien que va con un saco, agobiado, pero que de pronto se lo quita, se queda la mar de ancho y se va a tomar una copa. Y luego está esa otra cara de Madrid que ofreció la Movida y que también es cierta. Esa imagen del Madrid de noche, en el que parece que la población aumenta, que hay más gente que de día…

- Los ambientes de posguerra que se retratan en “Los ingenuos” ya no tienen nada que ver con la actualidad, pero esa sensación de temor, de miseria, se ha acentuado en el presente, en la actual situación de crisis.

- Sí. Y ahora esa gente de aluvión de la que se habla en la novela, esos extranjeros que han venido buscando un mejor destino, se está marchando de la ciudad porque se quedan sin sanidad, sin empleo… Es cierto que la gente se está yendo, pero no es culpa de la ciudad, la ciudad es el escenario donde esas cosas suceden. Son determinados políticos los que propician todo eso y Madrid está ahí de testigo. Lo mismo puede ser tu refugio que puede ser quien te expulsa de sus fronteras.

- El realismo, que ha sido tan denostado, es una corriente caudalosa de la tradición española con infinidad de afluentes. ¿Te sientes cómodo en esa corriente?

- Bueno, yo me siento parte de la tradición española, pero esa corriente se cruza con Kafka y con los maestros clásicos de la novela con mayúsculas. Uno es hijo de una tradición y asume su patrimonio, pero sentirme heredero de Baroja, de Valle o de Cela, no quita que también lo sea de Kafka. Yo no considero herejes a los que reniegan de la tradición española, pero si opino, como Machado, que la ignorancia suele partir de la falta de conocimiento. En mí se da esa disidencia del gusto por la vanguardia, más bien por el experimento. Me gusta enredar. Y novelas aparentemente realistas como “Romanticismo” o “Los ingenuos” tienen un claro componente de enredo. Cualquier lector con ojos sensatos se da cuenta de que hay cosas que no pueden ser ciertas. Hay un toque surrealista y un toque de tío que quiere torcer, joder el realismo (risas…), pero que lo hace sobre todo para que resalte la condición literaria del texto. En “Romanticismo”, por ejemplo, hay tres reuniones en un mismo sitio de tres personas que son representativas de tres épocas diferentes, y esto es imposible, algo que no puede suceder. En la vida de una persona pueden darse hasta dos coincidencias: padre e hijo pudieron estar en el mismo lugar en momentos temporales distintos, pero hasta ahí. Lo que yo intento con esos imposibles es resaltar la condición literaria del texto por encima del realismo, es eso lo que me interesa. El realismo es un tronco y de ahí salen cosas muy distintas. Si me fijo en alguien cercano, por ejemplo en Luis Mateo Díez, él ha derivado hacia un expresionismo que liga más con lo alemán, pero siempre dentro del realismo, claro.

Yo me siento parte de la tradición española, pero esa corriente se cruza con Kafka y con los maestros clásicos de la novela con mayúsculas. Uno es hijo de una tradición y asume su patrimonio, pero sentirme heredero de Baroja, de Valle o de Cela, no quita que también lo sea de Kafka.

Manuel Longares. Nacho Goberna © 2013

- Realismo y costumbrismo suelen confundirse, tal vez ahí radique el problema…

- Sí. El costumbrismo podría entenderse como un realismo más deficiente, razón por la que siempre que leemos un texto costumbrista nos quedamos con ganas de algo más. Pero, por otro lado, a Umbral, sobre todo al de los escritos periodísticos, también se le puede considerar el gran costumbrista. Yo creo que lo que hace falta, seas realista o costumbrista, es que seas bueno. Y Umbral lo es, evidentemente. En su caso, el medio en el que se movía, el de la prensa, agradecía mucho el costumbrismo para hablar de la gente, de los sucesos que acontecían, pero ante todo él es una pluma torrencial que arrasa con todo, un estilista que no puede ser reducido a costumbrista. Es un señor que solo se concibe como escritor, no tiene otra posibilidad.

- Del mismo modo que en “Romanticismo” también en “Los ingenuos” se narran tres momentos distintos, tres cauces generacionales, y también se hace hincapié en las coincidencias.

- Sí. Lo que pasa es que ese aspecto literario en contraposición al puramente realista, que está tan marcado en “Romanticismo”, no se da en “Los ingenuos”. Sí coinciden las dos novelas en la estructura, ya que ambas se dividen en tres partes, en tres actos, pero hasta ahí llegamos. La manera, el modo de la evocación, es muy diferente. En “Romanticismo” el primer tiempo está contado por una señora que se ha muerto. En “Los ingenuos” se suceden tres episodios o tiempos protagonizados por los padres, los hijos y la madre, en solitario, que se impone en la parte final. Hay gente que me ha dicho que todo parece ser lo mismo, que no se distinguen tanto los tres tiempos cronológicos. Puede verse así por lo que hay de estancamiento, de embalse de una situación. La gente parece que no envejece, que no crece, que se queda ahí quieta como producto de una dictadura de 40 años. Todo permanece igual, inamovible: los hombres se colocan el pañuelo blanco cuando salen a la calle y llega Semana Santa y las mujeres se ponen taconazos altos y mantillas. Todo sigue igual año tras año. Es algo demencial.

Me gusta enredar. Y novelas aparentemente realistas como “Romanticismo” o “Los ingenuos” tienen un claro componente de enredo. Cualquier lector con ojos sensatos se da cuenta de que hay cosas que no pueden ser ciertas. Hay un toque surrealista y un toque de tío que quiere torcer, joder el realismo.

- Las mujeres son importantes en las narraciones de Manuel Longares. En “Los ingenuos” se describe de manera estremecedora la sumisión a que estaba abocada la mujer, el despotismo masculino.

- Bueno, el retrato robot de los hombres de esa época era el de un inútil, un zángano, un haragán que quería que se le diesen las cosas hechas a cambio de aportar un dinero, pero nada más. Eran unas figuras aisladas y llenas de poder, que podían golpear sin que la otra parte se quejase porque era lo que estaba dentro de los cánones. Los hombres de entonces tenían que tener una mujer porque si no eran considerados pobres. “Eres tan pobre que no tienes ni una mujer”, se solía decir. Y todo eso era acentuado por una publicidad falangista perniciosa. Estaban los Coros y Danzas, la Sección Femenina… Se fomentaba que la mujer estuviese en su casa, limpia, aseada, y a disposición del varón, se entendía que sexualmente, pero tampoco debemos llevar las cosas ahí porque eran momentos de una pacatería tremenda. La mujer aguantaba, lloraba, sufría mucho y era una gran madre para sus hijos. Todo eso se refleja en la novela. Es la mirada inevitable de la posguerra.

- Hay un relato en “Las cuatro esquinas”, tu libro anterior, que trata de los primeros momentos de reivindicación femenina en los ámbitos universitarios. Aquí, también, Modes, la hija de la familia protagonista, empieza a tomar conciencia, empieza a darse cuenta de que no es justo que ella sea la que tenga que hacerse cargo del cuidado de su hermano…

- Sí. Le fastidia mucho tener que estar al servicio del hermano varón. Pero ese era el papel de una chica joven en aquella época. Estaba anulada desde el principio, mientras que el hombre no se cuestionaba ese rol para nada, lo consideraba algo normal. Todavía se arrastra eso. Las mujeres son las que siguen cuidando a los enfermos y acompañando a sus mayores a los hospitales. Aún existe un machismo larvado, yo creo que incluso más que en mi etapa de juventud, porque entonces estábamos empezando a escuchar a las mujeres, a entender sus reivindicaciones. Yo asistí al momento en que las mujeres empezaron a brotar, como flores, y eso lo tengo muy presente como escritor. Hubo una etapa en la que las mujeres no necesitaban al hombre ni querían estar con él porque sabían que más tarde o más temprano iban a ser perjudicadas. Yo me casé con una periodista que estaba muy volcada en su profesión y eso me hizo aprender a defenderme en las tareas domésticas y a fijar mi mirada sobre el mundo femenino.

El hombre de aquella época era un inútil, un zángano, un haragán que quería que se le diesen las cosas hechas a cambio de aportar un dinero, pero nada más. Eran unas figuras aisladas y llenas de poder, que podían golpear sin que la otra parte se quejase porque era lo que estaba dentro de los cánones.

- Antes citabas “Rosa de Madrid”, un relato de Zúñiga sobre el terror, el miedo, en la guerra. En esta novela ese sentimiento, la posguerra como territorio del miedo, de la delación, está muy presente.

- Sí. Hay miedo, mucho, en esta novela. De hecho, es más probable que hubiera miedo en la posguerra que en la guerra. En plena contienda, por ejemplo, la gente llamaba “churrero” al primer bombardeo de la mañana. Lo tenían ahí, tan directo, que hasta eran capaces de reírse de ello. Pero en la posguerra no se sabía por dónde podía llegar la desgracia. Te podían coger por la calle, bien la policía, bien la panda de falangistas que trotaba por ahí. Había miedo, y hambre, y frío.

- ¿Qué opinas del resurgimiento de determinados símbolos franquistas en los últimos tiempos?

- Creo que son minoritarios como para preocuparse en exceso. Lo que pasa es que cuando la riqueza de la gente empieza a verse en peligro aparecen estos grupos para defender la riqueza de los pocos ricos que hay.

- De eso se habla en “Romanticismo”, de las clases favorecidas por el Régimen que al llegar la Transición se resisten a perder su poder, a aceptar unas nuevas reglas de juego…

- Así es. Nos olvidamos y nos reímos del que recuerda, nos reímos del abuelo que cuenta las batallitas. Y hay cosas que no debemos olvidar, que deberían ser debidamente enseñadas en las escuelas. El ejercicio de la memoria es necesario, es una labor de higiene. Igual que nos dicen que no pasemos por determinadas calles con socavones porque nos podemos romper una pierna, debemos saber que sin aprender las enseñanzas del pasado nos podemos romper la vida.

Manuel Longares. Nacho Goberna © 2013

- La subversión, la resistencia, la clandestinidad, están presentes en “Los ingenuos”, pero hay una cierta desmitificación. No se puede confiar del todo en ciertos héroes…

- Bueno, aquí hay varias partes. Por un lado está la resistencia inconsciente, biológica, la de estar quietos en un sitio y aguantar carros y carretas hasta que te den la oportunidad de vivir mejor. Y luego está la gente que plantó cara desde la clandestinidad, gente que sufrió la persecución y la cárcel y que no siempre fue tan pura como pudiera parecer. Ahí he introducido al personaje de Cárdenas, un histrión, que se convierte un poco en un héroe, en una estrella. Quiere que todo el mundo le mire, que esté pendiente de él, pero cuando aparece Modes en su vida no le hace ni caso. En cierto modo, sí, he querido desmitificar, reflejar a esas personas que quieren transformar el mundo, estar con los desheredados, con los desposeídos, pero que no hacen el menor caso a la gente que está a su lado. Su conducta es ir hacia lo lejano, descubrir mediterráneos, pero no mirar a sus orillas. Es una gran contradicción que me ha interesado explorar literariamente.

- Esta claro que has querido caricaturizar a esas figuras.

- En realidad todo puede entenderse en “Los ingenuos” como una caricatura, porque el narrador tiene que ser malicioso para que los personajes sean cándidos. Si tú como narrador te identificas con la ingenuidad de tus personajes no hay contraste para el lector.

- La agonía del Caudillo resulta esperpéntica… Es increíble el desguace al que lo sometes, la manera en que lo vas narrando.

- Sí, es algo exagerado, pero efectivamente en su día se decía que a Franco no importaba cortarle las piernas o los brazos con tal de que conservase algo de poder. Con un muñón del Caudillo todavía podías dictar decretos leyes y fusilar a terroristas. Mientras hubiera, no ya un hálito de vida, sino un muñón, ya era suficiente para mantener el Régimen. A partir de esa idea yo me imaginé al personaje en el quirófano de El Pardo siendo objeto de un total desguace.

- Hay otras escenas, como la del peregrinaje que acontece por los callejones oscuros de los aledaños de la Gran Vïa, que irremediablemente llevan a Valle, a sus “Luces de bohemia”.

- Hay esperpento en el lenguaje, sí, porque al final el narrador se descara y utiliza un lenguaje esperpéntico. Y también los diálogos entre determinados personajes se asemejan a los diálogos de Latino de Híspalis y Max Estrella… Esa escena a la que haces referencia, y que sucede mientras al Caudillo lo están destrozando, es el contraste entre la muerte y la vida. Y también están las tertulias. La novela está llena de tertulias, primero las de los aragoneses, que cantan jotas y se cuentan la vida, y luego las tertulias socráticas que esconden reuniones clandestinas, donde se habla de Madrid y por debajo se reparten panfletos. Todo se oculta tras las apariencias. Por detrás del ingenuo laten otro tipo de cosas.

En su día se decía que a Franco no importaba cortarle las piernas o los brazos con tal de que conservase algo de poder. Con un muñón del Caudillo todavía podías dictar decretos leyes y fusilar a terroristas. Mientras hubiera, no ya un hálito de vida, sino un muñón, ya era suficiente para mantener el Régimen. A partir de esa idea yo me imaginé al personaje en el quirófano de El Pardo siendo objeto de un total desguace.

- El toque de humor es muy característico de Manuel Longares. No podemos dejar de reír ante la escena de las sillas, que unos van quitando a los otros en la papelería de las conspiraciones, y está esa Biblia libidinosa, casquivana, tan solicitada…

- Sí, el humor está presente en mis libros. Ayer me preguntaron si yo me reía mientras trabajaba y la verdad es que me quedé helado. No soy consciente de estar escribiendo en el ordenador o a mano y empezar a reirme de pronto al imaginar una escena, del mismo modo que no lloro cuando me pongo a describir algo muy triste. Bastante perturbación es la literatura como para que encima te pongas a reír o a llorar. Los episodios graciosos que compongo no me divierten hasta ese punto porque ya me los sé. Son como un chiste que ya te hubieran contado. Lo que tratas es de reunir todos los elementos, todas las piezas de la narración, mejorar la frase, los adjetivos, para que tengan un efecto.

- El humor y la mirada compasiva son señas de identidad intransferibles de Manuel Longares.

- Es que a mí me cuesta tratar mal a la gente y por eso muestro empatía y compasión hacia mis personajes. Hay una cierta ternura, pero procuro no caer excesivamente en ella, intento que no se me note demasiado. En una novela paradigmática para mí como es “La colmena” me parece que hay demasiado ternurismo y que eso la afea.

- Podemos acabar volviendo al principio de la conversación, a la ingenuidad. ¿Nos podemos permitir ser un poco ingenuos y creer que la literatura puede ayudarnos a vivir, a afrontar los malos tiempos?

- La literatura tiene unos límites, que yo creo que se reducen a la esfera personal. Puede modificar un carácter, puede imbuir un modelo de vida, pero no tiene poderes para curar el asma ni para hacerte ganar más dinero. La literatura, insisto, sí te puede enseñar cómo es la vida, aunque en ocasiones tenga el efecto pernicioso de que te creas la literatura y no la vida y entonces te des algunos golpes. Las ficciones, en fin, resultan muy poderosas para crear un carácter, pero no tanto para resolver los problemas de la humanidad.

- Pero que los libros que leamos se conviertan en parte importante de lo que somos ya es muchísimo…

- Los libros tienen una capacidad de seducción tremenda. Te dan modelos de vida, te hacen querer ser como el personaje que te subyuga. Esto pasa también en el cine, y con más propiedad, puesto que te enseña los rostros. En los libros vas como un ciego y todo te lo tienes que imaginar. A lo mejor ahí radica su capacidad de seducción, pero también de descalabro, porque cuando te enfrentas a la realidad, la realidad desmerece. La literatura es el Quijote. El Quijote te enseña la vida. Tú vas por el mundo anacrónicamente y al mismo tiempo vas cambiando la realidad. Ese es su gran poder.

(“Los ingenuos” ha sido publicado por Galaxia Gutenberg).

Las fotografías fueron realizadas por Nacho Goberna en el Hotel de las Letras, en la Gran Vía de Madrid.

Manuel Longares en la Gran Vía de Madrid. A través del cristal. Nacho Goberna © 2013

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Archivado en: De Literatura, Las Entrevistas, Nº9 / Noviembre-Diciembre 2013

Encantada de ser una lectora más de Haruki Murakami

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Murakami © Iván Giménez Tusquets
Por Emma Rodríguez © 2013 /

En el prólogo de José Carlos Llop para el “Diccionario de literatura para snobs”, del autor francés Fabrice Gaignault, publicado por la editorial Impedimenta, se hace referencia a la curiosa circunstancia de que cuando determinados autores dejan de ser patrimonio exclusivo de un grupo selectos de lectores y sus historias pasan a cautivar a amplios sectores de la población, de inmediato se produce una especie de rechazo de los antaño adoradores, quienes comienzan a adoptar el papel de enemigos capaces de ver defectos por todas partes. El hecho de compartir no les produce “felicidad alguna sino cierta incomodidad. Nace así un sentimiento de pérdida y un recelo silencioso ante la vulgarización -o su fantasma- de lo que hasta ahora era una satisfacción íntima”, señala Llop, quien se refiere a la expulsión del paraíso privado de esos nombres de las letras, sin que ellos hayan hecho nada para merecerlo, a excepción de conseguir lo que todo escritor desea, llegar al corazón de los lectores.

He aquí uno de los rasgos del esnobismo y lo traigo a colación porque algo así -no sé si merece ser denominado esnobismo- vengo detectando hace algún tiempo en nuestro país respecto a escritores como el estadounidense Paul Auster o el japonés Haruki Murakami, sobre quien trata este artículo. No puedo olvidar los comentarios elogiosos, las alabanzas sobre su originalidad e ingenio cuando se dieron a conocer en España las primeras traducciones de su obra, concretamente de “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo”, uno de sus libros esenciales. Pero a medida que los lectores han pasado a contarse por miles, también han ido aumentando los prejuicios y ya me cansa leer, en determinados foros, cínicos comentarios sobre la posibilidad de que Murakami obtenga, por ejemplo, el Premio Nobel, un galardón en cuyas quinielas viene apareciendo desde hace algunos años y que podría ganar con todo merecimiento. ¿Por qué no? Murakami ha dado un giro a las letras niponas, las ha aderezado con un toque occidental sin olvidar ciertos rasgos que lo conectan con la tradición, al tiempo que ha abierto las puertas a un mundo onírico, irreal, lejos de la lógica, que en cierto modo atrapa el sentimiento permanente de pérdida y de búsqueda de sentido del hombre contemporáneo.

Me da la impresión de que muchos de los que ahora reniegan del autor, desde sus taburetes de supuesta altísima excelencia, se quedaron anclados en esas obras anteriores al éxito que le llegó de forma arrolladora con “Tokio blues”. Incluso me atrevería a decir que algunos aún no lo han leído detenidamente. Pero, dejando de lado este preludio, y partiendo del hecho de que respeto todos los gustos y opiniones, a mí me apetece hacer una declaración de principios: me cuento entre los miles de lectores-as de Haruki Murakami. Y me apetece, asimismo, plantear una pregunta: ¿por qué no alegrarnos de que algunas veces la buena literatura, la que indaga, la que profundiza en el ser humano, la que plantea preguntas, llegue a un gran número de gente, independientemente de las apetencias de cada cual? ¿Por qué no alegrarnos de que Auster o Murakami hayan sido capaces de tocar las fibras sensibles de hombres y mujeres en todo el mundo, teniendo en cuenta, además, que sus literaturas no son banales ni de lejos pueden considerarse best-sellers prefabricados, convencionales?

Tren camino a las montañas de Nikko. El enclave donde se forjó la denominación "El imperio del sol naciente". Japón. Nacho Goberna © 2004

“¿Cuánto tiempo consumirá la gente cada día en acudir a sus puestos de trabajo?, se preguntaba Tsukuru (…) ¿De cuánto tiempo nos despojan? ¿Cuánto tiempo de nuestra vida se esfuma en esos probablemente absurdos desplazamientos? ¿En qué medida eso nos desgasta y extenúa?”

Dicho todo esto debo reconocer también que “Los años de peregrinación del chico sin color” (Tusquets), la nueva novela de Murakami publicada en España, no se cuenta entre mis favoritas, lo cual no quiere decir que no me haya interesado. Con Murakami me pasa lo mismo que con Woody Allen, siempre que el primero publica un libro o el segundo estrena una película no puedo evitar la tentación de adentrarme en sus mundos de ficción, unos mundos que me son familiares y que, al mismo tiempo, me siguen sorprendiendo. Puede que unas veces acierten y que otras el resultado sea más fallido, pero no les voy a condenar por eso, teniendo en cuenta el inmenso regalo que me han hecho al ofrecerme, en uno y otro caso, historias que ya forman parte de mi trayecto emocional. He aquí otra pequeña reflexión: si hay algo que me irrita es el comentario tan habitual de que un autor no merece ser considerado entre los buenos porque después de un arranque genial ha errado en sus últimas entregas. Cuántas veces  hemos oído esto o algo similar en boca de críticos y escritores demasiado tajantes con la obra ajena.

Aclarado este punto, sí, el último libro de Murakami está muy lejos, en mi opinión, de los logros alcanzados en la apabullante “1Q84”, su entrega anterior, hermanada en ambición con “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo” y con “La caza del carnero salvaje”, tal vez su libro más desconocido, que fue publicado por Anagrama -una primera edición- en 1992, cuando era un desconocido, llegando a mis manos por azar, conquistándome con su narración extraña, envolvente, detectivesca, altamente recomendable.

Pero volvamos a “Los años de peregrinación…”, una historia en la que se repiten argumentos y técnicas, se dan pasos atrás y se obtiene un resultado mucho menos enigmático, más directo, con menos vuelo que en obras anteriores. Una historia que, pese a todo ello, como sucede siempre con Murakami, una vez iniciada, no podemos dejar de leer y que, para quienes llevamos siguiendo la pista del autor desde hace tiempo, resulta enriquecedora porque nos permite descubrir claves, miradas y enfoques que nos remiten a otras entregas que nos fascinaron, al tiempo que nos revela datos de las intenciones del autor, aquí mucho más desnudas, como si no hubiese sido capaz de arropar los cimientos de la narración con las espesas capas del misterio.

En “Los años de peregrinación del chico sin color” se repiten argumentos y técnicas, se dan pasos atrás y se obtiene un resultado mucho menos enigmático, más directo, con menos vuelo que en obras anteriores. Pese a todo ello, como sucede siempre con Murakami, una vez iniciada la lectura no podemos dejarla y, para quienes llevamos siguiendo la pista del autor desde hace tiempo, resulta enriquecedora porque nos permite descubrir claves, miradas y enfoques que nos remiten a otras entregas que nos fascinaron

Puede que el autor no haya encontrado horizontes de renovación -lo que es entendible teniendo en cuenta las fronteras que ha traspasado hasta el momento- o puede que aún le hayan quedado cuentas por saldar en su ahondamiento de lo que significa crecer, aprender a vivir con las cicatrices del paso del tiempo, con la losa de las sucesivas pérdidas, con las marcas imborrables de la infancia y sobre todo de la adolescencia y de la primera juventud, territorios a los que regresa después de las inmersiones y logros de “Tokio blues” y “Kafka en la orilla”.

Murakami es un autor que sabe mirar con los ojos del adolescente que busca un lugar en el mundo y que ansía encontrar su propia identidad a través del reflejo, de la aceptación de los demás. Las etapas de descubrimiento, de iniciación: los primeros amores, las primeras relaciones sexuales, los primeros acercamientos a la muerte, son motivos a los que le gusta regresar una y otra vez. En este caso quien vuelve a pasar por todas esas experiencias, quien hace recuento de ellas desde la edad adulta -un recurso en el que también reincide el escritor- es Tsukuru Tazaki, el protagonista, un hombre ya entrado en la treintena que arrastra el dolor de haber sido expulsado del grupo cerrado que forjó en su etapa de adolescente con cuatro amigos más. Un paraíso del que fue expulsado debido a un asunto turbio, una mentira, un misterio, al que ha de volver 16 años después para poder rehacer su vida.

Interior de vagón de Metro en Tokio. Nacho Goberna © 2004

“De las veinticuatro horas del día, pierde dos o tres tan sólo en ir y volver del trabajo. Si tiene suerte, quizá pueda leer el periódico o un libro de bolsillo dentro del tren abarrotado. O, por ejemplo, en el iPod, escuchar sinfonías de Haydn u oír hablar español para aprender el idioma. Otras personas cierran los ojos y se sumen en profundas meditaciones. Sin embargo, pocos afirmarían que esas dos o tres horas sean las mejores y más provechosas de la vida…”

“Igual que un árbol joven absorbe los nutrientes del suelo, Tsukuru tomaba del grupo el sustento que la adolescencia requiere, y lo transformaba en el valioso alimento que le permitiría crecer, o lo reservaba y almacenaba en su cuerpo como fuente de energía para cuando lo necesitase”, voy leyendo. Murakami construye su historia a partir de la quiebra de “ese lugar armónico y sin perturbaciones” en el que el protagonista encontró amigos en los que poder confiar.

Y tras esa quiebra profundiza en el vacío, en la soledad absoluta, en las posibilidades perdidas, en el retiro del mundo hasta rozar la idea del suicidio, que vuelve a estar presente y que es uno de los temas de fondo de la literatura nipona. Hay ciertos misterios que no acaban de ser descifrados, como es habitual, en el recorrido; hay deseos de amar con plenitud, hay un viaje en busca de la verdad que lleva al protagonista hasta Finlandia tras la pista de una antigua amiga y hay música, por supuesto, siempre hay música en las novelas de Murakami, en este caso es fundamental Franz Liszt y sus “Años de peregrinación”, concretamente la pieza “Le mal du pays”.

Todo sucede en el Tokio de nuestros días, una ciudad dominada por las prisas, por la ausencia de una comunicación profunda entre las personas, aunque todas estén conectadas a través de las redes sociales, por las tensiones del mundo laboral, por el afán del éxito en los negocios y la creación de “guerreros empresariales”. En un momento dado se expone que pese a que la economía mundial atraviese un mal momento y el panorama sea desalentador, siempre habrá gente con dinero capaz de mantener a buen ritmo el negocio de los coches de lujo.

Todo sucede en el Tokio de nuestros días, una ciudad dominada por las prisas, por la ausencia de una comunicación profunda entre las personas, aunque todas estén conectadas a través de las redes sociales, por las tensiones del mundo laboral, por el afán del éxito en los negocios y la creación de “guerreros empresariales”

Tokio es una ciudad donde alrededor de tres millones y medio de personas acuden diariamente a la estación de Shinjuku, donde se cruzan las principales líneas de tren, “un complejísimo entramado, con un total de dieciséis andenes”. Los trenes, las estaciones, son importantes en esta novela. El protagonista es ingeniero, constructor de estaciones, y siente fascinación por ellas: el ir y venir de los usuarios, ese cierto sosiego que siente al observar el espectáculo diario de los desplazamientos. Es ahí donde reflexiona, donde se plantea preguntas como: “¿cuánto tiempo consumirá la gente cada día para acudir a sus puestos de trabajo? ¿de cuánto tiempo nos despojan? ¿en qué medida eso nos desgasta y extenúa?”

“Los años de peregrinación del chico sin color” se sitúa en ambientes urbanos, pero hay una mirada a la naturaleza que resulta esencial, el viaje a Finlandia, la salida a localizaciones de bosques, lagos y cabañas donde el protagonista encuentra algo de reconciliación, de consuelo. Estamos ante una novela que habla de la supervivencia, de lo que ha quedado atrás y ya no puede recuperarse, pero cuya semilla es determinante. Analizar la psicología de sus personajes es uno de los puntos fuertes de Murakami. Tal vez uno de los motivos de que alcance a tanta gente es su capacidad para hablar de las emociones, de los sentimientos, de lo que nos duele y nos ilumina en determinados momentos, tocando las sutiles texturas de la tristeza, de la melancolía, pero también el estallido de los momentos de alegría, de revelación.

El Tren "Bala" pasa por la Estación. Japón. Nacho Goberna © 2004

“Tsukuru Tazaki visitaba estaciones del mismo modo que otra gente acudía a conciertos, veía películas, iba a bailar a las discotecas, asistía a competiciones deportivas o paseaba mirando escaparates(…) El expreso arribaba al andén reduciendo la velocidad. Las puertas se abrían y los pasajeros se apeaban uno tras otro. Con sólo contemplar esa escena, le inundaba el sosiego…”

Libro a libro el escritor va dejando constancia del aprendizaje de la vida desde todos los planos: su lado lógico y su lado irracional, absurdo, incomprensible, esa ventana que se abre a lo desconocido, a lo improbable, a lo prodigioso. Esa puerta que se anhela cruzar pese a las limitaciones de la conciencia para ir más allá de lo que vemos, de lo que conocemos.

Todo eso está en Murakami. Los lectores entramos en sus historias y aceptamos sus reglas del juego, su ruptura de los tiempos, ese difuso horizonte entre lo que se vive y lo que se sueña, entre lo inmediato y lo que atesora el cofre de la memoria. Todo eso lo he vuelto a experimentar con esta novela que me ha hecho recuperar nombres, escenas, fragmentos y atmósferas que parecen transcurrir en paralelo. Cuando se entra en el universo de Murakami de algún modo los senderos se cruzan y se confunden. La secta de “1Q84” recuerda al poderoso grupo empresarial capaz de dominar al mundo desde la oscuridad de “La caza del carnero…”; el viaje transformador del protagonista de “Kafka en la orilla”, enlaza con la parte final -otro viaje- de “Tokio blues”, novela de la que recuerdo especialmente la importancia que adquieren los paisajes en los estados de ánimo de los personajes, las escenas que se desarrollan en el centro de reposo donde la inolvidable Naoko intenta huir de su fatal destino.

Los lectores entramos en sus historias y aceptamos sus reglas del juego, su ruptura de los tiempos, ese difuso horizonte entre lo que se vive y lo que se sueña, entre lo inmediato y lo que atesora el cofre de la memoria.  Cuando se entra en el universo de Murakami de algún modo los senderos se cruzan y se confunden

Los protagonistas masculinos, seres solitarios, amantes de la natación, de la lectura y de la música, aficiones que les ha cedido el propio escritor, andan siempre a la búsqueda de un sentido para agarrarse a la vida, anhelantes de encontrar el amor y la plenitud, pero también abocados a herirse y a provocar heridas. Podrían pasar de una historia a otra sin problema alguno, atravesar los puentes de la ficción, los túneles del tiempo. Todo forma parte de una especie de niebla, de un paisaje que cruzamos sabiendo que tenemos que despojarnos de los asideros habituales y aceptar el lenguaje del azar, de la casualidad, del milagro. Así, por ejemplo, las dos lunas que iluminan los cielos de “1Q84” estableciendo las corrientes de dos mundos diferentes; el legendario animal con una estrella en el lomo de “La caza del carnero salvaje”, capaz de meterse en el interior de una persona y hacerla inmortal; la extraña vidente que, con una intuición prodigiosa, sigue la pista de desaparecidos en “Crónica del pájaro…” o el malévolo y siniestro descuartizador de gatos en “Kafka en la orilla”, por citar algunos ejemplos de situaciones y personajes que parecen propios de los sueños o de las pesadillas.

Cuando me preguntan por mis novelas favoritas de Murakami no me resulta fácil decidir. En cada una de ellas he encontrado motivos para el disfrute, para el asombro. Muchas veces he sentido que algo al fondo de mi conciencia despertaba, se abría, me hacía llegar un poquito más lejos en mi percepción de las cosas; en otras ocasiones me ha conmovido la tristeza de una historia de amor imposible, caso de la bellísima “Al sur de la frontera, al oeste del sol”, donde dos niños que se amaron, ambos hijos únicos, vuelven a encontrarse en la edad adulta, a destiempo, incapaces de hacer realidad ese amor.

Adolescentes en el centro de Tokio. Nacho Goberna © 2004

“Tres estudiantes de instituto vestidas de uniforme atravesaron el parque. Iban riéndose en voz alta y los vuelos de sus cortas faldas se agitaron al pasar por delante del banco en el que ellos estaban sentados. Parecían todavía unas niñas. Calcetines blancos y mocasines negros. Tenían gestos infantiles, Resultaba difícil creer que, tiempo atrás, ellos hubieran tenido la misma edad…”

Hay muchos amores de infancia en el universo Murakami, vínculos, lazos irrompibles, como el que mantienen también Aomame y Tengo en “1Q84”, una novela caudalosa, impactante, salvaje, en la que Murakami lleva hasta el límite sus búsquedas, donde todo: el sexo, la muerte, la sensación de pérdida, adquiere un tono más extremo. En esta obra el autor juega a engarzar la literatura dentro de la literatura a través del relato de otra compleja y extrañísima narración que se despliega en el interior, “La crisálida de aire”, y construye un personaje femenino absolutamente novedoso en su literatura. Aomame no es un ser frágil, enigmático o atormentado, como sucede en otros de sus libros. Es una mujer independiente, fuerte, capaz de matar para vengar la memoria de otras mujeres víctimas de la violencia doméstica, del maltrato a manos de sus poderosos maridos.

La violencia aparece en otras novelas, pero es aquí donde adquiere su mayor potencia, del mismo modo que las mayores dosis de sabiduría, de revelación, se dan en “Crónica del pájaro…”, obra estremecedora y cargada de enigmas en la que aparece la hermosa metáfora del pozo como imagen del descenso hacia el núcleo mismo de la propia existencia. “La vida es más limitada de lo que piensan las personas que están en pleno proceso vital. La luz brilla durante un limitado y brevísimo espacio de tiempo en el acto de vivir. Quizá sólo unas decenas de segundos. Unas vez se ha ido, si has fracasado en el intento de alcanzar la revelación que se te ofrecía no tienes una segunda oportunidad”, cuenta en una carta el teniente Mamiya, consciente de que “la mayor parte de la gente ignora y evita las cosas que trascienden los límites de su entendimiento, tachándolos de irracionales e indignos de consideración”.

La vida es más limitada de lo que piensan las personas que están en pleno proceso vital. La luz brilla durante un limitado y brevísimo espacio de tiempo en el acto de vivir. Quizá sólo unas decenas de segundos. Unas vez se ha ido, si has fracasado en el intento de alcanzar la revelación que se te ofrecía no tienes una segunda oportunidad”, cuenta en una carta el teniente Mamiya en “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo”

En otro momento, y podría elegir muchos más, es el sabio señor Honda el que dice: “no se debe oponer resistencia a la corriente: hay que ir hacia arriba cuando hay que ir hacia arriba, y hacia abajo cuando hay que ir hacia abajo. Cuando debas ir hacia arriba busca la torre más alta y sube hasta la cúspide. Cuando debas ir hacia abajo, busca el pozo más profundo y desciende hasta el fondo. Cuando no haya corriente, quédate inmóvil. Si te opones a la corriente todo se seca. Si todo se seca, el mundo se ve envuelto por las tinieblas”.

Por momentos así merece la pena leer a Murakami. Por la manera en que nos hace reflexionar sobre la extrañeza de la memoria y sobre la aceptación de la tristeza y de los huecos de dolor. Por ser capaz de abrir el ángulo de visión hacia lo que ocurre en el otro lado, en el cielo alumbrado por una luna paralela. Por sus historias de amor inconfundibles, cargadas de misteriosos mensajes cifrados… Por todo eso merece la pena leer a Haruki Murakami. Si es con buen jazz de fondo o con esa música clásica que logra conmovernos, mejor.

(“Los años de peregrinación del chico sin color” ha sido traducido del japonés por Gabriel Álvarez Martínez. Esta novela y el resto de las que se citan en este artículo han sido publicadas por la editorial Tusquets, a excepción de “La caza del carnero salvaje”, que lanzó Anagrama en 1992 y fue la presentación del autor en España). 

Las fotografías de Haruki Murakami las firma Iván Jiménez Tusquets. Las escenas de Tokio fueron tomadas por Nacho Goberna en un viaje que realizó a Japón en 2004. Los pies de foto son párrafos extraídos de “Los años de peregrinación del chico sin color”, cuyo protagonista está fascinado por los trenes.

Murakami © Iván Giménez Tusquets

Una pequeña selección de sus libros:

Murakami: Los años de peregrinación del chico sin color       Murakami: 1Q84      Murakami: Tokio Blues

Autor: Franz Liszt  - Obra: “Los años de peregrinación” – Intérprete: Claudio Arrau.

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Archivado en: De Literatura, Los Libros, Nº9 / Noviembre-Diciembre 2013

Un planeta llamado Clarice Lispector

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Clarice Lispector. Fotografía suministrada por la editorial.

Por Emma Rodríguez © 2013 / 

Para hablar de Clarice Lispector habría que inventar nuevas palabras, comprar un diccionario de lo sublime, utilizar un nuevo alfabeto. Es lo primero que se me ocurre para iniciar este recorrido sobre una escritora especialísima, tan especial que me atrevería a decir que en ciertos momentos, mientras la leo, tengo la loca idea de que no es de este mundo, de este planeta, que parece haber venido de lejanías inimaginables para contarnos cuentos y para hablarnos desde lo más profundo. Si toda lectura exige de quienes la emprenden una adecuación, un cambio de registro que le permita adaptarse al tono, a la manera, al ritmo y al tiempo de lo que transcurre en los universos de la ficción, en el caso de la escritora brasileña podría hablarse de metamorfosis. Hay que cambiar de piel para seguirla. Hay que desearlo y esperar a que sea ella la que otorgue el permiso para entrar en sus habitaciones desconocidas, en sus atmósferas flotantes, en ese río de emociones que sólo los que están dispuestos a sentir, a vibrar, pueden percibir con plenitud.

Lispector, es en sí misma un planeta y para llegar a su centro, al centro de esta mujer que nació para jugar con el lenguaje y renovarlo, para volcar la poesía en extensos valles narrativos, hay que ejercitar todos los sentidos: los ojos agrandados para alcanzar las anchuras, la particular belleza de sus jardines o los aspectos más lúgubres de sus estancias cerradas; los oídos bien afinados para escuchar, para escucharlo todo, con especial atención a los silencios; el tacto preparado para rozar las más suaves y las más ásperas texturas; el paladar dispuesto a saborear lo exquisito y a retraerse ante el asco…

Fuera comodidades, entonces. No se trata de una travesía cómoda. Fuera ideas preconcebidas. Fuera el concepto de ir a lo seguro, sobre seguro. Aquí el barco ha de cruzar tempestades y el corazón soportar vaivenes de todo tipo, pero ha de llegar el momento de los mares en calma y el instante de la comprensión cristalina. En el inicio de “La pasión según G.H.” Clarice Lispector lo deja muy claro: “Este libro es como cualquier libro. Pero me sentiría contenta si lo leyesen únicamente personas de alma ya formada. Aquellas que saben que el acercamiento, a lo que quiera que sea, se hace de modo gradual y penoso, atravesando incluso lo contrario de aquello a lo que uno se aproxima…” Son sus palabras un aviso para navegantes, la declaración de intenciones de quien sabe que no todo el mundo está dispuesto a explorar los bosques de la existencia para intentar alcanzar sus claros; de quien sabe que una gran mayoría de personas prefiere estar entretenida en múltiples obligaciones, citas y trabajos, para no pensar en lo que fluye por debajo de lo perceptible, para no detenerse en los vacíos, en los huecos inquietantes de la vida.

“La pasión según G. H.”, analizada una y otra vez por la crítica en busca de claves y significados, es un largo, insólito y complejo monólogo en el que una mujer abandona los asideros de su convencional vida burguesa, suelta las amarras de lo cotidiano e inicia un trayecto mental, alucinatorio, transformador, en busca del latido primigenio de la humanidad, de la permanencia, ajena a tiempos y espacios, del existir. La editorial Siruela ha iniciado la que ha de ser la particular Biblioteca Clarice Lispector con esta novela y con un tomo que reúne gran parte de sus cuentos, un género del que se valió la escritora para mirarse en el espejo, para contemplar el mundo, para llorar y reírse con las contradicciones humanas, para explorar el dolor y el deseo. Yo recomendaría a los no iniciados empezar por aquí: acostumbrarse al clima del planeta recién descubierto, aprender su lengua, extasiarse frente a sus paisajes, ganar confianza ante sus peligrosos abismos y apreciar la belleza de sus plantas extrañas, nunca antes vistas.

En el inicio de “La pasión según G.H.” Clarice Lispector lo deja muy claro: “Este libro es como cualquier libro. Pero me sentiría contenta si lo leyesen únicamente personas de alma ya formada. Aquellas que saben que el acercamiento, a lo que quiera que sea, se hace de modo gradual y penoso, atravesando incluso lo contrario de aquello a lo que uno se aproxima…”

Clarice Lispector por Claudia Andujar © 1961

“Desde muy temprano y a lo largo de los años”, Clarice Lispector, “escribió unos textos poco ortodoxos que no contaban historias felices de hadas y príncipes, sino sensaciones intensas en atmósferas cotidianas, impresiones fulminantes de la realidad, trozos de vida, ardientes como carbones (…) Su literatura es antesala y motivo de encuentro consigo misma y con la alteridad; es imagen y posibilidad de diálogo con el enigma recóndito (…) y, quizás, con el misterio sin nombre que se ignora e intuye…”, señala Miguel Cossío Woodward en el prólogo de “Cuentos reunidos”, un volumen que recoge los tonos y ritmos de seis libros diferentes que dan idea de la multiplicidad de registros y ángulos de visión de Lispector.

Hay relatos volátiles, frívolos, eróticos, divertidos, tristes, crueles, convulsos, provocadores… Hay piezas ante las que nos quedamos perplejos, atentos a la forma en que la autora combina las palabras, hipnotizados de modo similar a cuando contemplamos un cuadro abstracto con sus manchas de color, con sus armonías y desarmonías. Hay otras de las que salimos con un sentimiento repentino de serenidad, con un leve aleteo de emoción o con la comprensión de algo lejano, eterno, detenido.

Hay relatos volátiles, frívolos, eróticos, divertidos, tristes, serenos, convulsos, amenazadores, provocadores… Hay piezas ante las que nos quedamos perplejos, atentos a la forma en que la autora combina las palabras, hipnotizados de modo similar a cuando contemplamos un cuadro abstracto con sus manchas de color, con sus armonías y desarmonías.

Hay historias en las que podemos atisbar a la niña Lispector, una niña consciente ya de su poder para manejarse con los cuentos. ¿Cuánto de esa niña hay en la colegiala que malévolamente pretende molestar y hacer infeliz al profesor que le atrae en “Los desastres de Sofía”, dentro de “La legión extranjera”? Es en esa narración donde la protagonista se da cuenta de la fuerza de las palabras, de las fabulaciones. “En esa época yo pensaba que todo lo que se inventaba es mentira, y solamente la conciencia atormentada del pecado me redimía del vicio”, seguimos el hilo de sus pensamientos. “Tu eres una chica muy extraña, ¿sabes? Eres una loquita”, le dice el profesor.

¿Cuánto de esa niña hay en “Felicidad clandestina”, una entrega por la que siento debilidad y que habla de la crueldad infantil y de la fascinación por la lectura?. “Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo (…) pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un papá dueño de una gran librería”, comienza el relato, un relato en el que hay un claro objeto de deseo, el volumen “El reinado de Naricita”, de Monteiro Lobato. “Era un libro grueso, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él…”, dice la protagonista, que ansía poseerlo y que acaba estableciendo un paralelismo entre el acto de tocar, de sostener el libro en el regazo y pasar sus páginas, a la felicidad clandestina que se experimenta con un amante.

Hay merodeos en torno al significado de la poesía en “Cuentos reunidos” y piezas en las que se habla de la transmisión de la herencia entre madres e hijos. Hay ocasiones en las que el tema es la falta de entendimiento y los límites de la amistad; otras en las que se habla del deseo, de la excitación, de la lascivia, y un grupo numeroso en el que los animales  -las gallinas, los pollitos, los macacos- adquieren una gran importancia, convirtiéndose en motivos para analizar la naturaleza humana, la ausencia de sentimientos, la frialdad de la comunicación. Lispector atrapa la crueldad y el latido del mal, pero también apresa los instantes prodigiosos, el aire de la felicidad que mueve suavemente las cortinas del corazón. “La serenidad fue volviendo poco a poco. Y con ésta, una profunda y emocionante certeza de amor. Pero, pensé: ¡no existe realmente nada, nada, para que yo pueda cambiar los instantes que vienen! Sólo dos o tres veces en la vida se experimenta tal sensación y las palabras esperanza, felicidad, nostalgia, descubrí que se relacionan con aquélla”, reflexiona la protagonista de “Historia interrumpida”.

Hay veces en las que la voluptuosidad en la descripción de la naturaleza, las imágenes misteriosas, el vuelo de lo oculto, de lo secreto, me traslada a los imposibles, inalcanzables paraísos pintados de Remedios Varó o a las flores en disposición de abrirse, de recibir, de Georgia o´Keefe. En todo momento tengo la impresión de que entrar en las habitaciones desconocidas, misteriosas, enigmáticas, de Clarice Lispector es acceder a un auténtico tiovivo emocional. En las estancias que la escritora abre para sus lectores, sentir es deseable, pero también peligroso porque lleva a vibrar, a percibir intensamente la pasión y la alegría, pero también la tristeza y el dolor. Hay dos cuentos especialmente reveladores que en sí mismos encierra las búsquedas y las preguntas de muchos otros: “La imitación de la rosa”, donde la protagonista lucha por controlar sus impulsos, y “Obsesión”, que narra el aprendizaje, el despertar a la rebeldía, a la no aceptación, a los deseos, de una mujer obediente, acostumbrada a ser una buena esposa y a cumplir las reglas impuestas por la sociedad.

En todo momento tengo la impresión de que entrar en las habitaciones desconocidas, misteriosas, enigmáticas, de Clarice Lispector es acceder a un auténtico tiovivo emocional. En las estancias que la escritora abre para sus lectores, sentir es deseable, pero también peligroso porque lleva a vibrar, a percibir intensamente la pasión y la alegría, pero también la tristeza y el dolor.

El ámbito doméstico, los escenarios en los que habitualmente se mueven las amas de casa, las madres de familia, aparecen de forma habitual en los relatos de quien una y otra vez proyecta sus propias circunstancias en lo que escribe: el abandono, la soledad que experimentó durante su vida de casada con un diplomático con el que vivió en diversas ciudades del mundo, ciudades en las que se sintió una extraña antes de divorciarse e instalarse definitivamente en Brasil.

Clarice Lispector en su biblioteca. Fotografía suministrada por la editorial.

La autora, que compaginó sus mundos de ficción con la escritura de artículos para la prensa, sobre todo crónicas relacionadas con el mundo de la mujer, sabía mucho de los anhelos femeninos, de las rutinas propias de los matrimonios y de las turbiedades y deseos ocultos. De ahí que muchas de sus protagonistas sean mujeres que esperan, que se aburren, que fantasean con realidades diferentes, que añoran huir, pero no siempre son capaces de hacerlo, que en ocasiones se entregan a los brazos de la muerte como única salida ante la mediocridad, ante el terror de sus vidas “silenciosas, lentas, insistentes”. “Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella (…) Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y ya no necesitaba de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones”, leo en “Amor”, una de las narraciones de “Lazos familiares”, libro que abre la compilación.

Se trata de una historia en la que Ana, la protagonista, intenta convencerse de que su vida es perfecta y de que su misión es hacer que las jornadas se desenvuelvan plácidamente, pero un día, mientras viaja en el tranvía, observa a un ciego que permanece quieto en la parada, mascando chicle. Esa imagen es el detonador que trastoca su orden, que provoca su malestar, su incomodidad en el mundo. “Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad, y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia dónde ir (…) Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada”, voy subrayando párrafos que dicen mucho de las preocupaciones de Lispector. No es el único relato en el que un detalle aparentemente sin importancia, una escena determinada, lleva a los personajes a tomar conciencia de que la realidad exterior no tiene nada que ver con el orden, con la placidez de sus vidas tranquilas, domesticadas. Hay caos y miseria. Hay sufrimiento e intemperie fuera de los hogares, fuera de la aparente calma familiar.

El juego entre las apariencias, la corrección de los actos y palabras que se dicen a los demás, y los auténticos deseos, el discurso íntimo que transcurre de puertas adentro, están presente una y otra vez en estos “Cuentos reunidos” que nos regalan fragmentos de vida, escenas vistas a través de la ventana, ráfagas de lucidez, suspiros, preguntas, intuiciones… Volviendo atrás, a ese momento en el que todo puede darse la vuelta y hacer que los cimientos se tambaleen, hay otro relato, el que cierra el libro, que es uno de mis favoritos. Se titula “La bella y la bestia o la herida demasiado grande” y en él una mujer acomodada sale del salón de belleza antes de lo previsto y en la calle, esperando al chófer que ha de venir a buscarla, se topa con un mendigo que le pide limosna.

Hay relatos en los que un detalle aparentemente sin importancia, una escena determinada, lleva a los personajes a tomar conciencia de que la realidad exterior no tiene nada que ver con el orden, con la placidez de sus vidas tranquilas, domesticadas. Hay caos y miseria. Hay sufrimiento e intemperie fuera de los hogares, fuera de la aparente calma familiar.

El gesto es suficiente para que, de repente, sienta la culpa de todos los que atesoran riquezas de espaldas a los débiles, a los desfavorecidos. Culpa, miedo y rabia ante la desigualdad, ante la constatación de que ese momento de lucidez podía afectar a su alegre pasar por la vida. “Tuvo unas ganas inesperadamente asesinas: ¡las de matar a todos los mendigos del mundo! Solamente para que ella, después de la matanza, pudiera disfrutar en paz su extraordinario bienestar!”, subrayo este fragmento desgarrador en sus gotas de verdad.

¿El resorte del mundo es el dinero?”, se cuestiona esa mujer que percibe hasta qué punto su vida de recepciones y fiestas está vacía de sentido, que se pregunta si ha caído en un esquema de gente rica, y piensa: “yo estoy jugando a vivir, la vida no es eso”. El relato prosigue y hay un momento en el que Lispector se lanza a la yugular de una clase privilegiada que conoce bien, en cuyos entornos se ha movido. “Espantada por los grandes gritos del hombre, empezó a sudar frío. Tomaba plena conciencia de que hasta ahora había fingido que no existían quienes pasan hambre y no hablan ninguna lengua y que había multitudes anónimas mendigando para sobrevivir. Ella lo sabía, sí. Pero había desviado la cabeza y se había tapado los ojos…”

La compasión de la autora se cuela en sus ficciones. Ella no pudo cerrar los ojos ni mantenerse impasible ante el sufrimiento, por eso escribió lo que escribió. El mendigo y la mujer rica están hechos de la misma materia, ambos acabarán sepultados en la corriente del tiempo, los dos son pequeñas briznas de humanidad. He ahí el núcleo, el nervio que la escritora toca una y otra vez en sus escritos hasta llegar a la desgarradora “La pasión según G. H.” Poco y todo sucede en una novela que nada tiene que ver con las convenciones del género, que se desmarca de reglas y formalismos.

Clarice Lispector con su hijo © Divulgação Edusp (Editorial de la Universidad de São Paulo)

Si seguimos con la idea de que Clarice Lispector es un planeta, habría que añadir que para construir ese planeta le bastó con una habitación y una cucaracha. Un escenario simple del que partir para acercarse al misterio, a lo inexplicable, a ese sentido último que todo ser humano desconoce. La protagonista de “La pasión según G. H” es una mujer independiente,  acomodada. No le falta nada material, todo está en orden en su vida, pero un día su sirvienta se marcha y cuando acude a ordenar la habitación que ha dejado se encuentra con un extraño dibujo en la pared y con una cucaracha dentro del armario. El asco, la repulsión y el miedo que siente, la contemplación de la cucaracha como un ser milenario que ha habitado la tierra desde sus comienzos, la conducen a una larguísima divagación sobre la existencia, sobre las corrientes sumergidas de la humanidad, sobre la insignificancia del ser humano.

Si seguimos con la idea de que Clarice Lispector es un planeta, habría que añadir que para construir ese planeta le bastó con una habitación y una cucaracha. Un escenario simple del que partir para acercarse al misterio, a lo inexplicable, a ese sentido último que todo ser humano desconoce.

“Tal vez lo que me ha acontecido sea una iluminación”, señala, abriendo un monólogo, una intensa introspección  que en ocasiones llega a resultar apabullante, ofreciéndonos las llaves de entrada de una historia poderosa que tiene la capacidad de introducirnos en un espacio nuevo, sorprendente, una ciudad distante, fuera de las fronteras conocidas, que ha de ser recorrida a ciegas, sin guía, sin barandillas a las que poder asirse. Una especie de salto al vacío. El afán de búsqueda, de trascendencia, mueve a la escritora, la impulsa a querer “traducir lo desconocido” a un idioma que ha de ser inventado. “Perdí durante horas y horas mi montaje humano” (…) “Lo que he visto hace pedazos mi vida cotidiana…”, dice una protagonista transformada, que anda por los pasadizos de los sueños y se siente abatida ante los remolinos de la revelación.

Podría seguir escribiendo sobre este libro extraño, agitador, que nos lleva a preguntarnos una y otra vez cómo somos, quiénes somos realmente, y que los especialistas han definido como “una experiencia mística”. Pero por mucho que diga, nada será comparable a la aventura de recorrer sus páginas, de seguir sus ritmos, sus compases. Lispector arrastra al lector en su corriente, una corriente interior que no cesa. Le atormenta, le obliga a seguir avanzando en busca de alguna clase de entendimiento, hace que se lo cuestione todo, que dude de la tierra firme sobre la que posa sus pies. Son sus señas de identidad, su manera de ser. Así sucede todo en su planeta.

“Porque leemos entrelíneas y no palabras, leer a Clarice Lispector es tan sugerente y a la vez un reto eterno. Su obra es un ser orgánico que crece con el tiempo. Crece y se transforma, interpelada por escuelas críticas de muy diverso origen y, sobre todo, por miles de lectores que encuentran en la extrañeza de su escritura una interrogación y, quizá, algunas respuestas”, leo a Elena Losada Soler en el prólogo de “Clarice Lispector. La náusea literaria”, un interesantísimo ensayo de Carolina Hernández Terrazas recientemente publicado por Fórcola.

“En la historia de la literatura nos encontramos con diversas motivaciones que llevan a los autores a escribir: algunos tienen por objeto el entretenimiento, el hecho de contar historias como necesidad de expresar sus pensamientos; y otros escriben por la necesidad no sólo de contar, sino de querer transformar el mundo que contemplan, de darle la vuelta de tuerca, o bien, de vivir en una búsqueda perenne de lenguaje para crear otro mundo que tenga sus propias normas, su propio modo de expresión: Entre este tipo de escritores se encuentra la escritora brasileña”, señala la doctora en Teoría de la literatura, quien parte de los conceptos de aburrimiento y de náusea para adentrarse en los territorios de Lispector, invitándonos a bucear en sus claves, en sus obsesiones, en las circunstancias de su vida, en las insólitas semillas de unas creaciones de “honda angustia metafísica”.

Este ensayo es el acompañamiento perfecto para una lectura atenta, detenida. Preparémonos pues para seguir el rastro de Clarice Lispector, título a título. Aún queda un largo trecho. Su Biblioteca ha de ser completada. Pertrechémonos convenientemente, libres de prejuicios, repito, para seguir la estela de una obra que se forjó caudalosa, indómita, salvajemente. Sólo así será posible respirar el aire intenso de un planeta que lleva su nombre. Un planeta habitado por los seres y las geografías de un cuento infinito que puede llegar a ser más real y más auténtico que lo vivido.

(“Cuentos reunidos” y “La pasión según G. H.”, han sido publicados por Siruela y son los primeros títulos de la Biblioteca Clarice Lispector, que recogerá el resto de la obra de la escritora brasileña. Los relatos, pertenecientes a seis libros diferentes,  han sido traducidos del portugués por: Cristina Peri Rossi, Juan García Gayó, Marcelo Cohen y Mario Morales).

Las fotos que acompañan este artículo pertenecen a: la editorial Siruela, la editorial de la Universidad de Sao Paulo y Claudia Andújar.

Clarice Lispector. Fotografía suministrada por la editorial.

Clarice Lispector: Cuentos reunidos             Clarice Lispector: La pasión según G.H.            Clarice Lispector: La náusea literaria

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Archivado en: De Literatura, Los Libros, Nº9 / Noviembre-Diciembre 2013

Flores en la ciudad, piedras preciosas

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Emma Rodríguez en la exposición "Polaroids" de Karina Beltrán  © Nacho Goberna

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Sucede que hay ocasiones en las que nos reconciliamos con esas ciudades de las prisas, de la velocidad, que habitamos cada día. Sucede que hay jornadas en las que nos olvidamos del ruido y del malestar ante el presente, jornadas en las que dejamos de soñar con una playa desierta y nos ponemos a pasear, con un libro entre las manos, por calles y rincones que nos gustan de nuestro entorno habitual y que hace tiempo que pisamos sin mirar, sin apenas detenernos. Sucede que entonces acaece un pequeño milagro: somos capaces de apreciar de nuevo, de revivir esos detalles y sensaciones, que la rutina había conseguido ahogar.

Pensaba en todo esto un día luminoso muy reciente, un atardecer de cielos rojizos que tanto apreciamos los que vivimos en Madrid, en el que fui consciente de la importancia de la cultura. Si el campo nos ofrece la posibilidad de contemplar un paisaje, de recoger una flor silvestre, de respirar aire puro, fui anotando en este Diario, en la ciudad podemos nutrirnos con los paisajes imaginarios a los que nos conduce una exposición determinada, con los viajes diversos que se abren cuando decidimos entrar a una sala de cine. Las flores urbanas son flores de la cultura que tenemos que regar, que cultivar, que apreciar.

Sin duda el profesor italiano Nuccio Ordine, uno de los protagonistas de este número de “Lecturas Sumergidas”, tiene mucho que ver en el despertar de todas estas reflexiones. “Cuando las tentaciones del utilitarismo y del más siniestro egoísmo parecen ser la única estrella y la única ancla de salvación, es necesario entender que las actividades que no sirven para nada podrían ayudarnos a escapar de la prisión, a salvarnos de la asfixia, a transformar una vida plana, una no-vida, en una vida fluida y dinámica, una vida orientada por la curiositas respecto al espíritu y las cosas humanas” leo en la introducción de su ensayo “La utilidad de lo inútil” (Acantilado).

Emma Rodríguez. 2014  © Nacho Goberna

Esta “Ventana” está impregnada del alma del “manifiesto” de Ordine. Su mirada apasionada, su defensa de los bienes, de los frutos de la cultura, me inspiró en ese recorrido en el que tuve claro que no son necesarios grandes espectáculos para alimentar nuestra sensibilidad, de que en ocasiones en lo más pequeño y humilde encontramos ese foco de luz que nos lleva a abrazar la intensidad, la belleza que nos rodea. Por eso este paseo del que aquí doy cuenta se inició en Up Gallery, un espacio mínimo, el hueco del ascensor del Hotel Radisson Blu, situado en la plaza Platerías Martínez, en los aledaños del paseo del Prado. Allí Karina Beltrán expone un conjunto de dibujos de su serie “Polaroids” que son como brotes delicados, poemas de la intimidad, escenas fotografiadas en un principio con el teléfono móvil y compuestas después con los trazos del dibujo a lápiz y de los hilos que van bordando los pliegues de lo cotidiano.

Beltrán, compañera de vida y de viaje en estas “Lecturas Sumergidas”, nos lleva a apreciar la importancia de los detalles, el corazón de las cosas, la carga emocional que tienen en nuestra vida esos objetos que nos acompañan en las casas, en las ciudades en las que vivimos. Un simple bolso de tela colgado en una puerta, una luz encendida, el borde de una sábana o de una cortina, una palabra determinada que nos alcanza con su impacto, con su sonido. Todo eso se puede grabar en la memoria y transportarnos de inmediato a lugares en los que hemos sido felices o en los que hemos llorado; entornos en los que hemos sentido que algo estaba a punto de nacer o de cambiar para siempre el sentido de nuestras percepciones.

En Up Gallery, un espacio mínimo en el hueco del ascensor del Hotel Radisson, en Madrid, Karina Beltrán expone una serie de dibujos de su serie “Polaroids” que son como brotes delicados, poemas de la intimidad, escenas fotografiadas en un principio con el teléfono móvil y compuestas después con los trazos del dibujo a lápiz y de los hilos que van bordando los pliegues de lo cotidiano.

Encontrar algo así en Madrid es, de verdad, como hallar un tesoro oculto, una piedra preciosa. Merece la pena acercarse, invito a hacerlo a todos los que vivan o visiten la ciudad, y a partir de ahí seguir la ruta de los museos sin programa previo, dejándose llevar por las sugerencias que despierten en cada cual las distintas propuestas artísticas. Así lo hice yo ese día del que os hablo, acompañada de “NW London”, la revitalizante, chispeante, última novela de Zadie Smith, una novela sobre la dureza de las ciudades actuales en la que también se descubren pequeños lugares secretos, un libro lleno de preguntas sobre quiénes somos y sobre qué identidades queremos construir a partir de la fragilidad de un tiempo y de un destino común.

Emma Rodríguez. 2014  © Nacho Goberna

Podría seguir dando cuenta aquí de los detalles de esa ruta soleada de la que mejor que yo hablan las fotografías realizadas por Nacho Goberna, pero las exposiciones de los grandes centros ya se reflejan apropiadamente en los medios y aquí yo prefiero desviarme y hacer un repaso de otras sorpresas que me ha deparado la ciudad estos últimos meses y que he ido atesorando como perlas, como descubrimientos propios, como flores en medio del asfalto.

Así, recurro a mis apuntes, hago recuento y recupero las emociones que despertó en mí un espectáculo que vi en los teatros del Canal a finales de 2013 y que el próximo mes de marzo llegará a distintas ciudades del Norte de España (Bilbao, Donostia, Logroño). Se trata de “Lo que mueve el mundo”, con textos de la novela del mismo título del autor vasco Kirmen Uribe y música del compositor belga Win Mertens. Una puesta en escena a contracorriente, original, altamente conmovedora.

Una propuesta sencilla en la que Uribe va leyendo fragmentos de su libro. Fragmentos sobre la guerra, la desesperanza, la espera, la amistad, la fuerza del amor y de las palabras, los deseos de cambiar el mundo, que se van intercalando con las composiciones envolventes, con la voz tan característica de Mertens. Recorro ahora las páginas de la novela, publicada por Seix Barral, y vuelvo a sentirme cautivada. Uribe parte de la historia real de Karmentxu, una niña vasca que fue acogida por el escritor flamenco Robert Mussche, un hombre al que el autor retrata en el proceso de transformación al que lo condujo la llegada de la niña, las circunstancias de la Guerra Civil y los vientos oscuros que ya anunciaban la Segunda Guerra Mundial.

 “Lo que mueve el mundo”, con textos de la novela del mismo título del autor vasco Kirmen Uribe y música del compositor belga Win Mertens, es  una puesta en escena a contracorriente, original, altamente conmovedora. Una propuesta sencilla en la que Uribe va leyendo fragmentos de su libro que se van intercalando con las composiciones envolventes, con la voz tan característica de Mertens.

Emma Rodríguez. 2014  © Nacho Goberna

“De los 3.278 niños que llegaron a Bélgica, 3.000 fueron acogidos por familias; no estuvieron en colegios u orfanatos, como sucedió, por ejemplo, con los niños refugiados en Francia (…) Poco a poco los niños iban creciendo y adaptándose a la nueva situación. No daban igual cobijo los árboles de su tierra y los de Flandes, la forma de vivir era muy distinta en Bilbao y en Gante. La primera sorpresa agradable fue el pan blanco: durante la guerra en Bilbao no podían llevarse a la boca más que pan negro…”, voy leyendo. “Cuando tienes un hijo, los miedos aparecen al momento. Cuando llegamos a la juventud, piensa Robert, creemos que hemos espantado para siempre las dudas de la infancia y la adolescencia. Por desgracia, no suele suceder así. Al ser padres vuelven con fuerzas renovadas. Es como si el miedo nos diera una tregua, un respiro de unos pocos años, para luego volver al ataque”, continúo, atrapada en pensamientos de los que me siento cómplice.

El autor vasco (Vizcaya, 1970), que obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el de la crítica en euskera con una obra anterior, “Bilbao-New York-Bilbao”, ha sido todo un hallazgo para mí. Su estilo es directo, con un aliento poético y un sesgo reflexivo en perfecta armonía. Hay ternura y un cierto toque “naif” en la manera de narrar, una frescura que atrapa, una voz capaz de hablar desde la cercanía, desde la inmediatez, de lo pasado, y de dotar de amplios y hondos significados las experiencias vividas. La Historia, sus sacudidas, se cuela en la vida y los corazones de los personajes, transformándolos, torciendo el rumbo de sus anhelos, de sus decisiones.

Escuchar a Kirmen Uribe leer en voz alta, aún bajo el efecto hipnotizador del piano de Mertens, fue un regalo, sí, del mismo modo que lo fue recuperar la voz y la figura de César Manrique a través de un documental que le rinde homenaje y que se convierte en toda una defensa de la naturaleza, del Medio Ambiente y de la ecología. Tuve la opotunidad de ver “Taro, el eco de Manrique”, del realizador canario Miguel G. Morales, dentro de los actos del certamen Cinemad, en el pequeño auditorio de la tienda National Geographic en la Gran Vía madrileña, otro lugar oculto que merece la pena ser conocido.

Emma Rodríguez. 2014  © Nacho Goberna

Recorrer los paisajes de la isla de Lanzarote, esos paisajes que tanto contribuyó a preservar Manrique de los especuladores, en un momento en el que Canarias se ve amenazada por el proyecto de prospecciones petrolíferas, alentó en mí y creo que en muchos de los que allí estábamos ese día, el deseo de abrazar los árboles, de no permanecer callados ante la contaminación de ríos y mares. César Manrique tiene la capacidad de contagiar su pasión y sus ideas, nos hace partícipes de sus preocupaciones, de la necesidad de construir sociedades más respetuosas con la naturaleza. Habrá quienes consideren que el documental es demasiado hagiográfico, que no indaga en las que pudieron ser las zonas de sombra del creador: sus relaciones con el poder, por ejemplo, su trayectoria de artista de éxito.

Recorrer los paisajes de la isla de Lanzarote, esos paisajes que tanto contribuyó a preservar Manrique de los especuladores, en un momento en el que Canarias se ve amenazada por el proyecto de prospecciones petrolíferas, alentó en mí y creo que en muchos de los que allí estábamos ese día, el deseo de abrazar los árboles, de no permanecer callados ante la contaminación de ríos y mares

¿Demasiado complaciente con el protagonista? Puede ser, pero sin duda, capaz de contagiar su lucha, su pasión por la isla que convirtió en el centro de sus desvelos y de sus sueños artísticos. Ver a Manrique correr con su perro, hablar de las sencillas construcciones de Lanzarote, casas blancas en armonía con el entorno. Escuchar su grito ante los tractores, ante las máquinas que se empeñan en levantar edificaciones que rompen los paisajes abiertos, que destruyen, consigue poner los pelos de punta al espectador consciente del loco mundo en el que vivimos. Ahí, en la fuerza que se transmite, en el espíritu combativo de la cinta, Morales, del que ya conocía otro interesante trabajo basado en la trayectoria de Cristino de Vera, otro de los grandes artistas canarios, ha acertado plenamente (se puede acceder a “Taro, el eco de Manrique” a través de www.400films.com).

Pobres de aquellos que no sean capaces de mirar, de descubrir, de encontrar auténticos tesoros en su deambular por las calles de la vida, pienso mientras voy cerrando esta “Ventana”. Hoy vuelve a lucir el sol en la ciudad en la que vivo. Sucede que en ocasiones un simple rayo de luz me induce a poner en pie uno de los juegos que más me gustan: ir repasando en silencio, mentalmente, las cosas que de verdad han entrado en mi corazón y que verdaderamente me han conmovido o agitado. Normalmente lo hago cada día, antes de dormirme, pero, en ocasiones, me sorprendo tirando del hilo de las vivencias mas gratificantes en pleno día, en momentos como éste en el que las palabras se van deslizando suavemente y las manos me llevan a dar forma a los recuerdos, a recoger las flores que reclaman nuestra atención desde las orillas, sobre las briznas de hierba.

Un Londres oculto. 2014  © Nacho Goberna

“Lo que mueve el mundo”, de Kirmen Uribe, ha sido editado por Seix Barral, traducido del euskera por Gerardo Markuleta.

Las fotografías, realizadas en distintos escenarios de Madrid, las firma Nacho Goberna.

Kirmen Uribe - Lo que mueve el mundo                        Win Mertens - Platinium Collection

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Archivado en: De Diarios, Nº10 / Enero 2014, Una Ventana Propia

Una vuelta al mundo con Marguerite Yourcenar

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Marguerite-Yourcenar

Por Jean-Pierre Castellani © 2014 / 

Un 7 de febrero de 2013, mientras el sol brillaba en la capital de Italia, un nutrido grupo de aficionados se reunía en el pintoresco vestíbulo del teatro Vascello, en el barrio de Trastevere, para escuchar a un grupo de especialistas debatir sobre la persona y la obra de Marguerite Yourcenar. Se trataba de un homenaje organizado por el Centro Internazionale per l’Arte Antinoo Marguerite Yourcenar con motivo de la publicación de mi último libro sobre las relaciones entre el “Yo” y el “Otro” en su literatura. Y una vez más no podía dejar de sorprenderme al percibir el interés hacia su figura, el mismo del que he sido consciente en otras salas atestadas de gente por todas partes del mundo. Durante la misma quincena ya había hablado del mismo tema en otros escenarios de Italia y de Francia y ello me llevó a evocar todo mi itinerario como estudioso de sus textos, una labor nunca interrumpida, siempre actualizada, una aventura única que ha cambiado mi vida.

Recuerdo especialmente aquel 6 de marzo de 1980. Tenía que dar una conferencia sobre la trayectoria de Marguerite Yourcenar en el Salón de Actos de la Universidad de Valencia. Como cada tarde, la sala se había llenado de una multitud de oyentes devotos. El Consejero Cultural de Francia en Madrid, un gran lector de sus libros, había convertido lo que inicialmente se limitaba a una mini-gira ibérica dedicada a un famoso autor francés de las letras, en un maratón por las principales ciudades de la Península Ibérica: Sevilla, Zaragoza, Salamanca, Madrid, Málaga, Valladolid, Barcelona, y en ese momento Valencia. Minutos antes de empezar mi conferencia, a las 20 horas, me enteré de que la Academia Francesa acababa de elegir a Yourcenar, quien de este modo pasaba a ser la primera mujer en ingresar en aquella famosa y docta Asamblea. Me apresuré a anunciarlo al público, que inmediatamente irrumpió en aplausos calurosos. Fue un día inolvidable. Un hecho histórico del que corrieron ríos de tinta en los medios de comunicación de todo el mundo, en particular en una España entonces inmersa en la Movida de los años 80. Recuerdo que la conferencia se cerró con un coloquio algo polémico, como suele pasar con una mujer cuya personalidad y obra provocan siempre pasiones encontradas. La atmósfera se había tornado eléctrica al concluir el acto. Han pasado ya 33 años.

Minutos antes de empezar mi conferencia, a las 20 horas, me enteré de que la Academia Francesa acababa de elegir a Yourcenar, quien de este modo pasaba a ser la primera mujer en ingresar en aquella famosa y docta Asamblea. Me apresuré a anunciarlo al público, que inmediatamente irrumpió en aplausos calurosos. Fue un día inolvidable.

Yo todavía no era consciente de que entonces estaba iniciando una gran aventura que cambiaría mi vida académica, hasta entonces tranquila, y que me iba a llevar a dar la vuelta al mundo siguiendo exactamente el nomadismo de mi autora favorita. Aún no sabía que de estudioso de los textos de Yourcenar, con los años iba a pasar a convertirme, con no pocas casualidades por medio, concepto que a ella tanto le gustaba, en un especialista en su obra, término un tanto pedante acuñado por la crítica científica.

Marguerite Yourcenar. Fotografía por A. Harlingue

A partir de 1984, una pandilla de profesores más o menos marginales, o por lo menos atípicos, entre los que me contaba, se reuniría por primera vez en España, luego en Francia, Bélgica e Italia en torno al estudio sistemático de los textos de Marguerite Yourcenar. Me uní a esa tribu después de una primera fase del camino en solitario. Eso me definía, además del hecho de no pertenecer al selecto y poderoso grupo de profesores de Literatura Comparada, que nos veían, desconfiados, desembarcar en tierras que, sin embargo, ellos habían descuidado.

¡Cuántas experiencias acumuladas a lo largo de los años, a través de esos encuentros literarios, cuántos recuerdos! Al tratar esencialmente, una y otra vez, del “Yo” de Yourcenar, yo construía mi propia vida, tomando caminos que no había planeado en una carrera académica programada para otras cosas más previsibles o institucionales. Además de las aulas de mi Universidad, o de otras en Europa, lo que es, al fin y al cabo, bastante común para un catedrático, he ido a hablar de Yourcenar a lugares muy curiosos: rodeado de los libros de las antiguas bibliotecas de la Universidad de Bolonia o de Parma; en el acogedor salón del Museo Malba de Buenos Aires; en una cárcel de Málaga; ante los miembros cultos de asociaciones como los Amigos de Guillaume Budé o los Rotary Clubs en Francia; así como en distintas tertulias en los cafés del barrio de Alfama, en Lisboa. Con Yourcenar he viajado también a Alemania, Irlanda, Reino Unido, Rumanía, Grecia, Chipre, Argelia, Túnez, Japón, Colombia o Brasil.

¿Cómo olvidar ese largo viaje en tren hasta la ciudad de Pordenone, en el norte de Italia, donde me encontré en el departamento del tren frente a una chica joven y formalita que leía “Memorias de Adriano” y a la que no me atreví a decir que en mi carpeta estaban los apuntes para dar mi conferencia sobre ese mismo libro, unas horas después? ¿Cómo no recordar esas charlas en Sicilia, con el aroma de las naranjas que se extendía por todos los puestos de los mercados, especies de catedrales iluminadas en una noche primaveral? ¿Cómo no traer a la memoria a las viejas Condesas, con sus impresionantes collares, en el Centro cultural franco-italiano de Venecia? La directora de la institución, persona bastante extravagante, descendiente de Ravel, me avisó que yo tenía que hablar en voz muy alta por ser algo sordas las Condesas…

¿Cómo olvidar ese largo viaje en tren hasta la ciudad de Pordenone, en el norte de Italia, donde me encontré en el departamento del tren frente a una chica joven y formalita que leía “Memorias de Adriano” y a la que no me atreví a decir que en mi carpeta estaban los apuntes para dar mi conferencia sobre ese mismo libro, unas horas después?

Nunca me olvidaré tampoco de esos 200 alumnos muy atentos y respetuosos del Colegio Nacional de Buenos Aires, que me hicieron tantas preguntas inteligentes que tuvo que aplazarse la comida oficial. O de los estudiantes de periodismo del gran diario de Mendoza, en Argentina, tan preguntones también. Tampoco de los presentes en la maravillosa Biblioteca Municipal de Ajaccio, en Córcega, con sus viejos pupitres, que datan de la época del cardenal Fesch, o, ya en el Centro Cultural Francés en Argel, de un estudiante ciego que me confesó con orgullo que leía a Yourcenar con el método Braille.

Marguerite Yourcenar hojea una antigua edición del Panegirico de Stilicone di Claudiano  © Yousuf Karsh

Todas esas imágenes se mezclan con las palabras de Yourcenar, leídas y vueltas a leer sin descanso, en busca de una idea, de un juicio, de una verdad, como por ejemplo esas magníficas reflexiones del emperador Adriano, que se convierten en toda una lección para el mundo loco de hoy: “Mi paciencia da sus frutos. Sufro menos, y la vida se vuelve casi dulce. No me enojo ya con los médicos; sus tontos remedios me han condenado, pero nosotros tenemos la culpa de su presunción y su hipócrita pedantería; mentirían menos si no tuviéramos tanto miedo a sufrir. Me faltan las fuerzas para los accesos de cólera de antaño […] el porvenir del mundo no me inquieta; ya no me esfuerzo por calcular angustiado la mayor o menor duración de la paz romana; dejo hacer a los dioses. No es que confíe más en su justicia que no es la nuestra, ni tengo más fe en la cordura del hombre; la verdad es justamente lo contrario. La vida es atroz, y lo sabemos. Pero precisamente porque espero poco de la condición humana, los períodos de felicidad, los progresos parciales, los esfuerzos de reanudación y de continuidad me parecen otros tantos prodigios, que casi compensan la inmensa acumulación de males, fracasos, incuria y error. Vendrán las catástrofes y las ruinas ; el desorden triunfará, pero también, de tiempo en tiempo, el orden. La paz reinará otra vez entre los períodos de guerra; las palabras libertad, humanidad y justicia recobrarán aquí y allá el sentido que hemos tratado de darles. No todos nuestros libros perecerán; nuestras estatuas mutiladas serán rehechas, y otras cúpulas y frontones nacerán de nuestros frontones y nuestras cúpulas; algunos hombres pensarán, trabajarán y sentirán como nosotros; me atrevo a contar con esos continuadores nacidos a intervalos irregulares a lo largo de los siglos, con esa intermitente inmortalidad. Si los bárbaros terminan por apoderarse del imperio del mundo, se verán obligados a adoptar algunos de nuestros métodos y terminarán por parecerse a nosotros”. (“Memorias de Adriano”. Narrativas/Edhasa, 1982, traducción de Julio Cortázar, p. 234-235).

Y está también esa humilde confesión de la escritora en una de sus piezas teatrales, “Rendre à César”: “Todos somos demasiado pobres como para vivir solamente de los productos de ese pedazo de tierra baldía que llamamos nuestro Yo”. Una confesión que confirma su deseo obsesivo de apartarse de la literatura exhibicionista de “yo “ y de proteger así su vida privada, una vida en la que, sin embargo, yo he tratado de penetrar sin malicia.

Debemos establecer la diferencia entre el deseo autobiográfico que podemos detectar en muchos autores, una especie de llamada íntima a través de la escritura, y la expectativa de este tipo de literatura que se genera entre los propios lectores. “Todo hombre quiere ser el testigo de su propia vida”, decía Jean-Paul Sartre, poniendo palabras a esa dificultad que experimentamos a lo largo de nuestra existencia por conocernos a través de un desdoblamiento que nos vuelve a la vez tan cercanos y tan lejanos a nosotros mismos, tan unidos con nuestro cuerpo y al mismo tiempo tan ajenos a él. “Todos los hombres llevan dentro de sí mismos una especie de borrador, perpetuamente reelaborado, del relato de su vida”, escribe Philippe Lejeune. Existe en el ser humano, sí, un impulso irrefrenable de dar cuerpo a su voz y de expresar su “yo” a otro ser humano. Son esos signos de vida los que justifican ese deseo de leer la intimidad ajena, no sólo una curiosidad morbosa, totalmente equivocada.

Ejemplar del libro "Memorias de Adriano" de Marguerite Yourcenar, traducción Julio Cortazar, al que se hace referencia en este artículo. Programa de una de las conferencias sobre YOurcenar en las que ha participado Jean-Pierre Castellani

Como señala, con razón, el director de cine Lucas Belvaux: “Todos somos el protagonista de nuestras vidas y el personaje secundario de la vida de los demás”. El reto de nuestra vida de lectores es, precisamente, contrastar la propuesta y, para mí, Yourcenar no es sólo un objeto de estudio, sino también una amistad, la historia de un compañerismo que nació y creció con el tiempo. Ella me guía, me dirige y me construye. Ahí está esa edición de bolsillo de “Memorias de Adriano”, hecha jirones con el tiempo, de la cual no quiero ni puedo separarme y que ninguna otra nueva publicación, en papel o electrónica, podrá llegar a sustituir.

Yourcenar es para mí no es sólo un objeto de estudio, sino también una amistad, la historia de un compañerismo que nació y creció con el tiempo. Ella me guía, me dirige y me construye. Ahí está esa edición de bolsillo de “Memorias de Adriano”, hecha jirones con el tiempo, de la cual no quiero ni puedo separarme y que ninguna otra nueva publicación, en papel o electrónica, podrá llegar a sustituir.

Por mi especialidad, el análisis de los textos autobiográficos -esa escritura del “Yo”que provoca tanta tinta en el universo de la crítica literaria y causa controversia pedante sobre la autoficción- me he centrado más bien en la expresión del “yo” de Yourcenar, pero de pasada, he profundizado también en el concepto de la recepción de estos textos, que van naturalmente de un “Yo” a un “Otro”.

En ese proceso de transmisión, en ese puente de comunicación, de entendimiento, de complicidad, yo aconsejaría a los lectores españoles tres textos que han sido traducidos, en los que Yourcenar se expresa de modo muy personal. Para empezar,  la larga y apasionante entrevista con el periodista Matthieu Galey, bajo el título “Con los ojos abiertos” (Plataforma Editorial), donde la autora se confiesa y se analiza de modo muy lúcido. Por ejemplo, cuando rechaza la palabra “desterrado”, prefiriendo el término más impreciso y a la vez más reductor de “frontera”. “Siempre me gustaron las islas […] cada isla es un pequeño mundo en sí, un pequeño mundo en miniatura […] Además el mar relaja. Se tiene la sensación de estar en una frontera entre el universo y el mundo humano”, llega a afirmar.

En mi opinión, no se ha subrayado bastante el hecho de que Yourcenar hubiera escogido voluntariamente vivir, en medio del espacio tan amplio de Estados Unidos, en una pequeña isla, la de los Montes Desiertos, muy apreciada, por cierto, por su tranquilidad y su entorno humano discreto. Ahí, en esa isla, la escritora encontró precisamente lo que suelen regalar las islas: el repliegue sobre uno mismo, un estado sedentario protegido, la soledad y al mismo tiempo, de modo paradójico, una necesidad de evadirse, de salir a un horizonte fascinante que da miedo y atrae a la vez. Yourcenar apuesta por dar la vuelta a esa cárcel que es el mundo a  través de unos viajes incesantes, curiosos y atentos, que son los  que emprenden sus personajes Adriano o Zenón.

En mi opinión, no se ha subrayado bastante el hecho de que Yourcenar hubiera escogido voluntariamente vivir, en medio del espacio tan amplio de Estados Unidos, en una pequeña isla, la de los Montes Desiertos, muy apreciada, por cierto, por su tranquilidad y su entorno humano discreto.

Otro texto cuya lectura recomiendo empecinadamente es  “Alexis o el tratado del inútil combate” (Madrid, Alfaguara, 1977), traducido por Emma Calatayud, un primer texto narrativo de Marguerite Yourcenar, publicado en 1929, cuando apenas tenía 24 años, precisamente la edad de su personaje. Se trata de una singular carta de despedida que envía un hombre, Alexis, a su esposa Monique, un discurso en el que encontramos ya  los temas fundamentales de la obra futura de Yourcenar: la meditación sobre el dolor y la enfermedad; las reflexiones sobre la voluptuosidad; las relaciones complejas del ser humano con su cuerpo; las tentaciones de lo prohibido en la vida de los sentidos; la obsesión por la felicidad; la dialéctica entre pasión y razón; el miedo al porvenir.

Alexis no puede confesar su homosexualidad, ni siquiera nombrarla, y la música le revelará su auténtica personalidad. «He leído con frecuencia que las palabras traicionan al pensamiento, pero me parece que las palabras escritas lo traicionan todavía más [ ..] Yo debería saber, sin embargo, que sólo la música permite la coordinación de acordes», confiesa . Frente a ese impulso homosexual, que no puede confesar, la música es un consuelo que le permite superar su sentimiento de culpabilidad : «La música, alegría de los fuertes, es el consuelo de los débiles» .

Marguerite Yourcenar en la entrada del parque  que lleva su nombre, 15 Diciembre 1980 - © Sam Bellet / La Voix du Nord

Cuántas veces he leído ese magnífico homenaje a las manos del pianista : “Y fue en aquel momento cuando se me aparecieron mis manos. Reposaban sobre las teclas, dos manos desnudas, sin sortijas ni anillos, y era como si tuviera ante mis ojos a mi alma dos veces viva. Mis manos (…) me parecían de repente extraordinariamente sensitivas; incluso inmóviles parecían rozar el silencio como para incitarlo a revelarse en acordes; Reposaban, todavía un poco temblorosas del ritmo, y había en ellas todos los gestos futuros, igual que dormían los sonidos dentro del teclado. Habían anulado alrededor de los cuerpos la breve alegría de los abrazos; habían palpado, en los teclados sonoros, la forma de las notas invisibles; habían, en las tinieblas, encerrado con una caricia el contorno, de los cuerpos dormidos. A veces las había tenido levantadas en actitud de oración, a veces las había unido a las tuyas, pero de todo eso ya no se acordaban. Eran manos anónimas, las manos de un músico. Eran mi intermediario, a través de la música, ante ese infinito al que llamamos Dios, y por las caricias, mi forma de contacto con la vida de los demás. Eran manos borrosas, tan pálidas como el marfil sobre el que se apoyaban, porque yo las había privado de sol, de trabajo y de alegría. Y sin embargo, eran unas sirvientas muy fieles; me habían alimentado, cuando la música era mi gana-pan; y empezaba a comprender que hay algo de belleza en vivir del arte, puesto que nos liberamos de todo lo que no lo es. Mis manos, Mónica, me liberarían de tí. Podrían tenderse de nuevo sin obstáculos. Mis manos libertadoras me abrían la puerta de la salida » (Alexis…162-163)

Finalmente, para quien quiera adentrarse más en el territorio de Marguerite Yourcenar, se hace necesaria  la lectura de su epistolario. Yourcenar escribió centenares de cartas, a lo largo de su vida, estableciendo muy pronto copias para muchas de ellas con la ayuda de Grace Frick, su fiel compañera. Una gran parte de esas cartas están bajo la ley de protección de la intimidad, que impide su publicación hasta 2057. Las que ya conocemos completan e incluso enriquecen los textos autobiográficos. Son como un auténtico diario íntimo de la escritora.

Hoy en día tenemos a nuestra disposición 4 volúmenes publicados por la editorial Gallimard. El primero ha sido traducido bajo el título de “Cartas a sus amigos” (2000), con una excelente traducción de María Fortunata Prieto Barral y ha tenido cierto eco en España. Luego, quizás debido a la muerte de la traductora, no se han vuelto a vertir al español los demás volúmenes. “Cartas a sus amigos” abarca la vida entera de Yourcenar, desde la infancia, con una carta a su tía fechada en 1909, hasta un último mensaje mandado, en octubre de 1987, a Yannick Guillou, su co-ejecutor literario, poco antes de su muerte en diciembre de ese año. A todos sus destinatarios Yourcenar escribe cartas precisas y personales donde habla de sus obras, de sus proyectos, de sus juicios, de las circunstancias de su vida, de sus batallas editoriales, de su estado de ánimo. Estas cartas son a menudo una especie de autorretrato muy útil para conocer mejor a una escritora que nos parece a menudo enigmática, que siempre ha protegido su “yo” más íntimo. En este epistolario Yourcenar se descubre, se desvela o se revela tal como es.

A todos sus destinatarios Yourcenar escribe cartas precisas y personales donde habla de sus obras, de sus proyectos, de sus juicios, de las circunstancias de su vida, de sus batallas editoriales, de su estado de ánimo. Estas cartas son a menudo una especie de autorretrato muy útil para conocer mejor a una escritora que nos parece a menudo enigmática, que siempre ha protegido su “yo” más íntimo.

Es cierto que la sucesión de mensajes sobre asuntos prácticos puede llegar a crear una sensación de aburrimiento (el lector de hoy no entiende bien esos debates entre escritor y editor, no tiene las claves), o de indiferencia, pero no podemos dejar de sentir asombro frente al espectáculo de una gran escritora gestionando tantos detalles  personalmente desde el despacho de una isla tan lejana.

El 14 de diciembre de 1986, un año antes de la muerte de Marguerite Yourcenar, cuando le pedimos que participase en la SIEY (Sociedad Internacional de Estudios sobre Yourcenar) que acabábamos de crear, ella nos mandó una carta que decía: “En cuanto al Boletín no puede más que complacerme, pero ¿cómo podría ser útil? Yo no me aparto con gusto de los trabajos en curso para escribir notas o incluso para responder a preguntas cuya respuesta es, a menudo, el mismo libro”.

Algunos podrían considerar esta respuesta como una negativa o una contestación algo altiva, pero no fue el caso. Como grupo de especialistas y devotos de su obra preferimos captar la extraordinaria capacidad de trabajo de una mujer de 83 años que seguía escribiendo… Y también una invitación a continuar un diálogo único, desde un “yo” a un “otro”, que es, en última instancia, la misma razón y justificación para la lectura de los textos literarios. Si algo está claro, si algo he aprendido en todo este trecho que he andado en compañía de Marguerite Yourcenar, es que toda lectura es siempre una búsqueda de uno mismo.

FIRMAS SUMERGIDAS JEAN-PIERRE CASTELLANI

Jean Pierre Castellani

Jean­-Pierre Castellani es en la actualidad profesor emérito de Filología Hispánica en la Universidad  François­ Rabelais de Tours (Francia) y participa  en varios  proyectos  de investigación en universidades españolas. Sus líneas prioritarias de trabajo se han centrado en temas como la escritura autobiográfica de Marguerite Yourcenar, la literatura francófona de Argelia, el columnismo de prensa y la recepción de la literatura española en Francia, lo que le ha llevado a seguir y leer en profundidad a autores como Francisco Umbral, Antonio Muñoz Molina, Juan Goytisolo, Juan Marsé, Carlos Saura, Víctor  Erice,  Manuel  Gutiérrez  Aragón y Pedro Almodóvar. Sobre muchos de ellos ha escrito libros y ha coordinado estudios. Es vicepresidente de la SIEY (Sociedad Internacional de Estudios de Yourcenar) y miembro de la AICL (Asociación Internacional de los críticos literarios).

La Fotografía Nº2  fue tomada por A. Harlingue. La Nº3, Yourcenar hojeando una antigua edición del Panegirico de Stilicone di Claudiano, es obra de Yousuf Karsh, fotógrafo canadiense de origen armenio. La que cierra el artículo por Sam Bellet. La portada de la edición de “Memorias de Adriano” traducida por Julio Cortazar, y el poster de la conferencia sobre Yourcenar, nos fueron suministradas por el autor de este artículo. De la fotografía Nº1 , a pesar de la intensa búsqueda que siempre realizamos en Lecturas Sumergidas a este respecto, nos ha sido imposible determinar la autoría. Seguimos intentando localizar el nombre de su autor. Nada más dispongamos de él procederemos a  incluirlo.

Margarite Yourcenar - Memorias de Adriano (Traducción Julio Cortazar)

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Archivado en: De Literatura, Nº10 / Enero 2014, Pasiones

Carlos Castán, el contagioso virus de la literatura

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Carlos Castán © Lydia Solans Andreu

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Como lector de novelas el narrador de “La mala luz”, de Carlos Castán, se declara “francés y melancólico”, confiesa que siempre ha preferido “el monólogo interior a las historias enrevesadas que avanzan entre revólveres, pistas fiables o falsas, enigmas y coartadas” y asegura que siempre se ha sentido perdido en ese tipo de aventuras, no logrando nunca llegar a entender del todo, ni en el cine ni en la literatura, historias como “L. A. Confidential” o “El sueño eterno”. Si empiezo por aquí este artículo es por dos razones: porque el propio autor nos está ofreciendo una pista certera acerca de sus gustos literarios, definiendo las búsquedas de sus propias creaciones, y porque ese párrafo marca el punto de inflexión de la novela, el giro, el cambio de registro hacia una especie de “thriller”, una particularísima investigación que Castán se anima a poner en pie, pese a sus reticencias, y que se queda en un simple esbozo de algo que podría haber llegado a más.

No, no es la acción, lo que interesa a este escritor. No es tampoco la novela el género que mejor se ajusta a sus palpitaciones. Carlos Castán (Barcelona, 1960), quien lleva algún tiempo levantando una interesante obra desde la periferia; actualmente vive en Zaragoza, donde comparte la escritura con la enseñanza, es un extraordinario autor de cuentos que ha conseguido en su primer intento de correr la larga distancia una obra cautivadora en su imperfección, de altas intensidades emocionales, estremecedora a ratos, poética y profunda en sus reflexiones.

Los lectores que hayan seguido las huellas de Castán no dejarán de reconocer en esta entrega los hallazgos de quien se ha dedicado a buscar en sus relatos esas esquinas inesperadas hacia las que dirigir el foco de la linterna, esos instantes en los que se abren huecos a través de los cuales es posible introducir las manos y alcanzar los prodigios que permanecen agazapados, escondidos, en los recovecos del tiempo, de las distancias, de la memoria, de lo que no puede ser explicado. En cierto modo Castán es como uno de esos viajeros, perseguidores de prodigios, que protagonizan una de sus piezas inolvidables, “El andén de nieve”, relato que abre “Frío de vivir”, el sorprendente libro con el que se dio a conocer hace ya 16 años y que simplemente con su título ya presagiaba en cierto modo lo que es “La mala luz”.

Estamos ante una crónica de la desilusión frente a la complicada práctica de existir, ante ese momento en el que, habiendo realizado ya buena parte del trecho, se constata que faltan las fuerzas, la energía suficiente, para volver a creer que es posible levantarse de la última pérdida y empezar de nuevo. Poco importa en esta novela que la parte detectivesca se quede coja, poco importa que la narración se cierre demasiado abruptamente después de un comienzo, tal vez, excesivamente lento. De la resolución del crimen que tiene lugar, de las motivaciones, de las circunstancias en torno al mismo, esperará mucho más, sin duda, el lector habituado a disfrutar con el rastreo de enigmas, a correr tras las pistas del delito, pero no es éste el caso. Quien eso espere se habrá equivocado de historia, espoleado sin duda por el texto de la contraportada con la que la editorial ha querido confundir a los muchos adictos al género negro.

De la resolución del crimen que tiene lugar, de las motivaciones, de las circunstancias en torno al mismo, esperará mucho más, sin duda, el lector habituado a disfrutar con el rastreo de enigmas, a correr tras las pistas del delito, pero no es éste el caso. Quien eso espere se habrá equivocado de historia, espoleado sin duda por el texto de la contraportada con la que la editorial ha querido confundir a los muchos adictos al género negro.

Carlos Castán © Lorenzo Silva

¿A estas alturas podemos pedir reglas, convenciones a la novela? ¿No se trata de un recipiente en el que todo puede tener cabida: la poesía, el diario, el pensamiento…? ¿No debe ser toda novela un experimento? ¿No debemos acercarnos a ella sin corsés, sin estereotipos, sin comparaciones?, me pregunto al tiempo que voy pisando las páginas de esta narración larga hecha de relatos, de pequeñas piezas que se van engarzando a la manera de las cuentas de un collar; fragmentos, ráfagas, piezas del puzzle de la vida.

Lo que de verdad resulta sugerente en “La mala luz” es lo que le sucede por dentro al protagonista, el flujo de sus pensamientos y, sobre todo, el paralelismo que se traza entre literatura y vida, la constatación de que esos autores a los que se lee, esas ficciones que se eligen, pueden ser tanto o más decisivas que los trabajos, los amores, los comienzos y finales tantas veces asumidos a lo largo del recorrido vital. “La mala luz” es una novela muy literaria, llena de referencias que no se quedan en eso, sino que se convierten en un mecanismo que pone en marcha los pasos del personaje central, un hombre que no logra escapar del tedio, de esa sensación de estar atrapado en una existencia muerta, huérfana de ilusiones, de sentidos. Hay, por tanto, dos tramas paralelas: la de los acontecimientos reales en torno a las vivencias de ese ser que intenta explicarse y va llenando las hojas de su particular novela, de su diario más íntimo, y esa otra biografía de los libros cuyas hojas se recorren con avidez: querencias, afectos, elecciones que pueden llegar a decir mucho más de una persona que cualquier otro dato, fecha o acontecimiento.

Lo que de verdad resulta sugerente en “La mala luz” es lo que le sucede por dentro al protagonista, el flujo de sus pensamientos y, sobre todo, el paralelismo que se traza entre literatura y vida, la constatación de que esos autores a los que se lee, esas ficciones que se eligen, pueden ser tanto o más decisivas que los trabajos, los amores, los comienzos y finales tantas veces asumidos a lo largo del recorrido vital.

“Suponiendo que alguien tuviera alguna vez la curiosidad y el tiempo necesario y estuviese dispuesto a tomarse la molestia, podría colocar todos los libros por el orden exacto en el que yo los había ido adquiriendo a lo largo del tiempo, con una precisión de días, y seguro que a partir de esa secuencia sería posible elaborar una tesis acerca de algo más que la evolución de mis intereses y mis gustos lectores: mis pulsiones de huida, mis obsesiones, mi alma en definitiva, al menos tal como yo en cada uno de los momentos había querido verla. Y, si yendo todavía un poco más lejos, se superpusiera esa cronología a la de los hechos de mi vida, obtendríamos entonces una biografía paralela, como subterránea, que explicaría quizá muchas cosas de la peripecia vital que se desplegó en la superficie y arrojaría algún tipo de luz sobre mis acciones, escapatorias, terrores, enamoramientos, mudanzas y todas sus derivas”, se va explicando el narrador. Y se va preguntando qué libro tenía en la mesilla cuando creyó “agonizar de amor por vez primera, a los dieciséis años”; qué leía una de las veces que fue abandonado; qué literatura le acompañaba cuando la muerte se cebó con lo que más quería e “hizo del mundo entero, con sus calles y con sus mares, una interminable tumba…”

“Los contenidos de cada uno de aquellos libros se mezclaron con los de mi conciencia en cada momento preciso, y no es aventurado suponer que de algún modo tendrían que influir necesariamente en mis decisiones o al menos en el estado de ánimo que a su vez inspiró esas decisiones”, seguimos leyendo ese largo monólogo que es toda esta novela en la que Castán ha prestado mucho de sí mismo a su personaje, poniendo las palabras precisas, las más lúcidas del diccionario, a algo que yo como lectora siempre he tenido claro: la fuerza que tienen las ficciones, su poder para consolarnos, para salvarnos, para transformarnos, para sacar de nosotros la alegría, pero también esa capa de tristeza, de frustración, que tanta gente intenta mantener a raya en el fondo de sus corazones, oculta tras los quehaceres diarios, las ocupaciones rutinarias, los gestos mecánicos.

Carlos Castán © Ángel Sahún

Por ejemplo, confieso que leí “La mala luz” en un momento especial, apenas recuperada de un proceso gripal que me dejó extremadamente vulnerable, frágil, empequeñecida. Confieso que la novela contribuyó a ampliar los márgenes de mi propia melancolía, que destapó en mí determinados recuerdos dormidos acerca de la soledad y las carencias de mi propia infancia, acentuando mi sensibilidad hacia episodios en los que el narrador siente una inmensa pena al recordarse de niño. Carlos Castán es grande a la hora de manejar los mecanismos de la ternura, cuando se pone a tocar determinadas teclas que tienen que ver con la iniciación, con esas experiencias, imágenes, detalles, capaces de definir un carácter, una forma de mirar al mundo de la que ya nunca podremos despojarnos. La ternura es la manera que encuentra el protagonista para reconciliarse con su destino, para abrazarse, para sentirse acogido. La ternura y esa bellísima mirada poética sobre las cosas de este mundo son las armas del escritor para comunicar una visión desencantada de la realidad.

Carlos Castán es grande a la hora de manejar los mecanismos de la ternura, cuando se pone a tocar determinadas teclas que tienen que ver con la iniciación, con esas experiencias, imágenes, detalles, capaces de definir un carácter, una forma de mirar al mundo de la que ya nunca podremos despojarnos. La ternura es la manera que encuentra el protagonista para reconciliarse con su destino, para abrazarse, para sentirse acogido

Hay varios tramos estremecedores en este doble sentido, pero me quedo con el capítulo que lleva por título “El niño de las palomas”, un capítulo que podría ser un cuento en sí mismo y que se desarrolla en torno a una foto en blanco y negro de cuando el narrador tenía cuatro o cinco años, una foto en la que camina feliz abriéndose paso entre las palomas de una plaza, “probablemente la del Pilar de Zaragoza”.

“La imagen de ese niño me despierta una ternura que no soy capaz de sujetar. Lo miro y me da pena (…) Niño, perdóname por todo el daño que te he infligido, por lo que he acabado haciendo con tu vida. Perdóname por no haberte escuchado más, Rocamadour de mi novela, caballito de cartón, por no haber pasado más tiempo contigo…”, vamos leyendo. “Necesito hoy decirte que te he querido a mi modo, aun sin saber hacerlo. Que me gusta que seas mi pasado y que estoy orgulloso de tus diplomas del colegio y de las cosas que dibujabas con cuatro pinturas en cualquier papel, algunas de las cuales guardo todavía en una vieja carpeta al fondo de un armario, monstruos y montañas con las nubes arriba, heladerías ambulantes, bólidos de todos los colores, futbolistas a punto de disparar, revólveres y príncipes a caballo”.

Rocamadour, “Rayuela”, Cortázar. “La mala luz” está llena de guiños, de homenajes literarios. Son muchos los autores de los que se habla: de Cioran, de Marguerite Duras, de Proust, de Paul Celan, sobre todo de Paul Celan, representante de los creadores suicidas con los que tanto se identifica el protagonista. No me resisto aquí a transcribir un pasaje en el que éste alude a la manera en la que su amigo Jacobo, también lector compulsivo, le contagió esa pasión por el autor de “Amapola y memoria”.

Carlos Castán © Virginia Barbancho

“De hecho consiguió que yo acabase empapado por entero de Celan, al que empecé a imaginar siempre en medio de un paisaje nevado, con un nudo en la garganta, dueño de una tristeza inhumana y de la culpa que ni un solo día de su vida le dejó desterrar de la mente la imagen de sus padres muertos, tendidos sobre el frío, en el campo de Mijailovka, a orillas del Bug. El agujero de bala en la nuca de su madre, la conciencia de poder haberlos salvado, todo semicubierto por un manto blanco. Consiguió meterme dentro el veneno de esa delicadeza. Hay obras que nos poseen como un virus, durante un tiempo las tenemos dentro como quien ha contraído una enfermedad y luego se van despacio aunque dejando a su paso un poso de lo que fue su mirada sobre el mundo y las cosas, y unos cuantos versos con todo el sabor de lo aparentemente olvidado”.

Hay otro momento en el que se reflexiona sobre la impostura que contradice lo expuesto con anterioridad. Los libros que recorren la vida de cada cual, que van conformando una biblioteca, no acaban componiendo necesariamente una personalidad auténtica, sino tal vez, una falsa identidad, construida desde la premeditación. “Creo que esas atestadas librerías no hablan tanto de lo que soy como de lo que he querido ser (…) La impostura a la que me refiero consiste en que mi biblioteca tal vez no sea, como siempre he creído, el mapa de mi alma. Pero me falta saber a quién he pretendido engañar, con mayor o menor conciencia, a lo largo de tantos años”, seguimos el discurso del narrador.

“Creo que esas atestadas librerías no hablan tanto de lo que soy como de lo que he querido ser (…) La impostura a la que me refiero consiste en que mi biblioteca tal vez no sea, como siempre he creído, el mapa de mi alma. Pero me falta saber a quién he pretendido engañar, con mayor o menor conciencia, a lo largo de tantos años”, seguimos el discurso del narrador.

Imposible que esta novela no atraiga a todo aquel que haya experimentado alguna vez ese virus del que habla Castán. “La mala luz” es una obra que atrapa por sí misma y por los muchos otros senderos, lecturas, que abre. De un modo convencional, esquemático, a la manera en la que se suelen resumir los argumentos de cualquier libro, podríamos decir que estamos ante una historia que narra la crisis de un hombre de mediana edad, que acaba de separarse, emprende cambios en su recorrido solitario y se ve involucrado en la turbia historia de su mejor amigo. Podríamos decir que en su desarrollo esa historia, que adquiere la forma de una confesión, de un ajuste de cuentas con la vida, relata una relación de amistad cómplice; ahonda en el sentimiento de culpa; recuerda el drama de los campos de concentración, una especie de puente hacia la Historia colectiva, hacia el nosotros, y abre sus puertas a la entrada de una misteriosa y enigmática mujer con la que nuestro hombre llega a soñar enamorarse de nuevo y que es esencial en el desarrollo de ese “thriller” que, como decía antes, no llega a cuajar. Pero “La mala luz” es mucho más que eso. A Carlos Castán le han bastado 227 páginas para abarcar la esencia de una vida, para apresar el miedo, la rabia, la tristeza, la pena, la pérdida, la necesidad de amor y esa pregunta cargada de crueldad que en determinados momentos, hacia el ecuador de la existencia, cuando las pérdidas y las traiciones ya empiezan a pesar, podemos llegar a plantearnos: Pero, ¿vivir era esto finalmente? ¿Hasta aquí hemos llegado con nuestros sueños a cuestas?

“La mala luz” ha sido publicada por la editorial Destino.

Las fotografías, facilitadas por la editorial y por el propio autor, las firman, de arriba a abajo: Lydia Solans Andreu, Lorenzo Silva, Ángel Sahún y Virginia Barbancho.

Carlos Castán - La mala luz

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Archivado en: De Literatura, Los Libros, Nº10 / Enero 2014

Antonio Soler: “Salgari me llevó a la gran literatura”

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Antonio Soler © Karina Beltrán.  2013

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Hay muchas infancias, tantas como miradas. Pocos autores se han resistido a recrear el pasado, a atrapar esos horizontes de iniciación y de descubrimiento, de balbuceo y fantasía. La literatura está llena de paraísos perdidos, de magdalenas de Proust, pero también de imágenes desmitificadoras, infelices, de ese tiempo ido. En uno y otro caso las historias infantiles siempre suelen resultar atrayentes, alumbradoras de sentidos que permanecían dormidos. Curiosamente nunca se repiten y nunca cansan al lector que busca desandar a través del camino de otros el suyo propio, a la búsqueda de complicidades, de identificaciones que le ayuden a conocerse un poco mejor, a revivirse. En ese amplio y abarcador territorio de la infancia se sitúa “Una historia violenta”, la última novela de Antonio Soler (Málaga, 1956). Una entrega perturbadora, contada con sabia sutileza, en la que el niño protagonista va tomando conciencia de la maldad, de las mentiras que se esconden tras las buenas apariencias, de los monstruos que pueden habitar en los más plácidos palacios.

La infancia es un territorio revelador que nos lleva a nuestros propios sueños”, señala el autor de títulos como “El camino de los ingleses”, “Las bailarinas muertas” o  “Lausana”, quien consigue en esta ocasión atrapar esos momentos que marcan, que fijan verdaderamente una personalidad, una manera de ser y de estar en el mundo. Todo transcurre en esta novela soterradamente, a través de una atmósfera de ambigüedades, de sugerencias, de verdades a medias, de secretos que salen a la luz al descorrer las cortinas. Antonio Soler nos cuenta una historia de niños que juegan y se pelean, que conquistan el territorio de la calle y envidian a los padres que no tienen, pero al final esos niños se convertirán en adultos que sentirán similares miedos, aversiones, obsesiones, emociones, afectos. “Me tocaba sufrir, había caído en el lado de sombra de la vida y eso ya no tenía remedio, ni había marcha atrás. Me lo habían dicho las manos de mi madre. Su carne enrojecida, de matadero, al lado de las manos de doña Julia. Pertenecíamos al lado del infortunio (…) Era inevitable. Aunque no por eso me había rendido ni había dejado de golpear. No. Aquello también estaba incluido en el lote. Me dedicaría a patalear inútilmente el resto de mi vida”, se detiene el foco en esa constatación crucial de quien se recuerda de niño -sentado en un escalón, con las orejas incendiadas, tras una riña- atisbando ya su destino.

- ¿Tiene algo que ver ese niño con Antonio Soler?

- Se parecen en la mirada asombrada hacia el mundo, la mirada del que no acaba de asimilar, de entender lo que está viendo. En ese niño hay algo de la huella que ha conformado mi personalidad. En él reconozco la extrañeza ante los acontecimientos que suceden alrededor, esa marcada falta de armonía con el mundo. Hay un momento clave en la novela que fue real, el golpe, la pedrada sin sentido que recibe el protagonista. Eso me sucedió a mí y al recordarlo funcionó como un detonante a partir del cual surgió todo lo demás. Me hizo darme cuenta de lo vivas que permanecían determinadas sensaciones. Espero que la pedrada no sea mi magdalena particular (risas), pero lo cierto es que una vez localizado ese instante me resultó muy fácil recrear la atmósfera de la niñez. Fue como ir tirando de un racimo.

En el niño protagonista hay algo de la huella que ha conformado mi personalidad. En él reconozco la extrañeza ante los acontecimientos que suceden alrededor, esa marcada falta de armonía con el mundo. Hay un momento clave en la novela que fue real, un golpe, una pedrada sin sentido. Eso me sucedió a mí y al recordarlo funcionó como un detonante a partir del cual surgió todo lo demás

- La época también marca mucho. Aquí se retrata una infancia de finales de los 60.

- Sí. Pero no me interesaba rememorar una época concreta ni centrarme en lo social. Lo que sí cobra fuerza es la relación que se entabla entre los poderosos y los débiles, algo que, por otro lado, es una constante. Hoy vemos el grado de corrupción que ha alcanzado el poder, el modo en el que los fuertes están machacando a los más desfavorecidos. Siempre he sido consciente de eso, siempre me ha dolido. Mi niño pertenece a una familia humilde, tiene unos padres que no le prestan la atención, el afecto, que él observa en los de Ernestito Galiana, que le sirve de contrapunto. Ernestito es el hijo mimado de la familia ideal, bienpensante, feliz en apariencia. Una familia hacia la que el protagonista siente admiración y envidia, hasta que poco a poco se va dando cuenta de que hay ratas en el sótano de la casa donde viven. Esta novela es en realidad un viaje hacia los sótanos y trastiendas. Lo que el niño acaba descubriendo es que los bienpensantes, los poderosos, tienen bastante poco que envidiar.

Antonio Soler © Karina Beltrán.  2013

- La infancia como revelación, esos momentos que se graban en la memoria porque fue ahí donde descubrimos algo por primera vez. ¡Qué grandioso!, ¿no? ¡Qué regalo para un escritor!

- Sí. Ésta es una novela de descubrimientos. La mirada casi inocente sobre el mundo, sobre el deseo, sobre el sexo, está ahí, pero también lo oscuro: el poder, la jerarquía, la violencia. Llevamos la violencia en el ADN. La civilización la modula, la controla y hace que vaya por otros cauces, pero el asomo de la violencia entre los niños es algo natural. Pensemos en los casos de acoso en los colegios, algo muy habitual y peligroso. Cuando detectamos esa realidad, en la vida en la calle, con otros niños, se nos queda grabada como un momento clave de la memoria. Ahí es donde me interesaba indagar con esta novela: en los primeros miedos, en esos fantasmas iniciáticos que son prácticamente indelebles y que acaban conformando la sensibilidad. Son como los primeros trazos que se hacen en una pizarra en blanco. Se quedan en forma de cicatrices y marcan el resto de nuestra vida. Que nos digan los psicólogos cuántas veces un miedo en un determinado momento de la infancia, una amenaza, una orden, puede llegar a afectar, a atormentar, a una persona. Hasta qué punto hay que desandar el camino para identificar, para hallar ese punto, ese conocimiento revelador, iluminador, y poder seguir adelante. A todos nos guía una voluntad de llegar a ese pequeño corazón de las tinieblas que llevamos encima.

Ésta es una novela de descubrimientos. La mirada casi inocente sobre el mundo, sobre el deseo, sobre el sexo, está ahí, pero también lo oscuro: el poder, la jerarquía, la violencia. Llevamos la violencia en el ADN. La civilización la modula, la controla y hace que vaya por otros cauces, pero el asomo de la violencia entre los niños es algo natural

- ¿La ficción es un camino idóneo para llegar hasta ahí?

- Sin duda. A través de la escritura, con esta novela en concreto, yo he podido resolver algún asunto pendiente con mi entorno, con mi memoria. Algo que seguía ahí y a lo que era necesario que le diera vueltas. He podido iluminar parte de ese territorio oscuro, pero también es cierto que las cuentas nunca llegan a saldarse del todo.

- La narración va transcurriendo de un modo muy soterrado. Hay una calma sostenida hasta que todo estalla. Esta manera de contar es uno de los grandes logros de la novela. Y también está la distancia que marca el protagonista con los demás. Todo se narra a una prudente distancia.

- Quería que la tormenta se fuese anunciando, sí. La estructura de la novela funciona como una especie de bolero de Ravel, como una espiral en la que los distintos círculos concéntricos nos van dando la información que necesitamos. Y también son importantes los silencios, los espacios sugeridos, no evidentes, que el lector deberá ir ampliando, intuyendo, por sí mismo. En cuanto a la distancia, pese a que hay un componente autobiográfico evidente, me propuse mirar desde un punto de vista no sentimental. Quise ser más o menos objetivo, observar lo cercano, lo conocido, como si fuese un espectador, y ver qué ocurría con eso, qué ocurría, por ejemplo, al desnudar al padre y a la madre del afecto, del cariño. La verdad es que el resultado fue perturbador.

- ¿Qué lecturas atraparon a ese niño asombrado que fue Antonio Soler?

- Emilio Salgari, a los diez u once años. Sin él no habría llegado a la gran literatura. Lo leí compulsivamente y a partir de él, de un modo anárquico, fui llegando a cosas de más peso. Salgari era para mí una evasión, un refugio, hasta que me di cuenta de que no se trataba de una huida sino de una inmersión en el núcleo, en el corazón de la realidad. Hay otra obra de la que no me puedo olvidar, “Corazón”, de Edmundo de Amicis, a la que pertenece el popular relato de Marco que dio lugar a la serie de dibujos animados. Es una novela que trata del mundo de la infancia. Me gustó muchísimo. Cuando la vi años después llevada a la televisión me rasgué las vestiduras. Me pareció que me estaban atacando directamente.

- Decías que de esas primeras lecturas pasaste a cosas más serias.

- Sí. Muy tempranamente descubrí a Dostoievski, a Víctor Hugo, a Giovanni Papini, a Albert Camus. “El extranjero” fue en mi adolescencia un libro inquietante, una especie de puñetazo. Viví su lectura muy intensamente. Me identificaba con esa especie de exiliado interior que veía el mundo a su manera, hasta las últimas consecuencias, no como la mayoría de la gente. También me impactó mucho la rotundidad de los personajes de “Los miserables”. La verdad es que fui llegando un poco a ciegas a todos esos autores. De Papini me interesaban los seres estrafalarios que hacían cosas inverosímiles. Recuerdo especialmente “El libro negro”. Y también tengo que citar a al noruego Knut Hamsun y su voluminosa “La bendición de la tierra”. Ahí descubrí que más allá de la historia que me contaban estaba la belleza del estilo, del lenguaje. Empecé a fijarme en la forma, en la manera en que estaban construidas las narraciones.

“El extranjero”, de Albert Camus, fue en mi adolescencia un libro inquietante, una especie de puñetazo. Viví su lectura muy intensamente. Me identificaba con esa especie de exiliado interior que veía el mundo a su manera, hasta las últimas consecuencias, no como la mayoría de la gente

Antonio Soler © Karina Beltrán.  2013

- ¿Y entre los autores españoles?

- Pues se me había olvidado citar “El cantar de Mío Cid”, que llegué a leer hasta cuatro veces. Me gustaba la aventura, ese castellano antiguo tan lleno de sonidos sorprendentes. Y también me maravilló el “Lazarillo”, novela con la que tanto me reí y que me hizo darme cuenta de que la literatura importante también podía ser muy divertida.

- ¿Dónde te gusta leer? ¿Sigues algún ritual?

- Siempre he ido apuntando los libros que leo en un cuaderno con hojas cuadriculadas. Las primeras ya están cuarteadas. Cada uno de mis años como lector está metido ahí. Hace poco lo pasé todo a un documento en el ordenador y cuando lo repaso siempre pienso lo mismo: que la gente que no lee se pierde un cuarto de la vida, una parte muy enriquecedora. En cuanto a los lugares, cuando estoy en mi casa de Málaga, leo tirado en un sofá o en la cama. Es raro el día que no abro un libro en la cama inmediatamente al despertar, sin haber desayunado siquiera. Cuando viajo me encantan los vestíbulos de los hoteles. Me parece muy placentero esperar a alguien con un libro tomando un café o una copa.

[Esta charla tuvo lugar en una reciente visita del escritor a Madrid. Mientras paseaba por las calles del centro de la ciudad descubrió el vestíbulo del hotel Only You a través de las cristaleras y allí fue donde nos citó a primera hora de una tarde otoñal. En el bolsillo de la chaqueta llevaba “Calletania”, una novela del autor venezolano Israel Centeno que trata de jóvenes alrededor del mundo de las drogas y de la violencia. “Aunque los ámbitos que retrata me pillan muy lejos, me está interesando mucho la estructura narrativa, el lenguaje”, señala].

- ¿Cuando viajas sueles elegir lecturas diferentes o simplemente metes en el equipaje el libro con el que estás en ese momento?

- Depende. Ahora estoy con “Los gozos y las sombras”, pero es un libro muy gordo para viajar con él. No lo leí en su día, ni siquiera llegué a ver un solo capítulo de la serie de televisión y le tenía muchas ganas. Me está pareciendo absolutamente maravilloso. Torrente Ballester se pone aquí a la altura de los grandes maestros clásicos. Hay un personaje de mujer, el de Clara Aldán, al que dio vida la actriz Charo López, que me parece asombroso. Sin duda es uno de los grandes personajes femeninos de la literatura española. Ella no tiene miedo de querer frente a la cobardía de los hombres que la rodean. Es un ejemplo de valentía, de sinceridad, de honestidad consigo misma,  pese a que el entorno piense lo contrario. Ya he comprado la serie para verla en cuanto acabe la novela. Será una manera de seguir ampliando la lectura un poco más.

En “Los gozos y las sombras” hay un personaje de mujer, el de Clara Aldán, al que dio vida la actriz Charo López, que me parece asombroso. Sin duda es uno de los grandes personajes femeninos de la literatura española. Ella no tiene miedo de querer frente a la cobardía de los hombres que la rodean. Es un ejemplo de valentía, de sinceridad, de honestidad consigo misma,  pese a que el entorno piense lo contrario.

- ¿Qué libro recomendarías ahora mismo?

- Pues si tengo que quedarme con uno, “Crimen y castigo”. Me parece una buena elección para que la gente indague en su propia conciencia. Vivimos una época en la que es necesario reflexionar, aprender de los errores cometidos.

- ¿Sigues las novedades editoriales?

- La verdad es que prefiero ir al pasado y recuperar cosas antes que leer lo último que se va publicando. Pero sí que hay autores contemporáneos que me interesan mucho. Entre los españoles me gusta estar al tanto de lo que hacen Luis Mateo Díez, Andrés Trapiello, Rafael Chirbes, Juan Marsé o Manuel Longares.

- ¿A una isla desierta qué libro te llevarías?

- Esa pregunta siempre me ha parecido de difícil respuesta. Nunca lo tengo claro. Soy muy variable. Hoy te puedo decir uno y mañana otro que no tenga nada que ver. Una buena opción puede ser “En busca del tiempo perdido”, ya que, aparte de todos sus valores, dura mucho.

El rincón de la lectura de Antonio Soler © Karina Beltrán.  2013

“Una historia violenta” ha sido publicada por Galaxia Gutenberg.

Las fotografías, realizadas en el vestíbulo del hotel Only You, en la calle Barquillo de Madrid, las firma Karina Beltrán.

Antonio Soler - Una historia violenta

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Archivado en: De Literatura, Leyendo con, Nº10 / Enero 2014

El Londres de Zadie Smith no es el que conocen los turistas

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Zadie Smith © Roderick Field

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

En un momento dado fuimos conscientes de ser modernos, de estar cambiando deprisa. De estar adelantándonos al presente. John Donne también era moderno y seguro que también vio cambios, pero nosotros nos sentimos todavía más modernos y nos parece que los cambios son más rápidos…” Lo escribe Zadie Smith en su última novela, “NW London”, una historia nuevamente coral, como todas las suyas, nuevamente despiadada con sus personajes, nuevamente irónica, seductora, callejera, vivaz, colorista, hiriente, arrebatadora. Todo lo que caracteriza su narrativa, todo lo que la hace diferente, todo lo que lleva a sus seguidores a correr a las librerías en busca de cada uno de sus títulos, vuelve a estar presente en esta entrega, pero hay algo diferente. La realidad, el mundo, han dado un brusco giro. Los personajes, como cualquiera de nosotros, lectores, ciudadanos de a pie de esta decepcionante Europa, se sienten perdidos. La escritora se acerca a las incertidumbres del hoy, de un tiempo tan cambiante que quienes lo habitan no pueden sentirse más que náufragos de convicciones, de sentidos, seres desubicados que transitan por las calles de sus ciudades con la sensación de que todo puede venirse abajo en un abrir y cerrar de ojos.

Hay algo de todo eso en la vulnerabilidad de Leah; en las adicciones de Natalie; en las esperanzas de redención de Felix; en el descarrilamiento de Nathan. La escritora se ha propuesto atrapar la desesperanza que ha llegado con la reciente crisis financiera, el punto de inflexión a partir del cual nada ha resultado ser lo que parecía. “Supongo que la recesión nos afecta a todos”, comentan los invitados a una cena en la primera parte de la novela. “Los jóvenes que aparecían en la televisión vaciaban sus mesas de trabajo. Salían llevando sus cajas por delante como si fueran escudos”, leemos más adelante. Bastan unas breves pinceladas, unas cuantas imágenes reconocibles, unas pocas menciones a la City, a las bonificaciones obtenidas por los empleados de los grandes bancos, para situar el momento en el que al sacrosanto capitalismo empezaron a vérsele los pies de barro, en el que otro espíritu empezó a adueñarse de las conciencias.

La escritora se ha propuesto atrapar la desesperanza que ha llegado con la reciente crisis financiera, el punto de inflexión a partir del cual nada ha resultado ser lo que parecía. “Supongo que la recesión nos afecta a todos”, comentan los invitados a una cena en la primera parte de la novela. “Los jóvenes que aparecían en la televisión vaciaban sus mesas de trabajo. Salían llevando sus cajas por delante como si fueran escudos”, leemos más adelante

Zadie Smith (Londres, 1975), que se dio a conocer con apenas 24 años con “Dientes blancos”, una novela ya poderosa que la convirtió en toda una promesa de la literatura británica, ha ido creciendo libro a libro, fortaleciéndose sin perder la frescura de los inicios. Profunda y divertida, compleja e intuitiva, leerla es un placer, sobre todo para quienes disfrutamos de esas historias que indagan en las motivaciones que conducen a las personas en una dirección o en otra, en los intrincados cruces que se dan en toda relación: de pareja, de amistad, entre padres e hijos, entre hermanos… Mientras voy escribiendo pienso en que esas misteriosas, secretas contradicciones que hoy motivan a Smith son muy similares a las que en su época atrajeron a una autora como Jane Austen. Sin embargo, hay que mantener las distancias. Aunque los asuntos sentimentales y emocionales ocupan a ambas, el tiempo no corre en balde y el romanticismo de Austen no puede compararse al de Smith. Aquella se llevaría las manos a la cabeza ante las escenas de sexo sin tapujos de ésta, ante su lenguaje descarado, pero en el fondo, no hay tanta diferencia en lo que respecta a las búsquedas, a los desasosiegos, a los pulsos del corazón.

Como Austen, Zadie Smith controla las escenas más íntimas, el lenguaje de las confidencias, pero, además, se arriesga saliendo al exterior. En “NW London” transita por las zonas de la ciudad que mejor conoce, por los escenarios para ella tan familiares del área obrera de Kilburn, donde transcurrió su infancia. No es ajena al latido social, a las desigualdades, a las injusticias. Por sus calles deambulan hoy seres sin suerte, desfavorecidos sin apenas salidas ante el futuro, descolgados del sistema, carne de presidio; del mismo modo que, siglos atrás, por las mismas calles, tan cerca y tan lejos, transitaban los personajes de otro escritor con el que se la ha llegado a comparar: Dickens. Charles Dickens y su desfile de desheredados, de huérfanos, de pobres sin posibilidad alguna de prosperar. En la propia novela hay un guiño, un homenaje, al clásico. “A veces el mismo Dickens llegaba a estos confines para beberse una pinta o enterrar a alguien”, se dice tras una descripción de los paisajes del noroeste londinense.

Zadie Smith no es ajena al latido social, a las desigualdades, a las injusticias. Por sus calles deambulan hoy seres sin suerte, desfavorecidos sin apenas salidas ante el futuro, descolgados del sistema, carne de presidio; del mismo modo que, siglos atrás, por las mismas calles, tan cerca y tan lejos, transitaban los personajes de otro escritor con el que se la ha llegado a comparar: Dickens

Por-Dominique-Nabokov

La conflictividad siempre ha estado presente en los libros de Zadie Smith. De madre jamaicana y padre inglés, la escritora conoce de primera mano las diferencias que separan a los blancos de los negros, la dificultad de adaptación de quienes se ven obligados a abandonar sus países de origen en busca de trabajo, los problemas de identidad que genera la convivencia de culturas y creencias diferentes. “Este ha sido el siglo de los forasteros, morenos, amarillos, blancos. Ha sido el siglo del gran experimento de los inmigrantes”, leemos en “Dientes blancos”, donde los hijos no aceptan ser igual de sacrificados y de sumisos con la cultura de acogida que sus padres. Pero a todo eso, en “NW London” hay que sumar ese nuevo desasosiego, hijo del siglo XXI, que tanto tiene que ver con la pérdida de referencias y de derechos, con el nuevo horizonte que empieza a dibujarse tras el desmantelamiento del Estado del Bienestar, con la indefinición que acompaña a todo cambio de umbral, de época, de filosofía de vida.

La escritora atrapa esa sensación a través de los diálogos chispeantes a los que nos tiene acostumbrados, del deambular de unos personajes que no acaban de desprenderse de la impronta del barrio pobre que los vio nacer, esas “espantosas torres del sur de Kilburn” donde jugaron de niños, ese temor a la pobreza, a la violencia callejera.

Natalie Black, una abogada de éxito que llega incluso a cambiarse el nombre en su lucha por ascender en la escala social, consigue salir de ahí definitivamente, pero no logra ser feliz en la impostura. A través de ella la autora retrata la época de la opulencia, esos años en los que sin que supiéramos cómo, de qué manera, algunos se dedicaron simplemente a ganar dinero, a hacerse con coches, mansiones estupendas, vidas de película. Su amiga Leah, sin embargo, se niega a aceptar las reglas del juego, a abandonar una cierta rebeldía, a someterse a los roles adjudicados a la mujer, por ejemplo la obligación de convertirse en madre. ¿Por qué tiene que ser ese el objetivo de todo matrimonio? ¿por qué debe avanzar el amor?, se plantea. He aquí otro de los focos de atención de Smith: la feminidad, la lucha cotidiana de las mujeres, divididas entre sus deseos y lo que se espera de ellas, entre sus vidas profesionales y su papel como esposas y madres de familia.

Natalie Black, una abogada de éxito que llega incluso a cambiarse el nombre en su lucha por ascender en la escala social, consigue salir de ahí definitivamente, pero no logra ser feliz en la impostura. A través de ella la autora retrata la época de la opulencia, esos años en los que sin que supiéramos cómo, de qué manera, algunos se dedicaron simplemente a ganar dinero, a hacerse con coches, mansiones estupendas, vidas de película

Todo gira en torno a las dos amigas, a los vaivenes de una amistad forjada desde niñas, pero si hubiese que buscar un tema éste sería el de la desigualdad, el abismo que separa a los adinerados de los desfavorecidos, un abismo cada vez más peligroso porque los que más tienen temen ser asaltados por los que nada poseen. “En los barrios pobres te roban el teléfono, en los barrios ricos te roban la pensión”. Se trata de un chiste ácido que le cuenta a Felix su antigua amante, Annie, a quien abandona en busca de una vida más ordenada. “No todo el mundo quiere esa pequeña vida convencional hacia la que estás remando. A mí me gusta mi río de fuego”, le dice ésta tras un encuentro-despedida cargado de intensidad.

A Annie la palabra “relación” le parece “una palabra patética y cobarde, de gente que no tiene cojones para vivir, que no tiene la imaginación necesaria para llenar su existencia”. Ella lo tiene muy claro: Cuando la gente no tiene mejor cosa que hacer opta por casarse. “No hay ideas, no hay posturas políticas y no hay huevos…”, escuchamos su discurso de mujer herida, sus sentencias como cuchillos.

Escenas Londinenses © Nacho Goberna Escenas Londinenses © Nacho Goberna Escenas Londinenses © Nacho Goberna Escenas Londinenses © Nacho Goberna Escenas Londinenses © Nacho Goberna Escenas Londinenses © Nacho Goberna
“Mientras caminaba por Kilburn High Road, Natalie Blacke sintió un fuerte deseo de meterse en las vidas de los demás. No estaba nada claro cómo se podía satisfacer aquel deseo en la práctica, ni tampoco qué quería decir, si es que quería algo. «Meterse» era una idea imprecisa. ¿Seguir hasta su casa al niño somalí?¿Sentarse con la ancianita rusa en la parada de autobús delante del Poundland? ¿Sentarse con el gángster ucraniano en la pastelería? Un consejo para la gente de fuera: la parada de autobús delante del Poundland de Kilburn es el escenario de algunas de las conversaciones más interesantes que se pueden oír en todo Londres. De nada.” (Extracto de la novela, perteneciente al apunte 172, que lleva por título. “Estuches de temporada”. Página 316).

En otro lugar, un día anodino, llama a la puerta de Leah una chica desvalida que le cuenta una historia sobre su madre enferma y la necesidad de llevarla a un hospital. No tiene dinero, lo necesita con urgencia y se lo pide prestado con la promesa de regresar al día siguiente a devolvérselo, pero eso nunca sucede. Ese engaño juega un papel importante en la novela, porque hace que todo se tambalee en la percepción de Leah, en su cuestionamiento del mundo en el que vive. Zadie Smith atrapa con maestría, con sutileza, esos instantes en que la vida muestra su lado más feroz, esas experiencias no necesariamente grandiosas, a veces incluso insignificantes, que son capaces de abrir ese cajón de los miedos, de las inseguridades, de las culpas, que todos intentamos mantener cerrado con llave.

Leer esta historia es como pasear por determinados barrios de Londres y pararse ante las ventanas abiertas a escuchar los ruidos, las voces, que surgen del interior. Como Hanif Kureishi, seguramente el escritor contemporáneo a quien más me recuerda, Zadie Smith tiene una facilidad impresionante para meter en sus páginas el lenguaje de la calle, las conversaciones que tienen lugar en esos espacios en los que transcurre el día a día de la gente de a pie: esa “hermosa lavandería”, esa frutería del mercado callejero, esa carnicería. Pero también emergen las complejidades, las dudas, las profundidades de seres que buscan un lugar donde sentirse plenos.

Leer esta historia es como pasear por determinados barrios de Londres y pararse ante las ventanas abiertas a escuchar los ruidos, las voces, que surgen del interior. Como Hanif Kureishi, seguramente el escritor contemporáneo a quien más me recuerda, Zadie Smith tiene una facilidad impresionante para meter en sus páginas el lenguaje de la calle, las conversaciones que tienen lugar en esos espacios en los que transcurre el día a día de la gente de a pie

“NW London” es una novela en la que los personajes se dedican a callejear, a descubrir recodos en el camino. Una novela que permite a Zadie Smith llevarnos de la mano a escenarios y rincones que sin su compañía nos pasarían desapercibidos. Londres no es tan espectacular ni tan brillante como se muestra en los folletos turísticos. Es una ciudad dura, una ciudad llena de huecos por los que se cuela la angustia, la oscuridad, la desesperanza. La gran, acelerada, tentadora, vertiginosa, excitante urbe, también es el escenario de la frustración, de lo que nunca podrá ser alcanzado. “¡La Inglaterra ingobernable de la vida real, de la vida animal!”, he subrayado en la página 87, mientras iba avanzando por las vidas paralelas de hombres y mujeres que se cruzan por las calles con sus problemas a cuestas, sin apenas mirarse o reconociendo en el otro, en el drogadicto de la esquina, por ejemplo, a quien fuera en su día el compañero de clase. Personas aparentemente afortunadas frente a personas sin oportunidades, en huida permanente. Personas que han conocido un dolor insoportable, separadas de otras que apenas lo han atisbado, como reflexiona una de las protagonistas.

En los tiempos de los avances tecnológicos, de las redes sociales, hay soledad e incomunicación. Natalie Blake ha olvidado prácticamente lo que es la pobreza, tiene una casa con vistas, un trabajo envidiable y una familia ideal, pero la posesión de bienes no acaba de llenar sus vacíos, ni el trabajo, ni la consideración social, ni los hijos. Algo se le ha escapado, no puede evitar sentir el tedio de una vida aparentemente perfecta y busca la aventura, el peligro, el pellizco de emoción, en encuentros sexuales a tres bandas, en citas a ciegas a través de Internet. Nathan se dedica a mendigar, a sobrevivir. No ha tenido suerte y, como dice, “la suerte manda en el mundo”, determina quiénes están a un lado o al otro del foso. Leah se ha bloqueado, no entiende lo que pasa a su alrededor, no acepta las presiones de su vida de pareja y se resiste a asumir que los idealismos han quedado varados en sus sueños de juventud. Felix no puede mantener la felicidad, no puede agarrar su nueva vida, por mucho tiempo. Como en “Vidas cruzadas”, la inolvidable película de Robert Altman basada en cuentos de Raymond Carver, sus destinos se acaban encontrando, enredando, arrastrados por la misma corriente de un presente resbaladizo.

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Hay intensidad, hay vértigo en esta historia actualísima que no defraudará a los seguidores de Zadie Smith y que tiene dos partes diferenciadas: una primera donde la narración transcurre fluida, cargada de diálogos, y una segunda en la que se fragmenta y adquiere la estructura de una especie de diario que da pie a la escritora para ir desmenuzando todas las etapas de la relación entre Natalie y Leah: dos colegialas; dos adolescentes que despiertan al sexo, dos estudiantes universitarias que experimentan nuevos usos y costumbres y se enfrentan al modelo de sus madres, dos profesionales, dos mujeres casadas… Es aquí donde la escritora se permite también ir anotando lúcidas observaciones sobre el modo de vida moderna y donde derrama reflexiones sobre el paso del tiempo, sobre los tránsitos y urgencias de una urbe como Londres. Un lugar donde nada permanece mucho tiempo, ni siquiera los amigos. Un presente que se escapa, en el que ya apenas existe la calma, la necesaria distancia entre los acontecimientos.

La escritora va anotando lúcidas observaciones sobre el modo de vida moderna y donde derrama reflexiones sobre el paso del tiempo, sobre los tránsitos y urgencias de una urbe como Londres. Un lugar donde nada permanece mucho tiempo, ni siquiera los amigos. Un presente que se escapa, en el que ya apenas existe la calma, la necesaria distancia entre los acontecimientos

Hay escenas en “NW London” tan coloristas y vibrantes como las que recuerdo de “Dientes blancos” y hay, sobre todo en esa parte final fragmentada, anotaciones que me conducen a “Sobre la belleza”, una deliciosa novela de cariz más intelectual, más luminosa que ésta última, donde el arte y la música, Rembrandt y Mozart, se mezclan con los conflictos emocionales de unos personajes que, como sucede siempre en las historias de Zadie Smith se equivocan, dan pasos en falso, para ser capaces de recomponer sus vidas, para acabar descubriendo que vivir es mucho más simple de lo que parece, que la felicidad, lejos de grandes hazañas y realizaciones, puede encontrarse en una simple sonrisa, en esos instantes de mágica plenitud que en ocasiones sorprenden en los escenarios cotidianos, allí donde se desarrollan las vidas de la gente corriente.

“NW London” ha sido publicada por la editorial Salamandra. La traducción es obra de Javier Calvo.

Las fotografías de la autora, facilitadas por la editorial, están firmadas por: Roderick Field, Dominique Nabokov y Fred Duval (de arriba a abajo). El friso central, correspondiente a personajes y escenas de Londres, es obra de Nacho Goberna.

518EQCUSB-L._      41pSachhOXL._

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Archivado en: De Literatura, Los Libros, Nº10 / Enero 2014

Nuccio Ordine: “La cultura es peligrosa para la clase política”

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Nuccio Ordine © Nacho Goberna

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Nuccio Ordine no puede disimular que es profesor y que ama la enseñanza. Lo demuestra al exponer sus ideas de manera diáfana, ayudándose de ejemplos certeros que por sí solos son capaces de eliminar cualquier duda, cualquier brizna de confusión. Nacido en una pequeña localidad de Calabria, en cuya universidad aprendió que los libros le podían llevar muy lejos, y donde actualmente imparte clases de literatura e intenta transmitir esa experiencia a sus estudiantes, este hombre ha removido a los italianos inquietos con “La utilidad de lo inútil”, un ensayo sencillo y directo, un manifiesto altamente combativo y, no nos quepa la menor duda, conveniente, imprescindible, para padres, para educadores, para todo aquel que no se conforme, que no claudique en un momento en el que se nos quiere inocular la idea de que el saber no tiene sentido si no aporta dividendos, en que la cultura está amenazada por la lógica del beneficio, por esa nefasta idea de que en tiempos de recesión el alimento espiritual que proporciona es algo superfluo, un lujo del que se puede prescindir y al que es necesario aplicar la tijera sin ningún tipo de reparo ni remordimiento.

Ordine no está solo al impartir la lección magistral en que se convierte su entrega. Se hace acompañar de los grandes clásicos de la literatura, de pensadores y científicos que a lo largo del camino han demostrado que ni toda la riqueza del mundo es capaz de comprar el conocimiento y la dignidad. Y nos guía a través de obras y discursos que no debemos permitir que sean acallados. En tiempos en los que, como indica en el prólogo, se ha olvidado el valor de lo inútil, de esas actividades que nos conducen a lo sublime y nos hacen apreciar la belleza y la felicidad de los pequeños gestos, Ordine nos regala los versos de Hölderlin: “Lo que permanece lo fundan los poetas” y retoma el horizonte que ya atisbaba Rousseau cuando decía que mientras “los antiguos políticos hablaban incesantemente de costumbres y de virtud; los nuestros solo hablan de comercio y de dinero”.

“Ojalá este libro se convierta en un grito, en una llamada de atención”, señalaba el autor en un reciente viaje a Madrid en el que tuvo lugar la conversación que a continuación se reproduce. Un grito, una pequeña revolución, me atrevo a añadir, en la medida en que los lectores sepan aprovechar su mecha y hacer que su espíritu subversivo, el acto de subversión, de agitación del pensamiento, que supone toda obra reveladora, toda lectura inteligente, les ilumine en sus actos cotidianos, porque por mucho que se nos diga que los libros son “inútiles, inermes, silenciosos, inofensivos”, seguimos las palabras de Ordine en el prólogo, el curso de la historia nos ha demostrado hasta qué punto han sido considerados peligrosos por el poder, consumidos por las llamas, destruidos, censurados.

- Me imagino que el impulso que le llevó a poner en pie este manifiesto fue la constatación de que la cultura está amenazada, de que las actividades que nutren el espíritu y que enriquecen al ser humano cada vez son más ninguneadas.

- Mi punto de partida fue la exigencia de convencer a mis estudiantes de que no se va a la escuela, al instituto, a la universidad, para conseguir un diploma, una licenciatura, sino que se estudia en primer lugar para mejorar como personas. Debemos ayudar a los jóvenes a eliminar esa idea, propia de estas sociedades utilitarias, de que se estudia con el objetivo de conseguir algo material. Para demostrarles que no es así, lo que yo he hecho es recoger, a lo largo de los años, una serie de ejemplos, extraídos de los clásicos, que les permitan entender que nutrir al espíritu puede ser tan importante como alimentar al cuerpo, que, probablemente, necesitamos los conocimientos inútiles, los que no se traducen en un beneficio económico, más que aquellos aparentemente útiles porque sí producen dividendos. En este sentido, el ensayo responde a la necesidad de defender lo que es gratis, desinteresado, en unas sociedades donde la dictadura de la utilidad y de las ganancias, ha llegado a contaminar toda nuestra vida.

No se va a la escuela, al instituto, a la universidad, para conseguir un diploma, una licenciatura, sino que se estudia en primer lugar para mejorar como personas. Debemos ayudar a los jóvenes a eliminar esa idea, propia de estas sociedades utilitarias, de que se estudia con el objetivo de conseguir algo material.

- Pero, ¿cómo enseñar a nuestros hijos esos valores de lo inútil cuando en las escuelas, desde muy pronto, se les impulsa a competir con los otros, a obtener resultados?. Los niños son permanentemente evaluados. Se valoran más las notas que obtienen que la creatividad o la capacidad de pensar por sí mismos, por ejemplo.

-  Es muy complicado responder a esto. Yo no desdeño del todo las evaluaciones. Creo que la recompensa que puede ser una nota o cualquier otro incentivo puede tener incluso un efecto de tipo educativo. Pero eso tiene que llegar en segundo lugar, después de que los estudiantes entiendan que hay que estudiar para ser mejores personas. Si el principio de la recompensa, que en términos absolutos podría no ser negativo, se convierte en lo único importante, mal vamos.

- Pero pocos niños escuchan en los colegios que lo primordial es ser mejores personas. Y no digamos en las casas, en los hogares de tantas familias que hoy se preocupan más por tener un buen televisor o el último modelo de coche que por inculcar a sus hijos determinados valores.

-  Así es. Mi trayectoria como profesor me ha llevado a constatar que la mayoría de las familias actuales no están preparadas para enseñar a los jóvenes la experiencia de lo gratuito. Lo que yo observo es justamente lo contrario. Nací en un pequeño pueblo en Calabria y, a menudo, cuando voy a ver a mis padres, que siguen viviendo allí, hay gente que se acerca a mí para decirme: “Mi hijo se tiene que matricular en la universidad y quiere hacer letras o filosofía, pero yo creo que está loco. ¿Cómo comerá con letras o filosofía, cómo se va a ganar la vida?”. La lógica de la utilidad, incluso en una acepción no negativa, ya que los padres quieren el bien de sus hijos, conduce al mal, al error. Yo a esas personas les digo siempre que los chicos deben escoger en la universidad las disciplinas que aman, porque estoy convencido de que un médico que es mal médico nunca será feliz, mientras que un maestro de escuela que enseña lo que le gusta seguramente será más pobre, pero también se sentirá mucho más afortunado y pleno como persona. Estoy convencido de que no es dentro de las familias, sino en el seno de las escuelas, donde tenemos que trabajar intensamente para cambiar esta percepción tan dañina, pero para eso hay que evitar esa degeneración de la enseñanza dirigida a obtener resultados como única meta, olvidando que el saber debe llevar a los estudiantes a entenderse mejor a sí mismos y al mundo que les rodea, a amar el bien común, a ser tolerantes, a comprender que la solidaridad es una de las cosas más importantes de la vida de un ser humano.

Nuccio Ordine © Nacho Goberna

-  Pero, desgraciadamente, eso no es prioritario en los planes de estudio. Los conocimientos que se siguen memorizando están por delante de todos esos valores.

- Sí, lo que está sucediendo es que la dictadura del beneficio ha producido un modelo de comportamiento egoísta en el que las personas piensan solamente en su propio interés, en su propio bien, pero insisto, hay que cambiar eso desde la escuela. Yo suelo poner un ejemplo que me funciona muy bien con mis estudiantes. Les digo que hoy con el dinero podemos comprar cualquier cosa, que en Italia con dinero se compra incluso a los jueces, a los parlamentarios, a las cadenas de televisión y que si se es rico se puede obtener el éxito y el erotismo. Pero, hay algo que, sin embargo, no se puede alcanzar con todo el oro del mundo, el conocimiento. El saber es el fruto, el resultado, de un esfuerzo personal y únicamente quien lleva a cabo ese esfuerzo puede entender el sentido de lo que está aprendiendo. Si el jeque más acaudalado del mundo quiere comprar el saber y firma un cheque en blanco para lograrlo, nadie le podrá vender el conocimiento. Si el jeque no hace el esfuerzo para aprender no aprenderá nunca. Yo estoy convencido de que la universidad es el lugar ideal para que los chicos entiendan que el conocimiento no es un don sino una conquista, una costosa conquista cotidiana. Estoy convencido de que las escuelas y las universidades son el espacio idóneo para demostrar que las leyes del mercado no valen, porque éstas se basan en el principio de la pérdida y la ganancia; en cualquier intercambio de tipo comercial siempre hay algo que sale y algo que se queda. Pero el intercambio entre profesor y estudiante es un proceso virtuoso donde el que da y el que recibe se enriquecen ambos. Nadie pierde. Las escuelas deberían ser ese lugar donde las leyes del beneficio acabaran rompiéndose, naufragando.

Yo suelo poner un ejemplo que me funciona muy bien con mis estudiantes. Les digo que hoy con el dinero podemos comprar cualquier cosa, que en Italia con dinero se compra incluso a los jueces, a los parlamentarios, a las cadenas de televisión y que si se es rico se puede obtener el éxito y el erotismo. Pero, hay algo que, sin embargo, no se puede alcanzar con todo el oro del mundo, el conocimiento.

- Pero en toda esta bella argumentación hay algo que falla, un problema de fondo que no debemos olvidar. En las sociedades actuales el conocimiento no se valora. El creador, el científico, el intelectual, no está valorado en la misma medida que el empresario, el banquero, el futbolista de éxito… En otras épocas no sucedía esto, pero hoy podríamos decir que el respeto ha cambiado de bando. No se admira al que sabe, al que crea, al que lee, sino al que es capaz de acumular lujos y riquezas, incluso al que se lucra de manera amoral y es capaz de eludir a la Justicia.

- Correcto. Es lo que estamos viviendo. Hay un capítulo en “La utilidad de lo inútil” sobre la dignidad del hombre. Es un apartado donde se argumenta en torno a este asunto que viene de antiguo a través de varios ejemplos, desde Platón hasta el Renacimiento. Los filósofos siempre se han planteado la misma pregunta: ¿el hombre vale por el dinero que tiene; es la cantidad de dinero que posee lo que le convierte en una persona digna? La respuesta es no, absolutamente no. La dignidad del hombre no se mide por las riquezas que posee; más bien, a menudo, el que acumula mucho dinero suele ser corrupto. La dignidad del hombre está en el saber identificar y ver los verdaderos valores de la vida, esos valores sencillos de los que hablábamos antes: la solidaridad, la tolerancia, la paz, el diálogo, el respeto hacia los demás. Hay una página, un fragmento precioso de Demócrito, en el que éste se ríe ante la locura de los hombres, a los que ve todo el día corriendo detrás del dinero, persiguiendo el dinero. ¿Para hacer qué?, se cuestiona. Y constata que el dinero que ganan les sirve para ganar más, que el dinero ya no es un instrumento, un medio, sino que se convierte en un fin en sí mismo. Ante esto el filósofo pregunta: ¿es correcto abrirle las venas a la tierra, destruir la tierra, para acumular riquezas? Eso es lo que estamos viendo hoy: no hay respeto por la naturaleza.

- Otro tema crucial, que debería ser obligatorio en los colegios, porque de él, del respeto a la naturaleza, al medio ambiente, dependerá la supervivencia del planeta, de la Humanidad.

- Exacto. Hay que enseñar a las nuevas generaciones el amor a la naturaleza. Enseñarles a razonar que cuando hay grandes inundaciones, por ejemplo, la culpa no es siempre de las fuerzas de la naturaleza, de su carácter violento y agresivo, sino del hombre que ha construido en el cauce de un río. Si talamos los árboles de una colina y ésta se desploma encima del pueblo, ¿la culpa de quién es: de la naturaleza que hace llover o del hombre que ha cortado los árboles?, estas son preguntas sobre las que hay que reflexionar. Yo hablo de Italia porque es la realidad que mejor conozco y en Italia tenemos un problema muy grave: en una zona de Nápoles, la camorra, que es la mafia napolitana, ha comprado muchos terrenos para enterrar las basuras, los residuos tóxicos, de las industrias del Norte, industrias que en lugar de pagar una cantidad elevada por el reciclaje de esos residuos, prefiere financiar a la mafia para que, a un coste menor, los entierre. En esa zona hoy se han elevado escandalosamente las posibilidades de contraer cáncer y otras enfermedades. Hay mucha gente que está muriendo por esta causa. Ésta es una de las consecuencias de los beneficios económicos.

Hay una página, un fragmento precioso de Demócrito, en el que éste se ríe ante la locura de los hombres, a los que ve todo el día corriendo detrás del dinero, persiguiendo el dinero. ¿Para hacer qué?, se cuestiona. Y constata que el dinero que ganan les sirve para ganar más, que el dinero ya no es un instrumento, un medio, sino que se convierte en un fin en sí mismo. Ante esto el filósofo pregunta: ¿es correcto abrirle las venas a la tierra, destruir la tierra, para acumular riquezas? Eso es lo que estamos viendo hoy: no hay respeto por la naturaleza.

- Pero, ¿qué se puede hacer para cambiar esos modelos, para que la gente, los ciudadanos, se conciencien de que no se puede mirar para otro lado y seguir instalados en el conformismo, de que hay que dar pasos para construir otro tipo de sociedades?

- Yo creo que no existe una fórmula mágica para cambiar de golpe las cosas, que no hay recetas, y que la única posibilidad que tenemos como seres humanos es la de educar a las nuevas generaciones no en el egoísmo, no en la avaricia de los beneficios, sino en el amor por el bien común, por el respeto hacia el otro y hacia el entorno en el que se desarrolla la vida. Y la única herramienta que tenemos para hacer esto es la cultura. Estoy de acuerdo en que es difícil conseguir que estas cosas tan sencillas se entiendan, pero hay que seguir intentándolo. Hay un pasaje muy revelador en una novela de David Foster Wallace. Se trata de un episodio en el que se plantea la pregunta de qué es el agua. Y hay dos pececillos jóvenes que nadan en el acuario y no saben nada del medio en el que se mueven. Igual que esos pececillos, hoy nosotros, no comprendemos que la cultura y el conocimiento constituyen el agua en la que nadamos en cada instante de nuestra vida. No es por casualidad que los gobernantes, en todos los países del mundo, sin excepción, lo primero que recortan son aquellas cosas que ellos consideran inútiles y que, al revés, son las más útiles para conseguir que las sociedades sean más humanas.

Yo creo que no existe una fórmula mágica para cambiar de golpe las cosas, que no hay recetas, y que la única posibilidad que tenemos como seres humanos es la de educar a las nuevas generaciones no en el egoísmo, no en la avaricia de los beneficios, sino en el amor por el bien común, por el respeto hacia el otro y hacia el entorno en el que se desarrolla la vida.

Nuccio Ordine © Nacho Goberna Nuccio Ordine © Nacho Goberna

- ¿Lo hacen por el principio de la austeridad o porque sin cultura la gente es más manejable?

- Ahí quería llegar. El interés de la clase política hoy en día, al igual que el interés de la clase política de ayer, consiste en mantener a la gente en la ignorancia. No cabe duda de que es más fácil vender todo lo que quieren a personas que no saben, que no tienen herramientas para comprender. Lo que sucede es que en la actualidad la clase política que tenemos es una clase política cada vez menos culta y cada vez más corrupta. Vuelvo de nuevo a Italia, aunque en España cada vez se conocen más casos deleznables. El Tribunal Supremo de Italia, al que corresponde hacer balance del Estado, ha declarado recientemente que en nuestro país se gastan unos 150.000 millones de euros al año a causa de la corrupción. Es muy fácil de comprender: si hay que construir una carretera, la carretera en lugar de costar dos millones vale cuatro y ese dos de más que pagamos es el precio de la corrupción. Con estos números en la mano es evidente que hoy no haría falta masacrar a la clase media; destrozar a los más débiles;  eliminar la financiación a los enfermos graves; recortar constantemente los fondos destinados a la educación, a las bibliotecas, a la cultura en general… Pero es que todo lo que significa cultura, saber, es considerado como peligroso por la clase política. Cuando a mí me dicen que estamos en crisis y que hay que recortar en sanidad y en educación, yo me pregunto por qué no en corrupción si el dinero que se gasta en corrupción es muy superior al que se obtiene con los recortes en todas esas partidas que tanto afectan a los ciudadanos en su bienestar, en su día a día.

El interés de la clase política hoy en día, al igual que el interés de la clase política de ayer, consiste en mantener a la gente en la ignorancia. No cabe duda de que es más fácil vender todo lo que quieren a personas que no saben, que no tienen herramientas para comprender. Lo que sucede es que en la actualidad la clase política que tenemos es una clase política cada vez menos culta y cada vez más corrupta.

- Shakespeare ya lo tuvo claro en “El mercader de Venecia”, una de las obras a las que se hace referencia en el libro.

-  Sí. La metáfora de Shakespeare es bellísima. Él habla de recortar una libra de carne del cuerpo. El personaje de Antonio para pagar la deuda contraída tiene que dar un trozo de su cuerpo. Eso tiene tanto que ver con lo que está sucediendo ahora mismo… Cuando el hombre se convierte en mercancía, cuando para pagar la deuda es necesario cortarle la carne, quitarle, expropiarle, el derecho de tener derechos, como decía Hannah Arendt, estamos dibujando un escenario atroz, monstruoso. Hoy cualquier derecho de los obreros, de los estudiantes, de los enfermos, se niega en nombre de la necesidad de la crisis y esto es una gran mentira. De nuevo volvemos al mismo punto: la única manera que tenemos para salir de esta situación es la cultura, hacer que la gente entienda cuál es la verdadera raíz del problema, que sea consciente de que si no luchamos contra la corrupción, si no luchamos contra el egoísmo de nuestra sociedad, nunca saldremos de esta situación.

- ¿Cómo combatir la sensación de desaliento, de tristeza, de impotencia ante la visión tan repetida de políticos que se saltan todas las reglas éticas, que roban con total impunidad, que no piensan lo más mínimo en el bien de aquellos a los que representan?. Está claro que hace falta más cultura, más educación, pero volvemos a lo de antes: los que tienen el poder buscan la manera de ningunear, de anular esos ámbitos. La cultura que profundiza, que ayuda a pensar, desaparece cada vez más de la televisión, de los medios…

- Por un lado existe el problema de la conciencia. La gente en Italia, por ejemplo, no acaba de tener conciencia de la corrupción de la clase política. Hay un señor en mi país que ha sido condenado en muchas ocasiones y que no quiere aceptar las sentencias de los tribunales. Pero es que este señor recibe millones de votos. Ese es el gran problema. La gente no entiende que detrás de esa persona hay unos intereses personales, hay un partido que en estos años lo único que ha hecho ha sido salvar sus propias empresas. En ese gobierno precisamente hubo un ministro que tuvo el valor de decir que con la cultura no se come y que si la cultura no sirve para dar de comer, no sirve para nada. Ante esto no hay más respuesta que la toma de conciencia, la preparación de las generaciones venideras a través de las escuelas, las universidades, los círculos de lectura, los teatros, todo lo que sea cultura en su más amplio sentido. Se trata de formar a ciudadanos capaces de decir no a esta gente, a estas maneras de gobierno; ciudadanos capaces de razonar con sus propias cabezas y de no dejarse influir por el poder de los medios de comunicación al servicio del poder. Naturalmente me doy cuenta de lo que me plantea; del círculo vicioso en el que estamos inmersos, de esta especie de pescadilla que se muerde la cola.

- Pongamos algo de positividad en la conversación. ¿Hasta qué punto esta crisis está llevando cada vez a más gente a darse cuenta de que la felicidad no tiene nada que ver con el consumo de bienes materiales? ¿Hasta qué punto se empieza a cambiar el orden de las prioridades, a poner en circulación otras ideas?

- Todo eso es cierto. En cualquier momento de la Historia, las crisis, lo que nosotros llamamos crisis y que en la raíz etimológica significa también oportunidad de debate, son momentos en los que se hace una reflexión sobre las cosas que puede generar un cambio de ruta, una ocasión para entender aspectos que nos resultaban incomprensibles, confusos. Yo también espero que de la gran contradicción de esta crisis pueda emerger la necesidad de volver a valorar las cosas inútiles frente a las cosas útiles. Otro de los placeres que me está dando la publicación de este libro es la posibilidad de dialogar con muchos directivos de empresas. Me ha sorprendido que algunos de ellos estén viendo la necesidad de revisar los modelos porque se dan cuenta de que una empresa que pone en el centro el beneficio, que hace que éste se convierta en el único fin, acaba engendrando un entorno humano inaceptable, invivible, un entorno en el que las personas no colaboran en proyectos comunes sino que ven a los otros como potenciales adversarios que les pueden llegar a quitar poder.

Una empresa que pone en el centro el beneficio, que hace que éste se convierta en el único fin, acaba engendrando un entorno humano inaceptable, invivible, un entorno en el que las personas no colaboran en proyectos comunes sino que ven a los otros como potenciales adversarios que les pueden llegar a quitar poder.

Nuccio Ordine © Nacho Goberna

- Los libros son una herramienta magnífica para conseguir esa concienciación. Su ensayo es un buen intento.

- Así es, los libros pueden redimirnos. Si algo me satisface es que con este manifiesto, en su modestia, en su pequeñez, estoy contribuyendo a levantar una alarma. En Italia el éxito del libro fue inmediato. Se superaron las 30.000 copias en pocas semanas, algo extraordinario para un ensayo. Pero lo que de verdad me entusiasma es recibir cartas de estudiantes, de profesores de instituto, de conservadores de museos, de jóvenes músicos que me dicen que lo que he escrito es lo que ellos llevan en el corazón y lo que viven cada día. Son muchos los creadores, los artistas, que siguen su pasión pese a saber que están marginados, que no son escuchados.

- En el libro se alude a un discurso de Víctor Hugo, que tiene que ver con todo esto, y en el que el escritor se refiere a los pobres artistas. Está claro que quien crea no lo hace para enriquecerse, pero también es cierto que se está instalando en la sociedad la peligrosa idea de que el artista, el que genera cultura, debe hacerlo de modo altruista, gratuitamente.

-  Sí. Cuando yo hablo de lo gratuito para nada quiero decir que el trabajo de los creadores, el trabajo intelectual, no se deba pagar. En absoluto. Precisamente una de las crisis del mundo de la educación consiste en  que los profesores se sienten humillados. En Italia están muy mal pagados. Es posible encontrar hoy a profesores que enseñan con 60 años y que están en una situación precaria, como interinos. Cuando yo hablo de lo gratuito me refiero a que las grandes obras artísticas, los grandes descubrimientos, no se han hecho en principio pensando en el lucro, aunque luego, a posteriori, acaban generando beneficios. Me refiero a que hay cosas que se hacen por la necesidad interior de hacerlas. Cuando vamos a escuchar un concierto lo hacemos porque hay en nosotros una pulsión emotiva, desinteresada, bello concepto al que hacía alusión Kant.

- Si a algo nos conduce “La utilidad de lo inútil” es a la reflexión. Unas cosas, unos conceptos, van llevando a otros. El tema del interés en todo tipo de relación es muy interesante.

- Sí. En el libro pongo un ejemplo para demostrar cómo el amor, que debería ser el campo de lo gratuito por excelencia, también ha llegado a corromperse. El interés también ha entrado en ese territorio. El matrimonio se basa en la exigencia económica de formar una familia y muchas veces se sigue con una pareja a la que ya no se quiere porque la empresa familiar obliga a hacerlo. Aquí también vuelvo a mirar a los jóvenes, a esos jóvenes que han de entender que deberían existir unas esferas de la vida humana en las que no exista el concepto del beneficio, de lo útil. Cuando entra en juego esa lógica se acaban matando, ensuciando, valores básicos, incluso el de la verdad. Ahora mismo podemos hablar de vendedores de verdad, de camellos de la verdad, idénticos a los que venden droga, que nos dicen que los suyos son los principios que hay que seguir. Y poseer la verdad significa matarla. Hay muchas mujeres que son asesinadas en el mundo porque existen hombres que creen que poseen sus cuerpos, sus almas; que están convencidos de que otro ser humano puede pertenecerles. Este es para mí un ejemplo de cómo la idea de posesión puede causar un deterioro de los valores que deberían proteger algunos aspectos esenciales de la vida humana.

Cuando entra en juego la lógica del beneficio se acaban matando, ensuciando, valores básicos, incluso el de la verdad. Ahora mismo podemos hablar de vendedores de verdad, de camellos de la verdad, idénticos a los que venden droga, que nos dicen que los suyos son los principios que hay que seguir.

- Pero esa tendencia es muy minoritaria. En España ese empresario aún no ha nacido.

-  (Risas) Habrá que ir hacia ahí. Es el camino. En Italia se ha celebrado recientemente el aniversario de Adriano Olivetti, un empresario que fue en contra de la corriente y nos enseñó algo muy bonito: que una empresa no debe producir únicamente beneficios, sino también belleza y libertad. Él se dio cuenta de que a través de la belleza y de la libertad el hombre aprende a entender cuál es el camino para la felicidad. Olivetti invirtió sus beneficios en bibliotecas, en casas y en guarderías para los hijos de los trabajadores. Se preocupaba de darles una dignidad humana y por ese camino llegó a construir una empresa de competitividad a nivel internacional que ni siquiera existía en Estados Unidos. Su ejemplo debería cundir. Si hoy las empresas no crecen no es solo por culpa de la crisis. En muchos casos tiene que ver con la deshonestidad de muchos de sus directivos: directivos que han falseado las cuentas, se han llevado gran parte del dinero obtenido a paraísos fiscales y han acabado despidiendo a los obreros, diciéndoles que el negocio iba mal. Cuántas veces se ha descubierto que detrás de los despidos masivos hay decenas y decenas de millones de euros, que han sido derivados hacia los bancos de los paraísos fiscales para el exclusivo uso personal de unos pocos.

- Tendrían que crearse otro tipo de escuelas empresariales y tendría que nacer otra nueva clase de empresarios, insisto.

- Exactamente. Hoy una de las limitaciones de la universidad es que ha llegado a ser demasiado profesionalizadora. La gente va a las universidades a convertirse en médicos, abogados, ingenieros. Sin duda hay que aprender esas profesiones, pero en primer lugar hay que aprender a ser personas. Solo cuando se sea mejor persona se llegará a ser un buenísimo ingeniero o médico. Cuando transformamos la escuela y la universidad en una empresa, donde los estudiantes se convierten en los clientes, la cosa varía. Esto es demoledor. En el léxico de las universidades italianas se han introducido palabras como créditos y deuda. Este lenguaje lo ha contaminado todo en la educación y de esto debemos huir. Y el mismo discurso vale para argumentar sobre la investigación científica. Cuando el Estado ya no invierte en la investigación de base lleva a las universidades a buscar los fondos sobre el territorio para poder sobrevivir. Y si se acude a una empresa farmacéutica, ésta nos dará dinero a cambio de un producto de mercado. Es cierto que la ciencia sigue avanzando, pero está claro que por este camino no será la ciencia la que haga las grandes revoluciones a favor de la humanidad. Como apéndice a mi ensayo decidí incluir un texto magnífico de Abraham Flexner [pedagogo, 1866-1959; fundador creador del Institute for Advanced Study de Princenton] para que se entienda que la gran revolución de la ciencia no fue la que realizó Marconi. Marconi hizo una gran revolución, sí, pero si no hubiera tenido los estudios previos de investigadores como Maxwell y Hertz, que no tenían ninguna necesidad práctica en su interés como estudiosos, hoy no tendríamos la radio. Incluso en el campo de la ciencia lo que vale es la curiosidad, dejar libremente al científico perseguir o cultivar sus ideas. El problema es que hoy esto es cada vez más difícil.

Nuccio Ordine © Nacho Goberna

- Estamos hablando de la necesidad de la cultura y de cómo se la anula tanto desde el poder. Pero, por otro lado, nunca como ahora, la gente ha tenido tanto acceso a la cultura, más bien al espectáculo.

- Bueno, pensemos en el cine, por ejemplo. Es verdad que hoy hay muchas más salas cinematográficas, pero también que el mercado de la distribución está cada vez más dominado por las películas de efectos especiales. El cine clásico, el de los grandes directores, cada vez se ve menos. Es cierto que en París sigue habiendo muchas salas de películas de autor, pero en otras ciudades como Roma prácticamente han desaparecido y en Nueva York, donde he vivido, quedan muy pocas, frente a unas 50 salas donde se expone el cine comercial, de efectos especiales, con grandes estrellas, pero muy pobre de contenido. Muchas de las cosas que hoy llamamos cultura en realidad son productos de subcultura. Y las librerías siguen existiendo pero, ¿qué es lo que venden?. Hay muchos más libros que antaño, pero, ¿estamos contentos con los libros que interesan al público?. ¿Quiénes están hoy en el “top ten” de las ventas?. Pues abundan  esos señores que hablan en la televisión o figuras del fútbol o similares. ¿Qué valor literario tienen las cosas que más se leen?. Sí. es verdad que hay más posibilidades, pero también es verdad que hay muchas cosas que no valen para nada y que hunden, ahogan, todo lo que sí merece la pena, pero que cada vez se ve menos. Y tenemos Internet, una gran revolución, sin duda, pero habría que educar a los jóvenes en su correcta utilización. Cuando mis estudiantes quieren hacer una investigación sobre un autor en concreto siempre les digo que en vez de bucear en Internet se lean un buen libro. De Giordano Bruno, uno de mis filósofos favoritos, existen en Internet decenas de páginas delirantes en las que hay informaciones equivocadas. Hoy en día cualquier persona puede escribir en Internet lo que le parezca, sin ningún tipo de control. El buscador competente, el que sabe, sabrá moverse en esas aguas, pero el joven tiene que ser guiado, porque, paradójicamente, cuando hay tantas informaciones todo y nada es lo mismo. Habría que hacer una guía Michelin de Internet, una guía que indique cuales son las mejores páginas a seguir en cada materia.

- ¿Una etapa de la Historia a la que podríamos mirar para tomar como ejemplo, tal vez el Renacimiento?

- Sí. Si viajamos al Renacimiento nos encontramos con personajes  como Copérnico, como Galileo, que no estudiaban los cielos porque hubiese alguien que les pagara un dinero para que hicieran un descubrimiento. Lo suyo era curiosidad, puro deseo de saber. Por otro lado, en el Renacimiento los conocimientos, las distintas disciplinas, no estaban separadas. Leonardo da Vinci fue un pintor, un constructor, un arquitecto, un ingeniero, un escritor. Miguel Ángel también dominaba con brillantez distintas disciplinas. Lo que hoy nosotros separamos, en el mundo clásico y en el Renacimiento estaban juntos. El premio Nobel de química Ilya Prigogine ha escrito un maravilloso libro, “La nueva alianza”, donde señala que si nosotros no mantenemos juntos los conocimientos. la humanidad se deslizará hacia la barbarie.

- Antes hablábamos de cómo los gobernantes buscan pueblos incultos, más dóciles y fáciles de dirigir, pero la ignorancia también conduce a los fanatismos, a los extremismos. Lo hemos visto en el pasado y lo estamos viendo en la Europa actual. Da la impresión de que esos gobernantes no están siendo conscientes de ese peligro.

- Totalmente de acuerdo. Antes hablaba de los traficantes de certezas, los traficantes de verdad, porque justo los momentos de crisis, de incertidumbre, son momentos en los que es fácil la explosión irracional. Surgen líderes que empujan a la gente inculta a abrazar determinados fanatismos porque es en esas etapas de crisis cuando se crea la necesidad de tener puntos de referencia seguros. Por eso el fanatismo religioso, el fanatismo político y otros, encuentran hoy un campo de cultivo muy fértil. En el libro hay un capítulo precisamente sobre el fanatismo y la verdad y, como indico, para abordarlo sería suficiente con leer una impresionante narración de Boccaccio, “Los tres anillos”, donde se le pregunta a un judío cuál de las tres religiones es la verdadera y el judío contesta contando una historia en la que da a entender que el hombre nunca sabrá cuál es la verdad absoluta. Montaigne, también Giordano Bruno, nos enseñan que la mejor manera de encontrar la verdad es buscándola y que toda la vida andaremos detrás de una verdad que no se dejará atrapar, pero que es el camino hacia ella el que nos convertirá en hombres solidarios, hombres que piensan que para acercarse lo más posible a su centro es necesario conversar con otros hombres.

Los momentos de crisis, de incertidumbre, son momentos en los que es fácil la explosión irracional. Surgen líderes que empujan a la gente inculta a abrazar determinados fanatismos porque es en esas etapas de crisis cuando se crea la necesidad de tener puntos de referencia seguros. Por eso el fanatismo religioso, el fanatismo político y otros, encuentran hoy un campo de cultivo muy fértil.

- ¿La lectura, la literatura, no es una forma de buscar la verdad y de estimular el diálogo con los otros?

- Por supuesto. Cuando yo hablo del hecho de que la lectura de un libro, de que el encuentro entre un maestro y un estudiante, pueden llegar a cambiar la vida de una persona no hablo de algo abstracto, es algo que yo he vivido en mi propia piel. Yo nací en un pequeño pueblo del sur, en una casa sin libros, de padres que habían dejado de estudiar a los 12, 13 años. En mi pueblo no había bibliotecas y en esas circunstancias nadie podía imaginar un futuro para mí en la dirección que he tomado. El nacimiento de la Universidad de Calabria en los años 70, en una región pobre, ha permitido a muchos jóvenes como yo ir a la universidad y encontrar allí a buenos profesores leyendo y recomendando libros maravillosos que han cambiado nuestras vidas. Yo he entendido muchas cosas y estoy convencido de que, a pesar de todo, la lectura de un clásico, la literatura, la filosofía, el arte, la música, todos esos conocimientos inútiles que conforman la cultura, pueden crear en nosotros unas reacciones, una conciencia que nos lleve a comprender mejor el mundo en el que vivimos y el corazón del ser humano.

- Si tuvieras que elegir un solo libro, un libro poderoso, ¿cuál sería?

- Es difícil que en el camino haya solo un libro. Hay muchos y cada uno de ellos es importante en fases concretas de la vida. Una de las obras que siempre he amado ha sido el “Orlando furioso”, de Ariosto, pero también me han acompañado las “Memorias de Adriano”, de Yourcenar, o un clásico sobre el que he escrito en mi libro, “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez. Tampoco me puedo olvidar de los poetas, tantísimos poetas, ni de otros escritores a los que tanto he amado como Cervantes. Don Quijote ha sido para mí una lectura extraordinaria. Mientras trabajaba en este ensayo sobre lo inútil, con esa idea en mi cabeza, me di cuenta de que no existe un héroe más famoso de lo inútil que el Quijote. Sus acciones reflejan sus valores. Él no quiere ganar nada con ellas. Simboliza todos esos actos que pareciendo inútiles pueden llegar a cambiar a veces la vida humana. Pensemos, por ejemplo, en esa famosa fotografía de la plaza de Tiananmen donde un joven se pone delante de los tanques y es capaz de bloquearlos. Esa parecía la acción de un loco y, sin embargo, diez años más tarde, esa imagen fue la portada del “Times”, que vio en ella una de las instantáneas que más han condicionado el siglo pasado.

“La utilidad de lo inútil” ha sido publicado por la editorial Acantilado. La traducción la ha realizado Jordi Bayod.

Nacho Goberna es el autor de las fotografías.

Nuccio Ordine © Nacho Goberna

Nuccio Ordine - La utilidad de lo inútil

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Archivado en: De Pensamiento, Las Entrevistas, Nº10 / Enero 2014

Lev Tolstói, mucho más allá de la indignación

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Tolstoi. Fotografía de dominio público

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Si el autor francés Stéphane Hessel fue capaz de influir en las conciencias y voluntades de millones de europeos con su sencillo libro-manifiesto “Indignaos”, qué no sería capaz de provocar hoy, de llegar a las multitudes, un ensayo como el que acaba de publicar Errata Naturae de Lev Tolstói bajo el título “Contra aquellos que nos gobiernan”. Si bien es cierto que un libro no es capaz de cambiar el mundo, de lo que no cabe duda es de la capacidad transformadora de una lectura, de su fuerza para modificar los ángulos de visión, para promover el debate, para abrir la mente y, poco a poco, llegar a convencernos de que hay otras maneras de vivir, otros discursos para nada convencionales, para nada manoseados, otros ideales a los que agarrarse, otros rumbos que seguir en un momento en el que cada vez está más cerca el derrumbamiento del castillo de naipes de las mentiras que han sustentado durante décadas y décadas el sistema político y financiero mundial.

Acosados por la desigualdad, por la injusticia, por la corrupción, por el final del espejismo de las denominadas sociedades del bienestar, en nuestra búsqueda de asideros, de referentes morales a los que aferrarnos, cuál es nuestra sorpresa, ciudadanos, lectores de este siglo XXI, cuando comprobamos que hombres nacidos tanto tiempo atrás, en peores circunstancias, sin el acceso a toda la información de la que hoy nos jactamos, tuvieron claro cuál iba a ser el destino de la humanidad y lo dijeron alto y fuerte, con valentía, sin temor a la censura, ni a la cárcel, ni a la soledad. Hablo de Tolstói, pero irremediablemente pienso en Thoreau, filósofo que inspiró poderosamente al escritor ruso con su “Desobediencia civil”.

Aún bajo los efectos de este “Contra aquellos que nos gobiernan”  siento una especie de chispazo en mi conciencia, la sensación de haber ido mucho más allá en este proceso imparable de comprensión de la realidad, en este despertar en el que tantas personas estamos inmersas desde que estalló la última crisis económica y el consiguiente capítulo de la austeridad, de los recortes, del salvamento a los bancos, de la deuda de los Estados en nombre de la cual todo es permitido; la pobreza, la criminalización del disidente, el no auxilio al inmigrante, la usurpación sistemática de los derechos adquiridos en todos los ámbitos. Leyendo a Tolstói nos damos cuenta de lo poco que ha avanzado la humanidad, de la manera en la que el poder ha ido construyendo una ficción en cuyas redes hombres y mujeres, generación tras generación, hemos ido cayendo sin la capacidad de reaccionar, de decir no, de juntar voces, gritos y voluntades en aras a la construcción de comunidades más equitativas.

Pero vayamos al autor de “Anna Karénina”, de “La guerra y la paz”, de “Resurrección”. Sigamos los pasos a este hombre que, de origen aristocrático, disfrutó las mieles de los privilegiados, gozó del halago de sus contemporáneos por sus logros literarios, cayó en los vicios del juego y se vio implicado, como soldado, en las batallas de su época. Pero nada de eso consiguió domar su espíritu inquieto, cegar sus ojos, acallar las dudas, las preguntas que surgían en lo más hondo de su corazón y que, previa crisis existencial, espiritual, de la que da cuenta en su obra “Confesión”, le llevaron a convertirse, en las últimas décadas de su vida, en un ser nuevo: un defensor de los débiles, una conciencia lúcida, revolucionaria, un azote para la Iglesia y los gobernantes.

Sigamos los pasos a este hombre que, de origen aristocrático, disfrutó las mieles de los privilegiados, gozó del halago de sus contemporáneos por sus logros literarios, cayó en los vicios del juego y se vio implicado, como soldado, en las batallas de su época. Pero nada de eso consiguió domar su espíritu inquieto, cegar sus ojos, acallar las dudas, las preguntas que surgían en lo más hondo de su corazón.

Como Thoreau, el  autor ruso hizo un llamamiento a la resistencia pacífica; como él vio claro que la vida en el campo, en plena naturaleza, procuraba la felicidad más que el hacinamiento en las ciudades y el trabajo mecánico en las fábricas. Como Thoreau, Tolstói (1828-1910), no se limitó a escribir y a difundir sus ideas, sino que las puso en práctica: dejó la ciudad, renunció a su fama de escritor, optó por vivir entre los campesinos y montó una escuela para los hijos de aquéllos, una escuela en la que formar a ciudadanos dignos, forjados en la libertad, en los principios de un cristianismo puro, no manchado por doctrinas, por mandamientos e intereses institucionales.

Son episodios de una biografía apasionante, preludio necesario para acometer la lectura de un ensayo altamente revelador que Errata Naturae vuelve a poner en las librerías españolas no con su título original, “La esclavitud de nuestro tiempo”, sino, muy acertadamente por su guiño a la actualidad, con otro mucho más llamativo: “Contra aquellos que nos gobiernan”. Desde aquí lo recomiendo con ímpetu y animo a colocarlo en las bibliotecas, grandes o minúsculas, de toda casa que mantenga sus ventanas abiertas a los aires renovadores del  cambio, a la ilusión por construir sociedades más justas para las  generaciones por venir.

Estamos ante un libro breve, de apenas 125 páginas, breve en páginas, pero inmenso en su contenido. Un ensayo en el que Tolstói demuestra sus dotes para la observación, su capacidad para desenmascarar el lenguaje del poder y para empatizar con los menos favorecidos, con los que sufren, una habilidad que, por otra parte, es uno de sus valores como constructor de mundos de ficción que han sobrevivido a las pesadas capas del tiempo. En “Contra aquellos que nos gobiernan” el autor parte de la constatación de las duras condiciones de trabajo de los braceros en la vía férrea Moscú-Kazán. Le han contado que durante treinta y seis horas, sin descanso, se ocupan de poner los bultos en la báscula a cambio de un pago miserable. No acaba de creérselo y se acerca al lugar, habla con los protagonistas, es testigo de sus padecimientos, de sus quejas.

Estamos ante un libro breve, de apenas 125 páginas, breve en páginas, pero inmenso en su contenido. Un ensayo en el que Tolstói demuestra sus dotes para la observación, su capacidad para desenmascarar el lenguaje del poder y para empatizar con los menos favorecidos, con los que sufren, una habilidad que, por otra parte, es uno de sus valores como constructor de mundos de ficción que han sobrevivido a las pesadas capas del tiempo.

Tolstoi con sus hijos pequeños. Fotografía de dominio público

En el espacio de cuarenta y ocho horas, únicamente disponen de una noche para dormir (…) Vestían todos blusones desgarrados, a pesar de que el termómetro marcaba veinte grados bajo cero (…) Todos eran campesinos emigrados (…) Ahora vivían como desdichados en Moscú”, va anotando a la manera de un periodista de investigación que busca sobre el terreno los datos para elaborar su reportaje.

El estilo es directo, certero. Hace preguntas, interroga a los hombres acerca de por qué realizan ese trabajo de presidiarios. “Estas son las condiciones que se nos imponen. Tenemos que comer. El que se queja, ¿ea, fuera! Si uno se retrasa una hora, se le ajusta el sueldo. No supone un problema, tienen diez solicitudes para cada puesto de trabajo”, anota la respuesta, una respuesta que perfectamente podríamos escuchar hoy, en tiempos de paro y de miseria en tantos lugares, cuando el mundo civilizado impone el trabajo basura, devalúa los salarios y aumenta los quehaceres de quienes temen quedarse sin sustento, en aras de una mayor productividad, haciéndonos creer que no hay otra salida.

Los rostros demacrados, fatigados que Tolstói observa, los accidentes laborales a los que hace referencia, las vidas apagadas, sin otro aliciente que la subsistencia, no nos quedan tan lejos. Somos testigos de casos así en nuestras ciudades, en el día a día. Y cuántas veces saltan noticias estremecedoras de dramas en las fábricas de países del Tercer Mundo, incluso en economías etiquetadas como emergentes, donde se fabrican los objetos que hemos de adquirir, la ropa que hemos de vestir a precios asequibles en Occidente, a costa del trabajo y de la vida de otros. No salgamos huyendo, sigamos avanzando por las páginas de este ensayo. De verdad merece la pena la sacudida, ese aldabonazo en las conciencias del que salimos con los ojos agrandados y la mente en ebullición.

Los rostros demacrados, fatigados que Tolstói observa, los accidentes laborales a los que hace referencia, las vidas apagadas, sin otro aliciente que la subsistencia, no nos quedan tan lejos. Somos testigos de casos así en nuestras ciudades, en el día a día.

Tolstói visita una fábrica de sederías y se apena ante las mujeres que abandonan a sus hijos en las aldeas de donde provienen o en hospicios porque el trabajo no les deja tiempo para atenderlos. Se refiere también a una fundición metalúrgica en Tula, su provincia natal, y traslada a sus lectores -no pocos de sus ensayos fueron censurados-  la situación de hombres que se ven obligados a beber aguardiente para mantener su energía. “Las estadísticas dicen que la duración media de la vida en Inglaterra es de cincuenta y cinco años para los hombres de las clases altas, y de apenas veintinueve para los que se dedican a trabajos insalubres”, apunta.

También manejaba estadísticas Tolstói. Estadísticas de ayer que hoy, cuando tanto ha avanzado la medicina, la ciencia, la tecnología, vuelven a constatar que la brecha de la desigualdad crece, que el abismo que separa a los ricos de los pobres, se ensancha. Las estadísticas, la inteligencia, el sentido común, llevaban a este creador, cuya imagen de casaca y largas barbas blancas ha llegado hasta nuestros días, a denunciar los terribles efectos de la industria moderna. “Nosotros que vivimos en la abundancia, que hablamos de liberalismo y de humanidad, que decimos compadecer a los otros hombres, y hasta a los animales, no pensamos sino en aumentar nuestras riquezas, es decir, en obtener más y más de ese trabajo asesino y ajeno, mientras vemos transcurrir días dichosos en la más perfecta calma”, decía, enfrentado a la clase privilegiada a la que pertenecía por cuna, esa clase que en su época y en la nuestra acalla su conciencia con actos de caridad o con pequeñas, insuficientes, mejoras hacia sus trabajadores para poder seguir tranquilamente, como dice Tolstói con sus comodidades y lujos, embolsándose sus sueldos, los dividendos que les procuran tierras y bienes inmuebles.

¿A quién se dirigía entonces el autor? ¿A quién sigue dirigiéndose hoy con su voz rotunda y sus convicciones, con su dolor y su ímpetu? No parece haber barreras, ni distancias, que ahoguen sus palabras. Su discurso incluso nos supera actualmente, se sitúa en esos ideales del movimiento anarquista que se tachan una y otra vez de utópicos. Podemos compartirlo o no, pero, en cualquier caso, es necesario como punto de partida para abrir un debate que debe prender cada vez más; para no dejarnos confundir por los teóricos del neoliberalismo imperante, para acabar de entender de una vez por todas de qué manera funcionan los mecanismos del poder, de qué forma todo gobierno se sostiene sobre la sumisión y el miedo de unos ciudadanos que no acaban de comprender cuánta fuerza poseen, cuánto podrían conseguir ejercitando activamente la rebeldía colectiva, desde el no generalizado. ¿Qué pasaría si poblaciones enteras se negasen a pagar impuestos, a formar ejércitos, a desempeñar trabajos que promuevan la desigualdad? nos induce a preguntarnos Tolstói. ¿Qué sucedería si se constituyesen cada vez más cooperativas independientes, más plataformas, más colectivos cívicos, más acciones al margen del sistema? He ahí la potencia de este libro.

¿Qué pasaría si poblaciones enteras se negasen a pagar impuestos, a formar ejércitos, a desempeñar trabajos que promuevan la desigualdad? nos induce a preguntarnos Tolstói. ¿Qué sucedería si se constituyesen cada vez más cooperativas independientes, más plataformas, más colectivos cívicos, más acciones al margen del sistema? He ahí la potencia de este libro.

Tolstoi en su estudio. Mayo 1908. Fotografía: Prokudin Gorskii y Sergei-Mikhailovich . El copyright ha caducado.

En “Contra aquellos que nos gobiernan”, ensayo que nos alumbra y deslumbra, se maldice cualquier modo de gobierno, ya se asiente sobre las ideas del capitalismo o del marxismo. Se aboga por destruir las fuerzas represivas de los Estados -ejércitos y policías- que utilizan la violencia para someter a los pueblos; se cuestionan los impuestos. Nada justifica la explotación, ni el consumo por el consumo que lleva a los individuos a vender su libertad, ni las leyes económicas que olvidan las ideas del bien general y defienden los intereses de la clase privilegiada.

Tolstói no deja de hacerse preguntas, de argumentar con lucidez y de cuestionar sus propias ideas desde la humildad. Como también le pasó a Thoreau no se sintió tan preocupado por su presente como por el mañana de la humanidad. Para él, tan cercano a los actuales defensores de las teorías del decrecimiento -cuánto recuerdan sus palabras a las de un Pierre Rabhi, por ejemplo- la desgracia de los obreros de las fábricas, “y en general de todos los que trabajan en las ciudades, no dimana precisamente de cobrar poco por un trabajo excesivo, sino de no poder vivir de un modo sencillo en plena naturaleza y de verse privados de su libertad, obligados a hacer para otros un trabajo invariable e impuesto”.

¿Qué ha arrojado a esos hombres de las aldeas a cambiar la vida libre en los campos por la esclavitud de las fábricas?, abre un interrogante cuya respuesta le lleva a situar las causas y los problemas de lo que fue un cambio de vida, de paradigma, que nos ha traído hasta el presente. Un presente en el que no pocos auguran una vuelta a la vida rural, a la autoproducción como posible salida para gran parte de los habitantes de estas sociedades enfermas, agotadas, contaminadas. “El trabajo de la tierra ha sido considerado por todos los sabios y poetas del mundo como la primera condición para una vida feliz. Por regla general, los trabajadores, por los menos aquellos que mantienen su dignidad y honestidad, lo prefieren a cualquier otro. Es sano y variado, mientras el trabajo en los talleres es insalubre y monótono. Es libre, es decir, que el campesino puede reposar un rato cuando le place y organizar a conveniencia sus labores, mientras que el trabajo industrial es obligatorio y depende del reloj y de la máquina”, expone el autor.

Si la primera parte del libro, la exposición sobre el trabajo y la defensa del campo frente a los tentadores cantos de sirena de la ciudad, resulta interesantísima -si me dedicase a transcribir todos los párrafos que he ido subrayando acabaría por reproducir el libro entero- la parte final, cuando Tolstói reflexiona sobre los pilares en los que se sostienen los gobiernos y se plantea qué pasaría si no existiesen, ya nos deja absolutamente perplejos: perplejos ante la sencillez y el sentido común de sus propuestas, ante su capacidad para pensar libremente, sin miedos ni ataduras, ante la urgencia y la actualidad de su discurso.

Tolstói, que se carteó durante un tiempo con el líder indio Mahatma Ghandi, a quien inspiró con sus ideas sobre la resistencia pacífica, tenía claro que la felicidad no dependía del tener más a cualquier precio, que los hombres y mujeres debían recuperar el equilibrio, la sobriedad feliz que hoy promulgan Pierre Rabhi y tantos otros. “La luz eléctrica, los teléfonos, las exposiciones universales, todos los jardines de la arcadia con sus conciertos y sus diversiones, los cigarros y las cajas de cerillas, los tirantes y hasta los automóviles… todo eso me parece muy bien, pero que desaparezcan para siempre todas esas cosas junto con los ferrocarriles y las fábricas de telas, si para perdurar todos esos manantiales de placeres y de comodidades, en provecho de una minoría privilegiada, el noventa y nueve por ciento de la humanidad debe permanecer en la esclavitud”, escribía con pleno convencimiento.

“La luz eléctrica, los teléfonos, las exposiciones universales, todos los jardines de la arcadia con sus conciertos y sus diversiones, los cigarros y las cajas de cerillas, los tirantes y hasta los automóviles… todo eso me parece muy bien, pero que desaparezcan para siempre todas esas cosas junto con los ferrocarriles y las fábricas de telas, si para perdurar todos esos manantiales de placeres y de comodidades, en provecho de una minoría privilegiada, el noventa y nueve por ciento de la humanidad debe permanecer en la esclavitud”, escribía el autor con pleno convencimiento.

Mucho han cambiado las cosas; las condiciones de los trabajadores han mejorado… Podemos pensar esto y seguir cómodamente instalados en el sofá o frente a la pantalla del ordenador. Pero, ¿de verdad las cosas son ahora tan diferentes? ¿Qué pensaría hoy Tolstói de las nuevas reformas laborales que dan marcha atrás en los avances conseguidos, dejando las manos libres a los empresarios para despedir, aumentar las horas de trabajo y reducir los salarios? Tomemos un respiro. Volvamos al ensayo, seamos capaces de seguir al autor en sus propuestas, de razonar a su lado desde una actitud abierta, libre de prejuicios.

Tolstoi. 1897. El copyright de la fotografía ha caducado.

“¿En qué consiste la esclavitud moderna?, ¿cuáles son las fuerzas que someten a unos hombres a otros?, se cuestiona el escritor. “Si preguntamos en Rusia, en Europa o en América, a los que llenan las fábricas, las ciudades y hasta las aldeas como asalariados, qué concurso de circunstancias les condujo a aceptar el estado en que se encuentran hoy en día, nos contestarán que no tuvieron bastante tierra para poder satisfacer todas sus necesidades y vivir en su propiedad trabajándola (…); o que los impuestos directos o indirectos que se les exigen son tan altos que no podrían pagarlos si no ganaran dinero trabajando por cuenta ajena; o que en las ciudades adquirieron hábitos costosos y se crearon necesidades que no pueden satisfacer sino vendiendo su trabajo y su libertad”.

Ningún interrogante, ningún planteamiento, duda, contradicción, queda fuera del alcance de quien se pregunta también sobre quiénes hacen las leyes y con qué propósito, de quien parte de la idea de que las cosas no deben ser asumidas sin más. “En todas partes”, declara, “los gobiernos exprimen al pueblo, le toman cuanto puede dar sin medir nunca sus exigencias por las necesidades de la sociedad (…) Y las sumas que así amasan, las derrochan en empresas cuyos intereses responden a los de la clase social privilegiada a la que pertenecen los propios gobernantes”.

Tolstói entabla una cruzada contra los impuestos, contra la propiedad. Denuncia las guerras, impulsadas por intereses, “que no solamente no contribuyen a la prosperidad de los pueblos sino que los destruyen”, y denuncia asimismo la violencia de los Estados a través de sus fuerzas de seguridad. ¿Es un revolucionario o simplemente un hombre que piensa, que huye de las actitudes sumisas, que anhela otro tipo de relaciones sociales, de vida? Él mismo se plantea que puede estar equivocado en parte de sus apreciaciones, sabe que no pocos le dirán que sus ideas son inaplicables, pero de lo que no le cabe duda es de que la injusticia sigue marcando el pulso de las sociedades modernas.

Tolstói entabla una cruzada contra los impuestos, contra la propiedad. Denuncia las guerras, impulsadas por intereses, “que no solamente no contribuyen a la prosperidad de los pueblos sino que los destruyen”, y denuncia asimismo la violencia de los Estados a través de sus fuerzas de seguridad. ¿Es un revolucionario o simplemente un hombre que piensa, que huye de las actitudes sumisas, que anhela otro tipo de relaciones sociales, de vida?

Hay un pasaje en el libro absolutamente feroz en el que Tolstói no duda en comparar a los bandidos, que asaltan a los viajeros en el camino a cambio de un tributo que les facilite el paso, con los gobernantes, que aún salen peor parados que aquéllos. “El bandido calabrés despojaba con preferencia a los ricos, los gobiernos despojan a los pobres y favorecen a los ricos, que a su vez les apoyan en sus crímenes. El bandido arriesgaba su vida; los gobernantes no aventuran su piel, y sólo obran valiéndose de la astucia y de la mentira”, vamos leyendo y podemos fantasear con un posible viaje en el tiempo de Tolstói, rumbo al siglo XXI.

“¿Cómo derribar a los gobiernos?” es la gran cuestión que plantea este ensayo. “Denunciando ante los hombres la mentira oficial” es la respuesta que ofrece Lev Tolstói, tras referirse ampliamente al dominio de unos sobre otros, a la burla de quienes engañan y manipulan a los demás porque tienen la fuerza de las armas, de la represión, de su parte. “Desenmascarando la violencia y haciendo patentes las mentiras en las que se apoya”, dice en otro momento este intelectual al que no le bastó con apresar el mundo en portentosas ficciones y que animó a sus semejantes a negarse a ejercer trabajos que contribuyeran al despotismo, al abuso, al avasallamiento, a la desigualdad, al sostenimiento de los Estados.

¿Cómo derribar a los gobiernos?” es la gran cuestión que plantea este ensayo. “Denunciando ante los hombres la mentira oficial” es la respuesta que ofrece Lev Tolstói, tras referirse ampliamente al dominio de unos sobre otros, a la burla de quienes engañan y manipulan a los demás porque tienen la fuerza de las armas, de la represión, de su parte.

Hay multitud de verdades, de razones, en su discurso. Un amplísimo abanico de argumentos enriquecedores en los que cada cual deberá bucear. Para finalizar yo me quedo con uno grandioso que transcribo tal cual: “¿En qué medida y cuándo se reemplazará el reinado de la violencia por el del consentimiento libre y racional de los hombres? Eso dependerá del número de hombres que en cada país tengan conciencia de la injusticia, y del grado de claridad con que lo adviertan. Cada uno de nosotros, aisladamente, puede colaborar al movimiento general de la humanidad o, por el contrario, trabarlo. Cada uno de nosotros deberá escoger: ir contra las leyes superiores de la vida, construyendo sobre la arena la frágil morada de su existencia ilusoria y pasajera, o dirigir sus esfuerzos en el sentido del eterno, del inmortal movimiento de la vida auténtica”.

“Contra aquellos que nos gobiernan” ha sido publicado por Errata Naturae. La traducción ha corrido a cargo de Aníbal Peña.

Las fotografías que ilustran este texto son de dominio público. La imagen en la que se ve al autor en su estudio lleva la firma de Prokudin Gorskii y Sergei Mikhailovich.

El vídeo que se incluye a continuación corresponde al tema “Dentro de un por qué”, incluido en el álbum “Un bosque de té verde”, de Nacho Goberna. Fue grabado y editado por el propio autor.

Lev Tolstoi - Contra aquellos que nos gobiernan

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Dos artículos de Lecturas Sumergidas que tienen mucho que ver…

La lección de vida de Henry David Thoreau

Henry David Thoreau (1817 - 1862)

Pierre Rabhi, una radical crítica a la modernidad

Pierre-Rabhi-photo@LAZIC


Archivado en: De Pensamiento, Los Libros, Nº10 / Enero 2014

Paisajes de interior

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Emma Rodríguez. Interior con Cortazar. Nacho Goberna © 2014

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Hace poco, ordenando las estanterías, me encontré un libro que en su día me pareció delicioso, “La sal de la vida”, de la antropóloga francesa Françoise Héritier, editado por Aguilar. Lo escribió con más de 80 años, después de haber vivido, experimentado mucho y llegado a la conclusión de que al final los momentos que recordamos son los momentos sencillos, esos a los que apenas se presta importancia porque forman parte del simple transcurrir de la existencia, de todo lo que consideramos dentro de los cauces de lo normal, de lo previsible. Esos  momentos robados al trabajo, a las obligaciones, que no merecen siquiera un hueco, una mención, en la agenda, pero que son los que realmente contienen la chispa de la felicidad.

El libro es una larga enumeración de instantes: una conversación, un paseo, una lectura, un viaje, una carcajada, un postre favorito, un mensaje de aliento, un buen café, un paisaje, un baño en el mar, el cuidado de un jardín… No puede ser más simple, más naif la entrega, pero de verdad que logra cambiar la mirada, apreciar esos pequeños placeres cotidianos que nos ayudan a superar los embates de un presente cargado de crispaciones.

Pensaba en ese pequeño libro una mañana en la que decidí quedarme en casa mientras fuera hacía frío. Una mañana que dediqué por completo a Cortázar, a disfrutar del recorrido de la “A” a la “Z” por el maravilloso álbum biográfico que acaba de publicar Alfaguara para celebrar los 100 años de su nacimiento. Si yo me propusiera hacer una lista con las cosas en las que puedo detectar con claridad la sal de la vida de la que habla Héritier, esta escena de interior con manta y un libro por descubrir sería una de ellas.

Emma Rodríguez. Interior con Cortazar. Nacho Goberna © 2014

Nadie que ame a Julio Cortázar podrá resistir la tentación de hacerse con este cofre lleno de cartas, de secretos, de imágenes insólitas, de ángulos desconocidos del autor de “Rayuela”. Se trata de un volumen original, juguetón, libre como él -excelente el diseño de Sergio Kern- que a través de momentos fijados por la cámara y de fragmentos reveladores de sus distintos libros, se convierte en una especie de viaje a sus raíces, a sus ciudades, a sus invenciones. Un viaje de la mano de Cortázar y de la mano de sus amigos, de sus seres queridos, de los autores que le influyeron también. Comienzo el recorrido en la “A” y veo a la abuela del escritor tal como la dibujó en su “Libro de Manuel”: “La abuela sacaba el mantel blanco y tendía la mesa bajo el emparrado, cerca de los jazmines, y alguien encendía la lámpara y era un rumor de cubiertos y de platos en bandejas, un charlar en la cocina (…) La abuela había regado el jardín y el huerto antes de que oscureciera y se sentía el olor de la tierra mojada, de los ligustros ávidos, de la madreselva llena de translúcidas gotas que multiplicaban la lámpara para un chico con ojos nacidos para ver esas cosas…“, escribió Cortázar, apresando uno de esos momentos inolvidables en su aparente normalidad, pero que se graban en la memoria con la fuerza que no llegan a adquirir otros instantes considerados más espectaculares o gloriosos.

Nadie que ame a Julio Cortázar podrá resistir la tentación de hacerse con este cofre lleno de cartas, de secretos, de imágenes insólitas, de ángulos desconocidos del autor de “Rayuela”. Se trata de un volumen original, juguetón, libre como él, que a través de momentos fijados por la cámara y de fragmentos reveladores de sus distintos libros, se convierte en una especie de viaje a sus raíces, a sus ciudades, a sus invenciones.

Sigo adelante y me encuentro con el adolescente Cortázar, con el joven autodidacta que a los 20 años se dejaba deslumbrar por Roberto Arlt, Dostoyevski, Thomas Mann; ése que iba, como él mismo reflejó en uno de sus textos, de Amado Nervo a Rilke, de Pierre Loti a Aldous Huxley, hasta encontrarse, de la mano de Ramón Gómez de la Serna, con Jean Cocteau, “el coagulante instantáneo” que un día logró fijar “las materias preciosas y mandar a la basura todo el resto”.

¡Cuánto le gustaba la fotografía a Cortázar! Qué gozo para sus seguidores que se dejase atrapar tantas veces por el objetivo: ensimismado expectante, serio, concentrado, divertido… Ahora es posible acceder a los espacios interiores de Cortázar y verlo en distintos momentos, en diferentes escenas, ya sea asustando a Gabriel García Márquez, Gabo para los amigos, con una careta diabólica, ambos sentados en un sofá, riendo a carcajadas; ya sea jugando con esa gata que él y Aurora Bernárdez, la compañera de su vida, artífice junto con Carles Álvarez Garriga de este libro-regalo maravilloso, se encontraron un día en las escaleras de su casa de París y terminaron convirtiendo en su mascota, una mascota a la que bautizaron con el nombre de Flanelle.

Emma Rodríguez. Interior con Cortazar. Nacho Goberna © 2014

El hombre y el escritor; el personaje más íntimo y el público, conviven en estas páginas en las que, letra a letra, vamos avanzando como los niños que se adentran en una tienda llena de juguetes o como los piratas que hallan el mapa de un tesoro. Argentina, Buenos Aires, Barcelona, Cuba, Francia, Galicia, Ginebra, la India, París, Venecia … Geografías donde Cortázar dejó sus huellas. Alejandra Pizarnik, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Buñuel, personajes inspiradores que le acompañaron en el viaje. Seguimos saltando de letra en letra y nos encontramos con los cronopios y de repente nos levantamos y ponemos música de jazz, porque era la música que adoraba Cortázar, y le seguimos en sus aventuras, en sus azares.

Son muchas las impresiones que saco de este gratificante paseo, pero sobre todo, a través de lo mucho sobre sí mismo que dejó reflejado en sus escritos, a través de sus cartas y de sus gestos detenidos, me quedo con la idea de los muchos perfiles de Cortázar: ocurrente, imaginativo, sarcástico, tierno, profundo, tímido, huidizo, amante de esos momentos que de verdad importan. Y son muchos los detalles que llaman mi atención, por ejemplo que confiese que con música le era imposible leer, algo que a mí también me sucede cada vez más, en contraste con tanta otra gente que dice concentrarse mejor. “Personalmente me apenaría, me decepcionaría, enterarme de que alguien a quien estimo intelectualmente ha leído un libro de cuentos mío al mismo tiempo que estaba escuchando una fuga de Bach o una ópera de Bertolt Brecht”, declaró en una entrevista realizada por Sara Castro Klarén, a quien también le confesó, respecto a sus costumbres lectoras, que podía adentrarse en un libro mientras esperaba en un aeropuerto o a alguien en un café, “porque ésos son los vacíos, los tiempos huecos que uno no ha buscado por sí mismo…”

“Personalmente me apenaría, me decepcionaría, enterarme de que alguien a quien estimo intelectualmente ha leído un libro de cuentos mío al mismo tiempo que estaba escuchando una fuga de Bach o una ópera de Bertolt Brecht”, declaró en una entrevista realizada por Sara Castro Klarén, a quien también le confesó, respecto a sus costumbres lectoras, que podía adentrarse en un libro mientras esperaba en un aeropuerto o a alguien en un café.

Emma Rodríguez. Fotografía por Nacho Goberna (9)

Como es imposible registrar todo lo que me ha conmovido y sorprendido, me limitaré a dar cuenta aquí, en este Diario, de algunas otras opiniones del escritor que me han resultado especialmente divertidas. Por ejemplo, lo que pensaba de los españoles: “Siempre me maravillan los españoles, que se tutean a los cinco minutos y se declaran íntimos amigos al cuarto de hora… Y están convencidos, y a lo mejor es así”, le dice en una carta a un amigo. O sus quejas sobre las ruedas de prensa y las entrevistas, sobre el hecho de que siempre se le formulaban preguntas del tipo: “Por qué no vivís en en tu patria, qué pasó que “Blow-Up era tan distinto de tu cuento, te parece que el escritor tiene que estar comprometido?” “A esta altura de las cosas ya sé que la última entrevista me la harán en las puertas del infierno y seguro que serán las mismas preguntas, y si por si acaso es “chez” San Pedro la cosa no va a cambiar, ¿a usted no le parece que allá abajo escribía demasiado hermético para el pueblo?”, saca a pasear el autor argentino su lado más humorístico.

A Cortázar le gustaban los gatos, se entendía con ellos. Un gato acompaña a don Pío Baroja en un libro-joya que también he leído estos días, “Retrato de Baroja con abrigo” (Nórdica) de Jesús Marchamalo, periodista, lector voraz, autor de sugerentes libros sobre escritores y bibliotecas y también adicto a Cortázar. El libro al que me refiero es un libro muy pequeño, pero lleno de ternura, capaz de apresar el espíritu del autor de “La lucha por la vida”, a través del texto de Marchamalo y de las ilustraciones, magníficas, de Antonio Santos.

Es una entrega amable que nos acerca al despistado y socarrón autor vasco, al transcurrir cotidiano de sus días, a su universo creativo. Marchamalo parte de datos biográficos y de su capacidad para empatizar con el personaje y consigue que lo imaginemos levantándose muy temprano, vistiéndose y canturreando “con cuidado para no despertar a nadie más”, desayunando y volviendo a la cama hasta que decidía ponerse a escribir en “un artilugio que ideó él mismo (…) y que instalaba junto al balcón: dos sillas que sujetaban sobre los respaldos un tablero de madera”. “Quedaba tan alto”, seguimos leyendo, que al sentarse, había que suplementar el asiento con libros y cojines”.

Imposible que no se instale una suave sonrisa durante todo el tiempo que tardamos en recorrer las páginas de una obra apta para adultos, pero también para animar a los pequeños lectores de la casa a adentrarse en el universo barojiano. Marchamalo retrata al escritor acompañado de gatos, el mismo que decía que aunque a los perros se les coge más cariño, “él, por lo menos, a los gatos les tenía más estimación”. Le vemos recorrer las estancias con un abrigo de cuyos bolsillos rotos se le caían todas las cosas y escribiendo “a mano, sobre cuartillas que después corregía tachando y añadiendo, a veces, pequeños papelitos que encolaba sobre el original”.

Jesús Marchamalo retrata a don Pío Baroja acompañado de esos gatos a los que tanto estimaba, recorriendo las estancias con un abrigo de cuyos bolsillos rotos se le caían todas las cosas y escribiendo “a mano, sobre cuartillas que después corregía tachando y añadiendo, a veces, pequeños papelitos que encolaba sobre el original”

Emma Rodríguez. Interior con Cortazar. Nacho Goberna © 2014

Genio y figura Baroja. Grande Cortázar. Eterno Chéjov, protagonista de este número de “Lecturas Sumergidas”. En lo que respecta a Chéjov no puedo dejar de anotar en esta Ventana lo que he disfrutado descubriendo algunas de las narraciones que se incluyen en el primer tomo de sus Cuentos Completos (Páginas de Espuma). Es dificil elegir favoritos, pero lo intento: “Flores tardías”, sin duda, de cuya lectura se sale con la sensación de haber descubierto algo esencial, pero difícil de traspasar a palabras; “En el mar”, un relato en el que el joven protagonista comprueba lo fácil que es pasar de la belleza al horror, de lo inocente a lo más abyecto. Y también “La cerilla sueca”, “El espejo torcido”, “El gordo y el flaco”… En fin.

No quiero cerrar la página sin recordar que hace un año poníamos en pie esta aventura y, por casualidad, por azar, ese azar en el que tanto creía Cortázar; en el que tanto creo yo, también la imagen que acompaña a esta sección era una imagen de interior. Leyendo bajo la ventana, aprovechando la luz natural. Una imagen de calidez frente a las agresiones del exterior. Hemos llegado a los 11 números de “Lecturas Sumergidas” y simplemente quiero dar las gracias al resto del equipo L.S, Nacho y Karina, por su gran aportación; a los colaboradores que han empezado a enriquecer esta publicación con sus textos llenos de “pasión”; a “Nueva Tribuna”, espacio digital con el que me identifico, nos identificamos y nos sentimos a gusto, y a todos los que nos seguís, sobre todo a los que creéis que merece la pena intentarlo y comprendéis  la importancia de los pequeños apoyos. De momento, hacer “Lecturas”, pese a las muchas horas de trabajo, pese al esfuerzo, es un placer que añade una pizca de sal a la vida.

“Cortázar de la A a la Z”, edición de Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga, con diseño de Sergio Kern, ha sido publicado por Alfaguara.

“Retrato de Baroja con abrigo”, de Jesús Marchamalo, con ilustraciones de Antonio Santos, ha sido publicado por Nórdica.

Las fotografías, sin salir de casa, fueron hechas por Nacho Goberna.

Emma Rodríguez. Interior con Cortazar. Nacho Goberna © 2014

Cortazar de la A a la Z           Jesús Marchamalo - Retrato de Baroja con abrigo

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Archivado en: De Diarios, Nº11 / Febrero 2014, Una Ventana Propia

Blanca Riestra: “Rimbaud me condujo al enigma”

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Blanca Riestra por © Karina Beltrán

Por Emma Rodríguez © 2014/ 

“Pregúntale al Bosque”, de Blanca Riestra, es un libro pequeño en número de páginas, poco más de 150, pero está cargado de tantas sugerencias, de tantos cajones por abrir, que para nada considero que sea desproporcionado decir que su distancia, su efecto, el peso de sus párrafos, pueden incrementarse considerablemente, multiplicarse por dos, por tres, por cien, por mil, hasta un millón y muchísimo más, dependiendo de los lectores que se acerquen a él y le vayan añadiendo sus propias interpretaciones y experiencias. Pese a ser muy íntimo, muy personal, muy biográfico, “Pregúntale al Bosque” es una especie de libro plastilina, que cada cual puede modelar según sus gustos y vivencias. Un libro cómplice en el que reconocer las huellas de una historia colectiva, la de los adolescentes y jóvenes de la Transición que andaron por las calles de los descubrimientos “cuando este país era una fiesta”, según dice la autora.

Pese a ser su apariencia delicada, tras esa bella portada de cuento, en la que las huellas se marcan en un enigmático paisaje nevado, se desliza una narración envolvente, una confesión, “una argumentación” nada amable sobre el hecho de crecer, de convertirse en adulto. Publicada por Pre-Textos, esta novela con la que Riestra (A Coruña, 1970) se alzó con el Premio Ciudad de Barbastro en su última edición, es una obra poco convencional que en ocasiones parece partir de las páginas de un diario. Una entrega poética, suave y abrupta a la vez, indagadora y valiente por el modo en que se enfrenta a lo vivido, por la manera en la que desmonta determinados discursos sobre la feminidad, incluído el de la obligación o necesidad de las mujeres de convertirse en madres.

Lo alegre y lo triste, lo plácido y lo hiriente, lo hermoso y lo feo, la celebración y el desencanto, van conformando un esclarecedor juego de dobles, de contraposiciones, un mosaico existencial que sigue el ritmo huidizo de la memoria. Y de fondo el bosque, esa imagen potentísima, llena de reminiscencias y de ecos, que se alza como un tupido túnel de árboles a través del cual llegar a lo incomprensible, a lo inexplorado, a lo profundo, pero también, muy especialmente, a las simientes de la escritura, a esas flores misteriosas que brotan en medio del campo árido, del desierto, de la soledad.

“Pregúntale al Bosque” es una obra poco convencional que en ocasiones parece partir de las páginas de un diario. Una entrega poética, suave y abrupta a la vez, indagadora y valiente por el modo en que se enfrenta a lo vivido, por la manera en la que desmonta determinados discursos sobre la feminidad, incluído el de la obligación o necesidad de las mujeres de convertirse en madres.

El Bosque era todo aquello que les era extraño, que se les escapaba. Estaba hecho de todo lo oculto, de lo despreciado, de lo prohibido”, leemos muy al comienzo de la novela. “El bosque no es una figura del pensamiento sino que existe, siempre al margen de todo lo que ocurre, a pie de página. Está en las tardes de la infancia escondido en los visillos, es el miedo por las noches al hombre del saco, es la ebriedad en brazos de un tipo cualquiera al que no volverás a ver, o peor, en brazos de un amigo al que ves desnudo por primera vez, al que sabes que estás traicionando para siempre, es la sensación de mareo cuando terminas de escribir un libro y la última palabra revolotea sobre ti como un vómito…”, subrayamos más adelante.

- La literatura, la creación en todos sus ámbitos, está llena de bosques. Es un territorio atrayente, un espacio múltiple, tan idóneo para el cuento como para la pesadilla. ¿Qué te llevó hasta ahí?

- El Bosque es una fuerza que atrae y que repele al mismo tiempo. Para mí tiene que ver con lo invisible y con lo irracional, pero también con la escritura, porque ésta nace de algo que no podemos explicar. En un momento de mi libro se llega a decir que la escritura se construye sobre la basura, es decir, sobre lo inconfesable y lo oculto. No todo es sublime, no todo es brillo y oropeles. Aunque se suele relacionar el arte, la escritura con la belleza, con la evasión, el creador accede también a la parte oscura, mezquina, fea, de la vida. Hay muchos bosques en la literatura, es cierto, pero yo no puedo dejar de citar una obra que me encanta, “El bosque de la noche”, de Djuna Barnes, una novela increíble, escrita a la manera de un laberinto, una especie de almacén de oscuridades, una espesura de palabras.

Blanca Riestra por © Karina Beltrán

- Da la impresión de que ésta fue una obra necesaria para Blanca Riestra, tanto para la escritora como para la mujer. ¿Hasta qué punto nació del deseo de hacer recuento, de explorar tu propio recorrido, tu propia identidad?

- Hay cosas en este libro, que va sobre la vida, sobre la propia vida y la interpretación que hacemos de ella, que se me escapan hasta a mí misma. La memoria no es plana. Está hecha de la acumulación de imágenes, de objetos, de huellas, de pistas. Me dejé arrastrar por todo eso, escribiendo de una forma muy natural, casi sin pausas, sin buscar la elaboración de grandes teorías. Es una argumentación que surgió en un determinado momento de inflexión, es cierto. Mi padre había muerto y eso fue algo brutal. Supuso para mí un cambio de era, de rumbo, ya lejos de esa figura protectora. Y, luego, el nacimiento de mi hija, que viví primero como una especie de rendición, ya que yo nunca había querido tener hijos, y que después acabé aceptando como una apuesta por la continuidad, por la supervivencia, por caminar hacia adelante en lugar de ir hacia la destrucción. Sí, necesitaba hacer un recuento sincero, no complaciente; explicarme lo que nadie me había explicado: cómo funcionan las cosas, cómo funciona la realidad. En un determinado momento nos creemos que somos libres, pero resulta que las cartas están marcadas de antemano.

La novela surgió en un determinado momento de inflexión, es cierto. Mi padre había muerto y eso fue algo brutal. Supuso para mí un cambio de era, de rumbo, ya lejos de esa figura protectora. Y, luego, el nacimiento de mi hija, que viví primero como una especie de rendición, y que después acabé aceptando como una apuesta por la continuidad, por la supervivencia, por caminar hacia adelante.

- ¿Te resultó duro enfrentarte a tus propios recuerdos y contradicciones? ¿Te sientes reflejada, eres tú la adolescente que avanza en esta novela, o, simplemente reconoces en ella, gracias al efecto mágico de la escritura, a un personaje de ficción?

- Siempre he estado en contra de la literatura de base biográfica. Pero, como decíamos antes, hay momentos en los que resulta necesario. En este caso me planteé que ya era hora de trabajar con la verdad, de dejar de lado esas historias más o menos alegóricas que recreamos los escritores y que no tocan aquello que de verdad nos importa. Sentí pudor a la hora de la publicación, me pareció que estaba jugando con material inflamable y tuve ganas de echarme para atrás, de parar. Pero al mismo tiempo pensé: “total, pero si nadie lee, para qué me preocupo”. Esa idea me hizo pasar el trago, ver lo escrito como algo muy alejado de mí. ¿Hasta qué punto la memoria es tramposa? Esta novela parte de una visión del mundo que es la mía, pero al final todo es ficción. Todos nos contamos un cuento para explicarnos y en este caso, para contar este cuento que es el mío, recurrí a una dureza tamizada. Tal vez porque la verdad desnuda resulta insoportable.

- La novela es el relato de una huida, una huida del sistema, con sus tentaciones y servidumbres, y una huida geográfica, a la búsqueda de otros espacios de libertad. Son muchos los escenarios, las ciudades, en las que desembarca la narradora, pero, como ella misma dice, siempre se acaba regresando a la ciudad de la que se escapa, la ciudad de los orígenes. Ahí está A Coruña, su aire marino, su humedad, su lluvia, sus tonos grises.

- Ésta es una historia que cuestiona hasta qué punto interviene o no la voluntad en lo que acabamos siendo, una historia sobre cómo es imposible escapar y sobre cómo siempre volvemos a los escenarios de nuestra infancia y adolescencia. Llevo conmigo la imagen, las sensaciones de una ciudad atlántica, portuaria, oscura y ebria. No puedo dejar atrás ese extremismo de los gallegos, quienes son capaces de hacer vivir su parte más festiva con esa otra de carácter destructivo, salvaje, kamikaze. Se trata de un pueblo de marineros, pero también está la Galicia rural, la Galicia profunda, mágica, dura, brutal, mítica. Es el Bosque donde habita la pobreza medieval, lo ignoto, con todos esos mensajes que una niña de ciudad, como era yo, no podía descifrar, pero que le resultaban muy atrayentes.

- Estamos ante un recorrido hacia las incertidumbres del presente. Partiendo de lo privado, el libro refleja muy sutilmente el paso a una sociedad confusa, desorientada.

- No fui consciente de ello, pero es cierto que la novela es también el retrato de la decepción de una sociedad que no acaba de entender su deriva, su evolución. La vida privada no puede separarse de los acontecimientos políticos, económicos de un país, y la literatura no puede permanecer al margen. Creo que la manera de escribir está cambiando; que en momentos de incertidumbre es cuando se hacen cosas nuevas; que están surgiendo cada vez más libros desoladores, maravillosos. Los escritores no estamos desconectados de la realidad, sino todo lo contrario. Tenemos los mismos problemas que los demás. El glamour ha desaparecido. Somos cada vez más pobres. Hay autores con grandes problemas económicos, abocados a escribir a cambio de remuneraciones ínfimas o, lo que es peor, gratuitamente.

- La novela critica el mercado editorial en la década de los 90, en la etapa de bonanza que precedió a la crisis, esa época en la que todo parecía brillar.

- Sí. También hubo un pelotazo clarísimo en el mundo de la cultura. Se celebraban premios y presentaciones en hoteles y restaurantes carísimos. Pensábamos que todos íbamos a hacernos ricos. Nos creímos algo que era falso. Había mucha tontería. La gente no se tomaba en serio lo que de verdad suponía la escritura.

La literatura no puede permanecer al margen. Creo que la manera de escribir está cambiando; que en momentos de incertidumbre es cuando se hacen cosas nuevas; que están surgiendo cada vez más libros desoladores, maravillosos. Los escritores no estamos desconectados de la realidad, sino todo lo contrario. Tenemos los mismos problemas que los demás. El glamour ha desaparecido. Somos cada vez más pobres.

- En las múltiples lecturas, interpretaciones, de la novela, está la del relato iniciático. Parémonos en la adolescencia: la inadaptación, la sensación de extrañeza ante todo, ante los demás, ante el propio cuerpo. Esa etapa, en la que todos hemos sido exploradores de emociones, se refleja muy bien en la novela. Es difícil no identificarse con la protagonista, una chica que va despertando al sexo, a la literatura, y cuya identidad se difumina tras las voces de las amigas con las que habla, con las que discute. Ese juego de voces es muy interesante; confunde al lector, le atrapa.

Blanca Riestra por © Karina Beltrán

- La adolescencia es una etapa que me encanta. Me gusta lo salvajes que son los adolescentes, ese optimismo desbordado que tiene que ver con el descubrimiento de la sexualidad, de la crueldad también. Aunque se sufre mucho, esos son los momentos en los que vivimos de verdad. Superada esa etapa, lo demás ya es vivir de las rentas, a medio gas. Aunque haya miedo, ese periodo de la existencia tiene mucho de gozoso. Los adolescentes se sienten fuertes.

-  No conocer la muerte da fortaleza. Hasta que no se ve morir a alguien querido, hasta que no se tiene conciencia de la muerte, no se crece. Esta es una idea esencial en el libro.

- Sí. Así es y no deja de resultar extraño. A medida que vamos creciendo parece que deberíamos hacernos más sólidos, más firmes y vigorosos, pero sucede al contrario; perdemos fuerza, vamos desapareciendo. Somos como lobos a los que se les van arrancando los dientes. Y, a la vez, no podemos dejar atrás esa primera visión de la adolescencia. Esa imagen nos marca para siempre. Creemos que cambiamos, pero en el fondo seguimos siendo los mismos de entonces, un poco más cansados y apaleados.

Me gusta lo salvajes que son los adolescentes, ese optimismo desbordado que tiene que ver con el descubrimiento de la sexualidad, de la crueldad también. Aunque se sufre mucho, esos son los momentos en los que vivimos de verdad. Superada esa etapa, lo demás ya es vivir de las rentas, a medio gas. Aunque haya miedo, ese periodo de la existencia tiene mucho de gozoso. Los adolescentes se sienten fuertes.

- Poco tienen que ver esos adolescentes que vivieron los aires frescos de la España de la Transición -hay muchas referencias en el libro a la denominada Movida, a los grupos musicales de entonces- con los de ahora, enfrentados a un presente empequeñecido, de vuelta atrás. Las transgresiones ya no están tan de moda.

- Sí. Esta novela es la crónica de una manera de ser que ha cambiado muchísimo, que ya no existe. A los adolescentes de mi generación no nos importaba el dinero, ni el éxito. Tampoco nos planteábamos el concepto de felicidad, ni de futuro. Lo que queríamos era ser peligrosos, duros, un poco malditos. Románticos y dionisiacos, la monogamia no era entonces la panacea. Deseábamos ser libres y no lograr ser tan salvajes como soñábamos fue algo que nos dolió después. Todo eso que nos gustaba entonces, que perseguíamos, ha desaparecido en gran medida. Hoy no puedo dejar de quedarme perpleja ante la ola que ha entrado de conformismo, de conservadurismo.

- El aborto es uno de los temas importantes de la novela, el aborto desde el punto de vista de una mujer que no desea ser madre aún porque no entra en sus planes, porque no es el momento adecuado, porque no quiere ceder a los imperativos de la sociedad. Su decisión es firme, meditada. La experiencia resulta dolorosa y a la vez liberadora. “No hubo palanganas, ni sondas ni viejas desdentadas, sólo un gotero y un médico y un quirófano y una de esas camillas para que abras las piernas. La adrenalina la dopaba. Fue capaz. Se alegró de poder hacerlo. Salió de la clínica por su propio pie”, leemos. Nada que ver con esa leyenda negra de suciedad, peligro y clandestinidad, que durante tanto tiempo se ha asociado en este país con el aborto.

- El aborto es uno de los temas importantes, sí. No puede ser de otro modo cuando se aborda la condición femenina. Durante demasiado tiempo a las mujeres se nos ha impuesto una imagen absolutamente idealizada del hecho de ser madres que no se corresponde con la realidad. No todo es tan estupendo como se refleja en la publicidad, en las revistas del corazón. Se trata de algo mucho más complejo, conflictivo y ambivalente para la mujer. Ser madre puede ser magnífico cuando realmente se dan las condiciones para ello, pero también puede ser el origen de otros problemas desde el punto de vista económico, social, laboral. No es obligatorio tener hijos, no es nuestra obligación. Ahora mismo el debate se centra en la reforma de la ley del aborto de Alberto Ruiz Gallardón, en las modificaciones que introduce. Es algo terrible, que hay que parar del modo que sea, pero hay que ir más alla. Hay que hablar de todas estas cuestiones esenciales que tienen que ver con la situación de supeditación en la que todavía nos hallamos. A las mujeres nos corresponde cuidar a los hijos y también a nuestros mayores cuando enferman. Resultamos útiles como cuidadoras, como suministradoras de servicios a la otra parte de la población.

Ser madre puede ser magnífico cuando realmente se dan las condiciones para ello, pero también puede ser el origen de otros problemas desde el punto de vista económico, social, laboral. Para nada es obligatorio tener hijos, no es nuestra obligación. Hay que hablar de todas estas cuestiones esenciales que tienen que ver con la situación de supeditación en la que todavía nos hallamos.

- Pese a los avances alcanzados, a los logros de los movimientos feministas, sigue existiendo una evidente discriminación.

- En efecto. Los hombres siguen ganando mucho más, siguen ocupando más puestos de responsabilidad, siguen dominando las instituciones, mientras una gran parte de las mujeres, arrastrada por la inercia, continúa adoptando los roles femeninos impuestos. El discurso sigue siendo masculino y en la literatura en concreto resulta muy castrador. No vamos a ponernos a hacer análisis de porcentajes, pero resulta escandalosa la escasez de casos de reconocimiento a mujeres escritoras, creadoras. Y, por otra parte, sigue siendo algo sospechoso que una mujer ascienda en un ámbito determinado. Cuando lo hace tiene que demostrar que se merece el puesto, tiene que trabajar el doble. Desmontar todo eso es muy complicado. La desigualdad, de un modo u otro, nos acaba tocando y yo he empezado a ser especialmente consciente de ello desde el nacimiento de mi hija. Afortunadamente ahora está surgiendo un feminismo más combativo, representado por Femen, un feminismo que rompe con esa idea del movimiento como algo trasnochado, cursi, estancando en la década de los 60.

- Pero también es cierto que cada vez surgen más autoras, más artistas, interesantes.

- Siempre ha habido autoras de cabecera, modernas, arriesgadas. Ahí están Clarice Lispector, Djuna Barnes, Jane Bowles, Marguerite Duras, Marguerite Yourcenar... Sin ir más lejos ahora mismo en nuestro país hay escritoras como Marta Sanz, Elvira Navarro o Esther García Llovet, que desmienten los postulados de que la literatura de mujeres es blanda, complaciente y sentimental. Ellas han dado un giro hacia la profundidad, hacia el riesgo, que es un soplo de aire fresco. Pero eso no tiene nada que ver con el discurso imperante, un discurso que sigue siendo masculino.

Imposible mejor momento para comenzar a hablar de los inicios, de la evolución, de los gustos y hábitos de Blanca Riestra como lectora. Esta conversación debería haber tenido lugar en su casa de Madrid, pero problemas domésticos lo hicieron imposible y cambiamos de escenario. Riestra confiesa que lo suyo es leer en el sofá o en la cama antes de dormirse, que no suele hacerlo en los cafés ni en los vestíbulos de los hoteles salvo que esté esperando a alguien y que ese alguien se retrase demasiado. Nos imaginamos que así era y forzamos la situación. Es una excepción en esta serie, como también es excepcional buscar las respuestas a algunas de las preguntas habituales en las páginas de “Pregúntale al Bosque”, un libro cargado de referencias literarias, un repaso a esas inspiraciones e influencias que tanto marcan el rumbo.

Así, sobre las primeras lecturas, se explaya la narradora-autora en la página 49, donde cuenta que los libros llegaron a parecerle mucho más interesantes que las personas. “Podía encerrarse y viajar por los aires como Nils Holgersson a través de Suecia. Aventuras, bandas de niños detectives, pensionados ingleses y huérfanas suecas”, escribe. “Torres de Malory, Puck, los Cinco y las aventuras de Kásperle”, va recordando. Y llega a afirmar que “aquéllos fueron sus tiempos más felices como lectora, pues leer era, entonces, puramente placentero, carente de propósito, sólo un acto de disfrute”.

Blanca Riestra por © Karina Beltrán

Más adelante -página 87- hay otro momento clave en el que Blanca Riestra juega a fijar su evolución en el tiempo de una manera muy fotográfica: “En 1996, lleva un jersey de kookaï marrón atado en la cintura, el pelo corto, y lee a Jane Bowles; en 1998, una chupa granate de cuero comprada en el Glignancourt y lee a Jean Giono; en 2001 una extensión pegada en el flequillo y una camiseta negra y lee a Joseph Roth. En 2004 una camisa blanca, escucha “Pablo Honey” y sueña con Bolaño; en 2008 el pelo largo, viste gabardina, y lee a George Bataille. Y ahora, en 2011, con gafas de pasta, chal psicodélico de cachemir, lee a Queneau y a la Duras.

- La presencia de Bolaño es importante en “Pregúntale al Bosque”. ¿Llegaste a conocerlo, a tratarlo personalmente?

- No. En una ocasión estaba previsto que acudiese a una cena con otros autores que organizó la editorial Anagrama, pero no apareció. Alguna vez pensé en escribirle, pero no lo hice por pudor. Me parece un autor esencial, que ha cambiado el panorama de lo que se está haciendo, la manera de concebir la novela, su concepción espacial, su estructura. La suya es una pasión por la literatura que habíamos olvidado. Es imposible que todo eso no te marque.

- “Pregúntale al bosque” participa de la idea del poder transformador de la literatura, pero si tuvieras que citar un autor, un libro en concreto, que te hizo experimentar un cambio de piel, ¿cuál sería?

- Claramente Rimbaud. El Rimbaud de “Las iluminaciones” y “Una temporada en el infierno”. Eso sí que fue… Recuerdo que mi hermana mayor tenía “Las iluminaciones” en su mesilla de noche y que yo lo cogía una y otra vez con insistencia, hasta acabar entendiendo algo de ese texto misterioso que me hizo percibir lo que es la literatura, que me introdujo en un mundo enigmático, casi cifrado.

- Hiciste tu tesis doctoral en Filología Hispánica en Francia, con una tesis sobre el poeta vanguardista Juan Larrea. ¿Qué lugar ocupa en tu trayectoria?

- Larrea llegó en la universidad. Me encantaba su modernidad, su perfil de creador inclasificable. Fue muy interesante acometer esa labor de investigación sobre él, pero lo cierto es que en esa etapa mi relación con la literatura ya era diferente. Tenía que ver con el trabajo. Ya no era lo mismo. Está claro que las lecturas más pasionales se hacen en la adolescencia.

Recuerdo que mi hermana mayor tenía “Las iluminaciones” de Rimbaud en su mesilla de noche y que yo lo cogía una y otra vez con insistencia, hasta acabar entendiendo algo de ese texto misterioso que me hizo percibir lo que es la literatura, que me introdujo en un mundo enigmático, casi cifrado.

- ¿Qué libro recomiendas para ayudarnos a entender la situación actual, el presente?

- “Las cosas” de Georges Perec, una delicia de clarividencia, de dureza. A través de la relación de una pareja Perec va dándonos idea de la deriva a la que hemos llegado. Nos demuestra que los objetos que consumimos pueden ser fascinantes, pero también letales. Nos habla de hasta qué punto nos matamos por tener dinero cuando ese dinero sirve para comprar cosas que no solucionan nada. Esa idea de que somos como ratones en la rueda, de que no podemos escapar del  sistema está también en “Pregúntale al Bosque”. Por eso siempre me han gustado tanto los vagabundos. Son gente que se han salido del cuadro y nos contemplan desde fuera. Se han instalado en el momento presente y siguen representando un poco esa despreocupación y voracidad de la adolescencia.

- ¿Qué estás leyendo ahora mismo?

- Estoy leyendo en francés una edición de Gallimard que reúne diez novelas cortas de Patrick Modiano. Me fascina cómo maneja esa distancia y cómo juega con los recuerdos, con la memoria, con las calles y las geografías urbanas.

-  Me imagino que estás muy al tanto de las novedades. Antes me citabas a tres mujeres que te interesan especialmente: Sanz, Navarro, García Llovet. Las tres forman parte del grupo, de la primera tanda de autores, que has seleccionado para la editorial francesa Orbis Tertius. ¿En qué consiste ese proyecto?

- Sí. Se trata de una colección que acaba de empezar a rodar, VersiónCeleste (www.editionsorbistertius.fr). Una serie que intenta llevar a los lectores franceses una literatura hispánica menos convencional, alejada de lo previsible, de lo que no se encuentra habitualmente en las mesas de novedades. Junto con el editor del sello, Jean-Claude Villegas, al que conocía de mi época de estudiante en la universidad de Borgoña, me he propuesto contribuir en la medida de lo posible a que se supere esa imagen fija del “boom” y del realismo mágico, mostrar a los lectores franceses que hay otros horizontes, tendencias innovadoras, gente de las dos orillas que está haciendo cosas interesantísimas, no evidentes a primera vista. En la colección están, además de las autoras ya mencionadas, otros como Carlos Castán, Juan Carlos Méndez Guédez, Andrés Neuman, Ernesto Pérez Zúñiga… También me incluyo yo. Llegamos a ese público de la mano de traductores del ámbito universitario. Es una colección online, que se distribuye a través de la red de plataformas virtuales de venta de “e-books”, pero también es posible la edición en papel bajo demanda.

- Por último, ¿qué libro te llevarías a una isla desierta?

- “El arrebato de Lol V. Stein”, de Marguerite Durás. Una especie de novela de lo irracional, llena de hallazgos. Una verdadera belleza.

“Pregúntale al Bosque” ha sido publicada por la editorial Pre-Textos.

Las fotografías fueron realizadas en el céntrico Hotel de las Letras (Madrid) por Karina Beltrán.

Fotografía © Karina Beltrán

Blanca Riestra - Pregúntale al Bosque

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Archivado en: De Literatura, Leyendo con, Nº11 / Febrero 2014

Lobo Antunes, el hombre que no se sienta en el hielo

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Lobo Antunes ©  Pedro Loureiro

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Cuando António Lobo Antunes (Lisboa, 1942) participó en la guerra de Angola se dedicaba a enviar cartas, cartas en las que hablaba de muchas cosas y que nacían de su necesidad de comunicar que estaba vivo. Para el escritor portugués las novelas que escribe también parten de ese deseo. Lo que hace es ponerse junto al lector y decirle: “estoy aquí, contigo, delante de este misterio que no comprendemos, un misterio que nos sobrepasa y que, como decía Lorca, nos hace vivir”. Así me lo contaba en una conversación que mantuvimos con motivo de la publicación de “El archipiélago del insomnio”. Ahora, unos cuantos años después y unos cuantos títulos por medio, regresa a las librerías españolas con “Sobre los ríos que van” (Random House), una novela que enlaza con aquella en la pervivencia de la memoria, en los rumores de un pasado que no acaba de desaparecer, que se torna presente mientras exista alguien que siga atesorando sus recuerdos.

Apenas inicié el nuevo recorrido fui consciente de que las atmósferas del viejo caserón de ese “archipiélago”, un caserón lleno de marcos de fotografías, pero vacío ya de las voces, los gestos, las palabras de quienes lo habitaron, seguían en mí con la fuerza de esa literatura que se posa en el fondo, con un suave e imperceptible aleteo, hasta acabar convirtiéndose en una especie de raíz fértil. António Lobo Antunes ha vuelto a las estancias familiares de su infancia, a su infancia de pueblo, pero esta vez a partir de una circunstancia excepcional, su internamiento en un hospital, donde fue operado de cáncer hace ya algún tiempo, y donde percibió la cercanía de la muerte.

Da la impresión de que afrontar literariamente ese momento, de que buscar el lenguaje capaz de expresar sus emociones extremas, era algo esencial para este hombre que ejerció la psiquiatría antes de dedicarse por entero a las letras y que se ha convertido en un explorador de esas pulsiones y afectos que nos definen y hermanan en el amplio recorrido de la humanidad, esos sentimientos que permanecen inmutables y que nos hacen sentir que no hemos cambiado nada mientras a nuestro alrededor, fuera de la esencia, los planetas han seguido girando y se han forjado sociedades cada vez más complejas, evolucionadas, altamente tecnológicas. “Pero seguimos preguntándonos por el sentido de la vida y sintiéndonos estupefactos ante la muerte”, recurro a otra frase del escritor, a otro encuentro a raíz de la edición de “Mi nombre es Legión”, un libro de cariz diferente, menos biográfico, más colectivo, en el que da voz a los humillados, a los débiles, a los desposeídos. Un libro en el que indaga en la violencia, una de sus obsesiones, y llega a constatar de nuevo lo solos que estamos, lo pequeños que somos, ante la inmensidad del mundo.

“Pero seguimos preguntándonos por el sentido de la vida y sintiéndonos estupefactos ante la muerte”, recurro a otra frase del escritor, a otro encuentro a raíz de la edición de “Mi nombre es Legión”, un libro de cariz diferente, menos biográfico, más colectivo, en el que da voz a los humillados, a los débiles, a los desposeídos. Un libro en el que indaga en la violencia, una de sus obsesiones, y llega a constatar de nuevo lo solos que estamos, lo pequeños que somos, ante la inmensidad del mundo.

Pero quedémonos en “Sobre los ríos que van”, dejémonos arrastrar por sus corrientes, a sabiendas de que el territorio de Lobo Antunes no es un territorio de fácil y cómodo acceso. Nadar en sus aguas es como adentrarse en el océano y sentir la extrañeza del primer momento, ese frío que nos hace tiritar y que nos impulsa a volver a la arena cálida. Pero hay que seguir avanzando, avanzando sin parar hasta el instante en que se llega a percibir la plenitud del contacto con lo profundo, el sonido de la respiración, el azul del cielo envolvente, el ritmo del movimiento, la lejanía de la orilla y de todo lo que no sean los propios latidos. Merece la pena estar ahí y quedarse un tiempo, como merece la pena llamar a la puerta de Lobo Antunes y sentir el privilegio de ser invitado a entrar.

Es cierto. Descoloca un poco a quien se acerca a ella por primera vez una obra tan extraña, inclasificable, rompedora, diferente. Es necesario acostumbrarse a la manera de mirar del escritor, a ese asomarse a la parte irracional, a lo que no puede ser ordenado ni domado. En esta nueva novela Lobo Antunes viaja hacia su centro y se muestra desnudo, sincero, humilde, solo y perdido ante el dolor, ante el miedo, a la búsqueda de esas palabras que, aún no nacidas, aún no dichas de la misma manera ni en el mismo orden nunca antes, le ayuden a entender lo que le está pasando. Como sucede en otros de sus libros, como sucedía en “El archipiélago del insomnio”, todo parece un delirio, un sueño, una alucinación, un desvarío. El hombre en el hospital es consciente de la gravedad de su situación, mira la lluvia caer tras la ventana y viaja al pasado, a la infancia, a los distintos senderos de la vida recorrida. Cuántos destinos, cuántas identidades, cuántos trayectos hasta la desembocadura, hasta llegar a percibir con lucidez lo que ha sido, lo que ha dejado de ser, aquello en lo que se ha convertido.

La enfermedad, el cáncer, es como “un erizo” que se ha metido dentro del cuerpo, como el erizo que de pequeño vio en el árbol. El mecanismo de los recuerdos se ha puesto en marcha, igual que el reloj al que se da cuerda, y todo son asociaciones, imágenes superpuestas. La vida en forma de capas, de sustratos de emociones, de sensaciones, de fragmentos. El hombre que yace en la cama, a expensas de los profesionales que le cuidan, no puede frenar el dolor, del mismo modo que el niño no pudo frenar la bicicleta aquella primera vez que su tío le enseñó a conducirla. Y el olor del pasillo es igual al de la farmacia del pueblo donde escuchaba contar historias de lobos en invierno. Y la interna que se acerca a apagar la luz de la habitación le recuerda a su madre acercándose a su puerta para hacer lo mismo.

En esta nueva novela Lobo Antunes viaja hacia su centro y se muestra desnudo, sincero, humilde, solo y perdido ante el dolor, ante el miedo, a la búsqueda de esas palabras que, aún no nacidas, aún no dichas de la misma manera ni en el mismo orden nunca antes, le ayuden a entender lo que le está pasando. Como sucede en otros de sus libros, como sucedía en “El archipiélago del insomnio”, todo parece un delirio, un sueño, una alucinación, un desvarío.

Lobo Antunes  © Ángela Camila Castelo Branco

La oscuridad aparece y el hombre está solo, igual que de pequeño se quedaba solo con sus miedos. Y aparecen los abuelos, el padre, toda esa gente que fue y que sigue siendo en el fondo de su corazón, como parte de él mientras su existencia se prolongue. Todas las sensaciones vuelven, se repiten, porque somos aquello de lo que nos hemos nutrido, porque las primeras experiencias, los primeros descubrimientos, los primeros deseos, están ahí, en el pozo profundo, y emergen siempre, en situaciones similares.

“…Qué misteriosa la vida, lo bañaban en la tina de la cocina y lo incómodo de estar desnudo delante de la criada, pequeño, delgado, sumiso igual que en la enfermería pequeño, delgado, sumiso de nuevo”, subrayo este párrafo estremecedor. “Si su madre pegase la mejilla a la suya, incluso anciana, incluso ciega, la palabra hijo cobraría sentido, no la palabra enfermedad, no la palabra muerte, mientras iba caminando por los ríos sin nada que le estorbase, acompañado del pasodoble de un saxofón remoto, en dirección al mar”, elijo este otro pasaje porque dice mucho de la especial manera de narrar, de contar, de construir, del escritor. Un estilo de enorme plasticidad, no lineal, no acorde a las puntuaciones convencionales, hecho de interrogantes en busca de respuestas, de repeticiones que son como fogonazos de lucidez, a la manera de un poema. Un poema larguísimo que atrapa con la potencia de sus metáforas, de sus imágenes, y ante el que llegamos a percibir que todo cobra sentido, que de algún modo se ha obrado un pequeño milagro que nos conduce hacia un foco de luz capaz de iluminar trozos de verdad que antes éramos incapaces de percibir.

En esta ocasión el lenguaje de la poesía, de lo más íntimo, se entremezcla con el frío vocabulario del hospital: de los quirófanos, las radiografías, las sondas, el suero, las botellas de oxígeno, las pruebas, los análisis, las agujas, los diagnósticos, las terapias. Una mezcla explosiva que funciona, enfrentados todos esos términos a los de otros diccionarios, diccionarios del sentimiento, de la naturaleza: veredas, arbustos, perfume de eucaliptos, líquenes y rocas del río de la infancia… Y el escritor impone sus contrastes, sus ritmos, como quien dirige una orquesta, un todo que nos arrolla, nos envuelve y fascina.

En esta ocasión el lenguaje de la poesía, de lo más íntimo, se entremezcla con el frío vocabulario del hospital: de los quirófanos, las radiografías, las sondas, el suero, las botellas de oxígeno, las pruebas, los análisis, las agujas, los diagnósticos, las terapias. Una mezcla explosiva que funciona, enfrentados todos esos términos a los de otros diccionarios, diccionarios del sentimiento, de la naturaleza: veredas, arbustos, perfume de eucaliptos, líquenes y rocas del río de la infancia…

Caudaloso, salvaje, es el flujo de la memoria de Lobo Antunes. Y la mejor manera de seguirlo es dejarse llevar por el ritmo de las olas que se elevan y acaban siempre por caer, por esa prodigiosa melodía que asciende y desciende por escaleras paralelas, por pensamientos dispares, por una sabia combinación de pausas y de silencios. “Escribir es estructura, poner carne a un delirio”, vuelvo a recuperar una de esas charlas en las que me decía que nunca partía de certidumbres, sólo de preguntas; que muchas veces le parecía que estaba caminando por un sueño; que en ocasiones solía tener la impresión de que los libros estaban en el aire, independientemente del autor que les diese forma; que la mayor parte de las veces la escritura era un oficio de paciencia, pero que cuando encontraba la palabra exacta para expresar una emoción, un sentimiento, él, que no era hombre de lágrimas, no podía evitarlas.

Tampoco quien se acerque a sus narraciones puede evitar las lágrimas, créanme. Lágrimas en cierto modo sanadoras, refrescantes. En el caso de “Sobre los ríos…”, aún partiendo del dolor, de la enfermedad, no es la dureza de lo que se cuenta lo que más estremece y emociona. Son los momentos de belleza que se alcanzan, esa evocación de lo acaecido, nada sensiblera pese a estar teñida de dulzura y de melancolía, esos cauces de comprensión que se abren en medio de un recorrido zigzagueante que en determinados tramos se espesa y bifurca hacia senderos difíciles de descifrar. No queramos entenderlo todo, no busquemos argumentos. ¿Acaso la vida tiene un argumento fijado? ¿Acaso la memoria responde a un guión?

“Intentaba ponerle nombre a las formas y no encontraba los nombres, estaba y no estaba despierto como cuando parece que entendemos el sentido del mundo que en el instante en que lo entendemos se esfuma…”, divaga el protagonista. “… Devuélvanme los pinares, la sierra, la infancia que me he traído al hospital y me pertenece…”, emite su grito mudo. Todo sucede en su interior, un largo monólogo que sólo escuchan los difuntos, los que se han ido. Ellos son más reales que las visitas. Ellos le envían mensajes reveladores, le acompañan por los paisajes en los que aprendió a intuir lo sublime, a descubrir el deseo, la paulatina transformación de su cuerpo, el despertar del sexo. La sonrisa del joven de 16 años que fue está ahí para darle valor.

Parece que no sucede nada en la novela, pero en realidad se están desvelando muchas cosas en ese discurrir de la memoria en la que el protagonista bucea a la busca de sí mismo. “Lo entenderás cuando crezcas”, le decían en su niñez. Parece que no sucede nada, pero en esa inmersión van saliendo a flote los afectos que no se olvidan; las primeras decepciones, por ejemplo la del padre al que descubre engañando a su madre con la criada y al que nunca volverá a querer del mismo modo; los primeros abandonos, así el del tío querido, que se va a España a trabajar y del que nunca más sabrá. Y las muertes de los seres queridos que vuelven a él de nuevo, desde el otro lado, el invisible. Y el recuerdo de ese primer amor que lo abandonó y que sigue siendo importante en el trazado de su biografía, de su ser.

Lobo Antunes ©  Pedro Loureiro

Son los acontecimientos clave en la vida, más allá de las circunstancias de trabajos, salarios o éxitos, los que realmente tienen valor. Esos momentos capaces de iluminarlo todo. “Tantos secretos, tantos asuntos en suspenso…”,  va pensando el narrador mientras recoge los guijarros de toda una vida arrojados a la orilla. “Qué cosa imposible de entender el tiempo, una llamita aumentando y extinguiéndose…”, le escuchamos decir. “La habitación no cambió, las luces seguían iguales, los enfermeros se ocupaban de él al ritmo de costumbre con las palabras de costumbre y sin embargo la impresión de encontrarse en el centro de lo que no sabía lo que era y de lo que dependía su vida, sin nada que ver con la enfermedad y tan desdibujado por los años que no conseguía encontrarlo, la llave capaz de girar la puerta que conducía a él mismo…”, seguimos su proceso.

Alejado de modas, de listas de más vendidos, de prejuicios, António Lobo Antunes ha ido levantando su particularísimo territorio, su océano, título a título, hallazgo tras hallazgo. Es por eso que puede descender hacia esos fondos en los que anida el temor, la vergüenza, el sentimiento de indignidad, de humillación. Frente a una sociedad que da la espalda a lo que duele, que sigue adelante sin detenerse ante los que sufren, él se atreve a mirar de frente los rostros de la soledad y a atravesar con palabras el puente hacia la muerte. Puede hacerlo porque ha sido tocado con el don de la escritura y, sobre todo, porque apuesta por la vida, por la vida consciente.

Alejado de modas, de listas de más vendidos, de prejuicios, António Lobo Antunes ha ido levantando su particularísimo territorio, su océano, título a título, hallazgo tras hallazgo. Es por eso que puede descender hacia esos fondos en los que anida el temor, la vergüenza, el sentimiento de indignidad, de humillación. Frente a una sociedad que da la espalda a lo que duele, que sigue adelante sin detenerse ante los que sufren, él se atreve a mirar de frente los rostros de la soledad y a atravesar con palabras el puente hacia la muerte.

“Lo que de verdad me inquieta es la resignación. Ese momento en que uno decide parar. Mi padre murió el día en que se paró y se sentó en una silla mirando al mar. Algo dentro de él cambió. Pienso en los esquimales que se sientan en el hielo y pienso que la mayor parte de la gente está sentada en el hielo. Es gente muerta sin saberlo. ¡Qué vidas tan mal empleadas! Somos casas con muchas habitaciones, pero sólo somos capaces de vivir en dos o tres. Tenemos mucho miedo a lo que está dentro de nosotros”, recupero ahora parte de lo que me dijo el escritor en una ya lejana conversación.

¿A qué le tenía miedo él, a qué podía tener miedo un hombre que no se sentaba en el hielo?, recuerdo que le pregunté. Y me contestó que tenía miedo a su violencia interior, una violencia que no supo que existía hasta la guerra, cuando se encontró con tanta gente joven y buena, pero con una enorme capacidad de hacer daño llegado el caso. “Entonces aprendí que la maldad convive con la bondad. Aprendí a ser muy prudente a la hora de emitir juicios sobre los otros”, me dijo. Fueron palabras, apreciaciones que prendieron en mí en un momento en el que percibía que estaba rodeada de gente de hielo, aunque no era capaz de ponerle las palabras justas.

La literatura de Lobo Antunes tiene la capacidad de poner esas palabras justas, iluminadoras, como recién nacidas en sus manos que las juntan y transforman sus sentidos. Sus libros son una apuesta por la vida, sí, un intento de recorrer todas esas habitaciones de las que habla. “… Su vida llena de pasados y no sabía cuál de ellos el verdadero, memorias que se sobreponían, recuerdos contradictorios, imágenes que desconocía y que no soñaba que le perteneciesen…”, leemos en “Sobre los ríos que van”. Una novela en la que nuevamente el escritor avanza por esas estancias sin miedo a ir abriendo puertas. Detrás de esas puertas puede haber monstruos o demonios, pero también la sonrisa franca del chaval de 16 años con todo por descubrir, capaz de infundir el valor necesario para proseguir el camino, andando, avanzando hacia el momento en el que el río abra sus brazos al mar.

“Sobre los ríos que van” ha sido publicada por Random House. La traducción ha corrido a cargo de Antonio Sáez Delgado. 

Las fotos, cedidas por la editorial, las firman: Pedro Loureiro y Ángela Camila Castelo Branco, la del centro.

Lobo Antunes - Sobre los ríos que van

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Os recomendamos el artículo sobre otro de los protagonistas indiscutibles de las letras portuguesas: Pessoa…

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Archivado en: De Literatura, Los Libros, Nº11 / Febrero 2014

Tony Judt, el precio del compromiso

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Tony Judt

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Si hay un pensador de las ideas políticas al que merece la pena acercarse si de verdad queremos entender los derroteros de las sociedades contemporáneas, ése es Tony Judt, un interesantísimo historiador que falleció en 2010, con apenas 62 años, a consecuencia de una enfermedad degenerativa, dejándonos el legado de una obra en la que ya atisbó los fracasos del presente. Ahora recuperamos su voz, el ímpetu de sus análisis críticos, contrastados y detenidos, a través de la lectura de “El peso de la responsabilidad”, un nuevo libro que acaba de ser publicado en nuestro país por Taurus y que es un compendio de tres cortos y reveladores estudios sobre el pensamiento, las biografías, las decisiones e indecisiones de tres intelectuales esenciales en la Francia del siglo XX, tres figuras que representan todas las contradicciones de una época convulsa: Albert Camus, Raymond Aron y Léon Blum.

Para los que ya conocen títulos suyos como  “Postguerra” o “El refugio de la memoria”; para quienes se hayan acercado a la obra con la que este hombre se despidió del mundo, un deslumbrante testamento, una reveladora conversación con otro historiador, Timothy Snyder, en la que Judt fue desplegando sus experiencias y circunstancias vitales, bajo el título de “Pensar el siglo XX”, este tomo que ahora llega a nuestras manos podría considerarse un enriquecedor apéndice, ya que el autor sigue indagando en el que fue su gran tema de estudio, su gran obsesión, esa Europa precedente con su carga de terror y con el estallido de esperanza que se abrió tras las contiendas, una esperanza apoyada en el convencimiento del avance, de la mejora, de la luz, por fin, que llegaba con la instauración de las democracias constitucionales.

Quienes no le hayan descubierto encontrarán estimulante este nuevo recorrido, pero harían bien en acercarse primero a alguno de sus libros anteriores, siendo en mi opinión recomendable para entablar contacto con su discurso ese testamento ya citado que levantó a pesar de la fatiga, del dolor, de la enfermedad, y, sin duda alguna, “Algo va mal”, el más conocido de sus ensayos, especialmente atrayente por su capacidad visionaria. Judt supo ver anticipadamente de qué forma los habitantes del siglo XXI íbamos a ser atrapados en las garras del capitalismo, en el cinismo de gobernantes más preocupados por defender los intereses de la banca que los derechos de los ciudadanos. Supo ver de qué manera el planeta estaba siendo demolido ante la ceguera de esos poderes que preferían seguir adelante, sin freno, con sus negocios y especulaciones, antes de aceptar el peligro de realidades como la del cambio climático.

Tony Judt supo ver anticipadamente de qué forma los habitantes del siglo XXI íbamos a ser atrapados en las garras del capitalismo, en el cinismo de gobernantes más preocupados por defender los intereses de la banca que los derechos de los ciudadanos. Supo ver de qué manera el planeta estaba siendo demolido ante la ceguera de esos poderes que preferían seguir adelante, sin freno, con sus negocios y especulaciones, antes de aceptar el peligro de realidades como la del cambio climático

Firme defensor de las sociedades del bienestar, convencido de que lo mejor era la socialdemocracia, pero crítico con sus inconsistencias, con su alejamiento de las ideas de la izquierda, Tony Judt ya sospechaba de qué forma tan acelerada ese modelo se iba deteriorando cada vez más. Cuando murió, aún no eran tan escandalosas las cifras del paro en los países del Sur, ni las estadísticas sobre el aumento de la desigualdad tan alarmantes. Aún no se cerraban las fronteras a los emigrantes de un modo tan deleznable ni los enfermos europeos sin dinero temían verse despojados de sus tratamientos, pero el desencanto ya flotaba en el ambiente y también la sensación de que todo podía empeorar. Judt fue de los primeros en aportar perspectiva, argumento, a esa frustración. Publicado en nuestro país en 2010, “Algo va mal” es, en cierto modo, el el último paso de una trayectoria abarcadora, la aproximación a lo que habría de llegar, a lo que ya está sucediendo, después de un larguísimo paseo por los laberínticos corredores del pasado, de la Historia reciente.

“No podemos seguir viviendo así. El capitalismo no regulado es el peor enemigo de sí mismo: más pronto o más tarde está abocado a ser presa de sus propios excesos y a volver a acudir al Estado para que lo rescate. Pero, si todo lo que hace es recoger los pedazos y seguir como antes, nos aguardan crisis mayores durante los años venideros”, señalaba Judt. Todo es lucidez en “Algo va mal”, desde el principio,  desde la cita de Tocqueville que el autor toma para encabezar la introducción a su libro: “No puedo evitar temer”, escribía el político e historiador francés, “que los hombres lleguen a un punto en el que cada teoría les parezca un peligro, cada innovación un laborioso problema, cada avance social un primer paso hacia una revolución, y que se nieguen completamente a moverse”.

Albert Camus

Tony Judt estaba convencido de que “había algo completamente erróneo en la forma de vida en que vivimos hoy”. “Durante 30 años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de propósito colectivo”, escribía, percibiendo la incapacidad de imaginar alternativas y la cobardía del miedo. “El miedo al cambio, a la decadencia, a los extraños y a un mundo ajeno, está corroyendo la confianza y la interdependencia en que se basan las sociedades civiles”, ponía de manifiesto.

Sus advertencias, sus pronósticos, siguen en pie. Pocas cosas han cambiado. Tal vez que las necesidades acuciantes de sobrevivir han ahogado las alertas sobre los daños a la naturaleza y al Medio Ambiente; tal vez que ese miedo al cambio -me gusta creerlo- se ha diluido y que ahora mismo sectores cada vez más amplios de la población anhelan tomar una dirección diferente, conscientes de que a lo que de verdad hay que temer es a la traición de los ideales y de las promesas, al descalabro de los derechos adquiridos, al ninguneo de la voz de la calle. ¿Hasta cuándo todo esto? ¿Cuándo llegará esa renovación, esa transformación social, de vuelta a la esperanza, que Tony Judt tanto anhelaba?

“Durante 30 años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de propósito colectivo”, escribía, percibiendo la incapacidad de imaginar alternativas y la cobardía del miedo. “El miedo al cambio, a la decadencia, a los extraños y a un mundo ajeno, está corroyendo la confianza y la interdependencia en que se basan las sociedades civiles”, ponía de manifiesto.

“El fracaso democrático trasciende las fronteras nacionales. El vergonzoso fiasco de la Cumbre del Clima en Copenhague en diciembre de 2009 ya se está traduciendo en cinismo y desesperanza entre los jóvenes: ¿qué va a ser de ellos si no nos tomamos en serio las implicaciones del calentamiento global? El desastre sanitario en Estados Unidos y la crisis financiera han acentuado la sensación de impotencia incluso entre los votantes con mejor voluntad. Hemos de actuar guiándonos por nuestra intuición de una catástrofe futura”. Así lo veía el historiador, quien atacaba con argumentos la lógica de los mercados. “Pero, ¿qué hay de esos bienes que los seres humanos siempre han valorado y que no se pueden cuantificar? ¿qué hay del bienestar? ¿Y de la justicia o la equidad?”, se preguntaba. Y hacía un llamamiento a recuperar el rumbo, las esencias que impulsaron a la socialdemocracia, la idea de igualdad y de acción colectiva por encima de todo, más allá de intereses particulares y partidistas. “Se trata de optar entre la política de la cohesión social, basada en unos propósitos colectivos, o en la erosión de la sociedad mediante la política del miedo”, señalaba.

Confiaba Judt en que habría de llegar una nueva época en la que se erradicara el egoísmo y la ambición desmedida. Creía que en un momento dado el propósito de la vida ya no sería el de tener éxito en los negocios y observaba con cierta nostalgia los tiempos en que los jóvenes se entusiasmaban con la política radical y leían a Marx. “Como ciudadanos de una sociedad libre tenemos el deber de mirar críticamente a nuestro mundo. Si pensamos que algo está mal, debemos actuar en congruencia con ese conocimiento. Como sentencia la famosa frase, hasta ahora los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversas formas; de lo que se trata es de transformarlo”. De este modo ponía fin a su ensayo, a la manera de una puerta abierta.

Si algo hizo él toda su vida fue aplicar el sentido crítico. Si algo hizo hasta llegar a argumentar sobre el fracaso de los comienzos del siglo XXI fue partir del análisis de los antecedentes, insistir en que sólo interpretando adecuadamente el pasado era posible aprender de sus errores y no repetirlos. En “Pensar el siglo XX” Judt sigue lanzando sus dardos contra el capitalismo y se afana en transmitir el mensaje de que ya es hora de volver la atención hacia la distribución de los bienes, a “hablar más de retribuciones y necesidades que de resultado y eficacia”. En su intensa charla con Timothy Snyder se refiere a “la inconsciencia de no valorar suficientemente la catástrofe social derivada de las desigualdades”, se opone a los procesos de privatización que tanto estimula el neoliberalismo y aboga por llegar a sociedades formadas por ciudadanos, por votantes cultos, bien informados, porque esa es la única manera de hacer frente a las políticas abusivas de los gobernantes.

En ese ensayo esclarecedor el historiador da una vuelta de tuerca a la narrativa del horror que domina la imagen del siglo que acabamos de dejar atrás. Pretende ser optimista y nos convence.  “El siglo XX es una constante relación de desdichas humanas y sufrimiento colectivo del que hemos salido más tristes pero también más sabios”, dice. Y emprende un viaje que arranca en la primera contienda mundial y en la Revolución rusa y que hace paradas en los capítulos del holocausto, del nazismo, del comunismo, del sionismo, del capitalismo, dando el protagonismo que corresponde a personalidades como Freud, Hannah Arendt, Sartre y tantos otros intelectuales, políticos y economistas de relieve.

Judt se afana en transmitir el mensaje de que ya es hora de volver la atención hacia la distribución de los bienes, a “hablar más de retribuciones y necesidades que de resultado y eficacia”. En su intensa charla con Timothy Snyder se refiere a “la inconsciencia de no valorar suficientemente la catástrofe social derivada de las desigualdades” y aboga por llegar a sociedades formadas por votantes cultos, porque esa es la única manera de hacer frente a las políticas abusivas de los gobernantes.

León Blum en el congreso socialista francés de 1927

No olvida Judt las dictaduras, la violencia, la sangre derramada, pero intenta ir más allá, poner la necesaria perspectiva. “Para cuando llegó la Segunda Guerra Mundial, había mucha más gente de la que ahora nos gusta pensar para la cual la elección entre el fascismo o el comunismo era lo que importaba. Nos resulta difícil recordar una época en la que eran mucho más creíbles que las democracias constitucionales que ambos despreciaban. En ningún sitio estaba escrito que las últimas ganarían la batalla de corazones y mentes, y mucho menos la guerra”.

Tampoco está escrito ahora hasta qué punto los ciudadanos, organizados en nuevas plataformas cívicas, conscientes de la necesidad de participar en política, podrán dar el necesario y esperado cambio de timón. Esta podría ser la continuación de ese discurso. Tony Judt comprendía la incertidumbre del presente, arremetía contra “el comportamiento impredecible de ciertos Estados” y vaticinaba: “Intelectuales y filósofos políticos nos encontraremos enfrentados a una situación en la que nuestra principal tarea no será imaginar mundos mejores, sino más bien en cómo evitar que sean peores”.

Judt no fue un pensador sumiso ni cómodo en los círculos universitarios e intelectuales estadounidenses. De origen judío, formado en una familia de izquierdas, siempre siguió sus propias convicciones y razonamientos, aunque en determinados momentos fuera consciente de que se estaba alejando de lo políticamente correcto y de que eso le llevaría a ser excluido, silenciado, en los círculos intelectuales y académicos, incluso entre los colegas que hasta entonces se habían puesto de su lado. Así le sucedió a partir del 11 de septiembre de 2011, cuando se implicó de una manera más polémica en los asuntos políticos y, frente a la tendencia generalizadas, se opuso contundentemente a la guerra de Irak y a las políticas de Bush y Blair.

Judt no fue un pensador sumiso ni cómodo en los círculos universitarios e intelectuales estadounidenses. De origen judío, formado en una familia de izquierdas, siempre siguió sus propias convicciones y razonamientos, aunque en determinados momentos fuera consciente de que se estaba alejando de lo políticamente correcto. Así le sucedió a partir del 11 de septiembre de 2011, cuando se  opuso contundentemente a la guerra de Irak y a las políticas de Bush y Blair

Ahí es donde encontramos el hilo de conexión con “El peso de la responsabilidad”, donde sus tres protagonistas -Albert Camus, Raymond Aron, Léon Blum- participan, cada cual a su manera, de ese sentimiento de exclusión en algún momento de sus trayectorias, de ese perfil de “outsiders”, de espíritus críticos incluso dentro del círculo de sus afines, contra los males de movimientos en los que estaban inmersos, a los que se sentían cercanos; en el caso de Camus, por ejemplo, su no aceptación del estalinismo, en un primer momento venerado por una izquierda a la que él pertenecía, pero que se negaba a ver, a juzgar, las atrocidades del régimen ruso.

Si a algo enseña este libro es a reflexionar a partir de las complejidades, de los contrastes. Nada es blanco o negro, parece decirnos Judt. En los matices es donde puede encontrarse una cierta verdad, un hueco hacia la comprensión. Él no juzga. Intenta acercarse a las circunstancias de cada uno de sus protagonistas y analizar sus acciones en el contexto y ante las presiones de su época. Es el suyo un ejercicio de análisis a partir de la empatía, a partir también de una cierta complicidad hacia aquellos inconformistas que buscan la verdad aunque les duela, aunque en ocasiones se contradiga con sus deseos y creencias. Tony Judt se pone claramente del lado de los desplazados, de los resistentes, de los que no claudican. Es la valentía moral que lleva a mantener encendidos debates con el tiempo en el que se vive lo que atrae especialmente al autor. ¿Hasta qué punto le han influido estos hombres que antes que él se plantearon hasta dónde tenía que llegar, a qué precio, su grado de compromiso?

Si algo aprecia el ensayista es la capacidad de sus tres protagonistas para “poner de manifiesto valores personales y privados por encima de los apreciados por la comunidad”. He ahí el rasgo que los distingue, que los hace grandes. Las tres trayectorias que merecieron la atención de este pensador nacido en Londres, que impartió clases en algunas de las principales universidades británicas y norteamericanas, resultan apasionantes porque, de nuevo, nos llevan al centro de las turbulencias del siglo XX, al núcleo de los temas esenciales que han definido el pensamiento político europeo.

El capítulo sobre Albert Camus es interesantísimo porque muestra a un hombre que duda, que se debate entre sus sentimientos y sus razones. “La responsabilidad intelectual no consistía en tomar una postura sino en negarse a compartir una que no se tenía”, señala Judt al referirse al silencio del escritor respecto a la guerra de Argelia, un conflicto que le tocaba muy de cerca, que le hacía sentirse dividido entre su amor a su tierra de origen y su adhesión a Francia, y ante el que, precisamente por eso, prefirió no pronunciarse con contundencia.

Siendo muy diferentes, entre sí, Camus, Aron y Blum, se convierten en espejos de la realidad que vivieron. Los tres -éste es otro de los puntos en común- sufrieron altibajos en la apreciación de los demás hacia sus actos y obras y supieron lo que es la incomodidad cuando se opta por ir a contracorriente, por elegir la senda de la sinceridad y no representar en todo momento el papel público que la sociedad espera.

“En una cultura tan resueltamente polarizada entre la derecha y la izquierda, Camus no era asimilable”, reflexiona Judt, quien repasa la postura del autor de “La peste” ante los colaboracionistas y su alejamiento de los intelectuales de izquierda que no acababan de condenar los crímenes de Stalin. “Lo difícil”, recoge sus palabras, “es observar que una revolución se equivoca y seguir sin perder la fe en su necesidad. Este es precisamente nuestro dilema”.

Raymond Aron

“En una cultura tan resueltamente polarizada entre la derecha y la izquierda, Camus no era asimilable”, reflexiona Judt, quien repasa la postura del autor de “La peste” ante los colaboracionistas y su alejamiento de los intelectuales de izquierda que no acababan de condenar los crímenes de Stalin. “Lo difícil”, recoge sus palabras, “es observar que una revolución se equivoca y seguir sin perder la fe en su necesidad. Este es precisamente nuestro dilema”.

Tony Judt traza el retrato de Camus como un intelectual a la búsqueda permanente del equilibrio, como un hombre que pasó de ser admirado por sus contemporáneos a convertirse en blanco de sus críticas. Vilipendiado por Sartre y sus seguidores a raíz de la publicación de “El hombre rebelde”, un ataque directo a los mitos revolucionarios que le apartó de los que hasta entonces habían sido los suyos, el escritor defendía una izquierda más pura, capaz de combatir el mal en sus múltiples formas. Del lado del movimiento sindical, estaba convencido de que cualquier política que diese la espalda al proletariado estaba condenada al fracaso. Más que un intelectual, para Judt Camus fue un moralista, “un hombre cuyo distanciamiento del mundo de la influencia o del poder le permitió reflexionar desinteresadamente sobre la condición humana, sus ironías y verdades”, provocando con esa postura no únicamente la incomodidad de los otros sino la suya propia.

El interés personal me ha llevado a detenerme especialmente en el capítulo dedicado al autor de “El extranjero”, pero igualmente atractivos resultan los dedicados a Raymond Aron y a León Blum. El primero, filósofo y brillante profesor de ideas conservadoras, representa al intelectual público convencido de que es necesario implicarse en los debates políticos importantes, aportando el propio criterio, aún a sabiendas de que va en contra de lo aceptado mayoritariamente. El segundo es una figura bastante olvidada que Judt devuelve al presente con toda su fuerza, “como una especie de hombre del Renacimiento”, por su triple condición de crítico literario, jurista y líder socialista que llegó a convertirse en el primer presidente de este color en la historia de Francia (Frente Popular, 1936) .

A través de la biografía, de los logros y fracasos de Blum, el ensayista nos conduce hacia la Europa del antisemitismo, hacia una Francia herida por la Ocupación. Al igual que Camus, éste supo lo que significaba sentirse un exiliado en su propio país, atenazado por sus responsabilidades y por la fuerza de sus propias ideas. “Ser un judío destacado -y el líder de un partido político “revolucionario” con estilo propio- era una invitación al oprobio y la aversión incluso en ámbitos respetables. Ser un socialista judío defendiendo una postura firme contra Hitler era invitar al juicio crítico de la izquierda y a sugerencias susurradas de que se favorecía así una guerra judía. Ser judío en la Francia de Vichy, incluso judío francés, era estar en permanente riesgo. Y ser León Blum significaba ser entregado por Vichy a los alemanes para ser llevado a un campo de concentración”, baste este párrafo para animar a recorrer una biografía digna de una novela, de una película.

La historia de Blum es la historia de un tiempo cruel y de un fracaso. Una historia que dice mucho de la idiosincrasia de la izquierda en Europa, una izquierda condenada siempre a las divisiones. Defensor de la igualdad de las mujeres, del sufragio universal, causa a la que no todos los intelectuales del momento se adscribieron, y artífice de muchos de los derechos sociales alcanzados por los trabajadores, Blum fue, sin embargo, un dirigente solo, atacado constantemente por sus orígenes y por sus erróneas decisiones de tipo económico.

La historia de Blum es la historia de un tiempo cruel y de un fracaso. Una historia que dice mucho de la idiosincrasia de la izquierda en Europa. Defensor de la igualdad de las mujeres, del sufragio universal, y artífice de muchos de los derechos sociales alcanzados por los trabajadores, Blum fue, sin embargo, un dirigente solo, atacado constantemente por sus orígenes y por sus erróneas decisiones de tipo económico.

De la mano de Raymond Aron viajamos a otra época, la de las revueltas estudiantiles de mayo del 68, a las que éste se opuso, consciente de que iba a granjearse el rencor de los círculos académicos y estudiantiles del momento. “No llegó a entender el característico espíritu de esa generación (…) Subestimó el duradero impacto de los acontecimientos de ese año en la vida y la cultura públicas en Francia”, le recrimina Judt, quien sin embargo valora de él su “extraordinaria clarividencia” respecto al surgimiento del fascismo y sus fatales resultados.

De origen también judío, crítico con las posturas de la izquierda ante infinidad de causas, pero también con las convenciones de la derecha; capaz de cargar contra alguien afín a sus ideas o de admirar y alabar a un oponente brillante en sus argumentaciones, Raymond Aron vivió también la experiencia del aislamiento. Pero en su caso el orden se invirtió, ya que, a diferencia de lo que pasó con Camus y Blum, él, que había sido marginado, llegó al final de su vida a “convertirse en objeto de admiración y de respeto”.

Al final de la lectura de “El peso de la responsabilidad” se imponen muchas preguntas: ¿dónde está el compromiso del intelectual hoy? ¿Cuántos compromisos hacen falta para combatir esta especie de guerra soterrada de los fuertes contra los débiles en que se está convirtiendo el presente? Judt recurre a otras preguntas incómodas, dolorosas, que Albert Camus lanzó en su día ante un grupo de intelectuales, entre los que se encontraba Sartre, para finalizar su análisis sobre el escritor. Interrogantes que hoy siguen siendo necesarios. “¿No creéis que somos todos responsables de la ausencia de valores? ¿Y si nosotros, que venimos todos del “nietzscheanismo”, el nihilismo y el realismo histórico, anunciamos públicamente que estábamos equivocados; que los valores morales existen y que por tanto haremos lo que tenga que hacerse para establecerlos e ilustrarlos? ¿No creéis que eso podría ser el comienzo de la esperanza?”. He aquí un mensaje de extraordinaria potencia. “La apuesta de Camus sigue sobre la mesa, ahora más que nunca”, concluye Tony Judt. Totalmente de acuerdo.

Tony Judt © John R. Rifkin

Tanto “El peso de la responsabilidad”, como “Algo va mal” y “Pensar el siglo XX” han sido publicados por Taurus.

En las fotografías, de arriba a abajo: Tony Judt, Albert Camus, León Blum, Raymond Aron y nuevamente, cerrando, Tony Judt.

41ww19lLenL._    Tony Judt - Algo va mal    Tony Judt - Pensar el Siglo XX

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Archivado en: De Pensamiento, Los Libros, Nº11 / Febrero 2014

Alejandro Gándara: “Hoy vivimos en una edad infantil”

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Alejandro Gándara. 2014 © Nacho Goberna

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

“Nos preguntamos para qué sirve conocer. ¿Y quiénes somos nosotros, los que se preguntan? Nosotros somos los que van a morir. Los que van a morir en un universo que permanecerá cuando nos hayamos ido y que nunca entenderemos del todo. De modo que hay una respuesta: el conocimiento sirve para aprender a morir y el conocimiento sirve para distinguir lo que podemos llegar a saber de aquello que no sabremos nunca. Lo primero nos quita miedo. Lo se gundo ahorra dolor”. Lo escribe Alejandro Gándara. Lo dice el protagonista de “Las puertas de la noche” (Alfaguara), su última novela. Un viaje en busca de respuestas al sentido de la vida. Un trayecto en el que se escuchan las sabias palabras de los filósofos clásicos y del que es imposible salir indemne.

Igual que el protagonista se transforma y crece en el camino, el lector que toma el tren de esta historia nada convencional, mezcla de biografía, de pensamiento, de relato indagador, percibe que ciertos resortes de su conciencia dormida empiezan a desperezarse, que ciertos interrogantes guardados en el pozo profundo comienzan a emerger. Acercarse a esta entrega es como devolver al primer plano los asuntos esenciales y olvidarse de lo banal por un tiempo. Gándara (Santander, 1957) ha llegado hasta aquí después de un largo trecho vital y profesional; recordemos títulos suyos como “La media distancia” o “Últimas noticias de nuestro mundo”. Espoleado por su propia vida, por sus circunstancias, este hombre que compagina actualmente la escritura con su labor docente en la innovadora Escuela Contemporánea de Humanidades (ECH), de la que es fundador y director, ha construido una obra que parte de la experiencia, del estudio, de la observación y de la mirada atrás, a la cultura, al pensamiento, para encontrar sentido al loco presente en el que vivimos.

Mientras iba avanzando en la lectura no podía dejar de pensar que sin haber atravesado edades, miedos, vicisitudes, hubiera sido imposible afrontar de un modo tan valiente una obra sobre lo que nos duele; que hay que sentirse muy seguro como escritor, muy libre, para concebir en esta época de frivolidad, números y mercados, una novela que habla de esos temas incómodos que esta sociedad quiere rehuir: la muerte, la pérdida, el duelo, la ruptura. Y, sin embargo, me atrevo a decir que quien descubra este libro, un libro que a mí me ha devuelto en susurros algunas de las argumentaciones del emperador Adriano de Marguerite Yourcenar, no podrá dejar de agradecerlo, de disfrutarlo como un regalo, de transmitir a otros el placer, la necesidad de su lectura.

Sin haber atravesado edades, miedos, vicisitudes, hubiera sido imposible afrontar de un modo tan valiente una obra sobre lo que nos duele; que hay que sentirse muy seguro como escritor, muy libre, para concebir en esta época de frivolidad, números y mercados, una novela que habla de esos temas incómodos que esta sociedad quiere rehuir: la muerte, la pérdida, el duelo, la ruptura.

- Estamos ante una obra que ayuda a ver el recorrido de la vida de otra manera, con lucidez en toda su dureza, a través de los hallazgos de tantos filósofos que no dejaron de hacerse preguntas, de bucear en su misterio.

- Bueno, eso es lo que pretendía. Podría decir que se trata de una investigación sobre la actitud ante la existencia de un grupo de personajes, una investigación que recurre a todo el pensamiento que necesitamos, a toda la historia de la filosofía que nos ha traído hasta aquí y que nos ayuda a comprender. Yo quería contar historias, pero también quería encontrar la manera de introducir dentro del libro ese pensamiento que es la fuente de nuestra forma de vivir.

- El tiempo es un tema esencial en la novela. La vida es un camino, un viaje. Es crecimiento y aprendizaje. Me imagino que esta novela también es consecuencia de tu tiempo, de tu tiempo privado, íntimo, biográfico. Sin el camino que has recorrido hasta ahora no creo que hubieras podido escribir este libro.

- No. Habría sido imposible. La tradición filosófica antigua, tanto la oriental como la occidental, habla del hombre como alguien que emprende un camino. En esa tradición del camino tal vez el exponente más antiguo, más exótico, sea Confucio, pero están también Sócrates o Parménides. Podemos decir que esta vida es un deseo en tránsito hacia otra cosa y desde ese punto de vista su propia estructura es la de la búsqueda, no en el sentido de la consecución de logros, de las metas, sino realmente en el de la búsqueda propiamente dicha, esa búsqueda que no acaba nunca. Se supone que nuestra felicidad, que nuestro placer, se encuentra precisamente ahí, en ese trayecto que no termina. De hecho los deseos que concluyen, que finalizan, son muy insatisfactorios para todos. Necesitamos deseos que nos puedan construir a lo largo del tiempo y a lo largo de la vida.

- ¿En qué momento, en qué tiempo está ahora mismo Alejandro Gándara, como persona y como escritor? ¿Qué es lo que se plantea ahora que no se planteaba antes?

- Es difícil de determinar, pero sí te puedo decir que yo he ido, de alguna manera, retirándome de los mundos grandes, demasiado exteriores, y recogiéndome en los mundos pequeños, que son básicamente los de los amigos, la familia, la Escuela… No ha sido una retirada, un apartamiento buscado. Simplemente ha sucedido que he acabado encontrando esos espacios donde me siento mejor, donde más disfruto. Si soy sincero también debo decir que esos otros mundos ahora mismo ofrecen pocas satisfacciones, me parecen bastante idiotas. El ámbito cultural es un ámbito de carreras, igual que cualquier otro, y lo cierto es que tampoco se encuentra a la gente más inteligente entre los escritores, o por lo menos yo no la he encontrado. Me di cuenta de que ese territorio al que yo pertenecía tenía que ver con aspectos muy superficiales de la propia vida, y a medida que fui descubriendo otros; en los que no había crecido, de los que conocía muy poco, me fueron interesando más y me fui quedando en ellos.  Ahora yo no me veo pensando en una carrera literaria o en cuántos ejemplares puedo vender de mis libros. Todo eso me da igual.

Alejandro Gándara. 2014 © Nacho Goberna

- Pero esa actitud también te da libertad a la hora de afrontar el proceso creativo. “Las puertas de la noche” es una novela a contracorriente, incómoda en cierta manera. Está claro que no pensabas en las ventas cuando te pusiste con ella. Da la impresión de que es fruto de un proceso vital, que has hecho lo que te apetecía, lo que necesitabas hacer. Esto me lleva a plantearte la siguiente pregunta. ¿Crees que actualmente, en el complicado, confuso tramo, que atravesamos, tiene sentido que el escritor se dedique a contar historias exóticas, lejanas a sí mismo, o si realmente la gran aventura está en el interior, en el despliegue de las dudas, de las búsquedas personales?

- En estos momentos yo creo que la ficción pura, seguir contando esas historias de personajes con sus intrigas, sus penas, sus amores y desengaños, no tiene mucho sentido. Este es un momento en el cual hay que ponerse otra vez frente al mundo y volver a explicarlo, volver a contar dónde nos encontramos y qué es lo que estamos haciendo aquí. Esa es la literatura que a mí realmente me interesa. Por eso me gusta tanto John Berger, por ejemplo. Me gustan esos escritores que se ponen frente a la realidad y dicen: “hay que volver a empezar”. En ese sentido la literatura convencional resulta muy superficial. Independientemente de que esté mejor o peor escrita, de que sea más o menos interesante, se está convirtiendo en literatura de evasión más que en literatura de colisión con la realidad. Y a mí particularmente ya me aburre mucho.

“En estos momentos yo creo que la ficción pura, seguir contando esas historias de personajes con sus intrigas, sus penas, sus amores y desengaños, no tiene mucho sentido. Este es un momento en el cual hay que ponerse otra vez frente al mundo y volver a explicarlo, volver a contar dónde nos encontramos y qué es lo que estamos haciendo aquí. Esa es la literatura que a mí realmente me interesa. Por eso me gusta tanto John Berger”.

- Hablábamos del tiempo. Y me parece interesante seguir por ahí. ¿Cómo se ha modificado el concepto de tiempo a lo largo de la historia? En la novela se cuentan muchas cosas que han acaecido desde la aparición de los relojes.

- Bueno, relojes ha habido siempre: de distintos materiales y con distintas funciones, pero no se habían utilizado prácticamente hasta el Renacimiento. Hay un paralelismo entre el nacimiento del yo y el nacimiento del tiempo medible y eso es porque hubo un momento en el que el yo empezó a percibir que perdía el tiempo, que el tiempo se iba de su vida. Y al no tener ninguna correspondencia con el universo, con algo que no fuera él mismo, el yo y el tiempo empezaron a jugar a la vez. De ahí esa sensación que tenemos de que somos mortales, de que perdemos el tiempo, de que el tiempo se nos va, de que el tiempo avanza… Por eso llevar un reloj es una forma de controlarlo, de mirarlo, de saber cuando lo pierdes y cuando lo ganas. Es la historia del yo y la historia del reloj.

- Cada tiempo construye su propio diccionario y palabras como agobio, prisa, urgencia, estrés, son palabras muy contemporáneas. Ahora vivimos tiranizados por el tiempo, el tiempo es un gran dictador.

- Sin duda. Pero es que realmente no tenemos tiempo para nada. Resulta asombroso la cantidad de tiempo que dedicamos a la supervivencia, y me refiero a la supervivencia no sólo en lo que respecta al trabajo. La supervivencia es también lo que hay que hacer para poder trabajar; las relaciones personales que se deben entablar porque sirven para poder funcionar en la sociedad. A eso dedicamos tal cantidad de tiempo que luego nos falta para estar a solas, para no hacer nada. El individuo de esta época es un individuo muy laboral. Siempre está ocupado, siempre está haciendo algo. No hay manera de que se disuelva un poco en el mismo tiempo y en la propia vida.

- Y eso lleva a la insatisfacción de no disfrutar verdaderamente los momentos que se están viviendo. Siempre estamos con el apremio de lo que viene después, de lo que queda por hacer.

- Bueno. Es que el sistema de vida nos ha llevado a un punto en el que también cuesta mucho conseguir el disfrute. Aunque se tenga tiempo, aunque se tengan los medios necesarios, la actitud de la conciencia respecto a eso es muy reacia a dejarse llevar por el simple placer, por el simple estar, detenerse, en un sitio.

- Por otra parte, estamos en un momento de retroceso en todos los sentidos. Hubo una época en la que parecía que el ocio iba ganando terreno, que íbamos hacia ahí, a robar tiempo para el disfrute. Pero ahora, en un momento en el que tenemos que luchar por sobrevivir: por el trabajo, por el alimento, por la casa, ese concepto se está vaciando de sentido.

- Sí, es cierto. Hay una vuelta atrás. El tiempo está cada vez más ocupado en cubrir las necesidades básicas, pero lo llamativo es que también estaba muy ocupado cuando las cosas iban bien. Porque entonces ocupar el tiempo significaba riqueza, significaba ganar cosas materiales. En los 80 y 90 la gente estaba también muy ocupada. Ahora, por lo menos, estamos ocupados por necesidad, no por nuestra propia incompetencia.

- ¿Vivimos más en lo efímero, en lo resbaladizo, que los hombres y mujeres de otros períodos históricos?

- Sí, absolutamente. Nosotros tenemos una forma de existir en el tiempo que nos vuelve mortales a cada instante. Somos incapaces de posarnos en un momento, en una época, en un espacio. Nos cuesta mucho mantener la atención, somos cada vez más impulsivos, menos concentrados. Nos disipamos fácilmente, igual que se disipa nuestra propia vida. Es decir, no tenemos contacto real, contacto profundo, con las cosas.

- Y, sin embargo, frente a eso, cada vez hay más gente que está sintiendo la necesidad de recuperar una cierta lentitud y de volver al pensamiento, a la reflexión.

- Sí. Eso está claro. Pero creo ésas no van a ser las líneas mayores de la Historia. La mayor parte del sistema, de la población absorbida por el sistema, tiene una tendencia muy clara que para nada va en esa dirección. Lo que sí habrá es cada vez más grupos o espacios que resistan ese tipo de vida que se nos propone como única, porque es un tipo de vida difícilmente tolerable, muy frustrante todo el tiempo, muy adaptada al fracaso. Ante esto, es lógico que cada vez haya más bolsas de personas que traten de rehuir la estructura, el orden establecido.

Nosotros tenemos una forma de existir en el tiempo que nos vuelve mortales a cada instante. Somos incapaces de posarnos en un momento, en una época, en un espacio. Nos cuesta mucho mantener la atención, somos cada vez más impulsivos, menos concentrados. Nos disipamos fácilmente, igual que se disipa nuestra propia vida. Es decir, no tenemos contacto real, contacto profundo, con las cosas.

- Hablas de espacios de resistencia, de grupos pequeños.

- Sí. Creo que ya no se va a volver a producir una revolución a gran escala o un cambio de vida dictado por una mayoría. Pienso que eso no va a pasar nunca. Es más: el sistema ha demostrado que puede destruirse y arruinarse y seguir empeñado en los mismos principios que lo llevaron a la ruina y a la destrucción. Eso quiere decir que no podemos confiar en los grandes números ni en las grandes mayorías. Hay que irse a la resistencia, ocupar espacios y no dejar que en esos espacios se filtre la ideología que nos envuelve.

- Y precisamente por todo esto que estamos hablando, porque no tenemos tiempo, preferimos dar la espalda a la muerte. Preferimos no hablar sobre ella, no reflexionar. Vemos la muerte de los demás, como se indica en la novela, como algo que sucede fuera de nosotros, como un hecho ajeno, como un espectáculo que dura lo que dura. Son los demás los que se enferman, los que mueren. No nos preparamos para la muerte y cuando llega nos coge por sorpresa, la vivimos como algo antinatural.

- La vivimos como un fracaso, sí. Es como si nos dijéramos: “me voy a morir, ¿qué habré hecho mal?”. En el fondo nadie piensa que se vaya a morir. Piensa que se mueren los demás y que su caso va a ser especial. Aunque racionalmente se sabe que la muerte acabará llegando, emocionalmente no se concibe esa idea porque básicamente no se entiende la nada. Para nosotros la muerte está asociada a la nada, no se conecta con el ciclo natural ni con el sentido que tiene la propia vida. Si no nos muriéramos no tendría mucho sentido levantarse por las mañanas. ¿Para qué íbamos a hacer algo? Todos nuestros afectos, lo mejor de nosotros surge precisamente porque somos mortales. Si nos arrancan la mortalidad, sería la abulia total, la indiferencia y probablemente el suicidio. Pero no podemos afrontar en absoluto que no haya ninguna relación entre nosotros y alguna especie de eternidad. De ahí el pánico y la sensación de abismo. Occidente ha decidido vivir así.

Alejandro Gándara. 2014 © Nacho Goberna

Para nosotros la muerte está asociada a la nada, no se conecta con el ciclo natural ni con el sentido que tiene la propia vida. Si no nos muriéramos no tendría mucho sentido levantarse por las mañanas. ¿Para qué íbamos a hacer algo? Todos nuestros afectos, lo mejor de nosotros surge precisamente porque somos mortales. Si nos arrancan la mortalidad, sería la abulia total, la indiferencia y probablemente el suicidio.

- “Las puertas de la noche” habla de temas que la sociedad esquiva porque le aterran. No somos conscientes de algo tan simple como que para superar el miedo hay que atravesarlo. En la novela hay muchas imágenes, muchas ideas consoladoras. Nos hace pensar en el hilo de continuidad, en que los que se van, los que se vuelven al origen, viven en nosotros, nos conforman. No seríamos lo que somos sin ellos.

- Bueno, es que ellos son nosotros. No hay ninguna diferencia. Verlo así conduce a otra visión de la vida y procura un consuelo que nos permite proseguir con menos miedo. Y es que esa actitud que tenemos ante el dolor y la muerte hace que vivamos en un estado de pánico permanente. Estos temas deberían llegar a las escuelas. Me parece muy importante. Menos conocimiento del medio y menos informática y más saber cómo nos enfrentamos a la muerte y cómo nos enfrentamos al dolor. Ahí sí que hay disciplinas éticas fundamentales y no las tonterías que se enseñan en los colegios.

- Una y otra vez en el libro se aboga por ir a los maestros antiguos, porque ellos se dedicaban a pensar en lo esencial y ellos dieron origen a todas las disciplinas que estudiamos, pero desconectados de su punto de partida, por decirlo de algún modo.

- Sócrates dijo aquello de que filosofar es aprender a morir y desde ahí, desde ese pensamiento, que es un pensamiento impulsor, vienen  todas las disciplinas: las matemáticas, que son pitagóricas, la filosofía más abstracta, la Historia, la poesía, la tragedia; incluso la alimentación. Nosotros seguimos tomando prácticamente los mismos alimentos que tomaban en el Paleolítico. Somos herederos en todo de algo mucho más antiguo que incluso nuestra memoria. Hemos avanzado mucho en el mundo material y tecnológico, en lo que es la ciencia aplicada, pero no en las actitudes ante la vida y en la forma de construir los propios sentimientos ante lo que nos rodea. Ahí todo lo contrario, hemos retrocedido, somos como niños. Vivimos todos en una edad infantil. Propiamente hablando nadie ha pasado al mundo adulto en las sociedades occidentales. Como Joaquín Sabina, seremos roqueros más allá de muerte, pero esto no tiene ningún sentido.

- Hay una idea clave en la novela. Hasta que no se conoce la muerte, hasta que no se pierde a alguien cercano, no se puede crecer.

- Claro, la muerte es lo que tiene que acompañarnos en las decisiones. La edad adulta consiste precisamente en poder convivir con la muerte y esta convivencia no solamente afecta a la aceptación de lo que ha de sucedernos, sino también a la manera en que nos dejamos guiar por ella en nuestras decisiones. Todo lo que decidimos tiene que ver con nuestra mortalidad. Amamos y somos mortales y eso lo tenemos metido en el fondo de nuestra vida precisamente para que las decisiones que tomemos y la forma en que proyectemos nuestra existencia tenga algún sentido. Por ejemplo, no tiene sentido dedicar toda la vida a trabajar si somos mortales y, sin embargo, gran parte de la gente dedica toda su vida al trabajo como si fuese inmortal. ¿Y después qué? Pues después, simplemente, se desvanece en el tiempo. Hay muchísimas decisiones que tomar: si somos infelices, si estamos sufriendo, debemos cambiar, debemos romper, porque no somos inmortales. Necesitamos la felicidad, necesitamos el placer; por tanto necesitamos la ruptura. Viéndolo así muchas de las tragedias que nos destruyen quedarían simplemente reducidas a dolores de la vida que son naturales, no desgarradores.

La edad adulta consiste precisamente en poder convivir con la muerte y esta convivencia no solamente afecta a la aceptación de lo que ha de sucedernos, sino también a la manera en que nos dejamos guiar por ella en nuestras decisiones. Todo lo que decidimos tiene que ver con nuestra mortalidad. Amamos y somos mortales y eso lo tenemos metido en el fondo de nuestra vida precisamente para que las decisiones que tomemos y la forma en que proyectemos nuestra existencia tenga algún sentido

- Antes comentábamos que esta novela tiene que ver con tu proceso vital, con tu biografía. Me imagino que la necesidad de escribirla parte de experiencias vividas, de muertes cercanas.

- Sí. Ha habido muertes de amigos sucedidas en un corto espacio de tiempo. A mi edad está claro que la muerte empieza a rondar de una forma más frecuente y puntual, que se presenta a través de la desaparición de los seres queridos. En esas muertes la gente también te enseña cosas. Los que se van nos dan de algún modo una última lección. A veces es una buena lección y otras resulta miserable. En la novela se contraponen dos maneras totalmente opuestas de morir. Quería que tuvieran algún sentido para el lector, que éste viera hasta qué punto produce dolor la mala muerte de alguien en todos los que le rodean. Morir mal es enseñar a los demás el pánico.

- Pero también sucede lo contrario. Se puede convertir en una despedida enriquecedora para los demás. Sucede así en el caso del amigo médico. Es consciente de querer cerrar bien el capítulo de su vida. Afronta su despedida incluso dando consejos a los que se quedan, a esos en los que él seguirá siendo.

- Sin duda. Una buena muerte es una muerte que enseña, una muerte en la que creces.

- El proceso de la escritura es otro de los temas importantes de la novela y también la educación, la urgencia de cambiar sus bases, sus pilares. ¿A qué educación debemos aspirar?

- Yo creo que la educación debe aspirar a solventar cuanto antes dos aspectos cruciales: la relación del individuo con su propia mortalidad y la relación del individuo con los demás. De ahí deben salir todas las materias y esas materias incluyen las disciplinas clásicas: el poder pensar, el pensar con los otros, el discutir con los otros, y, desde luego, la huida de cualquier especie de dogmatismo, empezando por el dogmatismo del libro escolar. La mayor parte de los libros escolares son auténticas enciclopedias de dogmatismos, visiones unilaterales y tonterías filosóficas. Hay que enseñar otra cosa totalmente distinta, que es estar con los otros hablando, discutiendo, y a que la verdad surja o sea producida por el encuentro de los diálogos entre la gente. Ese es el cambio fundamental. Habría que dejarse de tantas disciplinas académicas eruditas y memorísticas y ponerse a mover la cabeza de la gente a toda velocidad.

La educación debe aspirar a solventar cuanto antes dos aspectos cruciales: la relación del individuo con su propia mortalidad y la relación del individuo con los demás. De ahí deben salir todas las materias y esas materias incluyen las disciplinas clásicas: el poder pensar, el pensar con los otros, el discutir con los otros, y, desde luego, la huida de cualquier especie de dogmatismo, empezando por el dogmatismo del libro escolar.

- Dicho de otra manera: enseñar a pensar. ¿No te parece que uno de los grandes problemas de esta sociedad es que no se ejercita el pensamiento propio? ¿No es precisamente por esto que resulta tan fácil engañar, confundir?

- Sí. El hábito del pensamiento se puede perder y cuando se pierde es cuando uno se deja llevar por el pensamiento de otros. Eso es lo peligroso. Pero no es que la gente se sienta engañada, es que ni siquiera hay nadie a quien engañar. Que en este país tantas personas puedan volver a votar al PP y al PSOE en las próximas elecciones es, después de todo lo que está pasando, algo escalofriante. Eso quiere decir que hay quince millones de personas, de votantes, que son inmunes completamente a la realidad. Eso es lo que han creado, con indudable éxito, las sociedades occidentales: masas compactas de inmunes a cualquier tipo de pensamiento y de realidad. Tú los empobreces, te ríes de ellos, los estafas, y, a pesar de todo, te siguen votando. Eso es ya una impermeabilización total frente al mundo.

- Pero lo único que se puede hacer ante esto es enseñar a pensar a las nuevas generaciones. ¿Es eso lo que os proponéis en la Escuela Contemporánea de Humanidades?

- Sí. Pero nuestro alcance es muy pequeño. Eso hay que extenderlo a otros espacios de resistencia, como decía antes. No queda otra. Las propias instituciones son impermeables. Son agresivas incluso en su defensa de esta vida miserable que tratan de imponer tanto en lo espiritual como en lo material.

El hábito del pensamiento se puede perder y cuando se pierde es cuando uno se deja llevar por el pensamiento de otros. Eso es lo peligroso. Pero no es que la gente se sienta engañada, es que ni siquiera hay nadie a quien engañar. Que en este país tantas personas puedan volver a votar al PP y al PSOE en las próximas elecciones es, después de todo lo que está pasando, algo escalofriante. Eso quiere decir que hay quince millones de personas, de votantes, que son inmunes completamente a la realidad

- Qué maravilloso, qué utópico, sería crear sociedades de ciudadanos filósofos. ¿no?

- Sí. De hecho las primeras democracias se basaban en el principio de que cada ciudadano sabía defender sus derechos mejor que nadie. Eso es lo que se ha hundido, lo que se ha quebrado completamente. Los ciudadanos de hoy no saben proteger sus derechos. La gente no sabe lo que quiere, ni lo que desea, ni cómo defenderse. Y el resultado son estas democracias que apenas son plebiscitos.

- ¿No ves nada esperanzador en el momento actual? ¿No eres optimista ante el renacer de la movilización, de la participación ciudadana, ante la capacidad de Internet, de las redes sociales, de manejar otras informaciones, otras verdades y  alternativas?

- A ver: a nivel global no soy nada optimista, todo lo contrario. Pero sí es verdad que esos espacios de resistencia se van a ir multiplicando, como te decía antes. Lo que sucede es que si son muy beligerantes con el medio, ellos mismos se van a radicalizar, se van a convertir en espacios de reacción más que en espacios de creación. Y de lo que se trata es de levantar espacios de creación.

Alejandro Gándara. 2014 © Nacho Goberna

- ¿Hasta qué punto hay que recuperar la Academia de Aristóteles, el Jardín de Epicuro? ¿Hasta qué punto la ECH intenta ser un poco eso?

- La ECH es un espacio de diálogo sobre nuestros antecesores. Es un espacio para compararnos a nosotros mismos con la Biblia, con la filosofía griega, con el pensamiento medieval, con el pensamiento oriental. Es lo que ponemos en juego: una discusión, un debate. Básicamente se trata de eso, pero cuando ese diálogo, ese debate, se realiza con cierto compromiso uno sale transformado, muy enriquecido respecto a sus propias opciones vitales, respecto a las decisiones que ha de tomar frente a los dilemas numerosos que se plantean en la vida.

- “Las puertas de la noche” participa mucho de ese espíritu.

- Sí. Sin la experiencia en la Escuela la novela habría sido impensable. Se trata de una obra muy sintética, pero detrás hay muchos años de trabajo con un seminario en particular acerca de los más diversos asuntos relacionados con la muerte y con el pensamiento. Todos los que han participado en ese seminario me han ayudado mucho y al  final del libro les muestro mi agradecimiento.

La Escuela Contemporánea de Humanidades es un espacio de diálogo sobre nuestros antecesores. Es un espacio para compararnos a nosotros mismos con la Biblia, con la filosofía griega, con el pensamiento medieval, con el pensamiento oriental. Y cuando ese diálogo, ese debate, se realiza con cierto compromiso uno sale transformado, muy enriquecido respecto a sus propias opciones vitales

- Me ha llamado mucho la atención en la novela la excursión que narras con los alumnos adolescentes a un cementerio para leer los mensajes de las lápidas. ¿Es una práctica habitual?

- Sí. Las actividades de la escuela se estructuran para que no todo suceda dentro de las aulas. Hay excursiones, viajes, salidas al teatro o a ver exposiciones. En esa visita al cementerio pretendemos que entren en contacto con lo que significa la muerte y con lo que es el lenguaje de la muerte. Es algo que funciona muy bien, igual que acudir al mercado para que se den cuenta de cómo funciona realmente. El otro día me llevé a los más pequeños, a los “junior”, a un mercado y comprobé que todos pensaban que se trataba de un espacio donde se compran y se venden cosas, que no se habían planteado que allí también se trafica con información. Se trataba de que vieran cómo los vecinos del barrio hablaban unos con otros, cómo intercambiaban pareceres. Ese fue el origen del mercado.

- Seguimos con la muerte, con el dolor. La novela está llena de referencias, de sugerencias al respecto. Citas un libro estremecedor de Joan Didion, “El año del pensamiento mágico”, donde la escritora, ante una experiencia personal muy dolorosa, indaga en las maneras de prepararse para el dolor. ¿Cuándo terminaste de escribir tu novela encontraste alguna respuesta?

- No. El dolor no puede anticiparse, no hay forma de prepararse para él porque hagamos lo que hagamos va doler lo mismo. Es nuestra cabeza la que puede prepararse para reaccionar de una manera o de otra cuando entremos en contacto con realidades extremas; pero nadie nos va a preparar para eso, ni mucho menos ideas abstractas del tipo: “todo muere” o “la tierra desaparecerá algún día”. Todo eso no nos consolará en absoluto. Lo que sí tenemos que prepararnos es para otra cosa completamente distinta: para prestar atención a todos nuestros tránsitos, a todas nuestras modificaciones, separaciones, rupturas con las cosas. Es un trabajo casi diario, una actitud ante la vida, lo que nos puede ayudar. Pero nunca buscar salidas en ideas abstractas acerca de algo que en el momento en que suceda siempre nos va a pillar desnudos.

- Hablábamos de la incapacidad de vivir el presente, los placeres del presente. El Libro del Eclesiastés apostaba por ellos frente a la idea de los griegos de cultivar lo duradero en el tiempo. Es otro interesante capítulo en la novela.

- Sí. Es una contraposición interesante. Los griegos lo que hacen es trasplantar a su vida las funciones del universo. “Si lo que es propio al universo es hacer eternidad, durar, nosotros tenemos que hacer aquí cosas que duren”, se decían. Y se afanaban en ello, por ejemplo en el arte, el pensamiento, la polis. Ellos se consolaban cumpliendo con  aquello que les parecía que reflejaba la eternidad del universo, mientras que El Eclesiastés en concreto; no toda la Biblia, no todo el Antiguo Testamento, insiste mucho en que hay que olvidar la cuenta de los días, hay que olvidar el tiempo cultivando los placeres. El problema que tiene eso es que en algún momento los placeres cesan, que el dolor estará presente incluso con el placer, aún más si cabe. Son dos visiones contrapuestas que definen dos tipos psicológicos y que dicen mucho de nuestras distintas maneras de ser. A veces somos completamente Eclesiastés y otras actuamos como griegos. Nuestro corazón está muy dividido. Somos una mezcla muy extraña de hebreos y de griegos.

El dolor no puede anticiparse, no hay forma de prepararse para él porque hagamos lo que hagamos va doler lo mismo. Es nuestra cabeza la que puede prepararse para reaccionar de una manera o de otra cuando entremos en contacto con realidades extremas; pero nadie nos va a preparar para eso, ni mucho menos ideas abstractas del tipo: “todo muere” o “la tierra desaparecerá algún día”.

- Antes hablábamos de enseñar a pensar. ¿Y la sensibilidad? ¿Es posible educarla? La cultura es una fuente esencial de conocimiento y un instrumento que nos enseña a mirar, a vivir mejor.

- Por supuesto que es posible y que hay que educar la sensibilidad, de lo contrario seríamos como niños. Hay que educarla de manera que sea útil para poder mirar todas las cosas y, por supuesto, las que atañen a la creación humana, no solamente la creación artística, sino también la política o económica. Esa sensibilidad tiene que ser capaz de juzgarlo todo. Una persona culta es una persona que ante cualquier realidad es capaz de emitir un juicio más o menos riguroso. Y, por otro lado, contamos con un regalo casi inagotable que es el inmenso caudal de literatura que tenemos ante nosotros. Todo lo necesario para poder emprender una tarea de búsqueda de nuestra propia conciencia y de nuestra identidad está a nuestro alcance. Me parece penoso que las universidades, por ejemplo, no lean las fuentes, que acudan siempre a monografías, a interpretaciones. Eso me parece que forma parte de la estafa general de la educación.

- ¿En qué medida gran parte de los problemas actuales tienen que ver con la falta de sensibilidad, con la incultura de aquellos que nos gobiernan?

- Lo afirmo. Absolutamente de acuerdo. Pero yo matizaría que esa incultura, esa falta de sensibilidad, es propia de los que nos gobiernan y también de aquellos que apoyan a los que nos gobiernan. En realidad no hay ninguna diferencia entre los gobernantes y los gobernados en términos cuantitativos. Son los mismos. Lo que pasa es que las personas que nos sentimos al margen de esa estulticia general pensamos que quizás las cosas podrían ser de otra manera. Pero es complicado. Se trata de unos gobernados que eligen a sus gobernantes y que los eligen coherentemente. Es así. Las democracias se apoyan en el dominio de las mayorías.

- También es verdad que ha habido gobernantes cultos que se han convertido en grandes dictadores. Parece que el conocimiento no siempre nos libra de la barbarie.

- Eso es lo que pasó con la Alemania de Hitler, que aparentemente era un país muy culto. Pero era muy culto en esas disciplinas académicas y dogmáticas que, por supuesto, acaban produciendo dogmatismos. Una persona culta no es una persona que sabe muchas cosas, sino que es una persona que sabe emitir un juicio ante realidades cambiantes. Hay gente que sabe muchos idiomas, como las azafatas. No le veo yo mucho mérito al asunto. Hay gente que es especialista en arte o en otros ámbitos del saber, pero eso no es la cultura. La cultura consiste en empatizar con los otros, en poder estar y dialogar con los otros. Y eso un dictador lo conculca automáticamente. En este sentido Hitler no era culto y la verdad es que no ha habido muchos gobernantes con ese perfil.

Alejandro Gándara. 2014 © Nacho Goberna

- ¿Qué tienes que decirme de la estructura de la novela? ¿Hay una vuelta a lo experimental?. Se da cabida a muchas cosas, se abre a distintos géneros: es como un diario, hay lecciones de filosofía muy interesantes dentro, hay cuentos… El argumento apenas existe. Simplemente un hombre llegado a una cierta edad se plantea buscar respuestas ante la muerte, ante el sentido de la vida.

- Bueno, es que la mente funciona así. Cuando nosotros nos hacemos una pregunta de cualquier tipo, sobre todo en lo que respecta a nuestra vida, acudimos a todos los lenguajes que tenemos a nuestro alcance. A veces nos contamos cuentos; a veces nos arrullamos como si fuéramos bebés; a veces leemos libros de filosofía y otras nos fijamos en lo que le pasa a la gente. En ese sentido más que una estructura experimental yo hablaría de una estructura del pensamiento, de nuestro pensamiento, que acude a todo aquello que le parece que puede ayudarle en el proceso de investigación de una realidad concreta. Eso fue lo que me propuse, pero para que eso saliera bien tenía que haber una armonía. Alcanzar esa armonía fue lo que más tiempo me llevó: situar los espacios que ocupan cada una de esas cosas, determinar en qué momento uno se pone a pensar filosóficamente y en qué momento la experiencia directa le influye más. Había que medir y pesar todas esas cosas. Y después conseguir que fuera efectivamente un proceso en el que se viese que el personaje central crecía, aprendía. Le van pasando cosas muy sutiles hasta que al final nos damos cuenta de que ha aprendido, de que ha aprendido algo. Aunque no sepamos muy bien qué, sabemos que se ha ido a otra parte, que ya no es el de los primeros capítulos.

- El aprendizaje de la importancia del nosotros es esencial en ese proceso; el abrirse a los otros afectiva, emocionalmente, comprendiendo los zarpazos de la vida, las heridas de la infancia.

- Sí, por supuesto. Y está también el nacimiento de la hija, un capítulo muy difícil de colocar porque a partir de ahí, de ese momento, ya no hay marcha atrás para el personaje. Es el capítulo que muestra que va a seguir avanzando. No es que haya descubierto gran cosa, pero ya sabe que no va a retroceder.

- ¿Hasta qué punto el haber sido padre de nuevo, ya mayor, a una edad en la que no es lo habitual, con otros hijos en proceso de buscarse la vida, ha influido en todo esto, ha impulsado esta novela?

- Es evidente que eso me ha llevado a plantearme muchas cosas que están en la novela. Primero, la superación del miedo ante el hecho de que vas a tener hijos a los que probablemente no vas a ver crecer, a los que con toda seguridad no verás tener su propia descendencia. Te tienes que enfrentar a eso. Y después la preocupación porque eso no se convierta en un problema antes de tiempo, la preocupación por cuidarte, por tratar de durar por lo menos hasta verles un poco creciditos. La superación de esos temores está ahí y también el convencimiento de que se trata de una apuesta por la vida. Si no tienes hijos porque tienes miedo entonces ya estás muerto, ya estás produciendo tu propia muerte. Este momento de cruce de caminos, en el que tienes que optar o bien por el miedo o bien por la vida, es clave en la novela, pero también hay otras muchas cosas que son fruto de mi experiencia, por ejemplo el haber abandonado proyectos que tenían que ver con mi situación pública; ese recogerme del que te hablaba al principio; el volver un poco sobre mí y sobre los míos. Si no hubiera habido Escuela, si no hubiera tenido familia, la situación habría sido distinta. Me habría costado mucho más regresar a un lugar confortable.

- Antes me hablabas de la vida literaria, del mundo editorial. Parece que, de alguna manera, te has sentido decepcionado. ¿Cómo ves ahora el panorama?

-  Pues lo veo como veo todas las realidades globales en nuestro país: muy deteriorado, muy empobrecido, muy incompetente. Se dice que en España hay un problema con los índices de lectura, con los libros, con las distribuidoras, con las librerías, pero también hay un problema con la crítica literaria del que no se suele hablar. Aquí no saben leer. Aquí hay un problema que está malversándolo todo. Ya dijo Harold Bloom, hace como 20 años, que los errores en la comunicación de la escritura estaba afectando a las instituciones educativas y al mundo del libro, aparte de afectar al pensamiento de las personas. Igual que en la educación se está produciendo un daño inenarrable en casi todas las esferas de la vida, la crítica literaria tiene un problema muy serio. Y eso hace que nos estemos quedando con un tipo de lector muy poco profundo; muy despistado; incapaz de concentrarse; que huye de todas las dificultades. Un lector al que no puedes plantearle problemas ni siquiera existenciales porque los dilemas éticos le abruman. Todo eso es lo que se está creando. La crítica literaria y las instituciones educativas están fomentando un tipo de libro y un tipo de lector que se lleve bien con la realidad. De lo que se trata es de hacer cosas para vender. He estado hace poco con un editor y con un librero y me contaban que ese ansia por vender es algo escalofriante. No preocupa qué es lo que se ofrece al público, sino vender sin más. Y el resultado es el contrario: se están arruinando, lo están arruinando todo. Vender se puede vender de todo: cosas profundas y cosas ligeras, pero se ha apostado por un no lector. Y el no lector, por definición, pues no lee.

- Pero, a ver, centrémonos un poco más en el papel de la crítica, de los suplementos literarios. ¿Qué está funcionando mal: la selección de los libros de los que se habla, de los autores? ¿Se está concediendo cada vez más atención a los libros que venden, dejando de lado lo que de verdad merece la pena ser descubierto?

- La selección de los libros de los que se habla es esencial, sí, pero también la forma de hablar de los libros. A los críticos se les pasan por alto cosas de los propios libros que son enormemente importantes. Todavía hay críticos literarios que se dedican a contar los adjetivos. Y no es uno, son muchos los que lo hacen. Los hay que siguen corrigiendo errores gramaticales, haciendo perspectivas históricas, o panorámicas, como las llaman ellos. Hay mucho mendrugo por ahí incapaz de articular una frase yuxtapuesta. En fin… La crítica literaria en este país no ha avanzado nada, es increíble. Eso no se ve prácticamente en ningún otro tipo de crítica artística, y es grave porque tiene que ver con la palabra, con todo eso que es nuestro alimento espiritual diario. Afecta a la comunicación entre las personas, a la forma de estar en el mundo y a las relaciones políticas, sociales, de todo tipo. En cuanto a los suplementos culturales, eso ya no se sabe ni lo que es. Hace como 14 años que no me encuentro con nadie que me comente una crítica aparecido en un suplemento. Puede pensarse que ha sido Internet lo que ha provocado esa situación, pero antes de Internet ya no funcionaban esos canales. Un buen suplemento literario tiene que ser un sitio jerárquico, donde prime el criterio. Eso es muy difícil de encontrar en la red. Ese tipo de espacios tendrían que haber resistido si hubiesen estado bien hechos, pero han sido ellos los que han perdido su autoridad. Ya no tienen influencia, la gente no se los cree. Han sido barridos del mapa prácticamente.

A los críticos se les pasan por alto cosas de los propios libros que son enormemente importantes. Todavía hay críticos literarios que se dedican a contar los adjetivos. Y no es uno, son muchos los que lo hacen. Los hay que siguen corrigiendo errores gramaticales, haciendo perspectivas históricas, o panorámicas, como las llaman ellos. Hay mucho mendrugo por ahí incapaz de articular una frase yuxtapuesta. La crítica literaria en este país no ha avanzado nada, es increíble.

-  Cambiando de tema. Hay un cuento en el libro -“Este cuento no chino”, lleva por título- que es todo un homenaje a los sueños, a la imaginación. ¿Hemos perdido también la capacidad de soñar y de imaginar? ¿La razón se ha convertido en un obstáculo que nos imposibilita volar?

- Bueno, esa es una cuestión interesante. Los griegos decían que razón es todo, incluida la imaginación, pero nosotros hemos abandonado esa idea y nos manejamos únicamente con la razón demostrativa o cuantitativa. Se trata de una razón que lo quiere todo transparente, que lo quiere tener todo claro y cuyo fondo es lingüístico; lo que se ve claro en el lenguaje es lo que parece racional. Mientras que para un griego lo racional era todo aquello que podía representarse en la mente, las imágenes, la imaginación, para nosotros todo eso no es fiable. Lo que aparece en nuestra imaginación nos parece que es algo falso. La verdad es que la distancia en este aspecto es abismal. Para los griegos, si una imagen permanecía, se fijaba, esa era una prueba irrefutable de que estaba sucediendo algo. Si se quedaba la imagen era imaginación; si se iba, fantasía. Si tú todos los días estás viendo un centauro en tu cabeza, entonces el centauro existe, pero si hay otras cosas que pasan raudas y no se quedan, a esas no se les concede el estatuto de la imaginación. Ese tipo de pensamiento llegó hasta la astrología, la alquimia, la Edad Media y el Renacimiento, prácticamente, donde la gente todavía daba por bueno lo que imaginaba si realmente permanecía. Pero llegó Descartes y se acabó. A partir de ese momento sólo vale lo que el lenguaje sea capaz de mostrar.

- Hemos perdido el hilo con la parte invisible de la vida. Ahí está también esa relación tan temerosa hacia la muerte.

- Sí. Eso o Iker Jiménez (risas). O la hemos perdido o nos hemos ido a ella de mala manera, hasta perdernos y confundirnos completamente. En ese aspecto vivimos muy escindidos. A veces somos muy racionales y otras veces vamos a visitar a las brujas. Los mismos que dan clase en la Universidad sobre Descartes van a una bruja en Alcalá de Henares. Yo conozco a uno que es así. No hay problema… Como esas dos realidades no están conectadas, sucede eso. Como de todas formas la vida tiene aspectos invisibles, pues la gente recurre a quienes puedan tener algún trato con ese otro lado.

“Las puertas de la noche” ha sido publicado por la editorial Alfaguara.

Las fotografías fueron realizadas por Nacho Goberna en una céntrica cafetería de Madrid y en la sede de la Escuela Contemporánea de Humanidades.

Alejandro Gándara. 2014 © Nacho Goberna

Alejandro Gándara - Las puertas de la noche

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Archivado en: De Literatura, Las Entrevistas, Nº11 / Febrero 2014

El efecto Chéjov (Diálogo a siete voces)

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Antón Chéjov

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Puede que sea un tópico referirse a la eternidad al hablar de los clásicos, pero ante el primer tomo de los “Cuentos completos” de Antón Chéjov, que Páginas de Espuma acaba de poner en las librerías, resulta imposible no pensar en ello, no recurrir a esa idea de la permanencia, del milagro de la literatura que sobrevive, se expande y se convierte en fértil nutriente generación tras generación. La sombra de Chéjov es alargada y de su alcance, de su influencia, hablan a continuación siete escritores incondicionales de quien fue llamado a poner palabras imperecederas al extraño y siempre renovado prodigio de la existencia. Desde Paul Viejo, que se ha encargado de preparar la edición citada, al veterano Juan Eduardo Zúñiga, pasando por Luis Mateo Díez, José María Merino, Clara Obligado, Miguel Ángel Muñoz y Sergi Bellver, todos se declaran chejovianos convencidos, miembros de un club selecto, pero no secreto, que sigue ganando adeptos.

¿Alguna vez se propuso el autor ruso, como Ovidio, que el fruto de su escritura habría de resistir “al tiempo, al hierro y al fuego”? ¿Divagaba sobre ello, en su día a día, este hombre prolífico que escribió cientos de cuentos extraordinarios y obras de teatro que siguen representándose en escenarios de todo el mundo más de un siglo después de su temprana muerte, cuando apenas contaba 44 años de edad? Quién sabe. Puede que encontrara momentos para dar vueltas al asunto. O tal vez no le importara en absoluto, tan atento como estaba a la observación de esos pequeños detalles del comportamiento, de esos leves, extraños acontecimientos, capaces de dar una vuelta de tuerca definitiva al transcurrir de las vidas.

Sea como fuere, de lo que no cabe la menor duda es de que perduró, de que ha llegado hasta aquí sin arrugarse apenas. Capaz de provocar emociones y estremecimientos, tanto a los lectores de su época como a los de hoy, Chéjov, siempre Chéjov, sigue abriendo la puerta a esos pequeños atisbos de verdad y de belleza a los que se refiere el crítico Harold Bloom, quien lo define como “el más sutil psicólogo dramático que ha existido desde Shakespeare” y señala: “Aun sus cuentos más tempranos pueden tener la delicadeza formal y el clima sombríamente reflexivo que lo convierten en el artista indispensable de la vida no vivida y en la mayor influencia para todos los cuentistas que vinieron después de él”.

Si sus relatos, si sus piezas cortas de diversa índole y registro, caben en cuatro volúmenes y ocupan cerca de 5.000 páginas [la aventura de Páginas de Espuma no ha hecho más que empezar y promete a los lectores tres entregas más, tres años de una travesía llena de hallazgos y de sorpresas, incluida la publicación de un buen ramillete de textos inéditos] lo que resulta imposible, inabarcable, es apresar los múltiples “Chéjov” esparcidos por el ancho mundo, esos “Chéjov” que habitan en cada uno de sus lectores.

Harold Bloom lo define como “el más sutil psicólogo dramático que ha existido desde Shakespeare” y señala: “Aun sus cuentos más tempranos pueden tener la delicadeza formal y el clima sombríamente reflexivo que lo convierten en el artista indispensable de la vida no vivida y en la mayor influencia para todos los cuentistas que vinieron después de él”.

Aquí se trata de desplegar un diálogo plural que pretende animar a emprender un viaje apasionante, un viaje que comienza justo donde debe iniciarse todo trayecto: en el nacimiento, en el despertar de un escritor que habría de convertirse en uno de los grandes; de ahí que resulte fascinante el primer tomo de sus Cuentos Completos, que cubre de 1880 a 1885, ya sea para los iniciados como para los que aún no le hayan disfrutado. Adentrémonos en su geografía, avancemos a través de sus vastos dominios hasta llegar a su centro a partir de siete voces, de siete miradas, de siete experiencias, de siete relaciones de amistad cómplice que irán emergiendo en distintas escenas.

I. JÓVENES Y DEVOTOS

Antón Chéjov - 1881

El telón se abre y vemos al fondo a un jovencísimo Juan Eduardo Zúñiga acercándose a los relatos de un autor al que ya conocía por su teatro. “Desde muy pronto me habían seducido esos personajes vacilantes y a la vez decididos, como son los protagonistas de “Las tres hermanas”, señala. Devoto de los autores rusos, Zúñiga, indiscutible maestro de la distancia corta en nuestra lengua, dedica un capítulo de su libro “Desde los bosques nevados” a nuestro protagonista. Abrimos sus páginas y leemos: “Cuando Chéjov comenzó a escribir “La gaviota”, en 1895, era ya un autor de relatos conocido, atesoraba una experiencia de muchos años de trabajo y tenacidad, desde ser un hijo de modestos tenderos hasta llegar a ser médico en Moscú. Un duro trayecto que agudizó su sensibilidad ante los que sufrían injusticias así como su comprensión ante los que hacían sufrir por torpeza o cobardía. Todas las vidas que él conoció en el entorno de la inmensa Rusia tenían la marca dolorosa de las ilusiones frustradas, sueños imposibles, y él trasladó esta frustración general a sus cuentos, no con el propósito caritativo de la literatura social de su siglo sino con el claro entendimiento de sus causas profundas”.

Cuando Chéjov comenzó a escribir “La gaviota”, en 1895, era ya un autor de relatos conocido, atesoraba una experiencia de muchos años de trabajo y tenacidad, desde ser un hijo de modestos tenderos hasta llegar a ser médico en Moscú. Un duro trayecto que agudizó su sensibilidad ante los que sufrían injusticias así como su comprensión ante los que hacían sufrir por torpeza o cobardía”, escribe Juan Eduardo Zúñiga en su libro “Desde los bosques nevados”.

Muy cerca de él, José María Merino, autor de cuentos breves y brevísimos, ganador del último Premio Nacional de Narrativa con “El río del edén”, asegura que también llegó a los paisajes de Chéjov muy tempranamente y decidió quedarse en ellos, convertirse en un fiel lector a lo largo de los años. “Siendo muy joven descubrí sus cuentos humorísticos, y luego, seguí con otros aspectos de su obra, incluido el teatro. Siempre me deslumbró su capacidad para decir tanto con tan pocas palabras y, además, para tener la sabiduría de no expresarlo todo, sino únicamente lo fundamental”, explica, alegrándose de que por fin se acometa en España la publicación de sus cuentos completos.

La luz se desplaza hacia otra esquina del escenario y bajo el foco Clara Obligado toma la palabra: “Hace muchísimos años, casi en otra vida, yo vivía en Buenos Aires y empezaba la carrera de Letras. Para una asignatura en la que se daba un repaso a la literatura universal había que elegir un texto y profundizar en él. Yo elegí “Tristeza”, de Chéjov, un cuento que casi me sé de memoria”, mira de frente a los espectadores.

Se hace un silencio y la autora de, entre otros títulos, “El libro de los viajes equivocados”, que siempre ha compaginado su obra con su dedicación a los talleres de escritura creativa, prosigue: “Entré en la crítica literaria de la mano de Chéjov y luego quise estudiar ruso para leerlo, pero cuando uno es muy joven desea muchas cosas que son imposibles. En todo caso, creo que con él entendí gran parte de las claves del cuento moderno: el uso impecable e implacable de los motivos literarios; la forma, ni cursi ni solemne, de exponer los sentimientos más íntimos; la paradoja de muchos finales; el uso de la naturaleza como parte de la historia; la sutil manipulación del lector. Aprendí también que hay cosas que no se pueden copiar ni desmontar, y que son las que hacen que un escritor sea único. En el caso de Chéjov, se trata de un encanto indefinible que me ha acompañado siempre, como te acompaña un amigo a quien admiras: su manera de ver el mundo, esa mezcla de agudeza, ingenio y piedad”.

Con Chéjov entendí gran parte de las claves del cuento moderno: el uso impecable e implacable de los motivos literarios; la forma, ni cursi ni solemne, de exponer los sentimientos más íntimos; la paradoja de muchos finales; el uso de la naturaleza como parte de la historia; la sutil manipulación del lector”, señala Clara Obligado.

Sentados uno al lado del otro, Miguel Ángel Muñoz y Sergi Bellver cuentan sus experiencias. El primero leyó a Chéjov con apenas once años, en un volumen que recogía “La cerilla sueca”, “Una historia aburrida” y algunos otros relatos de su época más humorística. El segundo, que llegó al autor un poco más tarde, alrededor de los catorce, se recuerda “huroneando en la ecléctica biblioteca” de sus padres, “que no tenían el hábito de la lectura, sino sólo unos cuantos libros para llenar las estanterías con algo decente”. Y confiesa que fue ahí cuando empezó  a saltarse las lecturas obligatorias del colegio y descubrió por su cuenta las novelas ejemplares de Cervantes, las historias de Joseph Conrad o los cuentos de Chéjov.

Le quita la palabra Muñoz, quien con el tiempo llegó a titular uno de sus libros de relatos “El síndrome Chéjov”, toda una declaración de principios. Pero, según explica, en esa primera lectura no acabó de entender al clásico. “No le vi la gracia, pese a la sencillez de su prosa. Fue mucho más adelante cuando me apasioné con su obra, pero del recuerdo de la niñez me quedó la convicción de que es un escritor mucho más difícil de desentrañar de lo que puede parecer a primera vista”. Bellver, por su parte, que acaba de publicar su primer libro de cuentos, “Agua dura” y que es responsable de una reciente y muy interesante edición de “Chéjov comentado” (Nevsky Prospects), en la que se toma el pulso al efecto Chéjov entre los mejores autores del cuento español contemporáneo, evoca el impacto que le produjo un relato como «El beso», donde, asimismo, el protagonista sufre una fuerte impresión al recibir un inesperado y único beso de una desconocida, un episodio que nunca va a poder olvidar.

“Con el tiempo, Chéjov llegó a ser uno de esos autores que, en todos los sentidos, nunca me fallaba. De los pocos artistas hacia los que he sentido siempre y sin fisuras una sincera admiración, como me sucede con Beethoven. Tal vez porque, de algún modo, para mí han sido capaces de desvelar sin mentiras ni aspavientos lo más íntimo de la condición humana”, continúa Bellver, a quien da la razón el escritor leonés Luis Mateo Díez desde su veteranía y la fecundidad de una obra en la que destacan títulos como “La fuente de la edad” o “La ruina del cielo”. ¿Cómo mira a Chéjov?, se escucha a lo lejos a alguien que pregunta: “Desde la convicción de haber leído al mejor cuentista de la literatura, comprometido con la vida en todas sus dimensiones”, es la respuesta.

Llegados a este punto, es Paul Viejo quien se coloca ante el micrófono. A él, que ha preparado la edición de los “Cuentos Completos” de Páginas de Espuma, la aventura en marcha le está aportando la excusa perfecta para para “no salir de Chéjov”. “No es que sea un autor al que siempre vuelvo, como se suele decir, sino que un proyecto así obliga a cierta dedicación gozosa. Y dentro de esa obligación me encanta volver a hacer una lectura muy cuidadosa por orden cronológico, y ver a Chéjov desde el principio hasta el final, comprobando cómo sí hay ligaduras entre el autor inicial y el consagrado final, temas que se van tocando, a los que él vuelve, como si se hubiera quedado con las ganas de hacerlo mejor en otro momento”.

No duda Viejo, también autor de una obra propia que incluye libros de relatos como “Los ensimismados”, en declararse un “fan” en toda regla de Chéjov. “Igual que hacen los seguidores de Star Trek o de Sherlock Holmes”, para mí también ha sido durante mucho tiempo casi un hobby, una afición extraña. No sólo lo he leído con placer, sino que también lo he coleccionado de muchas maneras: traducciones, ensayos, informaciones diversas. Y sigo fijándome en todos los detalles, viendo y anotando los escenarios, los personajes o nombres propios que llegan a repetirse en los relatos. Se trata de una actividad incesante, que casi roza la esquizofrenia”.

II. SEÑAS DE IDENTIDAD

Chéjov con sus hermanos

Ha llegado el momento de jugar a los detectives, de indagar en los secretos de Chéjov, de seguir sus pistas para tratar de acercarnos un poco a lo que lo hace grande, único, eterno. Aquí los argumentos se multiplican, el debate se enriquece. “Nunca perdió la medida del hombre: de su ridículo destino vital tanto como de la grandeza, a ráfagas, de su tránsito por la tierra. Murió en 1904, su obra es del XIX, pero sus temas, sus planteamientos, su lenguaje pertenece al siglo XX. Habiendo muerto muy joven, tuvo tiempo de transformar la historia del cuento y la del teatro. ¿Hay otro ejemplo de autor, después de él, que haya logrado algo así?”, se cuestiona Miguel Ángel Muñoz.

Nadie dice nada, pero los gestos, las miradas, indican que hay acuerdo, que poco más hay que añadir al respecto. Tras una pausa, toma la palabra Juan Eduardo Zúñiga: “Sus señas de identidad son su decidida protesta ante la injusticia y la frustración en la que viven sus personajes. Pero lo que le hace realmente grande es esa genial capacidad para encerrar en unas pocas páginas el latir de la vida”, comenta el autor de títulos tan significativos como “Largo noviembre de Madrid” o “Capital de la gloria”.

Sergi Bellver da un paso al frente y se detiene ante la naturaleza dual de los personajes de Chéjov, ante el contraste que establece entre ellos para resaltar el conflicto de fondo, ante la omisión de datos y el uso de la elipsis, así como en el peso de cada silencio en el desarrollo dramático de sus historias. “Quien tenga a Chéjov por un triste dibujante de escenas, no se ha enterado de la película, porque su mundo literario es mucho más profundo de lo que parece. Esa sencillez en su grandeza es la que ha seguido influyendo a los mejores cuentistas de los siglos XX y XXI”, afirma con contundencia.

“Quien tenga a Chéjov por un triste dibujante de escenas, no se ha enterado de la película, porque su mundo literario es mucho más profundo de lo que parece. Esa sencillez en su grandeza es la que ha seguido influyendo a los mejores cuentistas de los siglos XX y XXI”, declara Sergi Bellver.

Y pasa el testigo a José María Merino, para quien todos los cuentos de Chéjov “son verdaderas joyas literarias por su intensidad dramática, con estupendos apuntes de una sociedad infectada por la corrupción, el alcohol, el servilismo, el autoritarismo brutal y las carencias materiales, sin que el panorama social llegue a desdibujar en ningún momento el núcleo dramático: la soledad humana, la falta de arraigo y la huida como una especie de felicidad, la imposibilidad o al menos la dificultad del encuentro”.

En la misma línea, Luis Mateo Díez apunta a “la absoluta naturalidad en el trazo de su escritura” y a “la hondura de su reflexión sobre la condición humana”, mientras que Paul Viejo se queda con dos rasgos que se ven en Chéjov desde el inicio y que marcarán el resto de su producción: por una parte, “la insinuación, la capacidad de síntesis para señalar cosas sin contarlas, algo bastante extendido e influyente en los escritores posteriores”, y por la otra, el aspecto “teatral” de sus cuentos. “No solo es que fuera a ser un enorme e importantísimo autor de teatro, es que ya desde el comienzo se puede ver cómo muchos de sus relatos son absolutamente representables sobre las tablas”.

III. CUENTOS QUE NO PODEMOS DEJAR DE LEER

Antón Chéjov

¿Cuáles de los centenares de cuentos de Chéjov no podemos dejar de leer?, aparece la pregunta en una gran pantalla que ocupa toda la escena. De nuevo es Paul Viejo quien interviene: “De este primer tomo sería ridículo no citar “Flores tardías”, una novelita corta de 1882, donde está ya todo el Chéjov de los cuentos considerados “mayores”, una narración donde es capaz de hablar al mismo tiempo de enfermedad, tristeza y desigualdades sociales sin despeinarse y con un pulso absolutamente moderno. También vuelvo una y otra vez a ese pequeñísimo cuento enorme que es “Se fue”, dos paginitas de 1883 donde se dice muchísimo omitiéndolo casi todo. Y para los que tengan a Chéjov únicamente en el canon de los escritores realistas recomendaría “Las islas voladoras”, un relato fanta-científico que podría haber firmado Verne. Habría que recomendar también títulos bien conocidos, como “Ostras” o “Cirugía” o “El gordo y el flaco”, pero de entre los desconocidos, a los que quieran reírse un buen rato les diría “Encaje de bolillos”, un Chéjov desternillante”.

Viejo sostiene que en la preparación del primer tomo le ha parecido “sorprendente” la cantidad de recursos, estructuras y pruebas varias que pone en circulación Chéjov en sus piezas iniciales. “No hay tipo de cuento que parezca no haber probado. No se limita a una sola categoría de relato, como otros autores y referentes del género han podido hacer: Chéjov ni siquiera se planteó cuáles deben ser las reglas de un cuento”.

Se refiere también al extremo perfeccionismo del escritor, al que le costaba dar el visto bueno a los relatos que habrían de formar parte de sus Obras Completas. “Era exigente, sí, pero al mismo tiempo algo despreocupado. Lo fue para seleccionar lo que consideraba con suficiente calidad como para “permanecer”, aunque a veces sus criterios podamos no entenderlos (excluye, por ejemplo, cuentos tan magníficos como “Un liberal” o “De caza”). Sin embargo, también en sus inicios, debido a las prisas, los ritmos de escritura, la necesidad de las entregas a las publicaciones en las que colaboraba, fue bastante descuidado respecto al resultado final de algunos cuentos, algo que en muchas ocasiones solucionó años después al corregirlos para las reediciones”.

Paul Viejo se refiere al extremo perfeccionismo del escritor, al que le costaba dar el visto bueno a los relatos que habrían de formar parte de sus Obras Completas. “Era exigente, sí, pero al mismo tiempo algo despreocupado. Le costaba mucho seleccionar lo que consideraba con suficiente calidad como para “permanecer”, pero, también, debido a las prisas, los ritmos de escritura, la necesidad de las entregas,, fue bastante descuidado respecto al resultado final de algunos cuentos

Paul Viejo cambia de postura, saca unos folios de una carpeta y sigue seleccionando sus relatos predilectos del resto de la producción chejoviana. “Sé que es un tópico, pero si tuviera que elegir sólo uno, éste seguiría siendo –una y otra vez- “La dama del perrito”, sin duda. Uno de los cuatro o cinco cuentos más grandes de la historia. Pero también puedo añadir “La bromita” y “Vanka”, dos de los cuentos más tiernos que he leído nunca y que aparecerán en el segundo tomo; enormidades como “El duelo”, “Gúsev” o “El beso”, que se incluyen en el tercero. Y ya en el cuarto, “El monje negro”, todo un tratado sobre la locura, y, por supuesto, repito, no me canso de repetirlo, “La dama del perrito”.

Coincide Juan Eduardo Zúñiga en “El beso”: “un relato muy interesante que marca un cambio de estilo en la obra de Chéjov, el final de la etapa del humorismo, y en el que se muestra una situación inexplicable que despierta en el oficial protagonista una crisis de frustración y la sensación de la inutilidad de su vida”. Cita, además, “La novia”, escrito en 1903, un año antes de su muerte. Un cuento que le parece importante porque en él “trata un tema que nunca antes había contemplado: la situación de la mujer en la sociedad rusa, su condición de dependencia y el inicio de su rebeldía”.

La misma relevancia concede a este relato rompedor para la época Clara Obligado. “Es increíble que un hombre ruso escribiera, hacia 1910, un texto como éste”, comenta. La escritora se había referido con anterioridad a “Tristeza”, donde un cochero cuenta su historia ante la indiferencia general. Es una narración que también está entre las favoritas de José María Merino. Añade éste a su lista: “Vanka”, relato del niño aprendiz de zapatero que escribe a su abuelo una carta sin posible destino; “Ganas de dormir”, en el que una criadita soñolienta acaba abruptamente con el motivo principal de su invencible insomnio, y “La corista”, un cuento que siempre pone como modelo del género “porque es un ejemplo de concentración dramática y de destreza en el que se nos presentan los personajes con un ajuste perfecto del escenario y del tiempo, y de un modo tan sutil que, por muchas veces que lo leamos, siempre tendremos dudas sobre la conducta de esa dama ofendida que acaba llevándose el patrimonio de la pobre corista”.

Mucho más escueto, pudiendo referirse a todos, Luis Mateo Díez es capaz de decantarse por uno solo de los relatos de Chéjov, “Luces”. “En ese cuento siempre descubro la esencia de un escritor obsesionado por el sentido de la vida, pero que, al fin, reconoce que solo nos queda la elocuencia de las palabras para entender su absurdo”, señala.

“Chéjov está lleno de vericuetos y sorpresas, así que cada lector encontrará sus cuentos imprescindibles”, cambia de registro Miguel Ángel Muñoz, quien destaca tres títulos: “Enemigos”, donde ve a “Chéjov en estado puro, creando una angustia y empatía en el lector propia de Hitchcock; “El monje negro”, “porque en él se desata una vena fantástica que quizás Chéjov habría explorado de no haber muerto tan joven” y “Gusev”, un cuento que escribió tras su periplo hasta la isla de Sajalín y que es muy distinto a otros cuentos suyos. Casi una historia de Conrad”.

Luis Mateo Díez es capaz de decantarse por uno solo de los relatos de Chéjov, “Luces”. “En ese cuento siempre descubro la esencia de un escritor obsesionado por el sentido de la vida, pero que, al fin, reconoce que solo nos queda la elocuencia de las palabras para entender su absurdo”, señala.

“Resulta complicado elegir”, señala Sergi Bellver, “porque escribió demasiados y evolucionó mucho en poco tiempo. Ni siquiera maestros como Tolstói o Richard Ford coincidieron al elegir los mejores cuentos de Chéjov, y aunque ya en sus primeros textos hay destellos de genio, personalmente me interesa más su etapa de madurez, a partir de 1886, cuando Chéjov cobra verdadera conciencia de su dimensión como artista. Me quedaría, pues, con «Enemigos», «Casa con mezzanina», «El violín de Rothschild» o «Tristeza», que junto a otros más célebres, como «La dama del perrito», resumen lo mejor de su mirada, su talento y su visión del mundo. Más allá del cuento y dejando el teatro aparte, hay dos textos suyos que me parecen obras maestras: la narración de “La estepa” y la monumental crónica periodística de “La isla de Sajalín”.

IV. PASEO POR LOS PAISAJES RUSOS

Antón Chéjov con Lev Tólstoi

Antón Chéjov con Lev Tólstoi

Imágenes de Rusia, de sus reconocibles paisajes y de los genios de su literatura, se van proyectando en la gran pantalla. De fondo, una suave música y las palabras de nuevo. “Entre “La hija del capitán”, de Pushkin, novela inicial de la literatura rusa, y “Guerra y Paz”, de Tólstoi, una de sus cumbres, median solamente 33 años. En ese brevísimo plazo, los rusos consiguieron poner en pie una de las grandes literaturas de la humanidad. Gógol, Turguéniev, Dostoievski, Lermontov, Léskov… Chéjov mantiene el nivel en su máxima  altura, conserva  los elementos profundos del genio literario ruso; la capacidad para entrar en los territorios del corazón humano sin olvidar el entorno social. En el género del cuento llega a un punto insuperable de refinamiento estético”, sostiene Merino.

Y le toca a Paul Viejo referirse a su reconocimiento temprano por parte de la crítica y del resto de la sociedad literaria, lo que favoreció el contacto con otros escritores de su época. “El respeto que sentía hacia Tolstói tuvo su parte recíproca de apoyo y aliento, pero también de crítica necesaria, ya que Tolstói llegó a seleccionar los cuentos “buenos” y los cuentos “malos” de Chéjov. También llegó a conocer a Léskov, a quien reverenciaba, pero con quienes mayor amistad y complicidad tuvo siempre fue con Maksim Gorki e Iván Bunin. Por apoyar al primero fue capaz hasta de renunciar a su plaza en la Academia. Ambos autores escribieron preciosos retratos de Chéjov a su muerte”.

La universalidad define a Chéjov, rasgo al que se refiere Sergi Bellver. “Su impresión de la condición humana va más allá de lo ruso, aparte de que eligió cultivar la concisión del cuento justo cuando le había tocado ser contemporáneo de titanes de la gran novela rusa como Tolstói, Dostoievski o Bieli. Chéjov leyó con admiración a Pushkin, Gonchárov y Turgueniev, mantuvo una estrecha relación con Gorki y Bunin y, aunque se sintiera al principio tan cercano a Tolstói como lejos de Dostoievski, terminó separándose del maestro y buscando su propio camino: «La dama del perrito», por ejemplo, es en parte una contestación a la intransigencia moral de Anna Karénina”, señala Bellver, argumentando que “los grandes artistas no saben de generaciones ni de geografías, y que si son grandes es justo por mantenerse fieles a sí mismos y ofrecer al mundo una mirada genuina, que no imite a las demás, ni siquiera aunque al autor le toque compartir una época tan gloriosa literariamente como la de la segunda mitad del siglo XIX en Rusia”.

Le da la razón Zúñiga, para quien “el destino de los innovadores,  consiste en una cierta soledad, sin interlocutores”. “Chéjov fue un renovador no sólo de la prosa sino también del teatro. Si hubiese que buscar influencias en la literatura rusa quizás Gogol y Turgueniev podrían ser considerados unos maestros lejanos”, añade quedamente, en contraste con Luis Mateo Díez, que en ese momento alza la voz para decir: “El modo en que Chéjov dialoga con sus contemporáneos es haciendo metáforas narrativas sobre los dos temas cruciales de la gran literatura rusa: el bien y la bondad, sus contradicciones en el destino de un pueblo”

“Cuando lees a Chéjov”, le sigue MIguel Ángel Muñoz, “ves y reconoces el mundo ruso, su obsesión por la burocracia, por la condición solitaria y amarga del hombre, pero sus cuentos no admiten comparación con otros rusos. Chéjov es menos petulante, siempre menos petulante, y menos aún, como si viviera una extraña condición de pequeñez frente a la grandeza geográfica y literaria de esa Rusia eterna que su época quería transmitir a los contemporáneos”.

V. CONSEJOS PARA APRENDICES DE ESCRITOR

Antón Chéjov y Máximo Gorki en Yalta, 1900.

Antón Chéjov y Máximo Gorki en Yalta, 1900.

Hay algunas ideas que siempre aparecen cuando se habla de Antón Chéjov: su influencia en muchos de los grandes cuentistas surgidos con posterioridad y la necesidad de que todo aquel que quiera dedicarse a la literatura lo lea con fruición. A Zúñiga le parece obligado acudir a él como maestro indiscutible de la descripción de sentimientos, tanto a sus relatos como a sus cuatro obras de teatro fundamentales : “El tío Vania”, “Las tres hermanas “, “El jardín de los cerezos” y “La gaviota”, entrega por la que recomienda empezar, “profundizando”, dice, “en el personaje del joven autor que aparece en ella, el cual busca romper con la tradición y encontrar nuevas formas, como hizo el propio Chéjov”.

Sergi Bellver, por su parte, se dirige a cualquier escritor en ciernes para decirle que si piensa dedicarse al relato breve o a cualquier otro tipo de género narrativo, aprenderá de Chéjov “concisión, dramaturgia y sentido escénico, pero sobre todo, si lo lee con atención, aprenderá a observar mejor lo que le rodea”.

Conocedora de las dificultades de quienes empiezan en el apasionante y tortuoso mundo de la escritura Clara Obligado considera fundamental partir del clásico; de hecho en su taller es un autor al que se recurre frecuentemente y al que se le han llegado a dedicar cursos completos: “Hay lecturas que son imprescindibles en la formación de todo escritor, y Chéjov es, sin duda, una de ellas. En particular si se quiere ser cuentista. Bajo mi punto de vista no ha perdido un ápice de modernidad y, de hecho, no conozco a nadie a quien no le guste”, señala. Y pasa a establecer un triángulo muy atractivo:  Chéjov, Carver y Munro.

“Chéjov es el principio. Él cuenta lo grande desde lo pequeño, o lo pequeño de manera que parece inmenso, no necesita de una gran algarabía para que sintamos la perplejidad de la existencia”, explica Obligado en un decorado que reproduce una clase, con muchos alumnos alrededor. “Chéjov no exhibe sus trucos, sino que los esconde, lo que trae como resultado una literatura profunda, pero nada altisonante. En él la acción es subsidiaria de la emoción. Esta literatura de lo máximo en lo mínimo creo que está muy próxima a la literatura escrita por mujeres como Katherine Mansfield, o Natalia Ginzburg, quien no por casualidad escribe una biografía de Chéjov. O Irene Némirovsky, que tiene un libro sobre el autor ruso casi excesivamente laudatorio”.

La escritora cita las cartas a Olga Kniepper, donde se aprecia también “una visión del hombre y de la mujer absolutamente contemporáneas”, y se refiere a la modernidad del clásico tanto en la temática como en la forma, tanto en el pensamiento como en la manera de contar. “Ese es el camino que sigue y que reconoce Raymond Carver. “Tres rosas amarillas” , un cuento inolvidable, no es más que un homenaje al maestro ruso. Carver, que evidentemente ha leído muy bien a Chéjov, comprende que lo pequeño es la base de lo inmenso”, sigue su argumentación. Y traza un puente con Alice Munro, a la que se ha llegado a definir como “la Chéjov canadiense”. “Ella da un nuevo giro, ya que incluye tanto lo fantástico como la experimentación metaliteraria pero, en el fondo, se trata de lo mismo. Los tres autores tienen muchos elementos en común: la búsqueda del sentido de la existencia a través de las pequeñas historias, el despojo retórico, el uso de las emociones sin sentimentalismo alguno, la elaborada artesanía formal”, concluye Clara Obligado.

“A muchos escritores actuales, sobre todo a los jóvenes, les vendría bien leerlo a fondo, para templar sus humores y petulancias”, introduce un poco de cizaña Miguel Ángel Muñoz. Y tira del hilo José María Merino, quien no entiende que nadie quiera dedicarse a la literatura sin haber leído a Chéjov. “A los “escritores en ciernes” les diría que si la influencia de Poe llega por lo menos hasta Borges y Cortázar, la de Chéjov acaba fructificando en la gran literatura americana y en Carver, por ejemplo, que relató la muerte del gran narrador ruso en “Tres rosas amarillas, aunque bastantes jóvenes escritores contemporáneos suelan ignorarlo”, comenta. Y prosigue: “No es raro que jóvenes cuentistas citen con admiración a colegas tan endebles como Don de Lillo o Lydia Davies, y, si saben algo de Chéjov, piensen que pertenece a un pasado arcaico y no recuperable. Pero son los signos de los tiempos…”

“A muchos escritores actuales, sobre todo a los jóvenes, les vendría bien leerlo a fondo, para templar sus humores y petulancias”, introduce un poco de cizaña Miguel Ángel Muñoz. Y tira del hilo José María Merino, quien no entiende que nadie quiera dedicarse a la literatura sin haber leído a Chéjov.

De nuevo un silencio largo y notas musicales que se apagan cuando Paul Viejo decide introducir un matiz a lo que se ha dicho, concretamente en lo referido a Carver. “Se le suele ver como continuador de Chéjov, y es cierto. Pero de “una” de las líneas chejovianas. Carver sólo escribió de una manera, pero Chéjov de muchas”.

“Hay que empezar a entender esa relación de otra manera, del mismo modo que hay que empezar a desmontar un tópico al que le tengo especial manía, y que, además, suele ser un tópico del cuento en general: el de la palabra justa, que nada sobre ni falte, el del lenguaje medido, etcétera”, continúa argumentando Viejo y anima a leer cuentos como “El encuentro de la primavera”, para ver el uso absolutamente poético del lenguaje que hace Chéjov; “Un drama de cacería”, para olvidarse de que no sobran cosas, así como muchos otros relatos donde la retórica existe y es usada convenientemente.

En cuanto a las influencias en sus propias obras, en mayor o menor medida, todos los participantes, actores, de este reportaje, las reconocen. “Chéjov representó para mí la fe en el propio trabajo, la fuerza de la tenacidad para cumplir los sueños”, declara Zúñiga. “Me ha descubierto que la vida no está en las evidencias, sino en los pliegues más imperceptibles y oscuros”, señala Mateo Díez. “No es el autor al que siempre vuelvo, sino el que nunca se aparta. Incluso como escritor, aunque estéticamente intente apartarme de él, es evidente que mucho de lo poco que sé, ha sido culpa suya”, interviene Paul Viejo.“No puedo olvidar a Poe, ni a Maupassant, ni a Clarín, por citar a algunos clásicos que también me enseñaron a escribir cuentos, pero sin duda Chéjov es un maestro de la extrema concisión, de la condensación dramática llevada a sus límites. Me ha enseñado que los buenos cuentos siempre convierten un suceso humano, por pequeño que sea, en un referente simbólico”, añade Merino.

“Chéjov representó para mí la fe en el propio trabajo, la fuerza de la tenacidad para cumplir los sueños”, declara Zúñiga. “Me ha descubierto que la vida no está en las evidencias, sino en los pliegues más imperceptibles y oscuros”, señala Mateo Díez.

En el caso del escritor almeriense Miguel Ángel Muñoz, la respuesta está clara: basta con decir “El síndrome Chéjov”, título de un cuento, de un libro y de un blog de referencia donde el autor va dando cuenta de sus lecturas. “En ese cuento laborioso y extenso que le dediqué”, explica, “procuré meterme en su vida, en sus emociones. En esa historia escogí su faceta de médico altruista, que atendía a sus pacientes sin cobrarles, al tiempo que escribía sus mejores obras, porque creo que ahí está ese Chéjov contradictorio pero muy grande: misántropo pero generoso, un tanto misógino pero profundamente enamorado, sabedor de la importancia de su obra pero muy humilde y nada engolado. Pertenece al grupo de esos escritores, no tan abundantes –como Camus o Delibes-, que por su inflexibilidad moral uno puede tener como modelos sin temer una decepción”.

Sergi Bellver tampoco tiene ninguna duda sobre las enseñanzas que ha recibido del autor ruso. “Es uno de mis referentes absolutos, no sólo por su obra, sino también por su manera de estar en el mundo y su sentido ético del oficio. Creo que, hasta el día de hoy, en el que apenas he comenzado mi carrera como escritor, hay dos cosas que me han marcado tras años de lecturas chejovianas: su manera de enfocar nuestras sombras para revelar a contraluz nuestra naturaleza, y su capacidad para integrar en la historia toda la escenografía circundante, desde el paisaje a los lugares que cercaban a los personajes. Resulta lógico, si pensamos que Chéjov es también uno de los mejores dramaturgos de la era moderna”, comenta. Y confiesa que también en lo personal se siente identificado con él, con su actitud vital, con su temperamento. “Se le tenía siempre por un hombre serio y austero, cuando entre sus íntimos podía llegar a ser tan divertido y afectuoso como afilado con quien le irritara. Como él siento un profundo desprecio por la gente frívola, indigna y sin moral”.

Otro largo silencio, un juego de sombras al fondo, sirve para que Bellver se adelante y trace con unas breves pinceladas el perfil ético de Antón Chéjov: “Cuando ya era un autor de cierto éxito, volvió a ejercer de médico para arrimar el hombro en hambrunas y epidemias. Financió de su propio bolsillo escuelas para campesinos y bibliotecas para la colonia penitenciaria de Sajalín. Legó en su testamento parte de sus bienes y de sus derechos de autor para la alfabetización de los niños de su pueblo natal. Ayudó siempre que pudo a sus amigos, no hizo mucho caso de los halagos y ocultó su enfermedad para no preocupar a sus seres queridos. Y aunque prefería ser discreto, tampoco se amilanó nunca cuando tuvo que posicionarse frente a una injusticia, incluso aunque fuera en contra de sus intereses. Si Chéjov viviera en nuestro tiempo, me temo que sería un ave todavía más rara entre tanto buitre”.

VI. CONSEJOS PARA LECTORES PRESENTES Y FUTUROS

Antón Chéjov

Ya en la parte final de la representación ha llegado el momento de dirigirse al público, a los lectores. Todos los intérpretes se ponen en pie, mirando directamente al patio de butacas. La voz se hace presente en un maestro de ceremonias que les pide consejos, les pregunta cuál es el mejor camino para llegar a Chéjov, qué es lo que le dirían al lector que quiera descubrirlo. José María Merino es el primero en hablar: “Si el lector es muy joven, lo animaría sin lugar a dudas, asegurándole una lectura deleitosa y estimulante. Si es maduro, miraría para otro lado, porque me parecería  escandaloso que alguien que se llamase lector no conociera a Chéjov”. A su lado, Luis Mateo Díez, le da la razón: “No merece la pena que alguien que no lee a Chéjov lleve a cabo su ambición de lector y de escritor”.

“Si el lector es muy joven, lo animaría sin lugar a dudas, asegurándole una lectura deleitosa y estimulante. Si es maduro, miraría para otro lado, porque me parecería  escandaloso que alguien que se llamase lector no conociera a Chéjov”. A su lado, Luis Mateo Díez, le da la razón: “No merece la pena que alguien que no lee a Chéjov lleve a cabo su ambición de lector y de escritor”.

Se nota cierta incomodidad entre el público y entra Sergi Bellver, a quitar un poco de hierro al asunto. “Al lector le diría que dejara de lado cualquier prejuicio y se acercara a la obra de un autor que sigue apelando a todo lo que nos hace humanos, un autor que no ha perdido vigencia ni frescura con el paso del tiempo. Además, leer a Chéjov es acudir a una de las fuentes esenciales de todo lo que ha sido después el cuento moderno”.

Muy de acuerdo con él se muestra Paul Viejo. “Hay que leer a Chéjov de la misma forma que se lee a los cuentistas contemporáneos, porque, aunque es verdad que algunos relatos pueden resultarnos más lejanos por las referencias concretas a la época y el lugar, Chéjov estaba haciendo entonces muchas de las cosas que hoy se siguen haciendo. Literariamente y, por supuesto, en lo que respecta al tratamiento del comportamiento humano”.

El colofón lo pone Miguel Ángel Muñoz, quien se pone muy cerca de la platea e introduce un brusco giro: “Hay que darse tiempo, no entrar en su mundo a la primera”, aconseja, recomendando empezar por los grandes cuentos y de vez en cuando, para refrescar, ir a algunos de los primeros, más humorísticos. “Pero de lo que no estoy seguro es de que deba ser una lectura obligada para un buen lector. Con Chéjov no se gana confianza en el ser humano, y uno se hace más consciente del fracaso que al final resulta ser todo. Así que quizás, ahora que lo pienso, más que obligar a leer a Chéjov, lo prohibiría”. Cae el telón. Aplausos. Chéjov. Siempre Chéjov.

El primer tomo de los “Cuentos Completos”, de Antón Chéjov, ha sido publicado por Páginas de Espuma. La aventura se completará a lo largo de tres años con tres volúmenes más. La edición corre a cargo de Paul Viejo. Las traducciones son obra de distintos traductores. Se han elegido las que se han considerado mejores en cada caso.

Objetos personales de Antón Chéjov en la Casa-museo que lleva su nombre Objetos personales de Antón Chéjov en la Casa-museo que lleva su nombre Cuentos de Melpomene autógrafo

Chéjov - Cuentos Completos (1880-1885)

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Chéjov con Tolstoi en 1901

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Archivado en: De Literatura, Los Reportajes, Nº11 / Febrero 2014

Tiempo de palabras

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Por Emma Rodríguez © 2014 / 

La naturaleza fue la principal fuente de inspiración de Henry David Thoreau y no por eso dejó de asomarse a los escombros del mundo, a la fealdad de lo real. Cuando recientemente cogí su “Musketaquid”, denominación india elegida por la editorial Errata Naturae para titular el que fuera su primer libro, bautizado en su origen “A week”, como correspondía al paseo en bote durante una semana por los ríos Concord y Merrimack, allá en las tierras de Nueva Inglaterra, sentí que el jardín, casi secreto, desconocido para mí hasta hace poco en el Museo del Romanicismo de Madrid, representaba un poco eso: el sosiego, la paz, en medio de los ruidos y las turbulencias de una ciudad acosada.

Es posible, saludable, recomendable, aislarse de los conflictos, pero resulta imposible cerrar del todo las puertas a la realidad. Hace poco alguien me decía que sería mejor para mi salud anímica centrarme en la lectura, dejar de pisar las calles y abandonar las reivindicaciones. Fui respetuosa ante tal comentario, pero ahogué una gran carcajada. ¿Acaso no está la rebeldía, la crítica, en la literatura que me gusta? ¿Acaso no están los más “peligrosos” mensajes de insumisión y compromiso en los escritores y pensadores que han ido abriendo el camino? Pensaba en todo esto mientras leía a Thoreau en ese espacio cerrado del bello e íntimo Jardín, con el murmullo de una pequeña fuente como sonido de fondo, consciente de que era un paréntesis, de que afuera, horas después, me esperaba una multitudinaria manifestación, y, seguramente, como suele ser habitual, un guirigay de noticias confusas, fruto muchas de ellas de ese discurso imperante, dictado desde el poder, contra el que tanto arremetía Thoreau.

Cercana al espíritu indomable del autor de “Walden”, a su devoción por la poesía -él decía, entre otras muchas cosas, que ”el poeta expresa hasta la mínima información, incluso la hora del día, con tal magnificencia y amplio uso del imaginario natural, como si fuese el mensaje de los dioses”-, he abierto las páginas de otro libro oportuno y necesario: “Legítima defensa. Poetas en tiempos de crisis” (Bartleby Editores). Un volumen hilado con los versos de más de 200 autores, representantes de distintas generaciones, portadores de voces, estéticas y actitudes diferentes, pero unidos todos por la mirada alerta ante los acontecimientos del presente, por el grito de la denuncia, ese grito que no puede ser ahogado ni anulado. Ahora no, en este momento de la Historia, por favor, no.

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Como prologuista excepcional marca el paso Antonio Gamoneda y lo hace con contundencia, nada de sutiles y temerosas metáforas. “España está dolorosamente sumergida en una que dicen “crisis económica”. ¿Crisis económica? La verdad es otra; potencialmente, existen los mismos bienes y recursos, la misma fuerza del trabajo; en resumen, la misma economía real que en tiempos que no se consideraron críticos. Pero la economía real ha sido falsificada, convertida a la dinámica especulativa”, sostiene el poeta, quien señala a las democracias actuales como la “máscara sonriente” del capitalismo.

“El capitalismo”, prosigue, “se ha movido con torpeza; advierte sus desequilibrios internos y temen que estos sean indicios de una quiebra histórica y global del sistema. Desde este temor trata de fortalecerse despojando aún más a los de siempre, a los pobres y sometidos”, prosigue quien sabe mucho del dolor de la represión y de la guerra, quien ha puesto voz a los desheredados en una obra cargada con la intensidad, con la profunda intensidad, de la memoria.

¿Puede ciertamente la poesía hacer algo?, se pregunta. Y contesta, frente a los escépticos, a los que no creen en la fuerza de la palabra, que sí, que sí que puede. “Los poetas pueden dar señal de unas convicciones que descalifican moral y socialmente el capitalismo con solo reunirse para significar su acusación, su protesta y su identificación con los despojados (…) La poesía no puede modificar directamente la praxis financiera, pero su fuerza emocional  y sensible sí puede modificar las conciencias, propiciar la adopción de un pensamiento operativo. No se trata de denotaciones ideológicas o políticas; se trata de escribir desde el sufrimiento o ser solidarios con el sufrimiento”.

El capitalismo se ha movido con torpeza; advierte sus desequilibrios internos y teme que estos sean indicios de una quiebra histórica y global del sistema. Desde este temor trata de fortalecerse despojando aún más a los de siempre, a los pobres y sometidos”, dice Antonio Gamoneda en “Legítima defensa. Poetas en tiempos de crisis”, un libro colectivo, que aúna bajo el grito la voz de más de 200 autores de distintas generaciones.

Del Premio Cervantes, autor de títulos como “Libro del frío” y “Arden las pérdidas” se incluye en la antología un fragmento inédito perteneciente a “Las venas comunales”, de 2012. No puedo resistir la tentación de dar cuenta de su comienzo: “[...] Hoy es martes. Cuidado. Hay días incisivos. / Las semanas avanzan oficialmente negras, / conducidas por ciegos y verdugos muy dóciles / y, / con menor frecuencia / por muchachas verdes que tal vez nos amaron…”

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Junto a Gamoneda, otro Cervantes, José Manuel Caballero Bonald, que elige una pieza de su “Manual de infractores”, y Félix Grande, recientemente fallecido, del que se ha tomado “Ludópatas sin fronteras”, unos versos en los que habla de la Troika, de la “gente arrodillada”, del miedo. Miedo es una de las palabras que más se repite. “Desde hace meses tengo / un nudo en el estómago, / duermo mucho peor, / alimento pesadillas, sospecho / que el mundo está contra todos / y que hemos perdido libertad / de golpe en un ataque de víboras… “, leo “La boca sucia de la sombra”, de Antón Castro.

Pese a las divergencias, a las tonalidades múltiples, el conjunto derrocha equilibrio y llega allí -ésta es la potencia de la poesía- donde no alcanzan los hechos, a esos pliegues donde se oculta la verdad y donde la conciencia permanece en estado de letargo. Si Gabriel Celaya decía que “la poesía es un arma cargada de futuro”, los autores reunidos en torno a esta “Legítima defensa” parecen recuperar la frase sin complejos y, sin complejos de ningún tipo, vuelven a enarbolarla. Unos lo dicen todo ya desde el título. Es el caso de Luis Artigue, que titula “ERE” un poema en el que dice: [...] “Oh, sí, son tiempos de bajada / pero no en la / escala de la dignidad…” Es el caso de Felipe Benítez Reyes, que arranca de la palabra “Dinero”; de Cecilia Quílez, que prepara un “Conjuro para tiempos difíciles”; de Juan Carlos Mestre, quien inicia su “Asamblea” así: “Queridos compañeros carpinteros y ebanistas, / les traigo el saludo solidario de los metafísicos. / También para nosotros la situación se ha hecho / insostenible…” o de Ángel Petisme con sus certeras “Instrucciones para una huelga general”.

Elocuente, Jorge Riechmann se refiere en sus versos a “Lo realmente importante de los poderes de este mundo”. Kepa Murua dibuja “Un día negro”. Joan Masip se pregunta: “¿Qué sucede?” y Antonio Jiménez Paz abre otro interrogante: “¿De dónde procede tanta contraorden” en su “Poema-Piedra”. Juan Ramón Mansilla se dirige en “Estuario” a los “malditos gobernantes” y les dice que “la venganza aún nos pertenece”. Manuel Vilas reconstruye su “Historia de España”. Un historia “donde nunca supimos qué era tener / ni por qué éramos pobres / si otros no lo eran”. Manuel Rico recobra en “La calle” la ciudad del pasado porque el presente se la recuerda con sus “grietas”, su “intemperie”, sus “vacíos y penumbras”. Porque el hoy lo conduce “al desván de lo olvidado”. En la misma línea, Francisca Aguirre alude en “La sorprendente vida” a “este miserable presente, esta penosa realidad” como “copia de un tiempo ya vivido”. Y Jaime Siles se refiere en “Canción apocalíptica” al dolor, a ese dolor que no cotiza en Bolsa ni vota en las sociedades de consumo.

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Almudena Guzmán, Jordi Doce, Juana Vázquez, Fanny Rubio, Recaredo Veredas, Chema Rubio, José Ramón Ripoll, Miguel Veyrat con su “Canción para ensanchar el grito”, tantos y tantos otros -imposible citarlos a todos- construyen, repito, un ejercicio de compromiso, una entrega altamente recomendable por cuya iniciativa hay que felicitar a los editores.

De Marta Sanz, que también participa en esta antología con un poema titulado simplemente “El miedo”, acabo de leer “No tan incendiario” (Periférica), un ensayo valiente, original, retador, sobre el malestar de la actualidad y sobre todos esos temas que deberían estar sobre la mesa y que apenas despiertan el debate. Sanz despliega una batería de preguntas sobre las que reflexionar, una cascada de pensamientos que, como dice, “parten de la realidad de que la literatura ya no le importa a casi nadie y que a la vez pretenden hablar de la literatura desde un lugar que no sea su templo, su jardín vallado, su paraíso perdido”.

Cultura, política, compromiso, izquierda. Sobre todo ello reflexiona la escritora, quien se interroga e interroga a sus lectores en una obra dialogante. Una obra que también indica que algo está cambiando, que algo se está moviendo, que los escritores, los creadores en general, de este país, sienten la necesidad de cuestionarse el mundo y pisar las calles, algo que en los tiempos de bonanza se había olvidado demasiado. “Volvamos a recuperar el pensamiento crítico”. “Volvamos a pensar en clave marxista”, anima Marta Sanz.

Marta Sanz despliega en “No tan incendiario” una batería de preguntas sobre las que reflexionar, una cascada de pensamientos que, como dice, “parten de la realidad de que la literatura ya no le importa a casi nadie y que a la vez pretenden hablar de la literatura desde un lugar que no sea su templo, su jardín vallado, su paraíso perdido”

A partir de comentarios de prensa, de artículos que reclaman su atención, de lecturas y observaciones, desde la libertad de poner sobre el tapete sus propias opiniones, la autora habla de los males del mercado en lo que afecta a la literatura, una literatura que ha tendido a la complacencia, al abandono de la realidad, al cultivo de lo bonito, de lo amable. “Propongo escribir textos que duelan”. “Yo quiero escribir feo de lo feo”. “Aún confío en el realismo como marco ético y estético: curiosamente los escritores que escriben desde convicciones parecidas a éstas (…) son los que después producen las novelas menos decimonónicas de todas. Menos rancias”, voy tomando extractos de este ensayo escrito desde la lucidez y desde la necesidad de poner las cosas en su sitio.

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Frente a esos escritores que palidecen “ante la idea de que su novela pudiera tener un contenido político”; la autora de “Daniela Astor y la caja negra”, se pone del lado de todos aquellos creadores que huyen del conformismo, haciendo un análisis certero de la presencia de la política en la vida, de la necesidad de que el arte sea subversivo, agite las conciencias  y se rebele contra lo que no está bien. Al final, frente a los que no creen en la utilidad de las ficciones, Marta Sanz defiende su poder transformador. De ese poder de la literatura para influir en el devenir de la vida, de la propia biografía, da cuenta otro libro, “Milhojas de sentido”, del periodista y crítico literario Javier Goñi. Se trata de una atractiva selección de textos que nacieron como entradas para su blog “El Pizarrín”, acogido en la web divertinajes.com. Editado por La Isla de Siltolá el volumen está lleno de autores y de libros a los que se ha entregado con pasión este lector compulsivo, este descubridor de nuevas voces y frecuentador de caminos no trillados.

La presencia de determinados títulos en circunstancias diversas es el hilo conductor de esta obra que se abre a la crítica literaria y también a la biografía, ya que las piezas que lo componen no son meros análisis sobre estilos y contenidos, sino apuntes llenos de una gran carga vital, aderezados con múltiples referencias y relaciones entre autores y textos. Es eso lo que las hace distintas y las dota de valor literario.

Libros y ciudades. Libros y viajes. Libros y afectos. Todo está junto en el carrusel de las vivencias. Hay muchos textos interesantes en este homenaje al lector activo, adicto, en el que asoman los rostros de escritores como Max Aub, Borges, Benet, Trapiello, Muñoz Molina, Ruano, Foxá, Henry James, María Zambrano, Carmen Laforet, Jean Rhys y muchos otros, pero permítanme que les recomiende dos entradas: la última del conjunto, titulada “La dulzura de la vida”, y otra de tono novelesco titulada “Gardini en Marina di Ravena”. La primera es un ejemplo de hasta qué punto la vida no sería lo mismo sin los libros que se leen y de cómo los libros acompañan hasta en las circunstancias más difíciles, incluso en el dolor y en la enfermedad. La segunda, de tono novelesco, reconstruye una estancia en un hotel italiano, una estancia en la que que el lector atento a lo que le cuenta Giorgio Bassani en “Historias de Ferrara” convive con el turista que observa la vida de un rico empresario que poco después de esas vacaciones acaba suicidándose.

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No puedo cerrar esta “Ventana”, que se inició en un jardín recoleto, sin dar noticia de lo que para mí está siendo un regalo: la llegada del número 109-110 de la revista cultural “Turia” con un especial dedicado a quien es uno de mis escritores más admirados, Juan Eduardo Zúñiga. Todo seguidor del autor de “Capital de la gloria” sentirá el placer de conocer más a fondo a un hombre que, como dice Joan Tarrida, su editor, prefiere ocultarse y dejar que sea su obra la que se defienda por sí misma.

Hay análisis muy interesantes sobre el autor madrileño. De él escriben, entre otros: Rafael Chirbes, Manuel Longares, Luis Mateo Díez y Antonio Soler, sin olvidar las impresiones de Antonio Muñoz Molina, que lo califica como “uno de los grandes, un pionero, un raro, un innovador a destiempo”. Pero, sin duda, con lo que más he disfrutado es con el texto del propio Zúñiga, fragmento de unas Memorias íntimas en las que está trabajando actualmente. Se trata de un texto sobre la infancia en el que el escritor ofrece algunas de las claves de sus obsesiones, en el que mira de una manera absolutamente cristalina al germen, a las semillas, de lo que llegó a ser posteriormente.

Los primeros paisajes inspiradores, las primeras lecturas, el primer espacio de aislamiento, el primer amigo con el que habló de libros y frecuentó tertulias en la España de la posguerra. La imagen de la madre, el momento en que fue consciente de la muerte… Todo contado desde la evocación, con ese tono tan de Zúñiga, tan revelador, que siempre consigue conmoverme, deslumbrarme. Imprescindible este número de “Turia” en el que, además, he tenido la suerte de hacer una entrevista a fondo a otro de mis favoritos, el filósofo Emilio Lledó.

Los libros de los que se habla en esta “Ventana” son: “Musketaquid”, de Henry David Thoreau (Errata Naturae); “En legítima defensa. Poetas en tiempos de crisis”, obra colectiva con prólogo de Antonio Gamoneda (Bartleby Editores); “No tan incendiario”, de Marta Sanz (Periférica) y “Milhojas de sentido”, de Javier Goñi (La isla de Siltolá. Colección Álogos).

Las fotografías fueron realizadas por Nacho Goberna en el jardín del Museo del Romanticismo de Madrid.

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2014031711454516364     41mB8UWfunL._     Cubierta Javier Goñi

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Archivado en: De Diarios, Nº12 / Marzo 2014, Una Ventana Propia

Elvira Navarro: “Carver y Delibes no son tan distintos”

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Por Emma Rodríguez © 2014 / 

De la narrativa de Elvira Navarro (Huelva, 1978) se pueden decir muchas cosas: que es una literatura comprometida con el presente, que abre sus puertas a lo que sucede en la calle, que se nutre de lo vivido y que toma la senda del realismo de los 50, durante tanto tiempo denostado por las generaciones siguientes, para renovarlo, para modernizarlo, para cruzarlo con otras corrientes. Si en su libro anterior, “La ciudad feliz”, la autora hacía entrar a los inmigrantes en su novela y hablaba de la convivencia de culturas, de los problemas de la integración, en un momento en el que muchos preferían seguir indagando en los conflictos amorosos dentro de los márgenes de una sociedad acomodada; ahora, en “La trabajadora”, consigue atraparnos con una historia que es una perturbadora metáfora de lo que estamos viviendo: la incertidumbre, el cambio, la ansiedad, la precariedad laboral, la locura de un mundo que trasladado a la ficción se bifurca en un territorio paralelo al que conocemos, en una ciudad subterránea de casas allanadas, de electricidad robada, de desheredados que van apropiándose, construyendo un nuevo ámbito en el que habitar.

Navarro traza una potente alegoría del hoy. Y para ello utiliza imágenes impactantes, historias que nos llegan a través de las voces cercanas de personajes con los que podemos toparnos cualquier día, de desconocidos que cargan con sus secretos, con sus identidades rotas, con sus historias frustradas, con esas verdades que se construyen a medida para seguir sobreviviendo. No necesita grandes ni lujosos decorados. Los suyos están en los barrios periféricos, en humildes casas de alquiler, en pisos compartidos para poder llegar a fin de mes. Cerramos las puertas de esta novela y podemos ver a Elisa vagando por Internet, atrapada en el círculo vicioso de las redes sociales, o a Susana con su novio extranjero metido en una ventanita virtual. Todo lo que se nos cuenta nos suena porque parte de lo que conocemos, pero una sugerente capa de extrañeza envuelve el recorrido, la extrañeza de la literatura que bucea, que escarba, que logra llegar más allá de lo que pisamos, de lo que vemos, de lo que atisbamos y no somos capaces de alcanzar con palabras.

Navarro no necesita grandes ni lujosos decorados. Los suyos están en los barrios periféricos, en humildes casas de alquiler, en pisos compartidos para poder llegar a fin de mes. Cerramos las puertas de esta novela y vemos a Elisa vagando por Internet, atrapada en el círculo vicioso de las redes sociales, o a Susana con su novio extranjero metido en una ventanita virtual.

- En “La ciudad feliz” abrías la ventana a la calle, algo que se echaba de menos en la reciente literatura española. En una de las historias que conforman el libro se narra la relación de amistad con un niño chino cuya familia regenta un negocio de los muchos que conocemos; en la otra se cuenta la fascinación de una niña por un vagabundo, uno de tantos con los que nos encontramos cada día. Ahora, en “La trabajadora” te enfrentas a los miedos de tanta gente que se queda sin trabajo, que no encuentra una ocupación digna. Retratas lo que late por debajo, en los márgenes del sistema. ¿De dónde parte la mirada de Elvira Navarro, dónde se nutre?

- En realidad uno no elige donde pone la mirada. Nos educamos en distintos intereses y son esos intereses los que acaban marcando el camino que seguimos, los focos hacia los que miramos. Creo que en el fondo todo escritor construye su obra sobre los conflictos que le afectan a lo largo de la existencia. Vargas Llosa hablaba de la novela como una especie de “streaptease” invertido que permite disfrazar, envolver esos conflictos. En mi caso, la verdad, se trata de una cuestión de honestidad conmigo misma. Siempre parto de cosas que conozco y soy consciente de que se acaba notando porque es a partir de ahí cuando se pueden ofrecer más detalles, aportar más vivacidad a lo que se va narrando. Si de algo huyo es de la ficción de cartón piedra. No me interesa maquillar los rasgos autobiográficos; de hecho intento no alejarme demasiado de mí misma. Es imposible escapar del todo de lo que se vive. De alguna manera  siempre está ahí, en carne viva, y es lo que realmente aporta fuerza a lo que se escribe.

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- La ciudad paralela que construyes en “La trabajadora” es una metáfora, pero nos acabamos reconociendo en ella.

- La lógica de esa ciudad forma parte de una especie de delirio. Elisa, la protagonista, ha hecho todo lo que la sociedad de la “normalidad” le ha dicho que hiciera. Ha estudiado, ha salido fuera para aprender idiomas, se ha preparado siguiendo todos los pasos aconsejados, pero no ha  funcionado y todo eso le ha acabado provocando ataques de ansiedad. En cierto modo ha sido expulsada de esa normalidad y ha empezado a ver cosas diferentes, a mirar con otra lógica que la asusta. Su estado es el de la inquietud permanente. Está instalada en el pavor, todo le da miedo.

- ¿Vivimos en sociedades que descolocan, desubican y acaban conduciendo a la locura?

- Es evidente que hay muchas crisis de ansiedad y que mucha gente está medicándose. En cierto modo hemos generado sociedades enfermas, con una peligrosa sensación de falta de futuro. Nos levantamos cada día con las imágenes de un presente que no está bien y no vemos la dirección de salida de esa situación. Eso indudablemente produce variadas patologías mentales.

- Como lectores nos identificamos con ese miedo a los cambios, a una realidad que se transforma a tal velocidad que apenas nos permite adaptarnos. Eso es algo inevitable.

- Sí. Los cambios están ahí y pueden provocar inquietud, pero no se trata tanto de las transformaciones que puedan generarse. A mí, la verdad, me inquieta más lo previsible, esos cambios dirigidos por el capitalismo, que ya tiene un plan trazado para España, un plan que nos conduce a un país más pobre, de segunda, destino óptimo para turistas alemanes. El posible giro hacia un tipo de sociedades diferentes lejos de inquietarme me produce esperanza. Me siento esperanzada ante las movilizaciones de ciudadanos, cada vez más masivas; ante la creación de plataformas de defensa de los derechos básicos; ante las activas asambleas de barrio. Puede que a partir de todo eso surja algo distinto.

- La novela se da de bruces con lo que estamos viviendo. ¿No has necesitado algo de perspectiva, de distancia?

- Bueno, la obra tiene muchas capas. Empecé a escribirla en 2003, fíjate si no hay  distancia. Los de mi generación ya teníamos la sensación de estar instalados en la crisis. Lo de que España iba bien nos parecía una broma porque no tenía nada que ver con nuestra situación. Nos sentíamos un poco al margen, sin disfrutar de la anunciada bonanza. Ahora las cosas van mal para todos, pero podemos luchar, empieza a haber cimientos para poder hacerlo de forma colectiva. Se decía que el movimiento del 15 M no iba a fructificar, que se trataba de gente sin ideología, pero ahora vemos que ha dado lugar a una toma de conciencia necesaria, que ha tenido una continuación en todas esas plataformas ciudadanas que exigen la restitución de la Democracia. Todo eso, repito, me parece muy esperanzador.

Me inquieta más lo previsible, esos cambios dirigidos por el capitalismo, que ya tiene un plan trazado para España, un plan que nos conduce a un país más pobre, de segunda, destino óptimo para turistas alemanes. El posible giro hacia un tipo de sociedades diferentes lejos de inquietarme me produce esperanza.

- ¿Puede permanecer la literatura al margen de la realidad, del compromiso, de la política? Ha habido un tiempo en que estaba mal visto que se contaminara, por decirlo de algún modo, pero ahora eso se está superando. De distintas maneras, desde diferentes estéticas y posturas, en unos autores evidentemente más que en otros, hay un claro acercamiento de la novela, de la poesía, a los conflictos de la calle.

- Sí. Fue a partir de la Transición cuando la literatura empezó a despolitizarse mucho, se dejó atrás el diálogo con la realidad y se asumió que había que situarse estéticamente por encima del bien y del mal. Eso coincidió con un momento en el que hubo dinero para la Cultura, en el que se llegó a pensar que todo era jauja. Surgió un tipo de escritor de caché que sólo hablaba de literatura, que no se atrevía ni quería salir fuera de sí mismo. Pero el exceso de metaficción acaba ahogando la creación y creo que ahora nos estamos dando cuenta de ello. Creo que una literatura que no establece un puente con el presente está absolutamente muerta. Y para lanzar ese puente cualquier código es válido, desde el realismo a la ciencia-ficción. Yo siempre he leído porque he estado buscando respuestas, respuestas inteligentes, matizadas, capaces de ser rebatidas. La ficción para mí tiene una utilidad, la de ayudarnos a entender nuestros conflictos, lo que estamos viviendo.

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Fue a partir de la Transición cuando la literatura empezó a despolitizarse mucho, se dejó atrás el diálogo con la realidad y se asumió que había que situarse estéticamente por encima del bien y del mal. Eso coincidió con un momento en el que hubo dinero para la Cultura, en el que se llegó a pensar que todo era jauja. Surgió un tipo de escritor de caché que sólo hablaba de literatura, que no se atrevía ni quería salir fuera de sí mismo.

- ¿Ya es hora de que se dejen atrás los prejuicios respecto al denominado realismo social, tan denostado durante un largo período de tiempo?

- Todo lo que se escribió en España antes de la Transición, de la modernidad, fue denostado. Se abrazó a los escritores norteamericanos y se abandonó a los propios, pero en el fondo Carver no es muy distinto a Delibes. Carver también practicó el realismo, el realismo de la Norteamérica profunda, pero su trabajo fue venerado, tachado de “cool”, mientras que el de un autor español no valía nada. Todo es puro prejuicio y parte también del complejo tan español de que lo de fuera siempre es mejor. Los escritores que nos hemos adscrito a hacer una literatura más política nos hemos desmarcado de esa tendencia tan perniciosa de lo “cool”.

- En esta novela abordas el tema de la precariedad laboral. Un tema poco frecuentado por la literatura, pese a que cada vez hay más escritores, más creadores en todos los ámbitos, con problemas de subsistencia.

- Eso tiene que ver con la despolitización de la que hablábamos. Cuando sales de ahí te sientes obligado a posicionarte, a no hablar sólo de los afectos, de las relaciones de puertas para adentro. Y, por otro lado, también es cierto que resulta complicado construir una novela sobre el trabajo que tenga algo de épica. Ese es un escollo a salvar. En “La trabajadora” yo lo que quería era explorar la situación que mejor conozco, la de los autónomos, para los que todo es tiempo de trabajo, de autoexplotación, y cuya vida se convierte en una especie de no hogar. Quería hablar, sí, de la precarización, de la falta de tiempo, porque cada vez se trabaja más y se necesitan más horas de esfuerzo a cambio de menos. En cuanto a lo que me dices de los escritores y su subsistencia, ignoro si ha habido alguna época en la que no hayan tenido que enfrentarse en mayor o menor medida a ese problema. Pienso en Dostoievski, en Edgar Allan Poe, en tantos otros. Hoy aún es más dramática la situación de la gente que hace cine, porque al fin y al cabo nuestros soportes de trabajo no exigen una gran inversión

Elvira Navarro hablaba antes del ahogo que provoca el exceso de metaficción, pero “La trabajadora” es también una novela que habla del mecanismo de la escritura, de la construcción de historias que parten de la realidad y la reconstruyen o reinventan. “Se trataba de poner de manifiesto que la realidad que vive Elisa se convierte en ficción a través de su mirada”, señala la autora. Es muy interesante ese proceso en el que la narradora pone voz a la historia de Susana, la compañera de piso, que le cuenta fragmentos de vida tan perturbadores como el de su relación erótica con un “enano de olfato portentoso”, y a la de la editora, su jefa, la cual le permite detenerse en el aburrimiento, en la escasez de estímulos en los lugares de trabajo, en la situación concreta del mundo editorial, cada vez más en manos de gestores, “que en ocasiones arrastraban cierto complejo intelectual, pues habían aterrizado en los despachos leyendo lo justo y a desgana”.

“¿Hasta qué punto nuestras vidas son una invención? ¿Hasta qué punto la realidad es un relato que otra persona construye?, se pregunta Navarro. Justo después empezamos a hablar sobre sus lecturas. El día que tuvo lugar este encuentro llegamos en metro hasta su casa, en el barrio madrileño de Quintana. Era un día despejado, olía a incipiente primavera, y la escritora se alegró de poder salir a la terraza, su lugar predilecto para leer cuando el tiempo es propicio. “En caso contrario está el sofá, siempre tumbada, tan cómodamente”.

- ¿Qué primeras lecturas recuerdas?

- Recuerdo que me costó un montón aprender a escribir y a leer. Era hija única y mi abuela me enseñó a leer a base de pescozones. Recuerdo que entonces me encantaron libros ilustrados como “Patatita” o “El fantasma de palacio”, de la colección Barco de Vapor. Hasta los once años sólo leí literatura catalogada como infantil y juvenil. Y a partir de ahí empecé a consumir como una posesa todos los best-sellers que caían en mis manos, ya que mis padres no eran grandes lectores. Muy pronto me di cuenta de que algo fallaba ahí, de que esas historias no acababan de convencerme. Estuve un año sin leer hasta que descubrí “La hora violeta”, de Montserrat Roig, que me fascinó porque era una propuesta diferente.

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- ¿Todo cambió a partir de ahí?

- Sí, y además tuve la inmensa suerte de que en mi camino se cruzó un magnífico profesor de literatura que nos pasaba cuentos de Cortázar, de Conan Doyle, de Marguerite Durás. Empecé a tirar de ese hilo y ya fue algo imparable. LLegaron a mí obras como “La colmena”, de Cela; “El Jarama”, de Sánchez Ferlosio y otros títulos de autores de la posguerra española como Delibes, Carmen Martín Gaite o Ana María Matute. Recuerdo que poco después me gustaron mucho las narraciones de Adelaida García Morales. Y de ahí pasé a escritores latinoamericanos como Alejo Carpentier, Onetti, García Márquez, Vargas Llosa…

Tuve la inmensa suerte de que en mi camino se cruzó un magnífico profesor de literatura que nos pasaba cuentos de Cortázar, de Conan Doyle, de Marguerite Durás. Empecé a tirar de ese hilo y ya fue algo imparable. LLegaron a mí obras como “La colmena”, de Cela; “El Jarama”, de Sánchez Ferlosio y otros títulos de autores de la posguerra española como Delibes, Carmen Martín Gaite o Ana María Matute.

- ¿Un autor de cabecera?

-  Sin duda alguna Dostoievski, que llegó más adelante. “Crimen y castigo” es la novela que más veces he leído. Me apasionan las conversaciones de Raskólnikov con el juez de instrucción, momento a partir del cual el personaje empieza a enloquecer; pero también me fascina “El jugador” y “El idiota” me parece una novela grandiosa. Para mí Dostoievski está por encima de Cervantes.

- ¿Un libro que haya contribuido a modificar tu mirada?

- “Crítica y clínica”, de Gilles Deleuze, porque plantea otra lógica, una lógica que supera el individualismo. Para mí ese libro, que leí con algo más de veinte años, fue como una especie de bofetada, como también lo fue “Contra la pareja”, de Agustín García Calvo, que habla de la posesión, de cómo construimos la identidad a partir del otro.

- ¿Y un título que recomendarías para afrontar el presente?

 - “Lo real”, de Belén Gopegui. Es una novela que, aunque se escribió mucho antes, ya hace un análisis de lo que está pasando ahora mismo. Gopegui afronta también el mundo del trabajo. Hay que volver a ella, sin duda.

Dostoievski es mi autor de cabecera. “Crimen y castigo” es la novela que más veces he leído. Me apasionan las conversaciones de Raskólnikov con el juez de instrucción, momento a partir del cual el personaje empieza a enloquecer; pero también me fascina “El jugador” y “El idiota” me parece una novela grandiosa. Para mí Dostoievski está por encima de Cervantes.

- ¿Te gusta leer a tus compañeros de generación, estar al tanto de las novedades?

- Sí, pero me gusta combinar. No me gusta leer sólo obras clásicas y a autores santificados, ni tampoco deseo dejarme atrapar por las novedades, por la urgencia de lo que se publica. Trato de ir buscando un cierto equilibrio.

- ¿Qué estás leyendo ahora mismo?

- Estoy con “La visita”, un primer libro de José González, publicado por Caballo de Troya, que trata sobre la descomposición de la familia, sobre la manera en la que la institución puede llegar a anular al individuo, sobre cómo la destrucción, la pérdida, de un ser querido puede afectar a todos los miembros del núcleo familiar. Está escrito con mucha inteligencia y radiografía muy bien la emoción sin ser sentimental.

- ¿Una asignatura pendiente?

- Balzac. Aún no lo he leído y me apetece mucho.

- ¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?

- Nunca me iría a una isla desierta. Antes de llegar me suicidaría.

“La trabajadora” ha sido publicado por Literatura Random House, sello en el que también apareció · “La ciudad feliz”, Premio Jaén de Novela en 2009.

Las fotografías fueron realizadas por Karina Beltrán en la casa de la escritora en Madrid. 

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Archivado en: De Literatura, Leyendo con, Nº12 / Marzo 2014
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