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Donna Tartt, la magia del arte y de la vida

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Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Hay novelas que se convierten, el tiempo que dura su lectura, en una estancia alternativa, secreta, a la que acudimos con la sensación de dejar todo lo demás fuera, sabiendo que allí nadie ha de encontrarnos, ni molestarnos, porque estamos sin reloj, sin teléfono, sin conexión alguna con el exterior. Hay novelas adictivas que durante un tiempo restan interés a todo lo demás. Novelas que queremos habitar y que se convierten en calles paralelas de nuestro recorrido, calles por las que transitamos en busca de una imagen, una señal, una palabra que al ser nombrada nos indique algo que no habíamos percibido hasta ese momento: algo acerca de la vida, de su transcurrir, pero, sobre todo, acerca de nosotros mismos: de nuestras pulsiones, miedos, culpas y deseos más profundos.

Todo esto tiene que ver con la lectura de “El jilguero”, de Donna Tartt. Una novela de la que no diré que es la mejor que he leído en las últimas décadas, ni la más gloriosa narración del siglo XXI que haya tenido el placer de disfrutar, sólo comparable con Dickens. Ni siquiera recurriré al socorrido “imprescindible”, ya tan manoseado en las promociones editoriales y en las reseñas convencionales. Me horrorizan las comparaciones; la ligereza a la hora de valorar un libro sin pararnos a pensar cuántas ficciones maravillosas nos estamos perdiendo; la tendencia a elaborar listas y cánones como si todo todo medio cultural contase en sus filas con su particular Harold Bloom, o todavía peor, como si cada lector fuese un Bloom en potencia. De todo este tipo de conductas, de valoraciones, de comentarios, alentados en el caso de esta nueva entrega de Tartt por la obtención del Premio Pulitzer, he querido huir para entrar en esa estancia solitaria con cierta ingenuidad, sabedora de la experiencia única, íntima, que es abrir las páginas de un libro, entrar expectante en una nueva realidad sin saber lo que hemos de encontrarnos, los efectos que ese clima, esas atmósferas y ambientes desconocidos, serán capaces de provocar en nuestro estado de ánimo.

Aclarado todo esto, consciente de lo afortunada que soy, por haber leído y seguir leyendo tantos libros grandiosos, he de reconocer que “El jilguero” es uno de esos títulos que no olvidaré fácilmente y que pasarán a formar parte de mi equipaje literario. Confieso que no llegué a él a ciegas, sino con el recuerdo de una lectura lejana de Donna Tartt que me impresionó en su día, “El secreto”, una historia perturbadora sobre un grupo cerrado de estudiantes de letras, que creen tenerlo todo a sus pies hasta que entienden que en la vida hay cosas incontrolables, acciones inesperadas que pueden acabar trastocándolo todo y que nos alertan sobre nuestra fragilidad y pequeñez.

Llegué, por tanto, a “El jilguero” con mi listón personal muy alto y encontré en esta nueva novela elementos comunes a la anterior: la misma claustrofobia, ese aire viciado, esa manera tan particular de ir desbrozando el misterio… Pero aquí los horizontes se ensanchan y la historia, mucho más abarcadora, se acerca sabiamente al magma de preguntas sin respuesta que es toda vida, alumbrando zonas en penumbra y descendiendo a huecos tan hondos que percibirlos nos revuelve y nos produce, a la vez, una sana reconciliación con el ser humano, el ser humano con sus fortalezas y debilidades a cuestas.

Tartt ha logrado estremecerme desde las primeras páginas con esta entrega que me da la medida de su mundo, de sus obsesiones, y me ha llevado a avanzar por sus calles sin respiro, como quien lleva una linterna en la mano y con ella va iluminando sus esquinas oscuras. Es difícil aparcar esta historia una vez que abrimos la puerta de acceso. Su autora utiliza los recursos del thriller y domina el arte de atrapar en la tela de araña, a la manera de los mejores hacedores de best-sellers, pero combina todo eso con la capacidad de penetrar en los estados del alma, en la psicología de los personajes, en sus dudas y en el alcance de sus acciones, que es propia de la más alta literatura.

Llegué a “El jilguero” con mi listón personal muy alto y encontré en esta nueva novela elementos comunes con “El secreto”: la misma claustrofobia, ese aire viciado, esa manera tan particular de ir desbrozando el misterio… Pero aquí los horizontes se ensanchan y la historia, mucho más abarcadora, se acerca sabiamente al magma de preguntas sin respuesta que es toda vida, alumbrando zonas en penumbra y descendiendo a huecos tan hondos que percibirlos nos revuelve y nos produce, a la vez, una sana reconciliación con el ser humano.

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Dado que se trataba de un trayecto largo, de más de mil páginas, fui anotando mis impresiones en una especie de diario improvisado de lectura al que ahora vuelvo. Lo primero que anoté fue: “Es increíble la capacidad de la ficción para llegar allí donde las noticias no llegan, para provocar en nosotros la verdadera empatía con los que sufren. El relato de las emociones, de lo que se siente en los momentos de dolor, siempre nos alcanzará más que las imágenes retransmitidas de cualquier tragedia, cuya repetición puede tener un efecto inmunizador”.

La novela comienza en un hotel de Ámsterdam y con un misterio que ha de ser desvelado, las circunstancias de un asesinato y de un cuadro desaparecido. A partir de ahí avanza hacia atrás hasta volver a darse de bruces, ya en la parte final, con el presente y todos sus peligros e incertidumbres. El arte inunda toda la novela, que entre sus muchos regalos encierra el de ser, en paralelo a su discurrir argumental, una lección sobre el poder de las obras de arte sublimes para impregnar la mirada y prender un destello de luz en el fondo de la memoria. “Es increíble lo que puedes aprender de un cuadro si pasas mucho rato observando…”, le dice a Theo Decker, el protagonista, un muchacho de 13 años, su madre, quien le relata su fascinación por una obra en concreto, “El jilguero”, del maestro flamenco Carel Fabritius, discípulo de Rembrandt y maestro de Vermeer.

La tabla, que representa a un pequeño pájaro amarillo encadenado por la pata a la percha sobre la que está posado, es fundamental en la historia y se convierte en el desencadenante de lo que ha de suceder a partir de esa mañana lluviosa en la que todo se detiene a raíz de un atentado en las salas del Metropolitan Museum of Art de Nueva York. Esa primera parte de la novela es sobrecogedora: el modo en el que se relata la experiencia de la pérdida; la orfandad del protagonista al quedarse sin el amor, sin la protección, de su madre; el tratamiento de los recuerdos de la que fue la relación cómplice entre ambos; la evocación de esos gestos cotidianos tan sencillos, de esos afectos truncados, que, de repente, adquieren todo su significado y trascendencia al no poder ser repetidos… Todo eso engrandece la narración.

Donna Tartt nos hace pensar en el sentido de la culpa, de la soledad, del duelo, al tiempo que va desplegando los hilos de la intriga, de las casualidades, ese orden secreto, enigmático, que actúa por encima de La Historia, del tiempo, y enlaza el destino del protagonista con el del pintor Fabritius, que también murió en otra catástrofe, un incendio siglos atrás, y con el de un viejo y misterioso anciano, que también fue al museo a contemplar “El jilguero” en compañía de Pipa, una niña cuyo camino, desde ese momento, será inseparable del de Theo, y que se convierte en uno de mis personajes favoritos.

“Podías estudiar las conexiones durante años y no desentrañarlas nunca; todo se reducía a cosas que se juntaban, y cosas que se desintegraban, vueltas del tiempo, mi madre de pie frente al museo cuando el tiempo osciló y la luz cambió de un modo extraño, incertidumbres cerniéndose en el límite de una vasta luminosidad. El azar errante, que podía, o no, transformarlo todo”, transcribo este fragmento tan revelador del tono de la novela, de las indagaciones y búsquedas que mueven a su autora.

Donna Tartt nos hace pensar en el sentido de la culpa, de la soledad, del duelo, al tiempo que va desplegando los hilos de la intriga, de las casualidades, ese orden secreto, enigmático, que actúa por encima de La Historia, del tiempo, y enlaza el destino del protagonista con el del pintor Fabritius, que también murió en otra catástrofe, un incendio siglos atrás, y con el de un viejo y misterioso anciano, que también fue al museo a contemplar “El jilguero”.

Suceden muchas más cosas en los inicios de la novela. Hay una bonita relación de amistad, que renace entre Theo y un antiguo compañero de colegio, uno de esos niños diferentes, desplazados por el grupo, que tiene un padre obsesionado por el mar, y hay una visita a una extraña tienda de antigüedades, donde es acogido por un restaurador de muebles de gran nobleza, pero no pienso desvelar nada más de este tramo que en sí mismo podría haber sido una historia con sentido propio. Ya en el segundo, hay un cambio total de registro: estamos en Las Vegas, no en Nueva York, en unos paisajes y una cultura totalmente diferentes. Asistimos al crecimiento del protagonista en un ambiente hostil, con un padre al que no quiere. Entramos con él en una clase en la que la profesora habla de Thoreau y él siente que la mayoría de los alumnos no comparten su admiración por ese primer ecologista que despreciaba el comercio y el consumo excesivo. “Alguien tiene que construir carreteras en lugar de quedarse todo el día en el bosque, observando las hormigas y los mosquitos. Se llama civilización”, señala uno de ellos.

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Se produce una transformación total de valores y de experiencias en esta otra novela dentro de la novela que retrata a una sociedad corrupta, una sociedad que rinde culto al juego de los casinos, al dinero fácil, al lujo con el que se quieren tapar las carencias. Estamos ahora en una obra de formación, de búsqueda de la identidad en un entorno por completo falto de asideros. Es aquí donde Theo conocerá a Boris, un chico de origen ruso, que ha pasado su infancia vagando de un lugar a otro del planeta, en compañía de un progenitor nada modélico, y que se convierte en una poderosa influencia y en el compañero de su entrada en el mundo de las drogas y el alcohol.

Nada es sólido e inmutable. Todo es efímero y transitorio, nos indica, una y otra vez, Donna Tartt. “Hay momentos en esta novela con una gran carga de emoción, en los que seguimos los pasos del protagonista con el estómago encogido, asistiendo a la caída de todo a su alrededor. Estamos con él cuando sigue adelante, en las pequeñas ráfagas de esperanza que se le van abriendo por el camino”, he anotado en mi libreta de apuntes.

“El jilguero”, que Donna Tartt ha entregado a sus editores tras una década de trabajo, lo que dice mucho de su talante y de su alejamiento de los modos al uso, de las urgencias de un mercado que reclama un libro al año para no sepultar los nombres en el olvido, contiene ese brote de revelación, de verdad, de las grandes novelas. La crítica ha señalado su influencia de Dickens, algo que la escritora reconoce, y de Dostoievski, pero también se detecta un tono proustiano en la importancia que se concede a la memoria, a los olores y colores de ese  tiempo de la infancia ya perdido.

Como sucede en muchas de esas ficciones que amamos, “El jilguero” se detiene en la búsqueda del amor, de ese amor auténtico y tantas veces imposible, idealizado. Y se asoma a precipicios peligrosos en su afán por atrapar el mundo, por dar cuenta de la evolución de la vida a través de las etapas de aprendizaje de un solo personaje, de esos instantes de desoladora lucidez que le salen al paso.

Igual que en “El secreto”, su ópera prima, encontramos aquí esa cierta extrañeza y esa perversión latente, que conviven con frágiles ráfagas de belleza y con un toque de dolorosa vulnerabilidad. De nuevo, las fronteras entre el bien y el mal, entre hacer lo correcto o no, se confunden, y asoma la culpa como gran tema, la mentira y el miedo a la delación, así como una permanente reflexión en torno al hecho de que un simple gesto o la toma de una decisión determinada, en lugar de otra, puede modificar por completo el rumbo de los acontecimientos.

Como sucede en muchas de esas ficciones que amamos, “El jilguero” se detiene en la búsqueda del amor, de ese amor auténtico y tantas veces imposible, idealizado. Y se asoma a precipicios peligrosos en su afán por atrapar el mundo, por dar cuenta de la evolución de la vida a través de las etapas de aprendizaje de un solo personaje, de esos instantes de desoladora lucidez que le salen al paso.

Boris, lleno de complejidades, un superviviente nato, capaz del engaño y de la lealtad a partes iguales, lee “El idiota”, de Dostoievski, y despierta la curiosidad de Theo, que se siente perturbado por los infortunios del príncipe Mishkin, episodios que adquieren relevancia en la novela porque sirven de introducción a otra de sus vertientes: el análisis de la bondad y de la compasión; el hecho de que una actuación generosa, dirigida hacia la persona o la dirección equivocada, puede provocar la catástrofe en un momento dado y, por el contrario, una acción, en principio considerada mala, puede llevar, de forma imprevista, al acierto y la dicha.

Hay acción en “El jilguero”. Hay hombres duros, delincuentes y traficantes de arte, ambiente que, a su vez, conduce a la elaboración de una teoría sobre el tema de las copias, de lo falso, de la autenticidad, un asunto que cobra altos vuelos. Y también hay una mirada hacia el interior de los personajes, hacia esas reflexiones que nos indican lo que les pasa por la cabeza y por el corazón, todo eso que permanece guardado bajo llave y que constituye la parte secreta, inviolable, de toda persona, el lugar donde anida lo bello y lo mezquino.

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Hay acción en “El jilguero”. Hay hombres duros, delincuentes y traficantes de arte, ambiente que, a su vez, conduce a la elaboración de una teoría sobre el tema de las copias, de lo falso, de la autenticidad, un asunto que cobra altos vuelos. Y también hay una mirada hacia el interior de los personajes, hacia esas reflexiones que nos indican lo que les pasa por la cabeza y por el corazón, todo eso que permanece guardado bajo llave.

Esa combinación, tan bien articulada, es uno de los grandes aciertos de esta novela cargada de aciertos, que de Las vegas nos devuelve a Nueva York, hace una trepidante escala en Ámsterdam, una Ámsterdam asfixiante, en la que el protagonista se siente atrapado y vive lo más parecido a una pesadilla, y nos devuelve a Nueva York para destapar los falsos ambientes de las clases acomodadas, el asentimiento, las mentiras capaces de sostener a parejas que sólo buscan vivir confortablemente y guardar las apariencias.

Hay, como decía antes, muchas metáforas y puntos de encuentro en esta entrega. El cuadro de “El jilguero” es un símbolo que la autora utiliza para llevarnos allí donde quiere, al fondo de las contradicciones humanas, a esa grandeza del mundo que nos sale al encuentro en determinadas ocasiones y que bastan para seguir resistiendo. “El significado no importa. El significado histórico le quita vida”, nos dice Theo Decker sobre el cuadro, recordando la lección que aquel día lejano le dio su madre. Y alude a lo que una obra de arte es capaz de transmitir al que la contempla, al punto mágico “donde la realidad choca con lo ideal”.

“Hasta un niño puede ver la dignidad que hay en él; un pequeño modelo de coraje, todo plumaje hinchado y huesos frágiles. No se le ve tímido, ni siquiera desesperado. Se niega a retirarse del mundo”, señala refiriéndose al pequeño pájaro pintado por el maestro flamenco y que, finalmente le ha mostrado el sentido del viaje, de su atormentado viaje.

En una entrevista que Donna Tartt concedió al escritor Eduardo Lago le decía que “la ficción nos enseña más acerca de la vida y amplía el conocimiento de la naturaleza humana”. Puede que ella aprendiera algo en el proceso de su escritura. Mi experiencia como lectora, experiencia que animo a seguir encarecidamente, me lleva a afirmar que “El jilguero” nos conduce, como todas las buenas novelas, a retirar un poquito más las capas que cubren el misterio, la verdad escurridiza. No quiero acabar este texto sin transcribir otra de sus frases: “El mundo es mucho más extraño de lo que sabemos o nos imaginamos”.

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“El jilguero” ha sido publicada en España por la editorial Lumen. La traducción ha corrido a cargo de Aurora Echevaría. La obra ha  sido la ganadora del Premio Pulitzer.

- Todas las fotografías nos las ha facilitado la editorial y están firmadas por  © NTG

 

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Archivado en: De Literatura, Los Libros, Nº16 / Julio-Agosto 2014

Leonardo da Jandra: “La ética, no la libertad, debe ser lo primero”

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Por Emma Rodríguez © 2014

El nombre del escritor y filósofo mexicano Leonardo da Jandra (Chiapas, 1951) poco dice a los lectores españoles. Ni es un autor de best-sellers, ni ha ganado ningún premio significativo, ni ha protagonizado espectáculo mediático alguno. Pero hay ocasiones en que, sin necesidad de ninguno de esos factores, sin siquiera una campaña promocional potente y sin la atención de los medios oficiales, poco dados a fijarse en los “outsiders”, en los personajes que se sitúan a contracorriente, un libro es capaz de llamar la atención del observador atento con la fuerza de su mensaje. Es lo que sucede con “Filosofía para desencantados”, una interesantísima obra publicada por Atalanta, que sirve de carta de presentación a este hombre cargado de rebeldía y vehemencia, que harto de los círculos académicos de su país se fue a vivir, en compañía de su mujer, la artista Agar García, a la selva del Estado de Oaxaca durante treinta años para sentirse libre, para escribir, leer y tener la vida en sus manos, como él mismo explica. Resulta inevitable recurrir a ese llamativo capítulo biográfico, para trazar el retrato de quien ha sido capaz de experimentar por sí mismo el peligro, el riesgo, el vivir sin red de seguridad en un mundo entregado a las comodidades.

En medio de una realidad tan cargada de información, necesitamos símbolos, metáforas, imágenes potentes, que nos lleven a detenernos ante una figura determinada. Y en este caso, ese dato acerca de alguien que decidió por voluntad propia, hoy, en la sociedad del consumo y de la tecnología, habitar en medio de la naturaleza salvaje, funciona como un estímulo para ir a la obra, para abrir las páginas de una entrega que nos atrapa con su carga de crítica a las sociedades actuales, una crítica que para nada se queda ahí, en el mero grito, en el descontento, sino que funciona como punto de partida para plantear el ideal de un mundo que “sin dejar de ser racional y pragmático sea al mismo tiempo moral y espiritual”, un objetivo inconcebible sin la mediación de la filosofía, filosofía que debe volver a los espacios públicos y que debe atreverse, una y otra vez, a “poner el pensamiento cabeza abajo”.

Capaz de sacudir y de incitar a la reflexión, el ensayo que ahora nos descubre a Da Jandra, propone un viaje alentador, un viaje del egocentrismo en el que estamos inmersos a una etapa de cosmocentrismo -conexión con el cosmos, conciencia de que no estamos solos en el universo- a la que habremos de llegar después de un interludio sociocéntrico, de aceptación de que sólo dando la mano a los otros y colaborando en el bien común, la colectividad habrá de encontrar un nuevo rumbo, un sentido. La experiencia y el conocimiento, la observación y la intuición, la razón y el sentimiento, se dan la mano en un recorrido cargado de sugerencias que nos lleva a mantener el diálogo que a continuación se desarrolla y que tuvo lugar en Madrid, en un viaje reciente del autor que le permitió acercarse al presente convulso de una ciudad, de un país, que conoce bien, pues de niño vivió en Galicia y en la capital española cursó estudios universitarios antes de regresar a su lugar de origen.

Harto de los círculos académicos de México, Leonardo da Jandra, el autor de “Filosofía para desencantados”, un hombre cargado de rebeldía y vehemencia, se fue a vivir, en compañía de su mujer, la artista Agar García, a la selva del Estado de Oaxaca durante treinta años, con el objetivo de sentirse libre, escribir, leer y tener la vida en sus manos, como él mismo explica.

- ¿Por qué vivimos en tiempos tan anti filosóficos? Ya sé que para dar respuesta a esta pregunta, para argumentar sobre ella, escribió “Filosofía para desencantados”, pero…

- Para explicarlo a grandes rasgos puedo partir de la idea de que hay toda una sintomatología en el cuerpo social que se puede interpretar con la misma verosimilitud que la del cuerpo humano. Las características son muy similares cuando se entra en decadencia y se potencia la oralidad y la genitalidad sobre la reflexión crítica. El tiempo actual es un tiempo generalmente anti filosófico porque se busca la gratificación por encima de todo. Y aquí he de citar a los señores que yo llamo neo-fenicios, quienes tienen en sus manos el poder económico, que es ante el que ahora está supeditado el poder político. Estos señores hacen un énfasis muy específico en sacar a la filosofía y a la ética de la enseñanza, porque una juventud consciente, reflexiva, crítica, es muy difícil de domesticar. Está claro que la filosofía representa el mayor obstáculo para quienes manejan todo el aparato a nivel global y, por eso mismo, para mí representa toda una garantía contra la domesticación de la conciencia.

- ¿Entonces, consideras que el apartamiento de las humanidades, de la filosofía, de la enseñanza, pero también de los medios de comunicación, que ponen el acento y otorgan el protagonismo a otro tipo de cuestiones, es algo premeditado, provocado desde los círculos de poder?

- Bueno, nos puede parecer que hay una inteligencia perversa detrás de todo esto, pero yo diría que se trata de una conjunción de factores que ya se dieron con anterioridad, de modo similar, en la Grecia, la Roma, la Inglaterra, la España de antaño. Cuando esa España, que considero históricamente la más luminosa que ha existido: la de Gracián, Vives, Saavedra Fajardo y Quevedo, entre otros, colapsó, no colapsó solamente la filosofía. De una manera muy sutil podemos decir que la filosofía expresa, mide en cierto modo, el fracaso del aparato socio-histórico en su totalidad, pero dicho esto, es evidente que hoy sí hay un énfasis claro en la sustitución de referentes críticos y pensantes por otros más gozosos e inmediatos. El hecho de que los medios estén determinantemente saturados de futbolistas, de chicas de pasarela, de comediantes, de opinólogos banales, y no de hombres y mujeres con capacidad de reflexión crítica, con aportación de ideas enriquecedoras; el hecho de que no existan propuestas de vanguardia y de que la mayor parte de la creación estética sea una mirada hacia el pasado y no una proyección hacia el futuro, son parámetros indicativos de una decadencia incuestionable. No creo que detrás haya una intencionalidad económica, porque eso sería atribuirle demasiada inteligencia y perspicacia a los neo-fenicios, pero, incuestionablemente, lo han sabido aprovechar, lo fomentan.

Los señores que yo llamo neo-fenicios, que son quienes tienen en sus manos el poder económico, ante el que ahora está supeditado el poder político, hacen un énfasis muy específico en sacar a la filosofía y a la ética de la enseñanza, porque una juventud consciente, reflexiva, crítica, es muy difícil de domesticar.

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- ¿En medio de los vacíos, la desesperanza y la incertidumbre del presente necesitamos cada vez más a los filósofos, necesitamos gobernantes filósofos?

- No. Yo no creo en los gobernantes filósofos. Discrepo de raíz en ese punto con Platón. Cada vez que el hombre de conocimiento se acerca al poder, no se hace más sabio y, sin embargo, el poderoso tiende a volverse más perverso con el conocimiento. Lo que sí creo es que debe darse una complementación. Ha habido momentos históricos muy claros en que el hombre de poder económico y político tuvo la inteligencia suficiente para conocer sus limitaciones y acercarse a personajes que lo podían, no digo iluminar, pero sí, al menos, darle ciertas pautas de un comportamiento más íntegro. A mi juicio la necesidad de la filosofía no es un imperativo categórico en el sentido kantiano. La filosofía tiene que ver con significados y si no comprendemos los significados del mundo es imposible relacionar la facticidad de la ciencia con los valores de la espiritualidad. La filosofía es un dinamismo mediador por antonomasia, siempre y cuando hablemos de ella lejos del ámbito constreñido de la academia. Yo dudo en llamar filósofos a los profesores de filosofía, con todo el respeto a quienes tienen que divulgar esas enseñanzas. El filósofo para mí es aquel que tiene ideas y las experimenta, en primer lugar, en sí mismo, pero, lejos de eso, la mayor parte de los que se llaman filósofos viven de espaldas a la vida.

El hecho de que los medios estén determinantemente saturados de futbolistas, de chicas de pasarela, de comediantes, de opinólogos banales, y no de hombres y mujeres con capacidad de reflexión crítica, con aportación de ideas enriquecedoras; el hecho de que no existan propuestas de vanguardia y de que la mayor parte de la creación estética sea una mirada hacia el pasado y no una proyección hacia el futuro, son parámetros indicativos de una decadencia incuestionable

- ¿No basta con sentarse a pensar y promulgar las ideas, hay que llevarlas al plano de la acción?

- Así es. A lo largo de mi trayectoria me he encontrado con demasiados pensadores que no se preocupan por tener una vida íntegra, que simplemente están interesados en enseñar ciertas doctrinas y en hacerlo sin implicarse, como quien da una clase sobre alimentación sin importarle nutrirse de comida basura. Quienes de verdad se involucran con el quehacer filosófico necesariamente deben tener principios rectores éticos. Y, para empezar, yo no diría que la universidad represente hoy en día ningún refugio de eticidad. Por eso no se trata únicamente de plantearse una reforma o una transformación social. Lo que está mal es el modelo evolutivo en el que estamos inmersos, este proceso civilizador que se ha distanciado de tal manera de sus fundamentos originales, de sus principios básicos, que hace necesario regresar a las raíces. Se trata de cortar todas esas ramas podridas y empezar de nuevo.

- Pese a todo el progreso, pese a toda la tecnología, la humanidad, ha abandonado el centro que civilizaciones antiguas tenían muy claro: el contacto con la naturaleza, esa idea espiritual de la existencia, de la armonía con el cosmos.

- Creo que el proceso de disyunción no es un proceso novedoso. Llevamos tiempo, sobre todo después del tanático siglo XX, asistiendo al fracaso de ciertos modelos que se pretendían redentoristas, por ejemplo todos los procesos que tienen su raíz en el marxismo y en el hegelianismo. Esos modelos ya no funcionan, son, prácticamente, referentes arcaicos. Con el respeto que le tengo a Marx, porque le he leído a fondo y considero que sigue muy vigente su teoría de la enajenación y la urdimbre perversa del capital, no creo que la violencia sea la partera de la Historia. No comparto eso en absoluto. No se puede implementar ningún tipo de organización social armoniosa en base a la violencia. Lo que se instaura con violencia se perpetúa con violencia, y, por otro lado, tampoco comparto las dialécticas confrontativas hegeliano-marxianas, que son el sustento de la violencia. Yo no creo que el empresario y el obrero, el ciudadano y el funcionario público, el hombre y la mujer, lo solar y lo lunar, la ciencia y la espiritualidad, tengan que ser opuestos. No defiendo esa oposición, porque no la veo en la naturaleza. No puedo estar de acuerdo con Heráclito ni con la mala interpretación que hizo Marx y epígonos de esa dinámica confrontativa. Inevitablemente hay choques, pero no percibo esos choques con el concepto de malignidad que le da el ser humano. Para mí el concepto de maldad es genuinamente humano. Yo no veo maldad, y he vivido durante treinta años en la selva, en los animales salvajes, ni en las fieras, ni en el tiburón, ni en las serpientes o arañas. Creo que sus condiciones, sus propiedades ontológicas son así y usan lo que tienen como defensa o como ataque para vivir, pero el hombre no, el hombre se regodea en la destrucción. Y hemos llegado al límite de ese regodeo.

- Pero vivimos en una época menos belicista que otras anteriores.

- No necesariamente tiene que ver con la guerra. Basta que encendamos la televisión para comprobar que es muy difícil encontrar alguna propuesta medianamente inteligente que no esté salpicada de sangre y semen, por decirlo en términos contundentes. La sangre y el semen son las características de la animalidad y mientras le estemos dando el énfasis a ese aspecto de la naturaleza humana es impensable un proceso armonizador, ético, de respeto, un proceso donde no tengamos que estar sometidos permanentemente a una presión de raíz punitiva, intolerante. Si tuviéramos principios rectores básicos no necesitaríamos de la pistola en la sien, de ejércitos ni policías. La vigencia de eso es para mí la más clara prueba de nuestro fracaso como modelo histórico.

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- Antes hablabas de la filosofía y la vida, de la filosofía que parte de la vida, de la experiencia. ¿Qué aprendiste de todo ese tiempo en la selva, qué supuso esa etapa en tu recorrido?

- La experiencia en la selva fue decisiva después del cansancio, más que cansancio, asco, que viví en el mundo académico, en México. La experiencia utópica de la selva me permitió encontrarme con valores que creía haber asimilado a través de lecturas. Allí me di cuenta de la falsedad, de la impostura que había en hacer del lenguaje el centro del mundo, que ha sido la némesis de la filosofía fundamentalmente alemana y francesa. La filosofía se alimenta de sí misma y de ahí que esa dinámica la convierta en su mayor parte en una logorrea, limitándola a la autosuficiencia del lenguaje y olvidando todos los principios humanísticos, el hecho de que somos una parte de una totalidad y, por tanto, necesitamos estar en armonía con la totalidad. La selva me permitió tomar una distancia considerable, la cual sigo manteniendo, con el pensamiento académico, al que cada vez presto menos atención. A mí lo que me interesa es sacar la filosofía a la calle. Es en la calle donde se dan las transformaciones sociales y si llevas la filosofía, como está sucediendo hoy en día, a un nivel tan elevado de especialización, se vuelve estéril, del mismo modo que si se la fuerza a convertirse en una ciencia, lo cual es una aberración.

- Pero, ¿cómo recuperar la filosofía en el devenir cotidiano, en medio de las preocupaciones, de los quehaceres del día a día?

- Defiendo que la filosofía debe fomentarse mucho más en la enseñanza secundaria para que los chicos tengan capacidad de reflexionar sobre su relación con el mundo. Eso es básico. Está claro que no nos va a dar verdades absolutas porque ni la ciencia es capaz de eso -cuando alguna disciplina pretende ofrecer una verdad absoluta, inmediatamente, nos muestra el cobre, la falsedad, la pretensión de absoluto-, pero lo que sí nos puede permitir es abrir horizontes, empujar la membrana de la verdad cada vez con más fuerza sabiendo que nunca la vamos a lograr romper. ¿Acaso no es bello preguntarse permanentemente sobre todo lo que hacemos? Cuando los jóvenes ya no se preguntan y dan por hecho todo lo que ven, cuando confían en la imagen sin una reflexión crítica, se convierten en conciencias estabuladas. Y la conciencia estabulada es la conciencia genuinamente animalizada, directa al matadero, sin tránsito de libertad.

La filosofía nos puede permitir abrir horizontes, empujar la membrana de la verdad cada vez con más fuerza sabiendo que nunca la vamos a lograr romper. ¿Acaso no es bello preguntarse permanentemente sobre todo lo que hacemos? Cuando los jóvenes ya no se preguntan y dan por hecho todo lo que ven, cuando confían en la imagen sin una reflexión crítica, se convierten en conciencias estabuladas.

- Pero, ¿realmente ves así a la juventud, no hay indicios de todo lo contrario?

- Veo que se tiende a eso, pero también creo que tendrá que surgir una nueva generación. No sé… Se sacrificarán tres, cuatro… Pasarán 50 años o más, los que se necesiten a nivel cósmico, porque la evolución no va en línea recta ni con la premura que quisiéramos, pero confío que llegará una generación que, sin dar la espalda a lo que hay, logrará asimilarlo, le dará su lugar y volverá a recuperar el pensar como eje dinámico de una relación equilibrada entre valores que son fundamentales para la sociabilidad armoniosa y la comprensión fáctica de las nuevas tecnologías. Si los científicos no tienen esta relación con los valores se convierten en máquinas productoras de máquinas y nos arrastrarán a todos hacia la cosificación. Hoy es incuestionable que ha habido un gran adelanto tecnológico, pero el adelanto tecnológico sin la espiritualidad y sin la reflexión crítica necesaria cae en el mercenarismo. Y aquí también tengo que ser crítico. Salvo honrosísimas excepciones, lo que hacen los científicos es preocuparse por subir en el escalafón, para ser más reconocidos y tener más dinero para sus investigaciones. Supuestamente ellos creen que están haciendo un bien a la sociedad, pero: ¿qué bien está haciendo a la sociedad un científico que inventa un nuevo misil? Me puede decir que su país necesita protegerse. Pero yo no puedo comprender, o quizás lo comprendo pero no lo acepto, que países como Alemania, como Japón, que han tenido toda una historia beligerante y que no han cesado de estar en una permanente dinámica de avasallar a los demás, no entiendan lo que significa en su propia cultura la militarización. Cada vez que se inventan enemigos externos y dedican una cantidad enorme de presupuesto a la militarización, lo que hacen es acercarse cada vez más al suicidio. La Historia se lo ha manifestado una y otra vez, pero no acaba de entenderse. Desafortunadamente no aprendemos de la Historia. Si la leyéramos más, a fondo, nos daríamos cuenta de que la solución no puede ser la violencia ni la revolución. La evolución tendrá que ser pacífica, mucho más lenta de lo que quisiéramos, pero ese es el camino.

- ¿Cómo se define Leonardo da Jandra como filósofo? ¿Al lado de que otros pensadores le gusta caminar?

- A mí me gusta la filosofía narrativa, desde Platón a Nietzsche, pasando por Cioran. Creo que es más imaginativa, más abierta, mientras que la filosofía sistemática, la de Hegel o Kant, proponen sistemas cerrados que no permiten ni una fisura. Con sus defectos, la filosofía narrativa es más activa y está más vigente; de ahí que hoy esté más vivo Nietzsche que Kant o Hegel.

- ¿Y Thoreau? ¿No se asemejan tus vivencias en la selva a su retiro en la cabaña del bosque?

- No me identifico con Thoreau ni con Rousseau, con el que también se me ha comparado, cosa que me ofendía al principio porque él no supo nunca lo que era la naturaleza. Lo de Rousseau era una nostalgia del pequeño burgués urbano. Esos paseos por el campo de los que habla son como ir al Retiro, con tu bastón, fumarte un cigarrito, y decir que amas la naturaleza. La naturaleza, como yo la viví, es una complementación muy cabrona de Eros y Tánatos. Estás en el paraíso y puedes dar un paso que, de repente, te conduzca al infierno. En cuanto a Thoreau, su experiencia duró apenas unos meses. Lo que pasa es que los norteamericanos lo ensalzan por una especie de romanticismo, ellos que han sido los mayores depredadores de la naturaleza, la temen y tienen una desconfianza genuina hacia ella. La obra de Thoreau puede tener aspectos iluminadores, pero también es muy egocéntrica, algo muy propio de la cultura norteamericana.

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- La nostalgia del campo perdido, es algo muy contemporáneo.

- Sí. Y me parece que ese vestigio de romanticismo es una mala interpretación de filosofías orientales. Yo me cuido mucho de caer en el culto al árbol sagrado, a la madre naturaleza y a los ríos, porque es panteísmo, es el peor Spinoza y no quiero rescatar al peor Spinoza, me interesa el mejor. Se ha dado mucho esta tendencia del escritor urbano a tratar de rescatar lo rural tras percibir que la urbanidad se había convertido en una derivación profana de lo que era la vida en la naturaleza, el respeto a los ciclos. Mi mujer y yo, por ejemplo, conservamos del tiempo vivido en la selva la costumbre de acostarnos cuando oscurece y levantarnos con la salida del sol, pero el ser urbano vive cada vez más de espaldas a la luz, es un ser nocturnal. Por eso no es gratuito el culto a los vampiros, todos estos personajes oscuros que huyen, que rompen con lo que no quieren. Nadie sabe lo que quiere. Y cuando estás en la naturaleza necesitas saber cuál va ser el próximo paso y por qué lo das. Cuando pescas en las rocas, si no tienes conciencia de lo que estás haciendo, te puedes caer y si vas caminando por la selva y te descuidas, puedes acabar pisando una serpiente cascabel. En el mundo urbano se suele andar como zombies y por eso gustan tanto los zombies. Ahora sucede que los chicos no quieren salir de casa y lo peor de todo es que los padres tampoco desean que se vayan. Y es una dinámica perversa, porque el ser humano necesita independizarse, arriesgarse, buscar, abrirse, y hoy, como hay una reticencia a eso, la apertura se realiza solamente en el plano virtual, en la red, pero se trata de una apertura sin cuerpo, demasiado sintética. A estas últimas generaciones de jóvenes no les gusta abrirse. Por eso en las relaciones humanas son muy precavidos, no quieren compartir su intimidad. Y cuando lo hacen, enseguida se fragmentan, se caen. Falta ese ser acostumbrado a luchar, a caer, a levantarse, sin pánico a la caída, a la pérdida. Tal vez lleguen los que ahora tienen 13 o 14 años y digan que no quieren renunciar. Puede ser…

El ser urbano vive cada vez más de espaldas a la luz, es un ser nocturnal. Por eso no es gratuito el culto a los vampiros, todos estos personajes oscuros que huyen, que rompen con lo que no quieren. Nadie sabe lo que quiere. Y cuando estás en la naturaleza necesitas saber cuál va ser el próximo paso y por qué lo das. Cuando pescas en las rocas, si no tienes conciencia de lo que estás haciendo, te puedes caer y si vas caminando por la selva y te descuidas, puedes acabar pisando una serpiente cascabel.

- Lo cierto es que vivimos en sociedades atemorizadas. Sociedades en las que unos miedos son sustituidos por otros.

- Pues esos son los señores, los dueños de la jaula. Lo hacen muy bien. Y no podemos perder de vista el ascenso de la derecha a nivel ideológico. Los partidos de derechas nacen y tienen un objetivo muy claro, el beneficio de unas minorías, del capital. No comprendo cómo personajes como Vargas Llosa pueden darle algún sustento al sistema neoliberal y dejarse seducir por filósofos como Popper, que apelan a una libertad incondicional, cuando la libertad incondicional es la peor forma de esclavitud. Si no sabes qué hacer con tu libertad y no tienes regulación, ciertos límites de comportamiento ético, el más astuto irá siempre a imponerse, a maltratar, al más torpe. Yo discrepo de Rorty y de estos filósofos que ponen la libertad por encima de todo. Prefiero dar ese lugar a la ética. Si tienes valores éticos vas a saber qué hacer con tu libertad, pero una libertad sin ética es regresar a la manifestación más extrema de depredación natural. Nos dicen que lo primero es la libertad y que después se dará todo por añadidura. Ese es el error de la cultura norteamericana. ¿Libertad para qué, para acabar con el planeta, para consumir como bestias? ¿Esa es la libertad que queremos, un consumo excesivo, inconsciente, que daña e inferioriza al otro? Todo eso tiene que cambiar.

- En el ensayo te refieres a la caída inevitable de todos los imperios y aseguras que esa caída se detecta ahora en las sociedades occidentales. Lo reproduzco textualmente: “La caída se produce cuando el ciudadano le da la espalda a la naturaleza y al cosmos para dedicarse a la optimización del goce”.

- No creo estar descubriendo nada. Es evidente que todo lo que estamos viviendo, todos los síntomas indican, sobre todo en Europa, que hay un agotamiento de los modos de convivencia, de las estructuras. No se puede generalizar ni aplicar los mismos parámetros a todos los países. No es lo mismo hablar de Italia, Portugal o España, que de Alemania, ya que sus identidades, visiones y voluntades son muy distintas. Si nos centramos en España percibo una cierta negación de la voluntad, un fenómeno del que ya hablaba Unamuno. Y sin voluntad no hay posibilidad de trascendencia. Y, por otro lado, sigo viendo un exceso de mercadotecnia en este país. Y la mercadotecnia es genuinamente digestiva, no es mental. ¿Acaso esta España no sigue siendo demasiado digestiva, demasiado sanchopancesca?. Me hubiera gustado verla más enquijotada. Hay muy poco Quijote y muchos Sancho Panza. Pero, dicho esto, a mí me fascinan las crisis, porque es en las crisis donde el ser humano está obligado a sacar lo mejor de sí. Es en la adversidad donde se forja grandeza; cuando hay demasiada facilidad la vida se hace fácil. Y lo fácil es efímero.

Si tienes valores éticos vas a saber qué hacer con tu libertad, pero una libertad sin ética es regresar a la manifestación más extrema de depredación natural. Nos dicen que lo primero es la libertad y que después se dará todo por añadidura. Ese es el error de la cultura norteamericana. ¿Libertad para qué, para acabar con el planeta, para consumir como bestias? ¿Esa es la libertad que queremos, un consumo excesivo, inconsciente, que daña e inferioriza al otro? Todo eso tiene que cambiar.

- Me gustaría incidir un poco más en tus apreciaciones sobre la España actual. ¿No has percibido una mayor voluntad de cambio, más conciencia social, más movilización, más figuras que están poniendo en jaque al poder?

- Ojalá que se vaya en la dirección del Quijote. Ojalá que desaparezca esa España de los pedos y los eructos, que decía Ortega. La verdad es que todo el aparato ha llegado a tal nivel de ruindad, de descaro, que, pese a todo, yo confío en la reacción de la gente. No es el buen cinismo, el cinismo como corriente filosófica, el que se ha instaurado. Ahora asistimos a la representación de cínicos avorazados, que quieren comerse todo, que no quieren dejar nada para nadie. Para combatir eso se requieren medidas drásticas, pero no violentas. Tenemos que meter toda esa pulsión, todo ese odio y coraje, que empieza a detectarse en amplias capas de población, en el crisol del pensamiento y dejar que se decante con unas gotas luminosas de espiritualidad para evitar que nos venza la animalidad, el deseo de venganza, de destruir, de romper. Porque con eso no se logra nada, ya lo hemos aprendido con la Historia.

- ¿Qué opinas de los nuevos partidos, movimientos, plataformas, que están emergiendo?

- Bueno, en este último viaje he visto a mucha gente concienciada y he percibido una esperanza en el surgimiento de nuevos partidos como Podemos y de nuevos movimientos ciudadanos, pero también he percibido que se trata de una esperanza matizada de temor, de cierta desconfianza. ¿Qué va a pasar con estos chicos, inexpertos, cuando entren en toda la corrupción del aparato de poder? Porque van a entrar. Y no es lo mismo estar aullando desde fuera como oposición que estar en el poder. A mí me interesa la rebeldía del personaje que se mantiene firme a lo largo de toda su trayectoria y no renuncia a esa rebeldía porque considera que el pensamiento crítico debe estar en permanente acecho frente a la corrupción del poder, tanto económico como político y religioso.

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- En “Filosofía para desencantados” se dice que el verbo “intentar” es el mejor de los verbos. Se trata de intentar, de confiar, ¿no?

- Sí, en efecto. Hay un trasfondo de nobleza incuestionable en todas estas nuevas manifestaciones y hay que intentar seguir adelante. Pero no creo que pueda existir un proceso democrático en base a partidos. El modelo tradicional de partido está agotado. La derecha resulta aberrante y la izquierda ha sido la mayor desilusión que hemos sufrido todos los que luchamos, desde los 60, por la transformación del mundo, por una sociedad más igualitaria, más justa, con educación, con salud pública… Ahora lo que queremos son individuos, personas íntegras. Lo interesante es la transformación desde la base de la sociedad. Formaciones como Podemos pueden ser, incuestionablemente, un disparador, un sacudimiento, y eso hay que incentivarlo. Pero lo que yo le digo siempre a la gente es que no esperemos el cambio de la totalidad para cambiar nosotros. Vayamos cambiando en la medida de nuestras posibilidades, empecemos a tratar a los demás como nos gustaría que nos trataran a nosotros. Ese es el camino en un panorama en el que todo está colapsando: los “reality shows”, los “best-sellers”, los periódicos. Lo que deberíamos ahora entender es que no tiene ningún sentido gastar energías por rescatar todo eso que está cayendo. Hay que apostar por los proyectos nuevos, pero que sean de verdad nuevos, nada de emular lo que ya ha sido, nada de aliarse con estructuras de partido convencionales.

Lo que queremos en estos momentos son individuos, personas íntegras. Lo interesante es la transformación desde la base de la sociedad. Formaciones como Podemos pueden ser, incuestionablemente, un disparador, un sacudimiento, y eso hay que incentivarlo. Pero lo que yo le digo siempre a la gente es que no esperemos el cambio de la totalidad para cambiar nosotros. Vayamos cambiando en la medida de nuestras posibilidades, empecemos a tratar a los demás como nos gustaría que nos trataran a nosotros.

- ¿Y qué tal América Latina? En vez del agotamiento de Europa se percibe energía. ¿Es así?

- Percibo una gran diferencia entre América Latina y Europa y, a mi juicio, creo que el error más grave que ha cometido y que está cometiendo España, es tratar de europeizarse a toda costa y dar la espalda a la América Latina. Yo estaría de acuerdo con Ortega cuando pedía la europeización de España. Está bien. No hay ningún problema en ser europeos, pero sin perder de vista que la única posibilidad que tiene este país de competir, de manera genuina y con ciertas ventajas, en el contexto occidental es con el impulso, con la voluntad de América Latina. Si el español es hoy por hoy el idioma que más está creciendo es gracias a América Latina, a México fundamentalmente. Si la economía española puede salir adelante no es con el apoyo usurero de los banqueros alemanes, ni con el capital ilegal ruso o chino que pueda llegar aquí. Será a través de la interacción con América Latina desde una relación de iguales, no ya desde la perspectiva del vasallaje colonial. Los jóvenes profesionales españoles, que hoy no tienen empleo aquí, encontrarán al otro lado del océano una posibilidad enorme de crecer como individuos y de contribuir a un proceso de transformación inédito en toda la historia de América Latina. Es evidente que la cultura hispana, a través del ímpetu del idioma, está entrando en Estados Unidos y colocándose en un nivel hegemónico en el seno del imperio. Y no es por el Instituto Cervantes ni por los profesores que van a las universidades a enseñar el Siglo de Oro español o el poder imperial de Carlos V. Es por todas las oleada de emigrantes que está mandando América Latina. Y ante este panorama tan alentador, ante esa realidad bilingüe en la que conviven el inglés y el español, no hay una política de Estado clara y firme. Ahora mismo, tanto pensadores como políticos, tendrían que estar dándole vueltas a cómo mover las piezas en este nuevo tablero global. Pero no sucede así. Están demasiado preocupados en mantener el poder, en aferrarse al pesebre.

- ¿Los filósofos deben apostar siempre por poner el pensamiento cabeza abajo?

- En México se dice “poner patas arriba” (risas), pero el corrector español me sugirió esta otra expresión. Se trata de una metáfora un poco exagerada con la que trato de dar a entender que la función genuina del filósofo es no estar de acuerdo con su presente. Donde el político o el economista atisban posibilidad de riqueza, de estabilidad, el filósofo tiene que ver dudas por doquier y tiene que hilar muy fino para, a través de esas dudas, articular posibles respuestas que beneficien, no a las minorías, sino a la mayor cantidad de gente el mayor tiempo posible. Lo que necesitamos ahora es proteger a los desprotegidos de los excesos del capital. La tarea no es fácil, pero siempre digo que sólo lo difícil vale la pena. El problema es que estamos forjando generaciones que nacen de espaldas a la dificultad. Hay que invertir esa tendencia y quitar a los jóvenes el miedo a equivocarse. Podemos equivocarnos, tenemos todo el derecho. Debemos asumir que a veces se aprende más de los fracasos que de los triunfos, que los triunfos nos envanecen. Lo hemos visto recientemente, con la selección española de fútbol. Ya la daban como triunfadora. Ya los futbolistas se dedicaban a anunciar todo los productos comerciales habidos y por haber. Y de pronto llegó la lápida de la derrota, la conciencia del perdedor, la destrucción de las esperanzas. Es un episodio para tomar nota, para aprender.

Donde el político o el economista atisban posibilidad de riqueza, de estabilidad, el filósofo tiene que ver dudas por doquier y tiene que hilar muy fino para, a través de esas dudas, articular posibles respuestas que beneficien, no a las minorías, sino a la mayor cantidad de gente el mayor tiempo posible. Lo que necesitamos ahora es proteger a los desprotegidos de los excesos del capital

- En “Filosofía para desencantados” se analiza la realidad en tres pasos. Ahora estamos en una fase de egocentrismo. De lo que se trata es de avanzar hacia el sociocentrismo y luego dar el paso final que sería llegar al cosmocentrismo.

- Así es. Básicamente se trata de un recorrido en el que hombres y mujeres han de ir dejando atrás su animalidad y haciéndose más divinos. Y cuando hablo de la divinización de la conciencia humana no me refiero a dogmas, a hipocresías. Me refiero a ser conscientes del remanente de luz que hay en nuestras mentes y a actuar de acuerdo a una dinámica que produzca el menor daño, que busque siempre la armonía, las soluciones consensuadas, el concepto de justicia, que no es lo mismo que legalidad. Esto es muy importante. Hoy en Estados Unidos, por ejemplo, el deporte nacional son las leyes, los juicios. Te demandan por cualquier cosa y lo que importa es cómo ganar un caso, cómo sacar a un delincuente de la cárcel o cómo impedir que ingrese en ella un banquero, aunque defraude miles de millones de euros. Esto es así, sin importar que mientras tanto un pobre emigrante, que no tiene para comer y roba un litro de leche, acabe con sus huesos en prisión. Ahí está la diferencia fundamental entre justicia y legalidad. La legalidad está hecha de artimañas y mentiras, pero no así la justicia. Con ella jamás puedes auto engañarte. Los niños, desde los cinco o seis años, cuando toman sus primeras decisiones morales, saben cuando están haciendo daño al otro: al hermano, al compañero de colegio, a su madre o a su padre. Lo saben perfectamente. Pero en estas sociedades la brecha entre justicia y legalidad es cada vez más grande. Nadie se pregunta si lo que hace es justo o no. Lo que se dice es: “estoy cumpliendo con los requisitos que me marca la ley y, por tanto, estoy seguro, estoy a salvo”. Por eso los norteamericanos se sienten tan seguros y consideran que la amenaza siempre ha de venir de afuera, del exterior. Todo lo externo para ellos es un peligro y por eso tienden a cerrarse. El turismo norteamericano es más del 80% interno. Se viaja muy poco, se traduce sólo el dos por ciento de lo que se lee y se llena al mundo con la basura propia. Y todo eso no lo hacen a punta de pistola sino de una manera mucho más sutil, a través de la manipulación de las conciencias.

Hoy en Estados Unidos, por ejemplo, el deporte nacional son las leyes, los juicios. Te demandan por cualquier cosa y lo que importa es cómo ganar un caso, cómo sacar a un delincuente de la cárcel o cómo impedir que ingrese en ella un banquero, aunque defraude miles de millones de euros. Esto es así, sin importar que mientras tanto un pobre emigrante, que no tiene para comer y roba un litro de leche, acabe con sus huesos en prisión. Ahí está la diferencia fundamental entre justicia y legalidad. La legalidad está hecha de artimañas y mentiras, pero no así la justicia.

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- El sentimiento de amenaza del otro, del diferente, no facilita el paso hacia el sociocentrismo que propugnas.

- Ese es el juego que se está estableciendo y al que hay que ponerle un dique. Ese dique es pasar del egocentrismo, de la autogratificación, a través del autocontrol, al sociocentrismo, que nos lleva a pensar, efectivamente, que vivimos con el otro, no contra el otro. Esa es la tarea inmediata, a través de la ética. De ahí que en las escuelas secundarias haya que enseñar a los chicos qué es la ética, y no me refiero a una revisión histórico geográfica, a explicarles cómo la han ido interpretando los filósofos, los pensadores. Se trata de enseñar qué es la ética aplicada al comportamiento diario, desde que se levantan por la mañana y actúan con su padre, con su madre, con sus hermanos, con los maestros. La ética ha de enseñar a perfilar ese sentido de cooperación, no de competitividad. Si se nos dio un talento especial tenemos que compartirlo con el que no lo tiene, pero en las escuelas tipo norteamericanos algo así suena terrible. Se trata de sacar las mejores notas, de ser los mejores, los “number one”. Y los demás que se jodan. Ahí está la raíz de la desigualdad, el desequilibrio y la desarmonía social.

- Pero todo ese aprendizaje ha de empezar en la familia…

- Sin duda. Hay varias etapas o estadios en la transmisión de la identidad que son fundamentales. El primero es la familia. Si no mamas los valores desde el hogar, difícilmente los vas a suplir con la escuela. Ahí está la dicotomía que hay entre la determinación genética y la cultural. Es importantísimo, pero no decisivo, el trasfondo genético. La cultura nos permite romper con eso, de no ser así no habría libre albedrío. Si tuviéramos una determinación genética tan firme, ¿para qué estudiar, para qué leer, si ya sabemos lo que vamos a ser?. La cultura permite romper con esa especie de camisa de fuerza, pero esa cultura se apoya en dos pilares: la familia y la escuela. Los maestros son los segundos padres. Pero es que esos dos pilares han sido minados por toda esta oleada de capitalismo salvaje. Los más los jóvenes no quieren mantener relaciones duraderas y los más preparados e inteligentes no desean procrear. Cuando todo esto se rompe el único refugio es la autogratificación. ¿Para qué partirse el alma por los hijos, por la pareja? Y vemos que en la escuela los maestros luchan desesperadamente por conseguir la base, los objetivos, no por transmitir valores y enseñanzas. Y después, al salir a la calle, vamos todo el tiempo con cuidado, porque vemos enemigos en potencia por todas partes, no nos paramos con nadie porque pensamos que nos van a pedir o a robar. Y en el trabajo, no se va a formar un equipo, a aprender con los demás. Todo es competencia, miedo a ser desplazados, despedidos. Ese es, a grandes rasgos, el panorama en el que estamos inmersos por falta de eticidad, por falta de valores.

- Uy… ¿Algo positivo? En el ensayo dices que la felicidad está en la búsqueda de la verdad, de la belleza, de la bondad.

- Por supuesto. Tenemos que tender hacia eso, caminar hacia la perfección, hacia el mejoramiento. Tenemos que recuperar las familias, las escuelas, hacer que surjan empresarios que se hagan ricos enriqueciendo a los demás, no empobreciéndolos. No se trata de que saqueen, depreden, acaben con mares y selvas, y luego levanten una fundación e inauguren maravillosas exposiciones. No podemos aceptar esa filantropía hipócrita. Ya sé que es complicado cambiar todo eso, pero insisto en que tenemos que empezar por nosotros mismos. Si tú haces bien tu trabajo, llevas luz y amor en el ámbito en el que te mueves, no andas de mal humor todo el rato, reduces la velocidad de tu vida y te creas menos dependencias, irás bien. Cuando uno empieza a fijarse metas que no va a poder cumplir, entonces ya se convierte en un fracasado y anda como loco. Cuántas más cosas tenemos más nos esclavizamos, más nos codificamos. Necesitamos una generación que recupere el sentido de lo elemental. Todo lo que está pasando se veía venir. La gente tenía una casa donde vivir, pero el sistema le ofrecía créditos para tener segundas residencias en la montaña o en la playa. ¿Para qué tantas casas, para que atiborrarse?

Si tú haces bien tu trabajo, llevas luz y amor en el ámbito en el que te mueves, no andas de mal humor todo el rato, reduces la velocidad de tu vida y te creas menos dependencias, irás bien. Cuando uno empieza a fijarse metas que no va a poder cumplir, entonces ya se convierte en un fracasado y anda como loco. Cuántas más cosas tenemos más nos esclavizamos, más nos codificamos. Necesitamos una generación que recupere el sentido de lo elemental.

- ¿Y el cosmocentrismo? Hablas de una apertura de conciencia total. Dices que la filosofía tiene por delante la tarea de unir al individuo con el cosmos.

- El cosmocentrismo es el nuevo ámbito que habrá de llegar y que tiene que ver con la comunicación cósmica. Tarde o temprano, ya los físicos teóricos se han dado cuenta, seremos conscientes de que no hay un universo, sino millones de universos, una enorme cantidad de soles cerca de nosotros con una enorme cantidad de planetas con condiciones habitables. Una vez recuperada esa conexión cósmica va a empezar a crecer la espiritualidad, y cuando esa espiritualidad crezca empezarán a desaparecer los ejércitos, las armas, las químicas bacteriológicas. Entonces dejaremos de estar sujetos a energías que son infernales como los hidrocarburos, que ya podían haber sido sustituidos y habrían evitado muchos conflictos. Detrás de Irak, de Irán, de lo que sucede ahora mismo en Ucrania, no se esconde un problema de identidades contrapuestas, sino de dinero, de los millones y millones de euros que están detrás del petróleo, del gas. Y lo mismo pasa con el narco en México, que no se legaliza porque son miles de millones de dólares en venta de armas los que están en juego. México no produce armas. Las armas vienen de EEUU y los norteamericanos se escandalizan porque por la frontera pasan emigrantes y pasa la cocaína. ¿Y las armas? Los narcos tienen bazuca y no les llega por teletransportación. Hay mucho cinismo, un cinismo brutal en todo esto. Hay una nueva energía, el hidrógeno, que sale del agua, que podría empezar a aplicarse, pero los hidrocarburos mueven mucho dinero y no se pueden abandonar. No es tan sencillo. Al aparato económico no le importa la contaminación, el efecto invernadero. Ya ningún idiota dice que es un invento lo del cambio climático, pero aún estamos lejos de que se adopten las medidas necesarias para frenarlo. Así están las cosas, pero hemos de seguir adelante, mirando a la luz, anhelando la armonía, rechazando la conflictividad.

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“Filosofía para desencantados”, de Leonardo da Jandra, con prólogo de Guillermo Fadanelli, ha sido publicado por la editorial Atalanta. 

-Todas las fotografías fueron tomadas por Nacho Goberna (nachogoberna@gmail.com)

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Archivado en: Artículos L.S. con narrador -audio- disponible, De Pensamiento, Las Entrevistas, Nº16 / Julio-Agosto 2014

Tras los pasos de Walser y demás caminantes

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Por Emma Rodríguez © 2014 /

Todos nos hemos echado a andar alguna vez y hemos sentido, como Robert Walser, que el entusiasmo de la libertad que se experimenta al estar al aire libre nos “arrebataba y arrastraba”. Hay muchos tipos de caminos, de viajes, de rutas, de senderos y bosques. Los hay lejanos, exóticos, misteriosos, intrincados y los hay amables, tan cercanos que pueden estar a la vuelta de la esquina. Es cierto que un simple paseo por los alrededores de la ciudad, por un parque, por un pueblo, poco tiene de riesgo y aventura, pero, para la mayoría de nosotros, seres urbanos y sedentarios, el hecho de desconectar de los ruidos, de los conflictos del presente, de las obligaciones cotidianas; la posibilidad de olvidar las rutinas y las servidumbres del trabajo y de dejar atrás, al menos por unas horas, los apéndices tecnológicos que amordazan nuestro tiempo, es ya todo un regalo para los sentidos.

Walser, Stevenson, Rousseau, Thoreau, Chatwin y tantos otros, experimentaron el placer de los desplazamientos, ese descubrimiento de paisajes externos que, mientras se avanza, se acoplan con el juego de la imaginación, activan el pensamiento y abren los cauces interiores, esos por los que discurren los sentimientos, los estados de ánimo. Todos han escrito textos reveladores y bellísimos sobre sus marchas, sus merodeos sencillos o sus vivencias de avezados exploradores. He aquí el comienzo de un recorrido de papel que pretende ser un elogio de la lentitud y de la mirada detenida; una invitación a emprender la ruta con la mochila cargada de ingenuidad y alegría y una humilde reivindicación del caminar en todas sus variantes, de la mano de algunos de sus más apasionados defensores.

Así, iniciamos el trayecto con Walser y nos vamos encontrando, a medida que se ensancha el camino, con otros muchos que, como él, han buscado el sentido de la existencia en las cosas elementales, en los senderos menos trillados, en la captura de momentos de auténtica dicha, en la contemplación de esos trozos de naturaleza virgen, sublime, incontrolable, olvidada en el día a día y que tiene el don de hacernos apreciar la belleza pero también de mostrarnos las inconsistencias de la vida, todas esas veces que dejamos de lado lo verdaderamente importante para abrazar lo banal. Empecemos, pues, acompañando a Walser una mañana luminosa y sigamos adelante, con la mirada atenta.

Un simple paseo por los alrededores de la ciudad, por un parque, por un pueblo, poco tiene de riesgo y aventura, pero, para la mayoría de nosotros, seres urbanos y sedentarios, el hecho de desconectar de los ruidos, de los conflictos del presente, de las obligaciones cotidianas; la posibilidad de olvidar las rutinas y las servidumbres del trabajo y de dejar atrás, al menos por unas horas, los apéndices tecnológicos que amordazan nuestro tiempo, es ya todo un regalo para los sentidos.

  “El Paseo” reflexivo, amable, a ratos ácido, de un poeta 

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“Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle”. Así comienza “El Paseo”, de Robert Walser, una obra publicada por primera vez hace ya cerca de un siglo y que rebosa frescura por todos sus costados. De corta extensión, tan corta como el recorrido que se relata -por los alrededores de un pueblecito rural a lo largo de un día, de la mañana a la tarde- su planteamiento no puede ser más simple: dar cuenta de lo que acontece, pero lo que de verdad nos cautiva es la voz narrativa, esa primera persona en permanente diálogo con el lector, que recurre a la ironía, al humor, para contraponer las excelencias, beneficios y dulzuras del paseo con la acidez de las correcciones, esclavitudes e hipocresías de los intercambios sociales.

Resulta divertido, reconfortante, enriquecedor y estimulante este paseo con Walser. Nos encontramos con él, con su narrador, y nos da cuenta de su ánimo romántico-extravagante cuando sale “a la calle abierta, luminosa y alegre”, con la impresión de estar viéndolo todo por primera vez. Asistimos a los encuentros que se van sucediendo en el trayecto, escuchamos las conversaciones que entabla con aquellos con los que se cruza y seguimos expectantes sus reflexiones. Así, entramos en la misma librería, le vemos pedir el libro más vendido y alabado por la crítica, preguntar si es realmente bueno con sarcasmo y marcharse sin comprarlo tras escuchar que había que leerlo “a toda costa”.

Más adelante visita una entidad bancaria, donde un empleado, al tiempo que se apiada de su pobreza, le anuncia que “un círculo de bondadosas y filantrópicas señoras”, que estiman su trabajo poético, ha abonado a su cuenta la cantidad de mil francos, y se detiene ante el rótulo dorado de una panadería, lo cual le lleva a preguntarse: ¿Necesita en verdad un sencillo y honrado panadero presentarse de modo grandilocuente, brillar y relampaguear al sol con su torpe anuncio de oro y plata, como un príncipe o una dudosa dama coqueta?”

Mientras recorre el pueblo y se regocija ante la luminosidad y amabilidad de la mañana, de muchas de las cosas y gestos que se encuentra, el paseante no deja de dar vueltas al a los males de un tiempo donde ya se percibe el culto al lujo, al dinero, al poder, a las apariencias. “En qué clase de mundo de engaño empezamos o hemos empezado ya a vivir cuando el municipio, la vecindad y la opinión pública no sólo tolera, sino que al parecer desdichadamente incluso ensalza aquello que ofende a todo buen sentido, a todo sentido de la razón y del agrado, a todo sentido de la belleza y de la probidad (…) Las espantosas jactancia y bravuconería han empezado en alguna esquina, en algún rincón del mundo, a alguna hora, como una lamentable y penosa inundación, han hecho progreso tras progreso, arrastrando consigo basura, suciedad y necedad…”, va pensando a medida que prosigue su ruta.

Mientras recorre el pueblo y se regocija ante la luminosidad y amabilidad de la mañana, de muchas de las cosas y gestos que se encuentra, el paseante no deja de dar vueltas al a los males de un tiempo donde ya se percibe el culto al lujo, al dinero, al poder, a las apariencias.

Hay momentos verdaderamente hilarantes en “El paseo”: Una comida en la casa de una dama, que interrumpe la caminata al mediodía; una mordaz carta enviada a un poderoso caballero de gran influencia; una encendida discusión con un sastre y una conversación con un funcionario de hacienda para pedirle que le cobren los impuestos mínimos, dada su condición de poeta sin éxito. Aquí nuestro hombre se defiende de la acusación de pasarse el día paseando y hace toda una defensa de los beneficios que tal práctica tiene para el creador. Pasear me es imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el mundo vivo, sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra más ni producir el más leve poema en verso o prosa. Sin pasear estaría muerto, y mi profesión, a la que amo apasionadamente, estaría aniquilada”.

Walser aúna en esta obra genial la mirada contemplativa con el tono sarcástico y una deliciosa pizca “quijotesca”, por ejemplo cuando relata el tropiezo con un gigante; cuando idealiza a una mujer cuya belleza madura le lleva a imaginar que fue una actriz o vaticina una gran carrera como cantante a una joven a la que escucha cuando pasa al lado de su ventana. “¿Considera usted del todo imposible que en un suave y paciente paseo encuentre gigantes, tenga el honor de ver a profesores, trate al pasar con libreros y empleados de banca hable con futuras jóvenes cantantes y antiguas actrices, coma con ingeniosas damas, pasee por los bosques, envíe peligrosas cartas y me bata violentamente con insidiosos e irónicos sastres?”, se dirige al lector.

Hay momentos verdaderamente hilarantes en “El paseo”: Una comida en la casa de una dama, que interrumpe la caminata al mediodía; una mordaz carta enviada a un poderoso caballero de gran influencia; una encendida discusión con un sastre y una conversación con un funcionario de hacienda para pedirle que le cobren los impuestos mínimos, dada su condición de poeta sin éxito. Aquí nuestro hombre se defiende de la acusación de pasarse el día paseando y hace toda una defensa de los beneficios que tal práctica tiene para el creador.

“Al paseante le acompaña siempre algo curioso, reflexivo y fantástico, y sería tonto si no lo tuviera en cuenta o incluso lo apartara de sí; pero no lo hace: más bien da la bienvenida a toda clase de extrañas y peculiares manifestaciones, hace amistad y confraterniza con ellas”, leemos a continuación. Y entendemos esa felicidad que se experimenta en “ese fiel y entregado disolverse y perderse en los objetos”, en “ese celoso amor por todas las manifestaciones y cosas”.

Observamos al paseante que es Walser mostrando su desprecio “a la gente que va levantando polvo en un rugiente automóvil”, incapaz de comprender que pueda ser un placer “pasar corriendo ante todas las creaciones  que muestra nuestra hermosa Tierra”. A su lado, ya dejados de lado los incordios y conflictos sociales, percibimos que “el paseo parecía querer ser cada vez más hermoso, rico y grande”. Comprendemos, a través de sus palabras y percepciones, que el buen paseo es un estado anímico, una predisposición de la mirada a fijarse en los detalles más imperceptibles, en los momentos plenos, y nos sentimos cómplices de esa comunión, de ese abrazo a la naturaleza, al universo entero. “Casas, huertos y personas se transformaban en sonidos, todos los objetos parecían haberse transformado en un solo espíritu y una sola ternura. Un dulce velo de plata y niebla espiritual nadaba en todo y se extendía en todo. El espíritu del mundo se había abierto y todos los padecimientos, todas las decepciones humanas, todo lo malo, todo lo doloroso parecía esfumarse para no volver más”.

Pocas maneras de describir de forma tan diáfana y hermosa la transformación interior que tiene lugar cuando se hace un buen camino y se percibe esa conexión con el entorno, con la naturaleza. “Yo me había convertido en un interior y paseaba como por un interior: todo lo exterior se volvió sueño, lo hasta entonces comprendido, incomprensible”, escribe. Pero a la luz se superponen, ya al final del recorrido, las sombras de la conciencia de la muerte, de la soledad, de lo efímero… Dejamos a Walser, quien ha cogido unas flores, ha pensado en un amor que no fue posible y ha emprendido, ya con el cielo oscurecido, el camino de vuelta.

 Tomas Espedal: con Rousseau y otros ilustres paseantes

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Seguimos atravesando los senderos con otro libro en las manos, “Caminar (o el arte de vivir una vida salvaje y poética) del autor noruego Tomas Espedal, una obra publicada ya hace algunos años por la editorial Siruela que para quien esto escribe se ha convertido en un libro muy especial, cargado de sugerencias y de recodos a los que volver una y otra vez. Un libro que parte de la experiencia biográfica de su autor, de la salvación que para él supuso descubrir su pasión por emprender el camino en unos momentos en los que su vida parecía venirse abajo, y que acaba combinando sus andanzas con las de otros paseantes que le marcaron la ruta y que, antes que él, meditaron sobre la dicha de atravesar campos, montañas, pueblos y ciudades a pie, ligeros de equipaje pero con la cabeza llena de sueños y de ideas.

El autor cuenta como uno de esos días totalmente negros, al borde de la depresión, decidió salir al exterior y, de repente, se sintió extrañamente feliz cuando la luz del sol alcanzó una señal de tráfico. Las ataduras de la familia, el pago de la hipoteca de una gran casa que en realidad nunca quiso y cuya carga le impedía dedicarse a escribir; todas esas dependencias de la vida moderna, todo ese cúmulo de necesidades prescindibles, le hicieron sentir atrapado, encerrado, y despertaron en él las ganas de huir a un lugar lejano. Movido por el “sueño de convertirse en otro, el sueño de una transformación”, Espedal relata cómo aprendió a caminar -en su caso no por las proximidades, sino emprendiendo itinerarios lejanos- y cómo la práctica de esa actividad, de esa nueva pasión, lo cambió todo.

“Caminar es, en cierto sentido, lo contrario de vivir en una casa”, nos dice. Y a partir del relato ameno, enriquecedor, de las muchas rutas que emprendió desde el momento que tomó la decisión de andar “de frente y desaparecer”, va hilando sus propias vivencias con las ajenas; de ahí que se convierta en una entrega estimulante por sí misma y porque abre el apetito, las ganas de ir a otros títulos y autores, convirtiéndose en una magnífica guía de recorridos y aprendizajes.

Este “Arte de vivir una vida salvaje y poética” nos permite condensar muchas lecturas y experiencias célebres, por ejemplo la de Jean-Jacques Rousseau, quien en sus “Confesiones” y en “Las ensoñaciones del paseante solitario” elaboró toda una teoría sobre ese alto vuelo del pensamiento, un vuelo que tiene lugar animado por el aislamiento de quien camina de espaldas a los ruidos y avaricias de la ciudad. “Nunca pensé tanto ni viví tan intensamente, nunca tuve tantas experiencias ni estuve tanto conmigo mismo (…) como durante los viajes que hice solo y a pie. Hay algo en eso de caminar que estimula y aviva mis pensamientos”, nos detenemos en las palabras del clásico y retomamos su imagen del caminante ideal, ese que “camina por los bosques, sin industria, sin discurso, sin hogar, sin guerra ni relaciones. No necesita a los demás, y tampoco tiene el mayor deseo de dañarlos”.

Este “Arte de vivir una vida salvaje y poética” nos permite condensar muchas lecturas y experiencias célebres, por ejemplo la de Jean-Jacques Rousseau, quien en sus “Confesiones” y en “Las ensoñaciones del paseante solitario” elaboró toda una teoría sobre ese alto vuelo del pensamiento, un vuelo que tiene lugar animado por el aislamiento de quien camina de espaldas a los ruidos y avaricias de la ciudad.

Una imagen utópica, literaria, romántica, que para nada representó, como señala Espedal, un Rousseau que nunca fue realmente lejos y siempre regresó a su casa, a su escritorio, a sus cuadernos de anotaciones. Un Rousseau al que le bastaron los paseos cercanos, a entornos bucólicos de campos cultivados y casitas de campesinos, para alentar la imaginación propia y también la de sus lectores.

La combinación de biografía novelada y ensayo, de anécdotas, citas y experiencias diversas, convierte la obra que nos ocupa en un delicioso recorrido y nos lleva, irremediablemente, a la idea de la literatura como viaje excitante y paralelo. El autor noruego entabla un diálogo con Rousseau, pero también da entrada a otros personajes tan conocidos como el escritor D. H. Lawrence, quien escribiera: El gran hogar del alma es el camino abierto. No el cielo, no el paraíso. Ni siquiera nosotros mismos. El alma no está ni allá arriba ni en nosotros mismos. Es una vagabunda que viaja por el camino abierto. No al meditar. No al ayunar. No al explorar cielo tras cielo, contemplativamente, siguiendo la tradición de los grandes místicos. No al agotarse. No al entrar en éxtasis (…) No al compadecer. No al sacrificarse. Ni siquiera al amar. No al trabajar bien. Con nada de esto se realizará el alma. Sólo al viajar por el camino abierto. Al viajar por uno mismo, al descender por el  camino abierto. Sobre dos lentos pies. Encontrarse con lo que sea que descienda por el camino. En compañía de quienes persiguen la misma meta, recorren el mismo camino. Siempre el camino abierto”.

Espedal se deja aconsejar por las recomendaciones más prácticas, más terrenales, de Kierkegaard. “Ante todo, no pierdas las ganas de caminar. Yo camino todos los días hasta que alcanzo un estado de bienestar y dejo atrás toda enfermedad; he llegado a mis mejores ideas caminando y no conozco ningún pensamiento tan oprimente que no pueda dejarse atrás caminando”. Y corrobora que algo muy similar pensaban Nietzsche y Hegel, filósofos que no hicieron más que dar la razón a sus antecesores: a Aristóteles, que siempre conciliaba el pensar con el caminar y enseñaba paseando bajo la arquería del Liceo; a los sofistas, que caminaban de ciudad en ciudad enseñando retórica; a Sócrates, a quien le encantaba hablar, pasear y conversar, “pero que cuando se abstraía en sus ideas se quedaba parado, quieto y de pie durante un buen rato”, incluso una noche entera… Todo esto se cuenta en este ensayo delicioso, altamente recomendable, por cuyas sendas vemos andando también a los poetas: a Hörderlin, Wordsworth, Coleridge, Rimbaud, Baudelaire, éste último padre de todos los “flâneurs”, paseantes de ciudad, amantes del callejear sin rumbo.

En este punto, Espedal recurre a los sugerentes apuntes que dejara el romántico William Hazlitt en su ensayo “Sobre viajar a pie”, donde transmite las enseñanzas que recibió de los poetas, por ejemplo, la confesión que le hizo Coleridge de que prefería “poetizar mientras caminaba sobre un terreno irregular y se abría paso entre las afiladas ramas de los bosques”, o la de Wordsworth, que, “siempre que podía, escribía mientras paseaba por un camino recto de gravilla o por un terreno donde el libre fluir de los versos no tropezara con obstáculos de la naturaleza”.

Aristóteles siempre conciliaba el pensar con el caminar y enseñaba paseando bajo la arquería del Liceo; los sofistas caminaban de ciudad en ciudad enseñando retórica, mientras que a Sócrates le encantaba hablar, pasear y conversar, “pero cuando se abstraía en sus ideas se quedaba parado, quieto y de pie durante un buen rato”, incluso una noche entera.

Los imaginamos a ambos en sus paisajes. Dejamos atrás a Baudelaire, que, según la leyenda, en ocasiones se paseaba en pijama por los alrededores de su casa de París, una casa abierta como una calle, por la que la gente podía entrar y salir a su gusto, y nos ponemos al lado de Bruce Chatwin. “En nuestros tiempos, no hay muchos escritores que hayan caminado tanto y tan lejos como Chatwin”, señala Tomas Espedal, convencido de que con el autor de “En la Patagonia”, uno de sus libros de viajes fundamentales, “el caminar se convirtió en una profesión”.

Hay muchos pensamientos idílicos sobre las andanzas y los viajes en este trayecto apasionante, pero no deja de mostrarse el otro lado: el del agotamiento y derrumbe que tanto conocen los caminantes de larga distancia y que fue algo que, por ejemplo, Hörderlin llegó a experimentar hasta tal grado que afectó a su salud mental. “Quien ha pasado unos meses por los caminos sabe que caminar es algo demoledor y brutal. No se tiene casa. Se duerme al aire libre. Se es un forastero y se resulta sospechoso. Se está sucio y hambriento. Se está solo, se camina y camina, llueve y sopla viento, se duerme por caridad, en un pajar o en una pensión; se lleva a la espalda lo que se posee, duelen las piernas, duelen los hombros, duele el cuerpo, se echa en falta una cama y una novia”, expone Espedal, quien habla con conocimiento de causa.

El autor da cuenta de sus muchas experiencias, de los pesares que se sobrellevan y se ven compensados cuando se atisban unas impresionantes vistas que hacen gritar de alegría, cuando se alcanza la embriaguez de la libertad o se percibe el efecto transformador que provoca el ascenso a una montaña. “En la montaña”, afirma, “los pensamientos se transforman. Las ideas decrecen en número y aumentan en concentración a medida que la montaña crece y se va abriendo. Se piensa mejor cuando se camina por la montaña. Toma uno la decisión de volverse más difícil, menos complaciente, en la montaña se piensa más peligrosamente…”

Hay muchas reflexiones, muchas enseñanzas en esta entrega: sobre la amistad, sobre la soledad, pero también sobre  la necesidad de viajar en compañía cuando se va a lugares lejanos. Espedal nos ofrece magníficos relatos de viajes a países como Grecia o Turquía junto a un amigo cómplice de aventuras y nos ofrece un testimonio sincero, real, ese testimonio trazado con las experiencias vividas a fondo y con los mapas que no se compran, sino que se elaboran con las recomendaciones de aquellos a los que el viajero se va encontrando por el camino.

Hay muchos pensamientos idílicos sobre las andanzas y los viajes en este trayecto apasionante, pero no deja de mostrarse el otro lado: el del agotamiento y derrumbe que tanto conocen los caminantes de larga distancia y que fue algo que, por ejemplo, Hörderlin llegó a experimentar hasta tal grado que afectó a su salud mental.

Con Espedal vagamos por ciudades en el momento en el que él las descubre y sentimos el placer de lo recién visto, de esos escenarios y espacios que no son nunca los mismos, que varían según la mirada de quien los observa e incluso dependiendo, si tomamos como punto de partida a una sola persona, de sus circunstancias, de sus ritmos, de sus estados anímicos. Resulta bellísimo, por ejemplo, su vagabundeo sin rumbo por Estambul una mañana lluviosa de marzo. Y también su visita en París a los lugares por los que pasearon Alberto Giacometti y Erik Satie. Al primero lo ve en sus largos y solitarios paseos de noche, frecuentando burdeles, dibujando y tomando anotaciones mientras callejeaba. “Puede dar la impresión de que el caminante es un arquetipo de Giacometti; una imagen originaria o un prototipo: estar en movimiento, la figura que da zancadas y balancea los brazos…” escribe, preguntándose hacia dónde se encaminan las figuras del escultor.

A Satie lo busca en los lugares que habitó y en las calles por las que transitó. Toma un tren de cercanías y se dirige a la localidad de Arcueil-Cachan, donde se encuentra la casa ruinosa, la habitación pobre, tan pequeña que la puerta topaba con la cama al abrirse, en la que el compositor vivió los últimos veintisiete años de su vida. Satie, según relata el autor, salía cada día de allí y recorría a pie los más de doce kilómetros que lo separaban de su café favorito en París, haciendo paradas en los bares del camino. “Algunas noches también volvía a su casa andando, vacío de dinero, lleno de ideas; se cuenta que hacía paradas regulares bajo las farolas para apuntar en un cuaderno de notas lo que oía. Roger Shattuck, en una conversación con John Cage, desarrolla la teoría de que la fuente del gusto de Satie por los ritmos musicales, la posibilidad de la variación dentro de la repetición, el efecto del aburrimiento en el organismo, se puede deber a sus eternas idas y venidas por el mismo paisaje, día tras día”, vamos leyendo.

Esa búsqueda de Satie, que tanto emociona a Tomas Espedal, porque reconoce la soledad, la pobreza, la necesidad del alcohol… es otro enfoque del viaje: el desarrollo de la empatía, la comprensión y el acercamiento a los otros. Pese a haber viajado mucho, muy lejos, al final, el autor, ya de vuelta a tierras noruegas, reconoce que uno de sus caminos predilectos es el que recorre cada jornada, “desde la casa donde vivo hasta la tienda junto al mar”.

Satie recorría cada día a pie los más de doce kilómetros que lo separaban de su café favorito en París, haciendo paradas en los bares del camino. “Algunas noches también volvía a su casa andando, vacío de dinero, lleno de ideas; se cuenta que hacía paradas regulares bajo las farolas para apuntar en un cuaderno de notas lo que oía”.

 David Le Breton, de la mano de Stevenson y Thoreau 

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El caminar es una apertura al mundo. Restituye en el hombre el feliz sentimiento de su existencia. Lo sumerge en una forma activa de meditación que requiere una sensorialidad plena. A veces, uno vuelve de la caminata transformado, más inclinado a disfrutar del tiempo que a someterse a la urgencia que prevalece en nuestras existencias contemporáneas. Caminar es vivir el cuerpo, provisional o indefinidamente. Recurrir al bosque, a las rutas o a los senderos, no nos exime de nuestra responsabilidad, cada vez mayor, con los desórdenes del mundo, pero nos permite recobrar el aliento, aguzar los sentidos, renovar la curiosidad. El caminar es a menudo un rodeo para reencontrarse con uno mismo”. Quien esto escribe es David Le Breton, antropólogo y profesor en la universidad de Estrasburgo, en su obra “Elogio del caminar”.

Se trata de un sugestivo ensayo que parte del argumento de que caminar, en el contexto del mundo contemporáneo, puede suponer una forma de nostalgia o de resistencia. “A pesar de los colapsos urbanos y las innumerables tragedias cotidianas que provoca, el coche es hoy el rey de nuestra vida diaria, y ha hecho del cuerpo algo superfluo para millones de nuestros contemporáneos”, indica el autor, quien apunta a que la desaparición del movimiento, de las actividades no sedentarias, merma la visión que tenemos del mundo, limita el campo de acción sobre lo real, disminuye el sentimiento de consistencia del yo y contribuye a debilitar el conocimiento de las cosas.

Le Breton remite a Roland Barthes, cuando decía, ya en los años cincuenta: “es posible que caminar sea mitológicamente el gesto más trivial y por lo tanto el más humano. Todo ensueño, toda imagen ideal, toda promoción social, suprime en primer lugar las piernas; ya sea a través del retrato o del automóvil”. Una interesantísima reflexión a partir de la cual el antropólogo da un paso más allá y se detiene en las aplicaciones informáticas que llegan a proponer paseos virtuales a localizaciones bucólicas, con bosques y cantos de pájaros, con sólo mover el ratón y hacer clic.

Una penosa escena que le lleva a reivindicar al senderista auténtico. “Los senderistas son individuos singulares que aceptan pasar horas o días fuera de su automóvil para aventurarse corporalmente en la desnudez del mundo”, escribe, aludiendo al desarrollo de esa filosofía elemental de la existencia que procura el camino, propiciando la interrogación del viajero acerca de sí mismo, su relación con los otros y con el entorno, al mismo tiempo que la meditación sobre “un buen número de cuestiones inesperadas”.

“El vagar parece un anacronismo en un mundo en el que reina el hombre apresurado. Disfrute del tiempo, del lugar, la marcha es una huida, una forma de darle esquinazo a la modernidad. Un atajo en el ritmo desenfrenado de nuestras vidas, una manera adecuada de tomar distancia”, leemos a Le Breton, quien analiza la contraposición entre la minusvaloración del caminar en su uso cotidiano -¡cuántas veces hemos observado el extrañamiento ante las personas que no tienen coche y recorren a pie sus ciudades!-  y su revalorización como instrumento de ocio.

En “Elogio del caminar”, un sugestivo ensayo que parte del argumento de que caminar, en el contexto del mundo contemporáneo, puede suponer una forma de nostalgia o de resistencia, el antropólogo David Le Breton expone: “A pesar de los colapsos urbanos y las innumerables tragedias cotidianas que provoca, el coche es hoy el rey de nuestra vida diaria, y ha hecho del cuerpo algo superfluo para millones de nuestros contemporáneos”.

“El vagabundeo, tan poco tolerado en nuestras sociedades como el silencio, se opone a las poderosas exigencias del rendimiento, de la urgencia y de la disponibilidad absoluta en el trabajo o para los demás (convertida, con la aparición del teléfono móvil, en una caricatura)”, seguimos avanzando en las páginas de este “Elogio del caminar”, un lúcido ensayo donde se siguen las experiencias y las enseñanzas de grandes conocedores de los efectos benéficos del camino, habitualmente defendido a ultranza por espíritus rebeldes  y creativos, caso de Stevenson, de Thoreau o del poeta japonés Matsuo Basho.

David Le Breton recurre constantemente a ellos. Toma textos tan inspiradores de Thoreau como el siguiente: “Creo que no podría mantener la salud ni el ánimo sin dedicar al menos cuatro horas diarias, y habitualmente más, a deambular por bosques, colinas y praderas, libre por completo de toda atadura mundana (…) A mí, que no puedo quedarme en mi habitación ni un solo día sin empezar a entumecerme y que cuando alguna vez he robado tiempo para un paseo a última hora (…) me he sentido como si hubiese cometido un pecado que debiera expiar, confieso que me asombra la capacidad de resistencia, por no mencionar la insensibilidad moral, de mis vecinos, que se confinan todo el día en sus talleres y sus oficinas, durante semanas y meses, incluso años y años”.

De Basho se queda con su idea de que el tiempo por sí mismo es un viajero sin reposo y con su habilidad para observar el paso de las estaciones y lo días, un don que caracteriza a la gran literatura nipona. Alentado por la lectura del poeta, por su deseo de mudanza, de peregrinaje, siempre atraído por “el dios de los caminantes”, el ensayista argumenta sobre la frecuente dificultad a la hora de dar el primer paso, pero una vez acometido, la ruta emprendida, “nos arranca de la tranquilidad de la vida cotidiana por un tiempo más o menos largo y nos libra a los avatares del camino, del clima, de los encuentros, de un horario que no limita ningún tipo de urgencia”, mientras que “los demás, los amigos y familiares, se alejan al ritmo de los pasos…”

Al igual que Tomas Espedal, David Le Breton no se queda sólo en el elogio del camino, sino que hace referencia a los dolores y heridas que provoca, a la vunerabilidad del caminante. Como él también habla del equipaje ligero, de la soledad y del silencio. Sobre la primera teorizó Robert Louis Stevenson: “Para disfrutarla adecuadamente, una caminata hay que emprenderla en soledad. Si uno va acompañado, o incluso en pareja, ya es una caminata sólo en el nombre; es otra cosa, que se acerca más a una merienda campestre”, sentenció el autor de “La isla del tesoro”. “Una caminata”, dejó dicho, “hay que emprenderla en soledad,  porque la libertad es esencial; porque uno debería poder parar y seguir, recorrer un camino u otro, dejándose llevar por sus deseos; y porque uno debe seguir su propio paso, y no apretarlo junto al de un caminante consumado, ni pasear lánguidamente junto a una chica. Y, además, uno debe estar abierto a todas las impresiones y dejar que sus ideas se empapen de lo que ve. Uno debería ser como una flauta en la que toque cualquier viento”.

Sobre el silencio Thoreau escribió largo y tendido, dejándonos hallazgos como el de que “siempre hay una música de arpa eoliana en el aire”. Cualquier libro del autor de “Walden” es en sí mismo una reinvidicación del camino. Stevenson también dedicó tiempo a reflexionar sobre sus andares; muy recomendable un librito, publicado por José J. de Olañeta, Editor, en el que se incluye un ensayo suyo titulado “Excursiones a pie”, que se acompaña de otro de William Hazlitt, “Ir de viaje”.

Volviendo a “Elogio del caminar”, de David Le Breton, hay una mención destacada al escritor español Julio Llamazares y sus rutas alrededor del río de su infancia, el Curueño, en el corazón de los montes de León, y un capítulo esencial, “La reducción del mundo o caminar”, con el que merece la pena acabar este trecho. El antropólogo analiza los obstáculos con los que se enfrenta el caminante moderno, la dificultad que actualmente encontramos si queremos desplazarnos a pie entre dos ciudades o pueblos, ya que ni siquiera hay una protección que aísle de la carretera a quien se aventure a hacerlo. Critica el hecho de que la construcción o ampliación de carreteras, así como la creación de infraestructuras turísticas hayan convertido lugares de meditación y silencio en ruidosos campings. Y, finalmente, recurre al naturalista estadounidense Edward Abbey, quien se preguntaba: “¿Cómo podremos arrancar a los hombres de su automóvil y ponerlos de nuevo sobre sus pies, para que sientan la tierra sobre sus pasos?”.

“Se quejarán del cansancio físico los nietos de los pioneros. Pero no por mucho tiempo: una vez que hayan redescubierto el placer de poner en marcha sus miembros y sus sentidos de distintas maneras, espontánea o voluntariamente, se quejarán entonces de tener que volver al coche”, argumentaba Abbey. No puede estar más de acuerdo Le Breton, quien concluye que el resultado de una marcha es lo de menos, que el viaje, siempre, “nos hace y nos deshace, nos inventa”.

David Le Breton critica el hecho de que la construcción o ampliación de carreteras, así como la creación de infraestructuras turísticas hayan convertido lugares de meditación y silencio en ruidosos campings. Y, finalmente, recurre al naturalista estadounidense Edward Abbey, quien se preguntaba: “¿Cómo podremos arrancar a los hombres de su automóvil y ponerlos de nuevo sobre sus pies, para que sientan la tierra sobre sus pasos?”

 Los andares por la ciudad de un pionero llamado Karl Gottlob Schelle 

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Karl Gottlob Schelle (1777-1825), amigo de Kant y uno de los promotores de la denominada “filosofía popular” en los países germánicos, es autor de “El arte de pasear”, que en su caso se circunscribe, como en Baudelaire, al deambular por los territorios de la ciudad. Criticado por su contemplación burguesa y desinteresada del mundo, por relacionar el tiempo de paseo con el ocio, como bien indica Federico L. Silvestre en un magnífico prólogo, la obra resulta atractiva por el encanto que emana de sus páginas y por la fijación temprana de asuntos a los que posteriores autores y ensayistas han de volver una y otra vez, por ejemplo la enriquecedora relación entre el andar y el pensar, o los saludables efectos del callejear sin rumbo fijo, libre de obligaciones y ataduras, puede tener para el caminante.

“No se puede pasear con el ánimo preocupado o el alma entristecida, y uno tiene que ser capaz de deshacerse de sus penas y de sus preocupaciones para poder participar de las impresiones vigorizantes y benéficas de un paseo”, nos dice Schelle, quien encuentra razones muy de peso para perderse en las calles de una gran ciudad, donde, al contrario que en una pequeña población, nadie conoce al caminante, y puede sentirse totalmente libre, distraído y animado.

Como si de un precursor de los libros de autoayuda se tratara, pero sin el estilo práctico de estos, con el lenguaje propio de un educado y amable caballero de su tiempo, el autor recomienda combinar los paseos por el campo y por los espacios públicos. “Si alguien paseara siempre por espacios públicos, no demostraría mucha sensibilidad por la naturaleza, y quien evitara a propósito todos los paseos públicos para tener un trato solitario con ella no sabría apreciar en mucho las ventajas que la vida en sociedad aporta a la cultura”.

“No se puede pasear con el ánimo preocupado o el alma entristecida, y uno tiene que ser capaz de deshacerse de sus penas y de sus preocupaciones para poder participar de las impresiones vigorizantes y benéficas de un paseo”, nos dice Schelle, quien encuentra razones muy de peso para perderse en las calles de una gran ciudad.

Schelle se refiere a Rousseau como “un soñador malhumorado”, que desprecia los buenos frutos de la ciudad, y reivindica no sólo la búsqueda de la soledad sino también el necesario contacto con los otros. Si bien todo el ensayo resulta atractivo, hay un capítulo que destaca especialmente, el XV, titulado “La naturaleza según la medida de nuestras sensaciones”, que comienza así: “A fin de sacar todo el provecho necesario del trato con la naturaleza, atender a los sentimientos es tan imprescindible para el paseante como pasear por ella con interés. Esta última cualidad lo ayuda más a conocerla, y ese conocimiento sólo puede ser la consecuencia de un interés vivo por la misma; pero para hablar a sus sentimientos, a su corazón, los elementos de la naturaleza tendrían que armonizar a un tiempo con su capacidad sensorial, con la naturaleza de sus emociones”.

Schelle nos pone sobre aviso. Nos anima, en todo momento, a descubrir lo cercano. Hemos de saber que “la costumbre torna insípido el disfrute de lo bello”, por lo cual, deberemos aportar a nuestros paseos la mayor variedad posible; que no todo habrá de dejarse en manos del azar y que hemos de calibrar los estados anímicos. Nos aconseja estar atentos al clima, a la calma o el movimiento de la naturaleza; interpretar la alegría o tristeza que emanan de un determinado paisaje y que pueden aumentar nuestra dicha o hacernos caer en la melancolía. “El pino delgado y alegre, el álamo temblón, adoptan un carácter determinado debido a la impresión que causan en los sentimientos humanos, con los que adquieren familiaridad y cercanía con determinadas cualidades humanas”, nos transmite, llevándonos a entablar asociaciones de ideas entre las formas de los árboles y los estados del alma.

La edición de este “Arte de pasear”, acometida recientemente por Díaz & Pons Editores, nos regala, además, no sólo el prólogo sino también una coda final, “Recorridos y paseos de papel”, donde Federico L. Silvestre nos pone en la pista de otros autores que han seguido la estela y las búsquedas de Schelle y constata “un reciente interés filosófico o político por el recorrido a pie”, interés, nos dice, que “como ocurre casi siempre, parece deberse al ocaso de una práctica que nunca debería confundirse con el éxito del turismo o de lo que se vende en los Decathlon”.

Remitimos a los interesados a ese texto. Y, recuperamos un fragmento del escritor Enrique Vila-Matas, al que a su vez alude el prologuista, y que resulta muy panorámico: “El tema del paseo nace ligero en Hazlitt, lo mantiene leve su discípulo Stevenson, se complica y se vuelve pesado con las meditaciones de Rousseau, lo aligera y noveliza increíblemente Robert Walser, y Winfried George Sebald lo convierte en el género novelístico/ensayístico por excelencia de nuestro siglo”.

“El tema del paseo nace ligero en Hazlitt, lo mantiene leve su discípulo Stevenson, se complica y se vuelve pesado con las meditaciones de Rousseau, lo aligera y noveliza increíblemente Robert Walser, y Winfried George Sebald lo convierte en el género novelístico/ensayístico por excelencia de nuestro siglo”, escribe Enrique Vila-Matas.

Visto todo esto, queda claro que el camino es ancho y abierto. Imposible de abarcar, en todas sus bifurcaciones, cada cual deberá encontrar sus preferencias e itinerarios, tanto literarios como geográficos, y ajustar los ritmos de su particular andanza por el mundo. Pongámonos las botas más cómodas, aligeremos el equipaje e iniciemos la marcha. Soñemos con entornos bucólicos, pero aprendamos también a mirar con renovado entusiasmo lo más cercano.

Ah! Y recordemos los versos de Walt Whitman, que, como cuenta Tomas Espedal, el viaje más largo que emprendió fue de Brooklyn a Nueva York, lo que no impidió que escribiese “el más sano y potente de los poemas de caminantes”, en opinión del autor noruego.

“Canto del camino abierto”

A pie, alegre, cojo el camino abierto

Sano, libre, el mundo ante mí

La larga senda parda me conducirá adonde yo quiera

Por eso no llamo a la fortuna, yo mismo soy la fortuna

Por eso ya no lloriqueo, no pospongo nada, nada necesito

He acabado con las quejas domésticas, con las bibliotecas,

con las críticas beligerantes

Vigoroso y contento bajo por el camino abierto…

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Los libros de los que se habla en este reportaje son: “El paseo”, de Robert Walser, traducido por Carlos Fortea para la editorial Siruela. “Caminar (o el arte de vivir una vida salvaje y poética), de Tomas Espedal (Siruela), traducido por Cristina Gómez Baggethun. “Elogio de caminar”, de David Le Breton, publicado también por Siruela, con traducción de Hugo Castignani, y “El arte de pasear”, de Karl Gottlob Schelle, con prólogo y epílogo de Federico L. Silvestre y traducido por Isabel Hernández para Díaz & Pons Editores.

Excepto la fotografía que abre el reportaje ( Robert Walser en un paseo por los alrededores de Herisau ), el resto de las que acompañan este reportaje fueron tomadas por Nacho Goberna©2014 en el monte Urgull de Donostia, la ciudad y monte en la que Nacho nació, caminó y creció.

 

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Archivado en: De Literatura, Los Reportajes, Nº16 / Julio-Agosto 2014

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Por Emma Rodríguez © 2014 / Ya he hablado en otras ocasiones del placer de reencontrarse con aquellos autores, con aquellos libros que hemos amado alguna vez y cuyas escenas, peripecias, teorías, se nos quedan grabadas en la memoria y conforman una especie de paisaje entre nieblas, un paisaje paralelo que conservamos al fondo de la … Sigue leyendo

Mahmud Darwix, la voz y el aullido de Palestina

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Por Emma Rodríguez © 2014 Sabemos lo difícil que resulta atrapar las luces, las verdades, de la Historia porque normalmente la Historia que nos llega ha sido escrita por los poderosos, por los más fuertes. Somos conscientes de nuestra ceguera ante determinados acontecimientos y del modo en que aceptamos las lecturas que nos venden los grandes … Sigue leyendo

Sacudidas literarias, miradas no complacientes

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Por Emma Rodríguez © 2014 /  Lo ideal habría sido un día nublado para ilustrar las fotografías de esta Ventana. Lo ideal habría sido pasear por un paisaje difuso de tonalidades grises, que, de algún modo, reprodujera las atmósferas, los climas de La soledad de los perdidos, la última novela de Luis Mateo Díez. Pero la … Sigue leyendo

Con Rosa Chacel en la mesa camilla

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Por Florinda Salinas © 2014 / Cuando en 1984 entrevisté a Rosa Chacel para Telva, la publicación en la que yo trabajaba, ella era una de las grandes escritoras del exilio. Su regreso, en los años 70, pilló a la vida literaria española un poco descolocada. La novela se centraba todavía en los temas sociales y … Sigue leyendo

Luis Landero: “Kafka se ha quedado en mí para siempre”

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Por Emma Rodríguez © 2014 / En El balcón en invierno Luis Landero (Badajoz, 1948) viaja al pasado para descubrir en qué momento se fraguó su vocación de escritor, su destino de hacedor de ficciones. Paisajes de la infancia, instantáneas de un tiempo ido, rostros de seres queridos para siempre fijados en la memoria, ráfagas de … Sigue leyendo

Luis Mateo Díez: “Vivimos en un tiempo de vencimiento”

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Por Emma Rodríguez © 2014 /  Imaginemos que visitamos una ciudad desconocida, misteriosa, cuyas escalas y trazados no responden a nada de lo que hemos conocido hasta ahora. Imaginemos que vagamos desorientados, sin rumbo, por esa ciudad, con la misma extrañeza que producen las difusas e inalcanzables geografías de los sueños. Imaginemos que recorremos sus bosques, … Sigue leyendo

“Madame Bovary”, espléndidamente viva

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Por Emma Rodríguez © 2014 / Hay obras, personajes, pasajes y paisajes de la literatura capaces de pegarse a la piel de tal modo que es imposible desprenderse de todas las emociones que provocaron en el momento de la lectura. Hay nombres de la ficción que tienen el poder de avivar comportamientos, anhelos y contradicciones que … Sigue leyendo

Libros cálidos, espacios de intimidad

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Por Emma Rodríguez © 2014 / Estamos ante una ventana tras la que se filtra la luz benéfica del invierno. Una ventana en una ciudad, en una calle concreta, que se convierte en las múltiples ventanas por las que podemos asomarnos en cualquier parte del mundo. Estamos de espaldas al frío y a la intemperie en … Sigue leyendo

Octavio Escobar: “Leí a García Márquez como a cualquier otro clásico”

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Por Emma Rodríguez © 2014 / Hay una referencia cinematográfica inevitable que acompaña la lectura de Después y antes de Dios, la novela con la que el escritor colombiano Octavio Escobar Giraldo ha ganado el último Premio de Novela Ciudad de Barbastro. Se trata de una película en la que dos mujeres emprenden la huida en … Sigue leyendo

Siri Hustvedt, el destino de las mujeres en el arte

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Por Emma Rodríguez © 2014 /  “Siento mi casa como una trampa”, llegó a decir Louise Bourgeois, quien en un dibujo de su serie Femme Maison, convierte la cabeza de una mujer en una casa por una de cuyas estancias asoma un pequeño brazo. Ese gesto, más que un saludo, parece estar pidiendo ayuda o haciéndonos … Sigue leyendo

Cees Nooteboom: Antes y después del muro de Berlín

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Por Emma Rodríguez © 2014 /  Quiero empezar este artículo por el final, por el último gesto que acompaña cualquier lectura, ese momento en el que cerramos las páginas de un libro. Quiero empezar por ahí porque una vez finalizado el recorrido por el mapa amplio, complejo, lleno de bifurcaciones, que es Noticias de Berlín, compendio … Sigue leyendo

J.M. Caballero Bonald: “El poeta tiene que ser vigilante del poder”

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Por Emma Rodríguez © 2014 / Acudí a entrevistar a un poeta de 88 años recién cumplidos y me encontré con un joven de espíritu crítico, de mente abierta, capaz de absorber los aires de los nuevos tiempos. No he dejado de pensar en el regalo que supone encontrarse con alguien así cuando alrededor no hacemos … Sigue leyendo

El invierno en Granada y otros cuentos

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Por Emma Rodríguez © 2015 / Hay en la última novela de Antonio Muñoz Molina, Como la sombra que se va, una parte en la que el autor habla de las ciudades que necesitamos en cada momento y de los viajes en los que logramos desprendernos de todas “las ataduras, las obligaciones, los horarios” y … Sigue leyendo

Lea Vélez: “Con Carson McCullers sentí que había otra mujer en la tierra igual que yo”

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Por Emma Rodríguez © 2015 /  El jardín de la memoria, de Lea Vélez (Madrid, 1970) es uno de esos libros especiales cuyo descubrimiento nos hace sentir afortunados. Es muy probable que quienes sepan de él sin más información que el tema del que trata, la muerte, el hecho de morir, prefieran elegir cualquier otra … Sigue leyendo

José María Merino: “Vivimos en un mundo de vampiros. Los vemos todos los días”

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Por Emma Rodríguez © 2015 /  En el salón de la casa de José María Merino el paso del tiempo se escucha. En una de sus paredes un majestuoso reloj de péndulo se encarga de dar las horas con religiosa exactitud, sin dejar de sobresaltar a quien está de visita con ese potente sonido que indica … Sigue leyendo
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