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El río de las contemplaciones. Henry David Thoreau (II)

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Viñeta del dibujante A.Dan en el Libro-Comic sobre Henry David Thoreau "La vida sublime" publicado por la editorial  Impedimenta

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

De nuevo quise volver a Thoreau y hacerlo como la primera vez, totalmente libre de ideas preconcebidas. De nuevo quise recobrar el asombro de antaño ante una obra pródiga en deslumbramientos. Si me dieran la oportunidad de viajar en el tiempo, de visitar una época, un lugar, no lo dudaría: Concord (Massachusetts) en los tiempos que allí vivió el autor de “Walden”, a mediados del siglo XIX. Si un geniecillo salido de una lámpara mágica me diese la oportunidad de pedir un deseo, ese deseo sería poder realizar un paseo por el río en su compañía, charlando sobre los peces y los pájaros, sobre las inconsistencias de las cosas del mundo y ese prodigio del mero hecho de existir que tanto nos suele pasar desapercibido.

Henry David Thoreau es un río en sí mismo, un río caudaloso, imposible  de domesticar. Son tantos los trechos a los que conduce, son tantos los secretos que guardan sus aguas, serenas unas veces, agitadas otras, que no nos cansamos de seguir su curso, confiados en encontrar esos incomparables destellos de verdad, esa energía necesaria para enfrentarnos a unos tiempos tan fronterizos, tan turbulentos, como los que él vivió. Muy presente la imagen del hombre solitario en su cabaña en el bosque que protagoniza el célebre “Walden”, muy cerca de la actitud rebelde de quien no se sometió a las reglas de la sociedad de su tiempo y alentó la “Desobediencia Civil”, título de una obra que hoy sirve de brújula a ciudadanos desesperanzados y escandaliza a políticos que cierran los ojos ante el dolor ajeno, me dispuse a abrir otras rutas, a acercarme a recodos para mí aún inexplorados.

El punto de partida no podía ser otro que “Musketaquid”, la bellísima narración que acaba de publicar por primera vez en nuestro país Errata Naturae y que da cuenta del viaje que Thoreau emprendió en compañía de su hermano John siguiendo las corrientes de los ríos Concord y Merrimack. Fue ese apasionante paseo en barca el que me llevó a querer saber más y me abrió las puertas al imprescindible “Diario” de este hombre múltiple, compilación realizada por Capitán Swing, y a la deliciosa “Biografía esencial” de Antonio Casado da Rocha (Acuarela & Antonio Machado). Todo ello acompañado de “La vida sublime”, un fabuloso cómic, con textos de Maximilien Le Roy y dibujos de A. Dan, que Impedimenta ha puesto en las librerías y que es una oportunidad magnífica para iniciarse en Thoreau, para acercarse a sus claves, para contagiar a los más jóvenes su amor a la naturaleza y su saludable negativa a aceptar las injusticias y a obrar dignamente en cada momento, aceptando las propias contradicciones y huyendo de las mentiras institucionalizadas.

Atenta a todos los reflejos que las aguas del río me iban devolviendo,  me fui encontrando, a medida que iba avanzando y prolongando el  recorrido, con todos los posibles Thoreau. Saludé al amante de la naturaleza y precursor de los movimientos ecologistas y también al pionero del activismo, que no dudó en negarse a pagar impuestos y defendió a los esclavos del yugo de sus amos, apoyando, contra sus propios principios, incluso a los que recurrieron a la violencia para lograr liberarlos. Pero, sobre todo, pude observar más de cerca al hombre despegado de su leyenda, y al poeta. Porque si para algo estaba dotado Thoreau era para la poesía, para la poesía entendida como un modo de vida que tiene que ver, más allá del arte de los versos, con la manera de contemplar, de percibir el sonido de lo primigenio, de apartar esas nieblas que ocultan los misterios del existir y que sólo muy pocos son capaces de retirarse de los ojos.

Atenta a los reflejos que las aguas del río me iban devolviendo, me fui encontrando con todos los posibles Thoreau. Saludé al amante de la naturaleza y precursor de los movimientos ecologistas y también al pionero del activismo, que no dudó en negarse a pagar impuestos y defendió a los esclavos del yugo de sus amos, pero, sobre todo, pude observar más de cerca al hombre despegado de su leyenda, y al poeta.

Viñeta del dibujante A.Dan en el Libro-Comic sobre Henry David Thoreau "La vida sublime" publicado por la editorial  Impedimenta

Si algo llama la atención desde un principio en “Musketaquid”, denominación que los pobladores indios dieron al río Concord y que alude a su cualidad “herbosa”, es la poesía que emana de sus páginas, esa capacidad del viajero Thoreau para buscar los significados ocultos tras la hojarasca de la vida, algo también perceptible en “Walden”, que llegó después y que sin duda bebe de los descubrimientos de esta primera incursión. En manos de Thoreau el lenguaje se aclara, se vuelve agua, se confunde con la corriente del río que lo lleva. Y de las manos, de lo que toca, al corazón que siente y a la mente que va desplegando los frutos de su discernimiento. “¿Quién escucha a los peces cuando lloran?” se pregunta el Thoreau poeta, invitándonos a despertar nuestros sentidos aletargados y a disfrutar de las maravillas del entorno.

Mientras navega, lejos de las casas y de las obras de los hombres, Thoreau tiene la impresión de que el mundo que se dibuja ante él está adornado “para alguna fiesta o acontecimiento de gran pompa, con cintas de seda al aire”. Y ante ese panorama de increíble belleza se pregunta: “¿Por qué toda nuestra vida y su paisaje no pueden ser tan nítidos y distintos?”. El viaje que emprende es, como todo viaje auténtico, una travesía hacia los fondos de sí mismo, hacia los orígenes. Un viaje que le hermana con el pueblo indio que antes que él disfrutó de esas mismas vistas, que dialogó con sus dioses en los mismos lugares en los que ahora él intenta explorar lo insondable y vivió libre en las tierras bañadas por las aguas de ese río que tanto le cautiva, antes de que les fueran arrebatadas por los colonos que fundaron Nueva Inglaterra.

En cierto modo Henry David Thoreau quiere escribir la historia que le toca más de cerca desde la verdad. Lamenta que se arrancase “de raíz la flor silvestre” de toda una raza. Le duele el modo en que se recuerda como valientes héroes a quienes ejecutaron el exterminio mientras se olvida la tragedia de los que fueron desalojados de sus bosques, su grito de guerra acallado. “Llega el hombre blanco, pálido como el amanecer, con su cargamento de ideas, con su inteligencia adormilada”, le vamos leyendo. “LLega en comunidades fuertes, rindiendo pleitesía a la autoridad, con una raza experimentada, con un maravilloso sentido común. Es obtuso, pero capaz, lento, pero perseverante, severo, pero justo, de humor parco, pero franco. Es un hombre trabajador que desprecia el juego y el ocio, y construye casas resistentes, casas con armazón. Compra los mocasines y las cestas del indio, luego compra sus terrenos de caza, y al final se olvida de dónde está enterrado el piel roja y acaba labrando sobre sus huesos”.

Thoreau reconoce el anhelo de su naturaleza “hacia todo lo salvaje”, se pregunta qué tiene él que ver con los arados y sigue argumentando: “La jardinería es cívica y social, pero carece de la libertad del bosque y el forajido (…) Hablamos de civilizar al indio, pero ésa no es la palabra que le conviene. A través de la independencia cautelosa y la discreción para la vida en los bosques, conserva su relación con sus dioses originales, y de cuando en cuando se le permite establecer una relación excepcional y peculiar con la Naturaleza. Parece beneficiarse de una protección de los astros desconocida en nuestros salones”.

Viñeta del dibujante A.Dan en el Libro-Comic sobre Henry David Thoreau "La vida sublime" publicado por la editorial  Impedimenta

El autor admira a los indios, se emociona cada vez que en su trayecto se encuentra con una punta de lanza, pero también regala sus alabanzas a los campesinos, a esos “hombres toscos y robustos, experimentados y sabios”, a los que ve “vigilando sus refugios, o recogiendo su leña de verano, o cortando madera, solos en los bosques”. “Hombres”, señala, “que tienen más conversación e insólitas aventuras bajo el sol y el viento y la lluvia que pulpa tiene la castaña (…) Hombres más grandes que Homero, o Chaucer, o Shakespeare, pero que nunca tuvieron tiempo de decirlo, que nunca emprendieron el camino de la escritura. Mira sus campos, e imagina lo que podrían escribir si pusieran su pluma sobre el papel”.

La observación, la experiencia y la reflexión, son tres ramas que parten del mismo tronco en Thoreau. Imagino el bote avanzando por el río y el esfuerzo de conducirlo con los remos mientras, abstraído, ensimismado, nuestro hombre va siguiendo un curso paralelo con su pensamiento. ¿Qué es lo que me fascina tanto de Thoreau, qué es lo que hace que no me canse de leerlo?, me pregunto llegada a este remanso del camino. Hay motivos de sobra: su filosofía, su originalidad, sus experiencias, su compromiso con los conflictos de su tiempo, su desprecio de los pretenciosos, de los sumisos, de los que anteponen el tener al ser. Y también: su espíritu contemplativo y a la vez combativo, el ímpetu de una obra de fuerte carga espiritual y literaria, sin dejar de lado el combate, sin temor a inmiscuirse -cuando tocaba- en los agrios asuntos de la política. “Resulta que no quiero que se me asocie con Massachusetts, ni con la posesión de esclavos, ni con la guerra de México”, dejó dicho.

Todo eso es más que suficiente para explicar la atracción por su figura, y por su creación, pero hay algo más: esa capacidad prodigiosa para atrapar lo trascendente, para penetrar en los paisajes que permanecen, paisajes de las afueras, pero, sobre todo del alma. Territorios intocables de la condición humana pese al paso del tiempo y el transcurrir de la Historia.

Hay motivos de sobra para admirar a Thoreau: su filosofía, su originalidad, sus experiencias, su compromiso con los conflictos de su tiempo, su desprecio de los pretenciosos, de los sumisos, de los que anteponen el tener al ser. Y también: su espíritu contemplativo y a la vez combativo, el ímpetu de una obra de fuerte carga espiritual y literaria, sin dejar de lado el combate, sin temor a inmiscuirse -cuando tocaba- en los agrios asuntos de la política. “Resulta que no quiero que se me asocie con Massachusetts, ni con la posesión de esclavos, ni con la guerra de México”, dejó dicho.

Hay en este naturalista, agrimensor, hacedor de lápices en el negocio familiar, conferenciante, amante de la soledad, pero también de la buena conversación, rico en saberes y convencidamente pobre en posesiones, un gran conocimiento de los mitos, de los poetas y pensadores clásicos. Hay en él una profunda identificación con las creencias y filosofías orientales.”Aquellos sabios orientales pasaron infinidad de años y edades divinas contemplando a Brahma, pronunciando en silencio el místico “Om”, siendo absorbidos en la esencia del Ser Supremo, sin salir nunca de ellos mismos, sino adentrándose más allá y con más profundidad en su interior…”, sigo sus palabras. “La filosofía oriental se acerca sin problemas a temas más elevados que aquellos a los que aspira la moderna”, dice en otro momento, valorando el arte de la paciencia y de la contemplación.

Viñeta del dibujante A.Dan en el Libro-Comic sobre Henry David Thoreau "La vida sublime" publicado por la editorial  Impedimenta

“A fin de cuentas, ¿en qué consiste el carácter práctico de la vida? Las cosas que hay que hacer de manera inmediata son harto triviales, y podría posponerlas todas para oír cantar a este grillo. El hecho más glorioso de mi experiencia no es algo que he realizado o que deseo poder hacer, sino un pensamiento, una visión o un sueño efímero que he tenido. Cambiaría toda la riqueza del mundo, y todas las gestas de los héroes, por una sola visión verdadera. Pero, ¿cómo puedo yo, fabricante de lápices en la tierra, comunicarme con los dioses sin convertirme en un loco?”, decido guardarme, tener muy presente este mensaje que llega a mí a través del cauce de un río subterráneo, misterioso.

Frente a la armonía, a la elevación que le proporciona Oriente, Thoreau contrapone el sentido práctico de Occidente y arremete contra la Iglesia católica, contra su autoridad y sus restricciones. “Resulta sorprendente que a pesar del favor universal que aparentemente recibe el Nuevo Testamento, y a pesar incluso del fanatismo con el que se defiende, no se muestre ninguna hospitalidad, ningún aprecio, a la clase de verdad sobre la que trata. No conozco libro que tenga tan pocos lectores (…) En efecto, contiene varios pasajes que ningún hombre debería leer en voz alta más de una vez: “Buscad primero el reino de Dios y Su Justicia”, “Dejaos de amontonar riquezas en la tierra”, “Vete a vender lo que tienes y dáselo a los pobres, que Dios será tu riqueza…”, va enumerando sentencias no respetadas por la mayoría de los que dicen abrazar la palabra de Dios. “Pensad sobre esto, yanquis”, termina su argumentación, y se pregunta a continuación quién, sin hipocresía, puede escuchar todo esto y quedarse dentro del templo. “Dejad que una sola de estas frases sea leída correctamente, desde cualquier púlpito de la tierra, y en ese templo no quedaría una piedra sobre otra”.

Frente a la armonía, a la elevación que le proporciona Oriente, Thoreau contrapone el sentido práctico de Occidente y arremete contra la Iglesia católica, contra su autoridad y sus restricciones. “Resulta sorprendente que a pesar del favor universal que aparentemente recibe el Nuevo Testamento, y a pesar incluso del fanatismo con el que se defiende, no se muestre ninguna hospitalidad, ningún aprecio, a la clase de verdad sobre la que trata”, escribió.

Son muchos los aldabonazos en la conciencia que lanza Thoreau en este libro, a lo largo de toda su obra. Crítico, lúcido, desbaratador de reglas insustanciales y de prejuicios, si había algo que no soportaba era el carácter acomodaticio de sus semejantes. “La mayoría de gente con la que hablo, hombres y mujeres que incluso poseen cierta originalidad y genio, tiene su esquema del universo bien preconcebido y seco (…) y lo colocan entre tú y ellos hasta en la más breve de las conversaciones (…) No caminan nunca sin su colchón”, me detengo en esta idea. Podría seguir transcribiendo párrafos y párrafos cargados de sentidos. Es inagotable la fuente, las clarividencias que se deslizan en la lectura de sus textos y cuyo efecto se sigue expandiendo una vez cerradas las páginas.

Vuelvo al hombre que se cuestiona el mundo en el que vive. Vuelvo al poeta. “¿Qué no daríamos por poder leer ahora un gran poema que estuviese en armonía con el paisaje? Creo que si los hombres leyesen correctamente, jamás leerían algo que no fuesen poemas. No hay historia ni filosofía que puedan ocupar su lugar”, reflexiona. Los poemas, propios y ajenos, se deslizan por las páginas de “Musketaquid”, el primer libro que publicó Thoreau bajo el título “A week”, en clara alusión a su estructura: la narración de una semana de intensa exploración. La entrega empezó siendo el relato de un viaje y se transformó en un homenaje, en una elegía al hermano que lo acompañó en la aventura y que murió poco después, abriendo una zanja de dolor en su vida.

Viñeta del dibujante A.Dan en el Libro-Comic sobre Henry David Thoreau "La vida sublime" publicado por la editorial  Impedimenta

A pesar de su fracaso en cuanto a ventas cuando fue publicada, se trata de “una obra de especial interés para entender a Thoreau”, señala Antonio Casado da Rocha en su “Biografía esencial”, un recorrido alejado de academicismos, escrito desde la lectura atenta de los textos del protagonista y lleno de anécdotas que contribuyen a forjar un retrato cercano del autor de “Desobediencia civil”. “La desobediencia era para él un deber, una cuestión de principios; tenía que observar en cualquier circunstancia que no se prestaba al mismo mal que condenaba”, indica el biógrafo antes de referirse al modo en el que el pensador se opuso a la esclavitud y a la guerra.

El famoso episodio de la noche que pasó en la cárcel ante su negativa a pagar impuestos, hecho que dio lugar a esa obra subversiva y de tanta actualidad en un presente en el que los ciudadanos pierden sus derechos y se sienten acorralados por el juego sucio del poder; la amistad y posterior alejamiento del que fuera su mentor, Ralph Waldo Emerson, padre de los trascendentalistas; su enamoramiento de Ellen Sewall, a la que cortejó a la vez que su hermano John, y que rechazó su propuesta de matrimonio, aconsejada por su padre; el germen de “Walden”, su libro más célebre; la defensa que hizo de John Brown, un personaje interesantísimo que se vio abocado a recurrir a la violencia para defender los derechos de los negros y que luchó y alentó un levantamiento por la liberación de los esclavos… Todas las etapas de Thoreau, todos sus ángulos, se condensan en una obra que le sigue en sus paseos y caminos, que narra de una manera muy hermosa su final,  y que desmonta ciertos tópicos sobre su carácter y su modo de vida.

“Es falso que Thoreau estuviese apartado de la comunidad de modo significativo; estaba completamente integrado en la vida cívica (o aldeana) de Concord; en particular, se hallaba muy implicado en el movimiento abolicionista, en la organización de los ciclos de conferencias del Liceo, en la redacción de la revista “The Dial” y en la educación formal e informal de los niños de la villa (…) Thoreau compartía con su época un enorme apetito hacia todo lo que significase cambio, renovación o regeneración social. No existen fundamentos para sostener que fuese un ermitaño, apartado del mundo de sus semejantes y sin conocimientos acerca de la cosa pública. Ni siquiera durante sus dos años de estancia en Walden, dejó de mantener un contacto regular con sus vecinos, familiares y amigos”, explica Casado da Rocha.

“Es falso que Thoreau estuviese apartado de la comunidad de modo significativo; estaba completamente integrado en la vida cívica (o aldeana) de Concord; en particular, se hallaba muy implicado en el movimiento abolicionista, en la organización de los ciclos de conferencias del Liceo, en la redacción de la revista “The Dial” y en la educación formal e informal de los niños de la villa”, dice Antonio Casado da Rocha en su “Biografía esencial”.

Desmontar los tópicos y huir de la leyenda, de la imagen fija, en busca de un acercamiento a las intermitencias del pensamiento del naturalista, filósofo y escritor, a sus verdaderas motivaciones, es lo que consigue la interesantísima entrevista que le hace Maximilien Le Roy al profesor de la Universidad de Lyon Michel Granger, uno de los grandes especialistas en la literatura americana del siglo XIX. La entrevista sirve de colofón al cómic “La vida sublime”, un paseo gozoso a través de las viñetas, diálogos e ilustraciones, algunas de las cuales acompañan este texto.

Viñeta del dibujante A.Dan en el Libro-Comic sobre Henry David Thoreau "La vida sublime" publicado por la editorial  Impedimenta

“Hombre de principios”, señala Granger, “Thoreau se sitúa sobre todo en el punto de vista de la conciencia moral (…) Rechaza que las instituciones y las leyes puedan vejar la libertad del individuo, lo que otorga al pensamiento de este disidente una coloración libertaria; pero conviene no olvidar que sabe ser razonable frente al Estado y se contenta con reclamar la instauración de un gobierno mejor. También se debe recordar que, durante la mayor parte del tiempo, Thoreau no quiere dejar que su espíritu se ensucie con consideraciones sobre la vida política de su país: en general, aparta la vista de la prensa y la actualidad política, para concentrarse en su campo favorito, la naturaleza. Sus contados ensayos abolicionistas no representan sino una parte mínima de su obra, aunque a veces se conserva tan solo la leyenda del hombre que, en 1846, pasó una noche en la cárcel y proporcionó un modelo para luchar contra la injusticia”.

“En su obra maestra, Walden, aunque también en los “Diarios”, Thoreau se propuso definir una vida buena, centrada en el cultivo de uno mismo, en la simplicidad voluntaria, en la resistencia frente al dinero y el consumo; como naturalista apasionado se aplicó a describir sus impresiones sobre la naturaleza en un radio de varias millas alrededor de su pueblo natal. Se complace en decir que mientras está en el Bosque, el gobierno es invisible. Sin embargo, al final de su vida, la defensa de la naturaleza lo condujo a pensar que la acción colectiva, llevada a cabo por un municipio, permitiría limitar la propiedad privada y reducir la tala forestal…”, sigo leyendo las respuestas del profesor y espoleada por sus comentarios vuelvo a las aguas del río Thoreau a través de “El Diario”, de los fragmentos de vida -de 1837 a 1861-  que el sello Capitán Swing ha puesto en circulación.

En sus más de 300 páginas Thoreau despliega todos sus registros: el hombre de talante crítico; el que abandona a ratos los paseos por los bosques para intervenir en los asuntos de la política; el que critica y el que contempla. Me resulta cercano, muy cercano en sus divagaciones y titubeos, en sus observaciones acerca de un entorno, de una vida social en la que muchas veces no acababa de encajar, por ejemplo cuando es invitado a un baile para conocer a mujeres jóvenes y se siente fuera de lugar en “un  cuarto pequeño, caldeado y ruidoso”, incapaz de mantener una conversación interesante, sin entender qué sentido tiene mirar el rostro de alguien, por bonito que sea, sin más motivo.

Leer sus anotaciones en el transcurso de los días produce en mí un efecto benefactor, desintoxicante. A través de la mirada fresca, de las palabras transparentes de Thoreau, puedo trasladarme a otros paisajes, abandonar la ciudad convulsa, llenarme los pulmones de aire fresco. Este volumen, tan intenso, tan lleno de las verdades que su autor se fue encontrando en el camino de la vida, es una compañía a la que sé que voy a recurrir con frecuencia. “Todo en la naturaleza nos enseña que la extinción de una vida es lo que abre espacio para la aparición de otra”, subrayo estas líneas, esta esclarecedora explicación sobre lo que muere y renace.

Estos apuntes, impresiones, comentarios, referencias, destellos de poesía, son, en cierto modo, el pozo del que el escritor extrajo el agua que riega toda su obra. La veneración por los indios, desarrollada en “A week” -“Musketaquid”- está aquí. “Más allá de los poetas perseverantes, el indio ha sido del todo olvidado”, apunta. “Le tengo bastante simpatía al indio y a los cazadores. Me parecen gente distinta y del todo respetable, nacidos para deambular y cazar, no para ser inoculados con el crepúsculo de civilización del hombre blanco”.

Viñeta del dibujante A.Dan en el Libro-Comic sobre Henry David Thoreau "La vida sublime" publicado por la editorial  Impedimenta

“El Diario” se puede leer de una tirada, en distintas jornadas, pero también es una de esas entregas que se prestan a que abramos sus hojas cada día al azar, a ver qué nos encontramos. Pruebo a hacerlo, a detenerme en cada una de las piezas que me salen al paso. “Una ola de felicidad fluye sobre nosotros como sol sobre un campo”, anotó Thoreau el 7 de agosto de mediados del siglo XIX y ahora, casi dos siglos después, llega a mí como recién nacido. Sus apuntes, reflexivos muchas veces, impresionistas o trazados en ocasiones a la manera de aforismos, funcionan como pequeñas lecciones para afrontar el día a día, para sentir el paso del tiempo sin aspavientos, con la mirada serena. “Escribir bien, igual que actuar bien, significa obedecer a la conciencia. No debe mezclarse en ello una sola partícula de voluntad o capricho”, nos dice.

Me marchitaría y “resecaría si no fuera por los lagos y los ríos (…) Pensar en Walden allá lejos, en el bosque, me da elasticidad y ductilidad para las tareas del día. A veces estoy sediento de él”, confiesa en otro momento. Quien siga este Diario, al que su autor se refería como una parte de sí mismo que “de otro modo, se derramaría y desperdiciaría”, encontrará muchos de sus principios, de sus alegrías y también de sus dolores. “Qué vida nos han dado los dioses, circundada de dolor y placer (…) Es demasiado extraña para el pesar, y también demasiado extraña para el regocijo. A ratos parece superficial, aunque intrincada como un laberinto cretense, y luego, de nuevo, es un abismo intransitable. No digas que la naturaleza es trivial, pues mañana será radiante y bella”.

“Una ola de felicidad fluye sobre nosotros como sol sobre un campo”, anotó Thoreau el 7 de agosto de mediados del siglo XIX y ahora, casi dos siglos después, llega a mí como recién nacido. Sus apuntes, reflexivos muchas veces, impresionistas o trazados en ocasiones a la manera de aforismos, funcionan como pequeñas lecciones para afrontar el día a día, para sentir el paso del tiempo sin aspavientos, con la mirada serena.

Sobre el trabajo; sobre sus tediosas jornadas como agrimensor; sobre sus proyectos, entre ellos el de levantar su célebre cabaña para enfrentarse a la verdad esencial, desnuda de todo artificio; sobre sus lecturas; sobre los prodigios que aguardan al que camina al aire libre; sobre la experiencia de la niñez que eclipsa cualquier otra experiencia; sobre los cambios de ánimo que deben dejarse pasar igual que las sombras de las nubes; sobre la melancolía; sobre un granjero llamado Minnot al que admira porque es el que mejor “encarna la poesía de la vida rural”, porque “no hace nada con prisa o con pesadez, sino como si lo amara”; sobre un  incendio que provocó un día sin querer y sus consecuencias… Sobre éstas y sobre tantas y tantas otras cosas escribe Thoreau.

Recomiendo adentrarse en las páginas de este intenso “Diario” que retrata al hombre inconformista con todo su aprendizaje, su sabiduría y experiencia a cuestas. Yo me dispongo a cerrarlas, pero no sin dejar constancia de unas cuantas entradas especialmente reveladoras, que muestran a Henry David Thoreau en estado puro. “Mientras atravieso los campos, tratando de recuperar mi tono y mi cordura, después de una semana de inspecciones por las fronteras del pueblo, en las que he tenido que lidiar con los hombres más comunes y terrenos, y con asuntos enfáticamente triviales, siento, como si de algún modo, me hubiera suicidado (…) Me siento inexplicablemente sucio. Mi Pegaso ha perdido sus alas; se ha convertido en reptil y ahora se arrastra sobre su barriga. El poeta debe mantenerse distante y sin mácula. Dejemos que inspeccione los límites de la provincia de la imaginación, el reino de lo maravilloso, y no las fronteras insignificantes de un pueblo. Las excursiones de la imaginación son tan ilimitadas, las lindes de los pueblos tan ridículas”.

“Me siento dichoso. Me encanta mi vida. Mi calidez se extiende a toda la naturaleza alrededor”, dice en otro momento en el que percibe haber sido premiado por los dioses “por saber esperar la llegada de horas mejores”. Thoreau habla de sus emociones, de sus estados de ánimo, de su yo, pero también se dirige en numerosas ocasiones al nosotros. Nos dice que “por lo común, no vivimos nuestras vidas con plenitud”, que “no llenamos de sangre todos nuestros poros”, que “no inspiramos y expiramos lo suficientemente a fondo, como para que la ola -grande o pequeña- de cada inspiración ruede hasta que se encuentra con la arena que nos limita, rompiendo contra nuestras costas más lejanas y devolviéndonos el sonido del oleaje”. “¿Por qué no nos abandonamos a la inundación, abriendo las compuertas, poniendo todas nuestras ruedas en movimiento?, nos pregunta. Probemos a hacerlo. Sintámonos dichosos con Thoreau. Abramos la ventana para que penetre el aire fresco, renovador, de la vida que no renuncia a expandirse.

En este artículo se comentan los siguientes libros de Henry David Thoreau: “Musketaquid”, traducido por Miguel Ros González y publicado por Errata Naturae; “El Diario”, traducido por Ernesto Estrella para Capitán Swing; “Thoreau. Biografía esencial”, de Antonio Casado da Rocha (Acuarela & A. Machado) y “La vida sublime”, cómic con textos de Maximilien Le Roy e ilustraciones de A. Dan. Ha sido publicado por Impedimenta.

Las viñetas que ilustran este texto pertenecen al libro “La vida sublime”.

41XQwGHWkcL._    Viñetas A. Dan en libro-comic Thoreau - La vida sublime (2)   51OxQ7XL1JL._   9788477742166

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Henry David Thoreau en 1850


Archivado en: De Pensamiento, Los Libros, Nº12 / Marzo 2014

Fernando Savater: “Hay que intervenir en política”

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Ernesto-Sabater---Por-Nacho-Goberna-para-Lecturas-Sumergidas---28junio2013-(3)

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

En una de sus obras más deliciosas, “La infancia recuperada”, Fernando Savater (San Sebastián, 1947) confiesa que sigue “invariablemente fiel al mundo narrativo” de su niñez, a esas historias que “fundaron los objetos primarios” de su subjetividad. No cabe la menor duda de ello cuando se visita su casa en Madrid, un auténtico museo, como él mismo dice con sonrisa, en el que adquieren protagonismo personajes legendarios del cómic, de la ciencia-ficción, de los relatos de fantasmas y de aventuras que siempre le han acompañado, que no han dejado de ser sus héroes. Una enorme y terrorífica careta da la bienvenida al visitante que, poco a poco, va reconociendo las figuras de Shrek, Tintín, Milú, la Sirenita, toda la familia Simpson, el inolvidable Spock y otros protagonistas de la saga original de Star Trek, a las órdenes del capitán Kirk. Están colocadas en el suelo, en las estanterías, delante de libros de cuyas páginas tal vez algunos de ellos han conseguido escapar. Todos saben del afán coleccionista del pensador, de su deseo de no desprenderse de sus referencias, de sus señas de identidad.

“Esta casa es como un museo y la que tenemos en San Sebastián más todavía. Ahora que estoy jubilado he llegado a plantearme abrir sus puertas y vivir de cobrar entradas”, señala riendo Savater, mientras toma asiento en la esquina de un sofá decorado con cojines de llamativos estampados. En un ambiente tan barroco, parece hundirse, empequeñecerse, como un diminuto actor en medio de la grandilocuencia del escenario, y por un momento quien esto escribe tiene la impresión de charlar con el niño, ese niño que dice seguir llevando a cuestas y no con el hombre polémico, controvertido, dispuesto siempre al combate dialéctico, a decir sus verdades pese a quien le pese. Pero se trata de un espejismo, un espejismo fugaz que dura el tiempo que tardan todas las figuras inanimadas que llenan la estancia en hacerse familiares, en perderse en el túnel del tiempo. Los derroteros de la conversación conducen irremediablemente al presente, al presente de quien reconoce estar un poco cansado de su imagen pública, de esa irremediable necesidad de discutir, de discutirlo todo, siempre.

Empezamos hablando de “El traspié” (Anagrama), una breve y estimulante comedia filosófica que nació para ser representada en TVE hace ya 20 años y que ahora se ha decidido a reescribir por completo. La que es su última entrega hasta el momento gira en torno a Schopenhauer y, curiosamente, hablando de Schopenhauer, a través de las afinidades y distancias con el pensador, se toca irremediablemente a un Savater retirado ya de la enseñanza, que ha dejado atrás los apuntes, el bullicio de los jóvenes en las aulas. Ahora, según dice, es tiempo de leer, de disfrutar de las carreras de caballos que tanto le han gustado siempre, de charlar con la gente, de tomarse la escritura con más calma. “No me aburro, la verdad, pero ya me voy a ir quitando de tanta agitación”, asegura.

-Schopenhauer fue uno de los primeros filósofos que leyó Fernando Savater y uno de los últimos que dejará de releer, según confiesa en “El traspié”. ¿Cómo fue esa primera lectura, en qué circunstancias, a qué edad…?

- Pues resulta que mi madre había estudiado filosofía antes de la guerra con don Eduardo Ovejero, un profesor importante de la época, que, además, era traductor de Schopenhauer. Cuando yo tenía poco más de 15 años ella encontró la edición antigua de Aguilar, con los tres volúmenes de “El mundo como voluntad y representación”, traducidos por Ovejero. Los compró y me los regaló. Yo entonces ya era un monstruito que leía muchas cosas (risas) y Schopenhauer tenía frente a otros autores la ventaja de ser muy claro y muy fácilmente entendible. Puede que precisamente por eso no tenga éxito en los ambientes docentes. Los profesores de filosofía vivimos de los autores difíciles, de esos que la gente no entiende y necesitan ser descifrados, pero como a Schopenhauer se le lee y se le entiende mejor que al profesor que quiere explicarlo, se le suele tener cierta tirria o se le deja un poco de lado. Yo no leí al completo esos tres volúmenes que me regaló mi madre, pero sí las partes que me parecieron más sustantivas, más interesantes. Con el tiempo llegué a Nietzsche porque precisamente era un autor que hablaba de Schopenhauer, al que dedicó un apartado de sus “Consideraciones intempestivas”.

Los profesores de filosofía vivimos de los autores difíciles, de esos que la gente no entiende y necesitan ser descifrados, pero como a Schopenhauer se le lee y se le entiende mejor que al profesor que quiere explicarlo, se le suele tener cierta tirria o se le deja un poco de lado

Ernesto-Sabater---Por-Nacho-Goberna-para-Lecturas-Sumergidas---28junio2013-(8)

- ¿Qué descubrió el joven Savater en esa lectura temprana, qué fue lo que le aportó?

- Principalmente esa idea de la voluntad como fondo de un mundo que no está gobernado por el bien. La visión de Schopenhauer es la más contraria a las visiones religiosas que existen, porque toda visión religiosa, de un tipo o de otro, parte del hecho de de que nosotros, los seres humanos, somos los malos, los pecadores, y en cambio la naturaleza, el cosmos o la idea suprema, llámese Dios o lo que sea, representa lo bueno. Si algo le irritaba del cristianismo era esa parte consoladora de que el mundo era una especie de creación de un Dios bueno, pero en cambio sí estaba de acuerdo con la tesis de que había que renunciar al mundo, ésa le parecía adecuada porque a él el mundo no le gustaba, a diferencia de Nietzsche. Todo eso a mí me interesó mucho en su día. Encontré un auténtico estímulo intelectual en la idea de la existencia de un Dios malo, tan opuesta a los principios cristianos.

- ¿Y qué hay del pesimismo, del famoso pesimismo de Schopenhauer?

- Bueno, a mí el pesimismo siempre me ha parecido algo tónico, vigorizante. Lo que de verdad me deprime es toda esa gente que siempre busca razones para querer amar la vida. Me parece una actitud similar a la de quienes cuando van a comer un plato determinado tienen que encontrarlo a la temperatura deseada y están pendientes todo el rato de la motita que se le ha caído encima o de cualquier otro pequeño detalle. Eso le pasa a la gente que no tiene apetito. Los que tenemos apetito no nos fijamos en las estupideces de esos cocineros empingorotados. Lo que nos gusta es comer y precisamente por eso no estamos siempre fijándonos en el tipo de salsa que se ha puesto o en otros aspectos similares. En la vida sucede lo mismo. A mí, como soy muy vitalista, me deprimen las personas que están buscando siempre justificaciones para que el mundo esté bien. Hay que amar al mundo tal como es, con sus dolores, con sus frustraciones. El que le pone condiciones a la vida es que no la ama realmente.

- ¿Sigue estando vigente Schopenhauer? Como se pone de manifiesto en “El traspié”, él mismo decía que en la posteridad aguantaría 27.000 años.

- Lo decía y la verdad es que actualmente es uno de los autores que más se sigue leyendo, partiendo por supuesto del hecho de que los filósofos son siempre unas lecturas minoritarias, para nada masivas. Él es de los que siempre están presentes, no su obra entera, pero sí selecciones de la misma. Yo hablo en mi libro de la que hizo en su día el novelista Vicente Blasco Ibáñez en la editorial Prometeo, que dirigía en Valencia, bajo el título “El amor, las mujeres y la muerte”. Era un primer compendio de textos del libro “Parerga y paralipómena”, que se hizo muy popular y que todavía se sigue reeditando. Además, hay que tener en cuenta que Schopenhauer ha sido mucho más leído por los artistas que por los propios filósofos. Los que empiezan la carrera de filosofía comprueban que se le menciona poco, que se alude a él como una especie de pensador original, extravagante, pero en cambio la mayor parte de los creadores, sobre todo de la última mitad del siglo XIX y principios del XX, lo consideraban el filósofo por excelencia. Esa era la opinión de Proust, de Borges, de Pío Baroja… En sus textos encontraban esa visión del mundo como una apariencia que podemos reinterpretar desde nuestra voluntad, como una especie de combate permanente entre el deseo y las realizaciones. Todo eso, que luego a través de Freud se ha convertido casi en un tópico, está en el fondo en Schopenhauer. Y además de de sus ideas esenciales, Schopenhauer tiene análisis muy profundos sobre asuntos como la risa o la homosexualidad -él fue de los primeros filósofos que habló de la homosexualidad-. Hay muchos temas que son como corolarios de su obra y que están descritos con esa fuerza expresiva que tenía y que le hace tan interesante.

Como soy muy vitalista, me deprimen las personas que están buscando siempre justificaciones para que el mundo esté bien. Hay que amar al mundo tal como es, con sus dolores y frustraciones. El que le pone condiciones a la vida es que no la ama realmente.

 

- A través de su libro, las ideas, las observaciones de Schopenhauer resultan muy cercanas al presente. Escribía del reinado de la estupidez, refiriéndose a su época, y expresaba sus dudas sobre el buen discernimiento de las generaciones futuras. “Los hombres de mañana serán igualmente abyectos, traicioneros, lo doy por seguro”, decía. Denominaba a los políticos “males genéricos de la naturaleza humana” y criticaba su arrogancia, su rapacidad y corrupción.

- Es que si nos asomamos a la Historia nos damos cuenta de que siempre se ha creído eso y se han formulado críticas semejantes. En todas las épocas se ha tenido la sensación de que tan malo como entonces nunca ha sido el mundo. No existe una etapa en la que se haya pensado que todo el mundo era inteligente, bueno y honrado. Jamás se ha dado eso. Las quejas se han repetido una y otra vez. Borges tiene un cuento, que viene al caso, donde habla de un antepasado suyo y dice: “le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir”. Ante la frecuente  impresión de haber tenido en nuestra vida la mala suerte de conocer a mucho sinvergüenza, a mucho idiota, sólo tenemos que mirar al pasado, al siglo XVI, por ejemplo, para comprobar que ese tipo de gente existió en la misma medida, que entonces tampoco toda la gente era estupenda. Y en cuanto a los políticos y la corrupción, que tanto nos escandaliza ahora, tenemos que saber que desde siempre, desde los griegos, ha habido corrupción. ¿Qué sucede, que los que están representados en las estatuas eran todos buenos y a nosotros nos han tocado los malos? Pues no, los gobernantes de las estatuas no eran tan diferentes, aunque, por supuesto, no basta con tener esto claro. Hay que conocer las variantes, las circunstancias concretas de cada época, porque el siglo XIX no es el XX ni el XXI. No lo es ni en lo que respecta a la población, ni a la economía, ni a la tecnología… Schopenhauer resulta cercano, claro. Los filósofos no piensan exclusivamente en el presente, piensan en los seres humanos. Cada pensador es hijo de su tiempo, está al tanto de las circunstancias históricas, de los avances científicos del momento que le toca vivir, pero en última instancia sobre lo que reflexiona es sobre el ser humano dentro de esas circunstancias. Y los seres humanos son muy parecidos en todas las épocas. Pueden llevar una toga como los romanos o un iPad como sucede en la actualidad, pero en el fondo se parecen mucho, y eso es lo que busca, lo que le toca al filósofo.

Ernesto-Sabater---Por-Nacho-Goberna-para-Lecturas-Sumergidas---28junio2013-(7)

- Otra de las ideas de Schopenhauer es la de que la vida es hermosa para ser contemplada, pero no para ser vivida. En eso no coincide para nada con su visión vitalista.

- No, en absoluto. Yo en eso soy más de Nietzsche que de Schopenhauer. La belleza para él es la contemplación de algo que vivido no tiene ninguna gracia. Por ejemplo, pensemos en un paisaje que suele gustarnos mucho, el del mar embravecido, que es precioso, y demos un paso más allá hasta plantearnos que nos encontramos en una barca en medio de toda esa belleza. Eso ya no nos iba a gustar en absoluto. Ahí es donde se sitúa Schopenhauer, en ese disfrute del mundo que se da cuando se nos apacigua la voluntad de vivir y vemos las cosas que en él acontecen como si no fueran con nosotros. Por eso disfrutamos tanto con las tragedias que nos muestra el teatro o el cine, porque no estamos ahí metidos. A nadie le gusta que le suceda una tragedia, pero verla representada es algo distinto. Puede resultar hasta divertido.

En todas las épocas se ha tenido la sensación de que tan malo como entonces nunca ha sido el mundo. No existe una etapa en la que se haya pensado que todo el mundo era inteligente, bueno y honrado. Jamás se ha dado eso. Las quejas se han repetido una y otra vez. Borges tiene un cuento, que viene al caso, donde habla de un antepasado suyo y dice: “le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir”

- Además de Schopenhauer, ¿qué otros filósofos impactaron al Savater de los comienzos?

- Bueno, recuerdo especialmente “La sabiduría de Occidente”, de Bertrand Russell, que ha sido uno de los autores a los que he sido devoto a lo largo de toda mi vida. Este título en concreto lo leí cuando tenía 15 o 16 años. Era una historia de la filosofía ilustrada, de las que hoy son tan comunes y que entonces resultaban bastante raras. Se convirtió en una especie de guía que me acompañó durante mucho tiempo. Pero al principio lo que a mí realmente me gustaba eran las ficciones, la literatura. Yo he escrito mucho de la infancia y puedo decir que conservo bastante fuera al niño que fui, no lo tengo para nada encerrado, sino que está muy presente. Después de “Ética para Amador”, el libro con el que he tenido más éxito ha sido “La infancia recuperada”, que está dedicado a mis lecturas de entonces. Ahí está todo, poco más puedo decir.

Llegados a este punto hagamos un inciso y abramos las páginas del libro como quien se asoma a una ventana y ve ante sus ojos distintas escenas de un ayer que no acaba de irse, que sigue siendo presente: el niño Savater devorando historias de aventuras, del oeste, de fantasmas, de futuros soñados, sobre todo una particular temporada de la niñez en que por motivos de salud hubo de guardar cama y que recuerda como un prodigioso lapsus de felicidad. “La historia más hermosa que jamás me han contado es “La isla del tesoro”. Raro es el año que no la releo al menos una vez; y nunca pasan más de seis meses sin haber pensado o soñado con ella”, confiesa Savater, del mismo modo que asegura conservar a Guillermo Brown “sentado en la alfombra del alma, jugando con su escopeta de corchos o chupando pensativo una enorme barra de regaliz”. “Moby Dick”, “Veinte mil leguas de viaje submarino”, “El mundo perdido”, de Conan Doyle, “La guerra de los mundos”, de Herbert George Wells, las exóticas andanzas de Sandokan y tantos otros títulos y personajes asoman en unas páginas cargadas de pasión y de enseñanzas. Por ejemplo, la reflexión sobre la audacia a partir de “La isla del tesoro” o sobre la epopeya del esfuerzo y la perseverancia, contenida en “Viaje al centro de la tierra”. Todo en la memoria del adulto consciente del nutriente de esas fuentes a las que se acercó a beber y cuyo sabor permanece intacto.

- ¿Los niños de hoy, con tanto ordenador, se están perdiendo todo esto?

- ¿Qué puedo decir…? Algunos de los autores que a mí tanto me gustaron se siguen leyendo, por ejemplo Jack London, pero Salgari ya no se lee, ni Julio Verne en igual medida. Puede que obras como “La isla del tesoro” o “Los tres mosqueteros” hayan resistido el paso del tiempo, pero no los libros de vaqueros, que tanto nos encantaban por esa época. Ya no los lee nadie y ningún niño de hoy sabe quién es Guillermo Brown. El equivalente podría ser Harry Potter. En fin, cada época va imponiendo sus gustos. Tampoco vale de nada lamentarse.

- Al principio de la charla apareció su madre en escena. ¿Fue decisiva en su formación lectora?

- Por supuesto. Mi madre me influyó desde el momento en que era ella quien me compraba mis primeros libros y me animaba a ir descubriendo cosas. Era una gran lectora y me fue orientando. También le gustaba mucho discutir, era una polemista temible, y estoy seguro de que mi gusto por la discusión arranca de ahí. Yo discutía mucho, de todo, con ella. Era una mujer religiosa y me gustaba llevarle la contraria desde mi incipiente rebeldía. Lo hacía porque mis ideas eran contrarias a la suyas, desde luego, pero también porque me encantaba tenerla como contrincante y si estábamos de acuerdo no había discusión posible. Schopenhauer decía que el carácter es eterno y que no hay manera de modificarlo, pero el mío se ha modelado en buena medida gracias a esas charlas tan encendidas con mi madre, de eso estoy convencido (risas).

- ¿Qué influencia ha ejercido en su manera de ver el mundo su tierra de origen, el País Vasco, San Sebastián?

- Muchísimo. Yo he sido siempre muy donostiarra y San Sebastián ha sido el lugar del corazón, la geografía a la que he estado más vinculado. Permanece en mi imaginación y no puedo estar mucho tiempo sin volver allí. Incluso en las épocas en las que lo he tenido más complicado, siempre he querido regresar. Es uno de esos sitios en los que uno se acaba reconociendo.

Ernesto-Sabater---Por-Nacho-Goberna-para-Lecturas-Sumergidas---28junio2013-(4)

- La ética ha sido el motor que ha movido gran parte de la obra de Fernando Savater como pensador. ¿Cree que ahora mismo, en las sociedades actuales, la ética es una asignatura pendiente?

-Bueno, en lo que respecta a mi obra, prefiero hablar de la filosofía de la acción. A mí lo que me ha interesado siempre son los motivos y los valores de la acción, la idea de que la libertad necesita motivos y hay que reflexionar a fondo sobre esos motivos. En cuanto a la segunda parte de la pregunta, lo que yo creo es que tanto la ética como la filosofía deberían ser asignaturas propias de un bachillerato laico. Considero que una enseñanza laica es básica en toda democracia; después de todo tanto la filosofía como la ética nacieron con la propia democracia, a la vez, en el mismo sitio, en la misma época. Están fuertemente vinculadas. Lo que la democracia representa en el terreno político, la filosofía lo representa en el terreno intelectual. En ambos casos se impone la idea de que el portavoz del sentido es el individuo libre y no una colectividad legendaria y tradicionalista. En España venimos de 40 años de religión obligatoria en los colegios. Hubo un momento en el que la ética fue una alternativa, pero siempre se ha mantenido la religión. Nadie, ningún gobierno se ha atrevido a romper el concordato con la Iglesia que obliga a tener la religión en las escuelas y los capellanes en mitad de los regimientos. La asignatura de Educación para la Ciudadanía nunca llegó a cuajar del todo, los socialistas la incluyeron en los planes de estudio, pero de manera muy tímida, y ahora los populares la han suprimido directamente. Eso va en contra de lo que debería ser el conocimiento y la formación de ciudadanos en una democracia moderna.

Tanto la ética como la filosofía deberían ser asignaturas propias de un bachillerato laico. Considero que una enseñanza laica es básica en toda democracia; después de todo tanto la filosofía como la ética nacieron con la propia democracia, a la vez, en el mismo sitio, en la misma época. Están fuertemente vinculadas. Lo que la democracia representa en el terreno político, la filosofía lo representa en el terreno intelectual. En ambos casos se impone la idea de que el portavoz del sentido es el individuo libre y no una colectividad legendaria y tradicionalista.

Otro inciso. Mirada al pasado reciente. 1991. Felipe González, al frente de los socialistas, había iniciado su tercera legislatura y gobernaba un país que ya formaba parte de la entonces denominada Comunidad Económica Europea, un país inmerso en la euforia de la prosperidad económica que tuvo su colofón un año después, con la celebración de los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Expo de Sevilla. ETA era entonces la  principal preocupación, el gran temor de un pueblo que se adaptaba a la imagen del éxito colectivo a raíz de un proceso de Transición modélico, que tardaría tiempo en ser cuestionado. En esas circunstancias, cuando se asumía con normalidad y complacencia una bonanza que se creía perpetua, Fernando Savater publicaba “Ética para Amador” un libro que se convirtió en su particular best-seller, que ha acompañado ya a varias generaciones y que sigue gozando de plena vigencia. Fue toda una sorpresa para el autor. Cómo iba a imaginar algo así de una entrega nacida de un encargo. Un encargo motivado por la ausencia de manuales de texto que diesen a los profesores las pautas para enseñar esa nueva asignatura de ética, tan esencial como compleja, que había entrado en las aulas para formar a los ciudadanos modernos, del mañana.

- “A mí no se me hubiera ocurrido escribir una obra así, pero tenía muchos amigos y amigas que daban clases en institutos y que habían de recurrir a comentarios sobre noticias aparecidas en los periódicos para impartir la asignatura de ética. Ellos me pedían una y otra vez que hablara de circunstancias, de temas concretos, pero yo aproveché la ocasión para explicar la disciplina como yo entendía que se podía contar a un joven”, comenta Savater, quien una y otra vez insiste en que él más que filósofo ha sido profesor de filosofía. “Esos amigos docentes”, prosigue, “entendían que la ética tenía que ser transversal, que no sólo debía concentrarse en una materia, sino que debía planear, de manera difuminada, sobre todas las asignaturas, para lo que era necesario que el conjunto de los profesores se implicara aportando el ejemplo de sus propias conductas. Yo le daba vueltas a todo eso y me parecía un gran reto enseñar ética a niños que no habían leído a Spinoza, ni a Kant. Se trataba de transmitir que la ética es una cosa de cada cual, que estamos destinados a inventar nuestro destino sin segundas oportunidades, que podemos equivocarnos y cometer atrocidades, pero también, en base a los errores cometidos, ir transformando nuestras vidas e ir inventando sus contenidos. Yo no me creo que porque se impartan clases de ética en las escuelas la gente se vaya a volver buena, pero sí creo que es muy importante para el desarrollo intelectual, de la sensibilidad valorativa, de la reflexión acerca de porqué actuamos como actuamos. Con todo esas ideas en la cabeza, me puse manos a la obra y al final publiqué el libro en una editorial pequeñita de Barcelona, Ariel, sin pensar en absoluto que eso iba a tener tanto éxito”.

- ¿Influyó el hecho de ser padre, de tener un hijo, en el enfoque, en esa cercanía a través del diálogo que es, sin duda, uno de los grandes aciertos de la obra?

- Bueno, eso ayudó. Mi hijo entonces tenía 15 años, que era un poco la edad de los adolescentes a los que tenía que dirigirme, y se llamaba Amador, que quedaba bien para un título. Si su nombre hubiera sido Eufrasio, lo habría desechado (risas). Yo tenía miedo de ponerme demasiado doctoral, esa era mi preocupación cuando empecé a escribir. Lo que me interesaba era hablar directamente con el joven, pero no desde el punto de vista del profesor. Esa fue la gracia del libro, lo que hizo que tanta gente llegase a conectar con él.

- ¿Ha cambiado mucho el Fernando Savater que escribió “Ética para Amador”?

- Inevitablemente, espero que sí. Hay constantes que permanecen inalterables: aficiones, gustos… pero me molestaría seguir siendo exactamente igual, permanecer estático a través del tiempo como si fuera una pirámide o algo por el estilo. Yo soy una persona que lee varios libros todas las semanas; que ve películas; que disfruta en el trato con otros seres humanos. Todo eso, todas las cosas que he ido viviendo, me han cambiado, a lo mejor para bien, y espero que siga sucediendo así, sin perder de vista el paso del tiempo, claro. El envejecimiento es un proceso que no suele ser muy bueno, pero que nos transforma.

- ¿Qué ha ganado Fernando Savater con la edad y qué ha perdido?

- La pérdida es lo más fácil de percibir. ¡Hay tantas cosas que pierde uno con la edad! La humillación de la vejez consiste en que nos quita muchas de las cosas sin las cuales no podíamos vivir, pero precisamente también por eso es un ofrecimiento, un regalo, la demostración de que podemos vivir sin mucho de lo que considerábamos esencial. Sobre todo nos quita algo que es de lo más dañino para la vida, la idea de futuro. Cuando eres viejo ya no tienes futuro y es entonces cuando puedes vivir el presente de verdad. Esa es una ventaja. Y si tienes cierto ánimo deportivo la vejez convierte la vida en un deporte de riesgo. Todo, absolutamente todo, ya puede ser fatal y eso proporciona una emoción especial al vivir. Yo, que siempre he disfrutado de las pequeñas cosas y por supuesto de las grandes, ahora soy consciente de que debo resignarme a cultivar las pequeñas porque he perdido muchas de las grandes, algunas de las cuales, confieso, no dejo de echar de menos.

- Cuando escribió “Ética para Amador” tenía un hijo y pensaba en las enseñanzas que quería transmitirle, pero al mismo tiempo, me imagino que emergía la imagen del Savater joven, que pensaba en sus anhelos de entonces, en todo aquello que le hubiera gustado recibir a sus 15 años.

- Bueno, esa fue una de las mayores dificultades, porque cuando escribí el libro ya tenía una cierta edad, más de 40 años, e irremediablemente no me situaba ante un joven de 15 años real sino ante el que yo fui, que era algo muy distinto. Un chico de esa edad de mi época no tenía nada que ver con uno de principios de los 90 ni mucho menos con uno de hoy. Es algo muy complejo porque el proceso de maduración ha ido en aumento en muchos aspectos y en otros, en cambio, no se termina de madurar de la misma manera. La relación con las tecnologías, con las marcas comerciales, etcétera, era algo impensable en mi etapa de adolescente. Yo tenía que pasar por encima de eso, vencer esa distancia, intentar hablar al joven en lo que los 15 años tienen de permanente. Ahí sí me ayudó tener un hijo de esa edad. Fue decisivo para llegar al joven que yo fui, al que vivía en el momento presente en que escribía y quizás al del futuro. Por eso precisamente renuncié a utilizar una jerga juvenil, lo cual fue una tentación, y me decidí por un lenguaje neutro, incluso más culto de lo esperado. Si hubiera optado por el otro camino, si hubiera recurrido a las expresiones habituales en ese momento, probablemente el resultado habría empeorado, el libro se habría convertido con el tiempo en algo mucho más anticuado.

La humillación de la vejez consiste en que nos quita muchas de las cosas sin las cuales no podíamos vivir, pero precisamente también por eso es un ofrecimiento, un regalo, la demostración de que podemos vivir sin mucho de lo que considerábamos esencial. Sobre todo nos quita algo que es de lo más dañino para la vida, la idea de futuro. Cuando eres viejo ya no tienes futuro y es entonces cuando puedes vivir el presente de verdad. Esa es una ventaja. Y si tienes cierto ánimo deportivo la vejez convierte la vida en un deporte de riesgo

Ernesto-Sabater---Por-Nacho-Goberna-para-Lecturas-Sumergidas---28junio2013-(6)

- Amador ya ha crecido, ha tomado, como su padre, el camino de las letras, de la reflexión. Escribe en medios de comunicación… ¿Tiene algo que ver con la persona que Savater soñó que podría llegar a ser, ha sido usted de esos padres que tienden a proyectar el futuro de sus hijos?

- Yo me alegro de que los intereses de mi hijo sean la lectura, el pensamiento, los problemas sociales. La verdad es que si se hubiera dedicado a “brooker” en la bolsa me habría gustado mucho menos, pero fuera de eso… Yo creo que la idea de padre o madre debería tener una fecha de caducidad, como los yogures. A mí me gustaba el niño. Guardo la foto del niño de 8, 9, 10, 11, 12 años… Pero ahora ese niño ya se ha convertido en un señor de 38 años, un señor con barba que me parece muy bien y al que le deseo lo mejor del mundo, pero a veces cuando estoy con él tengo la sensación de que es mayor que yo (risas). Ya no me siento como antes. Uno es padre del niño; el otro ya es hijo de sí mismo.

- Pero, ¿Cuál es la relación con ese señor que fue su niño?. ¿Ha mantenido con él las vibrantes discusiones que entabló con su madre?

- Por prudencia mutua mi hijo y yo procuramos mantener los temas más controvertidos fuera del ámbito familiar. Los dos tenemos mucho carácter, aunque debo decir que el mío es peor que el suyo, y si a esas ciertas cosas que siempre hay entre padre e hijo, encima le introducimos temas para el enfrentamiento, pues nos amargamos la vida y le amargamos la vida a la familia. No merece la pena, cada uno tiene sus propias ideas y nos respetamos mutuamente, aunque es inevitable que de vez en cuando haya roces sobre temas en los que pensamos de manera distinta.

- ¿El 15-M, por ejemplo?

- Bueno, pese a que algunos lo creyeron así, yo nunca llegué a rechazar lo que supuso el movimiento 15-M, aunque sí critiqué que se atacara a las parlamentarios en Barcelona y sostuve que eso no se podía quedar ahí, que tenía que pasar a la participación, a la acción política. Eso es algo de sentido común, que sigo pensando y en lo que el tiempo me está dando la razón.

- Recientemente, como una secuela de “Ética para Amador”, publicó “Ética de urgencia”, donde precisamente habla del 15-M, de las nuevas tecnologías, de las fisuras del capitalismo y la democracia, e irremediablemente de las grandes cuestiones: la libertad, la solidaridad, la muerte… ¿Qué supuso enfrentarse a la misma situación?

- “Ética de la urgencia” es simplemente una conversación con jóvenes que se han educado y que han leído mi “Ética para Amador” de hace 20 años. Su pretensión fue ver sobre qué problemas ellos están proyectando ahora esas reflexiones éticas. No es un libro escrito sino hablado por mí con los jóvenes. La imposición del tiempo, su carácter urgente, de actualidad, tiene más que ver con los temas concretos sobre los que esos amigos que daban clases en institutos me pidieron que hablase en su día: el divorcio, la píldora, la bomba atómica. Entonces yo dije que no, que no me veía con autoridad para decir lo que se tenía que pensar sobre tales asuntos, que yo hablaría del fundamento de la ética a partir del cual se podría reflexionar sobre todo eso y sobre cualquier otra cosa. No aludí a ninguno de los problemas circunstanciales del momento y gracias a eso la obra ha durado 20 años y ahí sigue. En cambio, ahora sí, en “Ética de urgencia” sí se habla de las cosas que hoy están preocupando, con el convencimiento de que probablemente dentro de cinco años esos problemas, al menos algunos de ellos, ya no serán los mismos, serán sustituidos por otros.

- Fernando Savater ha escrito muchos libros de pensamiento, pero también de ficción. La ficción ha sido su debilidad, su pasión, y sin embargo, pese a ganar premios como el Planeta, no ha tenido la misma repercusión en ese territorio.

- Lo cierto es que yo, ante todo, siempre he sido un escritor. Un escritor que se ha dedicado al pensamiento, a la enseñanza de la filosofía, porque tenía que ganarse la vida, pero que siempre quiso construir ficciones, inventar historias y que nunca ha dejado de escribir novela y teatro. El problema es que esa parte se ha quedado más oculta, por decirlo de algún modo, y la gente me ha encasillado en facetas como la del autor de “Ética para Amador”. Ahí conseguí alcanzar ese punto tan difícil de llegar a conectar con muchísimas personas, pero tras el éxito si algo tuve claro es que eso no podía convertirse en una especie de bloqueo para el resto de mi vida. Ha sido algo estupendo, pero debo reconocer que me fastidia un poco el hecho de que cosas mejores que he escrito en el campo de la ficción no hayan sido reconocidas en igual medida, que hayan pasado más desapercibidas.

- ¿De los libros de ficción que ha escrito cuál prefiere?

- Hay uno de teatro, “El último desembarco”, que es el que más se parece a lo que yo he querido hacer siempre, y en el terreno de la novela  está “Los invitados de la princesa”, que considero lo mejor que he escrito nunca. Lo que tiene de bueno la ficción es que no necesitas estar exponiendo continuamente tu opinión, lo que tú crees de las cosas. Cuando me pongo a escribir de ética tengo que contar lo que pienso, pero la ficción me permite inventar situaciones y personajes con los que no tengo nada que ver, que pueden tener creencias completamente contrarias a las mías. La trama es una narración, no una argumentación, y para mí pasar del mundo de las argumentaciones al de la narración es muy satisfactorio. Con “Los invitados de la princesa” hice durar el proceso de la escritura un par de años porque me gustaba refugiarme un poco en la historia que estaba contando, en su mundo, en sus atmósferas. Eso es algo inusual en mí. Tengo la mala tendencia de escribir muy deprisa, empiezo las cosas con mucho entusiasmo pero a los pocos meses estoy deseando acabar y cambiar de tema. La ficción me ha impulsado a dejar atrás la prisa, pero también sucede que aquellos géneros en los que te encuentras más seguro son los que te proporcionan más placer. Por eso cuando escribo un artículo corto, que sé que me va a salir bien, estoy muy satisfecho, mientras que una novela es un reto mucho mayor, hay que esforzarse más y eso produce mayor inquietud, inseguridad.

- Schopenhauer, Bertrand Russell… ¿Y ahora?, ¿sigue habiendo descubrimientos o se ha quedado anclado, por decirlo así, a un autor de cabecera?

- Bueno, ahora ya estoy en la fase de las relecturas. Si tuviera que quedarme con algún filósofo, cosa que afortunadamente no sucede porque la gracia de la filosofía es que es se trata de una tradición, de una corriente en la que todo el mundo se aporta cosas, elegiría a Spinoza. Ha sido el filósofo que más me ha interesado después de esos primeros escarceos y quizás hoy, en cierta medida, mi visión del mundo se parece más a la de Spinoza que a la de ningún otro. Me lo sé mucho, bastante, pero sigo leyéndolo.

- ¿Y en cuanto a los filósofos actuales, de su tiempo: Sloterdijk, Morin…?

- A Sloterdijk lo leo mucho. Hemos coincidido muchas veces y yo hice el prólogo de la primera obra suya que se publicó al español. Curiosamente, nacimos el mismo año: yo, el 21 de julio y él, el 22. Nos llevamos apenas un día y yo siempre que estamos juntos hago bromas. Le digo cosas como: “Haz caso a tus mayores. Tú todavía eres joven, cuando llegues a mi edad, ya sabrás…” (risas). Me interesa mucho, sí, y he leído también a Edgar Morin, a Gianni Vattimo, que también es mi amigo. Por supuesto que estoy al tanto de mis contemporáneos, pero sucede que llega un momento, cuando se alcanza mi edad, en que uno tiende a releer a los clásicos. El problema de quienes hemos leído mucho desde jóvenes es que nos hemos acercado a los grandes autores demasiado pronto, no solamente a los filósofos sino a los grandes narradores. Si has leído “Crimen y castigo”  con 15 años no te has podido enterar de todo lo que encierra. Te ha impresionado, pero no tiene nada que ver con la lectura que puedes hacer años después. Y no digamos con otras obras mucho más relacionadas con la madurez como “Madame Bovary”. Yo ahora tengo el afán de volver a releer cosas a las que me acerqué en su momento un poco de pasada, tanto en el ámbito de la literatura como en el de la filosofía. Voy a volver a Platón ahora que ya no tengo que dar clases y que no tengo que leerlo pensando en los apuntes. Voy a leerlo por gusto, de manera relajada. Eso me parece magnífico. Y, por supuesto, en lo que respecta a la ficción, sigo muy apegado a la literatura popular, a las novelas policiacas, de terror, de ciencia-ficción. Me gusta seguir a los autores que van a apareciendo en estos géneros. El descubrimiento de la autora francesa Fred Vargas, por poner un ejemplo, me ha dado grandes alegrías últimamente.

Yo ahora tengo el afán de volver a releer cosas a las que me acerqué en su momento un poco de pasada, tanto en el ámbito de la literatura como en el de la filosofía. Voy a volver a Platón ahora que ya no tengo que dar clases y que no tengo que leerlo pensando en los apuntes. Voy a leerlo por gusto, de manera relajada. Eso me parece magnífico

- Fernando Savater es un hombre de muchos matices y perfiles: profesor de filosofía, escritor, hombre de teatro y personaje público, muchas veces controvertido, polémico. ¿Hasta qué punto ese personaje ha podido llegar a eclipsar, a perjudicar a los demás?

- Sí, efectivamente. Ha llegado un momento en el que todo parece condicionado por esa imagen. A los amigos les parece bien cómo actúas y lo que dices y a los enemigos les parece mal, pero ya ni unos ni otros te hacen caso respecto a lo que verdaderamente estás haciendo. Unos te dan la razón, un poco como a los locos, porque eres amigo o porque comparten tus opiniones, mientras los otros te niegan el pan y la sal sin llegar a escucharte siquiera. Haberme convertido un poco en hombre anuncio de mí mismo no deja de resultar un tanto pesado. Lo tiñe; mejor lo destiñe, todo. Tal vez he entrado demasiado en la polémica, no he sabido resguardarme tan bien como esos autores que caen bien a todo el mundo, que son elogiados tanto por la izquierda como por la derecha. No sé. Tal vez, simplemente, han tenido más suerte.

Ernesto-Sabater---Por-Nacho-Goberna-para-Lecturas-Sumergidas---28junio2013-(5)

- ¿Siente que determinadas polémicas le han desgastado, que han requerido demasiadas energías?

-  En momentos concretos, sí. Hay ocasiones en las que uno llega a obsesionarse demasiado y yo, que soy una persona muy colérica, muchas veces me he enfadado conmigo mismo por haber llegado a implicarme tanto con determinados asuntos. Pero, ¿cómo he podido prestar tanta atención a esto con la cantidad de cosas mucho más interesantes que hay en el mundo?, me he reprochado muchas veces a mí mismo. ¿Cómo me he centrado tanto en personas con tan poca sustancia con la cantidad de gente que hay que merece mucho más la pena?. No sé… Tal vez aquellas antiguas discusiones con mi madre tienen la culpa de este cariz polémico que me ha acompañado siempre (más risas).

Haberme convertido un poco en hombre anuncio de mí mismo no deja de resultar un tanto pesado. Lo tiñe; mejor lo destiñe, todo. Tal vez he entrado demasiado en la polémica, no he sabido resguardarme tan bien como esos autores que caen bien a todo el mundo, que son elogiados tanto por la izquierda como por la derecha. No sé. Tal vez, simplemente, han tenido más suerte

- Uno de los asuntos que más parece irritarle es el de los nacionalismos. Y, como usted mismo ha dicho, cuesta salir indemne cuando se ejerce la crítica al respecto.

- Así es. La verdad es que no deja de sorprenderme el éxito que ha tenido el nacionalismo. Cuando se es marxista o liberal, algo de bibliografía tiene que haber detrás, pero para ser nacionalista basta con sentirte de un lugar concreto. Debe ser que las ideologías más simples, para tontos, son las que más posibilidades tienen de extenderse. En mi opinión el nacionalismo es una de las fuerzas reaccionarias más potentes que existen. Como todo el mundo sabe, ha sido fatal durante el siglo XX, desgraciadamente ha provocado cosas atroces, y lo sigue siendo en nuestra época. Es malo el nacionalismo de los grandes países porque dificulta las uniones internacionales, como estamos viendo en la Unión Europea, y por supuesto también es negativo hacia dentro porque es un elemento disgregador en nombre de supuestas identidades inmutables de los estados modernos, que están basados precisamente en el ensamblaje de lo diferente y no en la perpetuación de lo único. En mi caso, lo que sucede es que hay demasiadas asociaciones de ideas erróneas, ciertos estereotipos que funcionan y a los que mi actitud no responde. Cuesta entender que ser españolista no es ser conservador; que el nacionalismo y el separatismo son las cosas más reaccionarias del mundo aunque se tiende a relacionarlas con la izquierda. El problema son los epítetos. Yo he procurado ser siempre progresista, pero, claro, el progreso tienes que buscarlo dónde está, no donde otros han querido ponerlo. Pensemos en la República, en la Constitución republicana del año 31. Lo primero que nos dice es que en España hay solamente una lengua oficial, que es el castellano, y que las demás lenguas serán respetadas pero no consideradas oficiales. Eso no lo dijo Franco, lo dijo la República, y así muchas otras cosas. Manuel Azaña, Indalecio Prieto, y tantos otros, tenían ideas diferentes, pero coincidían en que eran españoles y no otra cosa. Pero ahora mismo han surgido personajes reaccionarios de diversas tribus que parecen ser los progresistas. Eso a los republicanos de aquella época, pienso, por ejemplo, en María Zambrano, les habría parecido una cosa bastante risible.

El nacionalismo ha sido fatal durante el siglo XX, desgraciadamente ha provocado cosas atroces, y lo sigue siendo en nuestra época. Es malo el nacionalismo de los grandes países porque dificulta las uniones internacionales, como estamos viendo en la Unión Europea, y por supuesto también es negativo hacia dentro porque es un elemento disgregador en nombre de supuestas identidades inmutables de los estados modernos, que están basados precisamente en el ensamblaje de lo diferente y no en la perpetuación de lo único

- ¿Se siente un incomprendido?

-No. Eso es un poco ñoño. Prefiero pensar que si no se me comprende será que no he sabido explicarme bien. No. No creo que la gente me tenga que prestar tanta atención. No soy un enigma de otro mundo (risas).

-Es contradictorio abrazar el nacionalismo en la época de la globalización, pero ¿no resulta la globalización igualmente dañina?

- La globalización es un hecho, el impulso del ser humano le conduce  precisamente a ir rompiendo fronteras y separaciones. La primera globalización fue la de la Iglesia Católica y hoy todos estamos conectados, todos llevamos en el bolsillo un adminículo que nos permite entablar comunicación con los lugares más remotos. Podemos enterarnos de las noticias de lo que ha ocurrido en la otra parte del mundo al minuto. Todo eso, por supuesto, tiene aspectos positivos y aspectos negativos: los capitales se deslocalizan, las empresas buscan a los trabajadores que menos cobran y que menos derechos tienen porque eso abarata sus costes. Pasó lo mismo con la electricidad, que tuvo muchas cosas buenas, pero también dio lugar a la silla eléctrica. Todos querríamos una electricidad sin silla eléctrica y una globalización sin sus aspectos malos. Pero las cosas no funcionan así.

- ¿Qué reflexiones le despierta la actual crisis económica?

- Para mí es una manifestación de los errores que ha habido en el sistema, de los controles que debían funcionar y no lo hicieron. Una cosa es el capitalismo de producción de bienes y otra cosa es el capitalismo de la especulación, que se ha disparado, que se ha conducido sin control. Y precisamente todo esto demuestra que los estados son necesarios, que son ellos los que deben establecer las necesarias garantías de juego limpio. Yo siempre he creído que la socialdemocracia es el sentido común aplicado al mundo, lo que pasa es que también se ha demostrado que mucho socialdemócrata no ha sabido cómo actuar de acuerdo con sus principios.

- ¿Hoy están en peligro las democracias? ¿Cómo se ha llegado a la pérdida de confianza en los políticos que existe actualmente?

- Siempre, las democracias siempre han estado en peligro, desde Atenas. Es un régimen peligroso. Juvenal ya hablaba de los males de su tiempo, que sirven también para el nuestro. La pregunta sigue siendo: ¿quién controla a los que ejercen el control? Parece que los seres humanos siempre necesitamos a otros que vigilen al vigilante. La pérdida de confianza que vivimos hoy en España se debe precisamente a que muchos controles han fallado. Y no ha sido porque no existieran sino porque quienes tenían que aplicarlos fallaron, miraron para otro lado, guiñaron el ojo… En el Evangelio ya hay una parábola en la que el capataz de una finca acuerda con los deudores bajarles la deuda para asegurarse tener amigos fuera en el caso de ser despedido. La corrupción ya existe en el Evangelio y ahora estamos viviendo eso a gran escala. Pero no nos engañemos. Los casos de corrupción llevaban un tiempo produciéndose, en estos momentos están surgiendo los responsables. Mucha de la gente que ahora se indigna es la misma que estaba contenta antes. Si llega a seguir la burbuja la mayoría seguiría igual de satisfecha con el sistema. Lo que les ha hecho despertar es que sus intereses se han visto perjudicados. En ese momento es cuando nos volvemos buenos y hablamos de la transparencia. Hay que ejercer un poco la autocrítica. Incluso los más ignorantes en estos temas, entre los que me cuento, ya sospechábamos algo de todo esto cuando las cosas iban bien. ¿Cómo era posible, por ejemplo, que hubiese tanta gente con segundas residencias, o que se pidiese hipotecas para todo, incluso para bodas y comuniones? No había que ser un genio para sospechar algo. Yo no quiero decir que todo el mundo viviera por encima de sus posibilidades. No es eso, pero sí es cierto que se creó una cierta insensibilidad y que nos parecía bien lo que sucedía: el hecho de que los jóvenes dejaran de estudiar a los 16 años para ir a servir copas a los turistas por las noches o a trabajar en la construcción. A raíz de “Ética para Amador” yo me pasaba los días visitando institutos para convencer a los estudiantes de que debían intervenir en política y todo el mundo se me reía en las barbas.

Las democracias siempre han estado en peligro, desde Atenas. Es un régimen peligroso. Juvenal ya hablaba de los males de su tiempo, que sirven también para el nuestro. La pregunta sigue siendo: ¿quién controla a los que ejercen el control? Parece que los seres humanos siempre necesitamos a otros que vigilen al vigilante. La pérdida de confianza que vivimos hoy en España se debe precisamente a que muchos controles han fallado. Y no ha sido porque no existieran sino porque quienes tenían que aplicarlos fallaron, miraron para otro lado, guiñaron el ojo…

- Pese a todo, ¿tiene Fernando Savater una visión optimista del presente?

- Creo que estamos, como en otros momentos de la Historia, ante un espejo que refleja las dos caras, la buena y la mala. Hay una milonga argentina que dice que muchas veces la esperanza son ganas de descansar y yo añadiría que la desesperanza también. Hay gente que dice: “no te preocupes, que todo se arreglará solo, con el tiempo”, e inmediatamente se va a echar la siesta. Hay otros que dicen: “no hay nada que hacer y por lo tanto me voy a tomar una ración de gambas”. Ni unos ni otros hacen nada. Los que despotrican o los que celebran se quedan sin actuar. Mi visión es muy sencilla: hemos nacido rodeados de males y vamos a morir rodeados de males. A lo más que podemos aspirar es a que los males del final no sean los mismos que los del principio.

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- Uno de los conflictos en los que más energía y más tinta ha gastado ha sido el del terrorismo etarra, del que, como tantos otros, ha tenido que protegerse… Ahora se indigna cuando se habla de proceso de paz.

- Es que yo no sé qué es eso del proceso de paz. Ha habido un grupo terrorista que, afortunadamente, gracias a las fuerzas de seguridad y a algunos que nos hemos molestado un poco, ha sido puesto en cuarentena. La paz es consecuencia de las leyes, de la Constitución, de las instituciones. Lo del proceso de paz es un invento de los etarras, que quieren sacar algo de todo ello. En cuanto a lo que yo he padecido, otros han sufrido mucho más. Lo mío fueron incomodidades, pero la vida de otros se tiñó de tragedia. Ahora, a cierta distancia, puedo afirmar que ETA me ha dado disgustos, pero también reconozco que me ha dado mucha vida. Gracias a la fuerza, al sentido de esa lucha, he mantenido la juventud más tiempo de lo debido. Luchar contra los terroristas me ha mantenido vivo, alerta.

- Antes hablábamos del 15-M, de la necesidad de la acción. ¿No le parece que la consecuencia más positiva de aquella explosión de descontento ha sido la movilización y la constitución de plataformas ciudadanas?

- Sí, pero las plataformas ciudadanas no son algo nuevo, las más importantes nacieron en el País Vasco como reacción contra el terrorismo. Gesto por la Paz fue de las primeras. Ahí estuvimos en un momento en el que lo peor no era que un policía te pegara con una porra un día porque se ponía nervioso. Había bastantes más peligros… No consiguieron amedrentarnos, seguimos adelante y eso fue evolucionando. Muchos de los implicados en Basta Ya pasaron a formar partidos políticos. Unión, Progreso y Democracia nació precisamente de gente que estuvo en plataformas ciudadanas. Yo continúo en sus filas porque a la hora de valorar lo que ofrecen unos y otros es el partido que menos me disgusta.

- El bipartidismo es uno de los problemas que impiden la regeneración democrática en España, pero la reforma de la ley electoral parece lejana…

- Así es, pero la gente en vez de estar quejándose de unos y de otros lo que debería es buscar otra cosa, que es lo que hicimos nosotros. La ley electoral no solamente no ayuda, sino que es un impedimento. Hay que convencer a los que sacan ventaja de la actual ley electoral para que la cambien y eso resulta muy difícil. Ni los grandes partidos, ni los nacionalistas, van a querer cambiar una ley que les beneficia. Más allá de las siglas de los partidos tiene que ser la ciudadanía la que siga exigiendo, cada vez con mayor contundencia, una transformación.

- ¿Cuál es el consejo que puede dar ahora mismo a tanto ciudadano insatisfecho?

- Intervenir, intervenir en política. En una democracia políticos somos todos. La visión reaccionaria por excelencia es la que imagina que los políticos, buenos o malos, son como los actores que están encima de un escenario. Y no se trata de quedarse en el patio de butacas aplaudiendo o abucheando a los que lo hacen mal o gritando para que se vayan fuera. No existe esa diferencia. Nosotros también estamos en el escenario. No podemos limitarnos a silbar o aplaudir, tenemos que intervenir, buscar los cauces para hacerlo. Lo que pasa es que vivimos en una sociedad de masas y es difícil que todo el mundo se ponga de acuerdo. Una de las cosas interesantes del 15-M es que ha impulsado las asambleas. La gente se ha reunido en las plazas a debatir y se ha dado cuenta de lo complicado que resulta ponerse de acuerdo. Todos coincidimos en que determinadas políticas o políticos no nos gustan, pero es más difícil decidir qué hacer para cambiar eso. Siempre que se ha elogiado el coraje y el valor que hemos tenido en el País Vasco, yo he dicho que la virtud política por excelencia y la más difícil es la paciencia. Todos podemos ser héroes un día, salir a la calle, dar una patada a una farola…, pero lo difícil es asistir todos los días a reuniones pesadas, tomar decisiones, buscar acuerdos con otros que no te entienden… Esa es la política.

Hay que intervenir, intervenir en política. En una democracia políticos somos todos. La visión reaccionaria por excelencia es la que imagina que los políticos, buenos o malos, son como los actores que están encima de un escenario. Y no se trata de quedarse en el patio de butacas aplaudiendo o abucheando a los que lo hacen mal o gritando para que se vayan fuera. No existe esa diferencia. Nosotros también estamos en el escenario. No podemos limitarnos a silbar o aplaudir, tenemos que intervenir, buscar los cauces para hacerlo

- ¿Cómo lleva alguien como Savater la adaptación a la era digital?

- Pues la estoy llevando, como todo el mundo. “Ética para Amador” fue precisamente el primer libro que escribí con un ordenador y ese ordenador ya estará en el museo arqueológico. No estoy a la última en nuevas tecnologías, para nada. Siempre las he considerado medios, no fines, y doy gracias a los poderes celestiales porque nos facilitan las cosas, pero mi vida no gira en torno a ello. No tengo tiempo para dedicar a las redes sociales, por ejemplo, y de nuevo vuelvo a ver los dos lados del espejo. Todo lo que tiene tantísima fuerza es peligroso, se puede utilizar bien o mal. Sucedió con los automóviles y hubo que crear una legislación severa. Ahora tiene que establecerse una serie de prevenciones, de vigilancia, en lo que concierne a Internet. Pero hay mucha hipocresía al respecto. La gente vive en sus casas con las puertas cerradas, como es lógico, pero se escandaliza al saber que puede ser vigilada, que sus datos pueden ser controlados. Queremos sentirnos a salvo de los malos, pero no que nos vigilen… Ahora se critica a los medios de comunicación. Se dice que las empresas periodísticas están en manos de poderes financieros, pero yo me pregunto: ¿qué es google o facebook? Los grandes servidores son los grandes piratas de Internet. No todo es tan simple. Hay muchos matices, tenemos que ser ser un poco menos ingenuos con todas estas cosas, pensarlas un poco más despacio.

- La felicidad es un tema que ha preocupado a los filósofos desde siempre. ¿Es posible alcanzar sociedades más felices, no tan volcadas en lo material?

- La felicidad es algo personal. ¿Con qué instrumento la medimos? Hay gente que mantiene la alegría y gente que no. Ante el lucro no tenemos más que renunciar a ello. Nada ni nadie nos lo impide. La felicidad no tiene nada que ver con la sociedad y no hay que olvidar que la del presente es mucho más positiva y mejor que la de hace años: hay una cierta estructura de derechos sociales, de protección; existe libertad de expresión; podemos salir a la calle y protestar. Por supuesto que hay muchos motivos de infelicidad, de disgusto. Pero seguro que si resolvemos los actuales motivos habrá otros que ahora ni siquiera imaginamos.

- Tales de Mileto, mientras miraba a las estrellas, se cayó al fondo del pozo y fue visto por una sirvienta que se burló de él. “Que un simple mamífero pretenda comprender el universo resulta bastante cómico, admitámoslo”, leemos en el prólogo de “El traspié”. ¿Cree que los filósofos de hoy siguen mirando a las estrellas o no les ha quedado más remedio que quedarse a ras de suelo?

- Así comenzó la filosofía, con la caída de Tales de Mileto, y hoy en día los filósofos seguimos cayendo al mismo pozo. Puede decirse que es una enfermedad profesional.

La entrevista con Fernando Savater fue publicada previamente en el número 108 de la revista cultural “Turia”. Acababa de editarse “El traspié” (Anagrama). Posteriormente el autor publicó una recopilación de textos ensayísticos bajo el título “Figuraciones mías” (Ariel).

El reportaje fotográfico fue realizado por Nacho Goberna, mientras se desarrollaba esta entrevista,  en la casa  de Fernando Savater en Madrid.

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Si has disfrutado con esta entrevista en Lecturas Sumergidas, te recomendamos la que realizamos al también escritor y pensador Félix de Azúa:

Felix de Azua por Nacho Goberna©2013(7)


Archivado en: De Pensamiento, Las Entrevistas, Nº12 / Marzo 2014

Volverás a Región, a la Región Martín Gaite

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Carmen-Martín-Gaite

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

A Carmen Martín Gaite le gustaba meter los fragmentos de su vida en sus “Cuadernos de todo”, cuadernos de variadas formas y colores que llenaba de palabras, de garabatos, de recortes. Le gustaba dar cuenta de los días que iba pisando, del transcurrir del tiempo, porque tal vez esa le parecía la mejor manera de que nada se le escapase sin haberse detenido en sus alrededores. A Carmen Martín Gaite le gustaba apresar el ritmo lento, pausado, de sus reflexiones, y tirar de ese hilo como si sostuviera una cometa, una cometa que pudiera elevarla y llevarla muy lejos. Le gustaba también personalizar sus boinas con chapas, estrellitas y botones, y decorar los acogedores rincones de su casa -recuerdo la de la calle Doctor Esquerdo- con escritorios diversos sobre los que colocaba pequeños jarrones con flores, lapiceros, plumas, tinteros, tarjetas y papeles especiales para escribir cartas. Le gustaba, sobre todo: dialogar, debatir, mirar por la ventana, salir a la calle y exprimir el jugo de la existencia, sabedora de que los instantes de felicidad eran fugaces y de que los zarpazos y dolores podían estar agazapados tras las esquinas más insospechadas.

Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925 – Madrid, 2000) supo contar su vida tal cual la iba recorriendo; dio voz a personajes memorables, utilizó un lenguaje franco y abierto, soñó y dejó el rastro de sus sueños y de sus fantasías en las páginas de sus libros y lanzó puentes con sus siempre anhelados interlocutores que permanecen intactos, puentes que aguardan a todo aquel que esté dispuesto a llegar a la otra orilla del río, a cruzar a ese otro lado en el que el paisaje se torna caprichoso en su vaivén de llanuras y pendientes. Un vasto territorio de nubosidades variables espera al lector  y ha de recorrerlo bien pertrechado para la sorpresa, para enfrentarse a una literatura cargada de registros, de bifurcaciones: del realismo propio de los 50, que le sirvió para retratar las espesuras de la posguerra con su falta de esperanzas, al vuelo de la fantasía más libre; de la novela al ensayo o al apunte biográfico de sus “Cuadernos”, absolutamente modernos, que como dice la especialista en su obra María Vittoria Calvi, tanto la acercan a la inmediatez de los blogs de hoy en día, a la autonarrativa o escritura del yo.

Regresar a la obra múltiple de esta mujer que fue una contadora de cuentos nata, de esta constructora de ficciones dotada de un oído privilegiado para escuchar las conversaciones de la calle y a la vez dueña de un temperamento dado a la introspección, al viaje hacia los recintos interiores, es una experiencia altamente gozosa. Cualquier oportunidad es buena para volver a la Región Martín Gaite, y, sobre todo, para leerla, para recuperar obras como “El cuarto de atrás”, “Entre visillos”, “Lo raro es vivir”, “Caperucita en Manhattan”, “La  reina de las nieves” o esos “Cuadernos de todo” en los que yo acabo de iniciarme y que ya me han cautivado con su mezcla de cuento, de confesión y de reflexión sobre la vida y sobre la escritura, sobre las vivencias, percepciones y saberes de quien nunca perdió “la mirada asombrada de una chica de provincias”, según me dijo una vez.

Imitando, jugando a imitar la estructura de esos “Cuadernos”, quiero contar a partir de ahora otro cuento, mi cuento personal, en torno a Carmen Martín Gaite. Un cuento a partir de los recuerdos, de las lecturas, de los acontecimientos, de las voces de quienes la conocieron y siguen hablando con ella cada día, a través de sus ficciones, de sus razonamientos, de tantas y tantas palabras que derramó sobre la hoja en blanco. Un modesto cuento, diario, compendio, de situaciones y experiencias, que evidentemente ha de acabar, aunque podría ser interminable.

Una visita, una conversación

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Tras las huellas de Carmen Martín Gaite visité un día soleado la casa de El Boalo, una casa luminosa que, pese a las ausencias, parece guardar la memoria de la alegría, de las risas, de las voces, de las palabras. Allí, en el ala reservada a su legado, acaricié los lomos de algunos de sus libros y abrí sus páginas. Me detuve ante fotografías familiares -¡que fotogénica era Martín Gaite!- y reconocí esos escritorios, esos objetos que tanto me habían llamado la atención en la casa de Doctor Esquerdo las veces que tuve la oportunidad de entrevistarla. Objetos ahora tan huérfanos de su presencia, de su gracia, de su particular desorden. Vuelvo a sentir la emoción del momento al repasar el cuaderno con las anotaciones que fui haciendo mientras conversaba con Ana Martín Gaite y con Maria Vittoria Calvi, la profesora de la Universidad de Milán que tanto frecuentó a la autora y que tanto la ha estudiado. Una conversación intensa se fue desgranando ese día. Una conversación sobre los entornos, los paisajes, la vida, la obra, los recuerdos y olvidos que iban llenando el hueco dejado por la que fue la hermana, la amiga, la escritora.

“La relación entre Carmiña y yo fue muy importante. Cada vez que nos encontrábamos era una fiesta. Fue una relación muy bonita, muy fluida. Nos pudimos ayudar mucho la una a la otra, pero porque supimos mantener la distancia. Vivir juntas hubiera sido destruirnos… Solíamos charlar mucho, pero cuando la he conocido realmente ha sido después de su muerte, al releerla, al enfrentarme a su legado, a todo lo que dejó escrito. Aparentemente parecía muy extrovertida, pero en el fondo era muy hermética, como mi madre, muy gallega. Ambas se han ido a la tumba con sus adentros”, voy recobrando las palabras de Ana, de Anita con su cabello blanco, su figura delgada, su sensibilidad y su amor por la soledad, tan perceptible ese contraste entre la suavidad y el carácter de los que tienen claras las cosas, de los que saben luchar y sobrevivir.

“La verdad es que en ese proceso la he llegado a admirar mucho más. Su valentía, su libertad, ese no abaratarse, no engancharse al poder. Siempre mantuvo una actitud de distancia, de cinismo, con la clase política, dirigente”, sigo tirando del hilo, hilvanando las confesiones con el particular arrullo que tienen las evocaciones como música de fondo.

“Solíamos charlar mucho, pero cuando la he conocido realmente ha sido después de su muerte, al releerla, al enfrentarme a su legado, a todo lo que dejó escrito. Aparentemente parecía muy extrovertida, pero en el fondo era muy hermética, como mi madre, muy gallega. Ambas se han ido a la tumba con sus adentros”, cuenta la hermana de la esritora.

El monólogo se quebró en un momento en el que todas -también estaba  presente Lola Ferreira, responsable de prensa de Círculo de Lectores durante mucho tiempo y gran amiga de las hermanas- nos fijamos en una fotografía en la que se ve a la escritora muy jovencita en el interior de la catedral de Salamanca, cerca de un confesionario. No sé quién hizo el primer comentario sobre lo bonita que era la imagen, pero sí conservo clara la anécdota que contó Anita entre risas: “El curita le dijo que hacía muy bien en confesarse porque tenía unas piernas de pecado”.

“Carmiña escribía casi en cualquier lado: en las cafeterías, en los trenes, en el metro”, prosiguió el relato. “Los de la generación del 50: los de Madrid y los de Barcelona -Gil de Biedma, Castellet, los Goytisolo- mantuvieron una relación muy estrecha. Una relación de amistad, de encuentros y tertulias en las que hablaban de todo: de literatura, de cine, de teatro, de arquitectura, de medicina…” Pese a la represión del franquismo, asegura esta testigo excepcional, “esos tiempos para ellos fueron floridos porque eran jóvenes y el Régimen no se enteraba de su presencia. Pasaban desapercibidos”.

Puso como ejemplo Ana Martín Gaite lo insólita que fue la representación en Madrid de “Escuadra hacia la muerte”, de Alfonso Sastre [Teatro María Guerrero, 1953]. “Sin que se les notase demasiado, ellos hicieron denuncias importantes, fueron abriendo el camino de la Transición”, señaló. Y pasamos a hablar del ambiente que reinaba en la casa de El Boalo cuando eran jóvenes. “Aquí se ha dado entrada a todo tipo de gente. Mis padres eran unas personas muy abiertas progresistas, tolerantes y nos enseñaron a valorar la amistad. Nosotras siempre dimos más importancia a la amistad que al amor, porque la amistad implica libertad y el amor posesión. Siempre fuimos muy dadas a los intercambios epistolares. Carmen tuvo muy grandes amigos, pero de quien estuvo muy enamorada, creo que hasta el final, fue de Rafael Sánchez Ferlosio”.

El autor de “El Jarama”, novela mítica de los 50, y la autora de “Entre visillos” fueron pareja de corazón y de letras. Juntos vivieron la pasión por la literatura, la alegría de los buenos momentos y el dolor por la muerte inesperada de su hija a los 27 años -el matrimonio había perdido también a su primer hijo con apenas siete meses-. Según Ana Martín Gaite, pese a su separación, siempre se mostraron aprecio. En su opinión, él le enseñó a habitar la soledad, a no hacer concesiones para ganar dinero, a mantener la autonomía intelectual, mientras que la libertad de juicio de ella también supuso un modelo para el rebelde ensayista, del que dice que siempre ha sido como “un lobo solitario”.

“Carmen era muy teatral. Nació personaje y Ferlosio también. Ambos se pusieron listones muy altos, pero sus universos literarios fueron muy distintos y en un primer momento, cuando ella empezó a trabajar en “El libro de la fiebre”, él y los demás hombres del grupo, con sus valoraciones negativas, contribuyeron a bloquear el desarrollo de su creatividad. No acabaron de entender, desde los presupuestos realistas, ese carácter de la obra entre la vigilia y el sueño”, intervino María Vittoria Calvi, a quien se debe la recuperación de la narración a título póstumo.

La profesora italiana fue la destinataria de una gran caja con “Los cuadernos de todo” que Anita le envió un tiempo después de la muerte de Carmiña. “Al principio me encontré un poco perdida. Una parte ya había sido publicada, “El cuento de nunca acabar”, pero ganaba profundidad al ser leída en el conjunto de Los “Cuadernos”, sobre todo el relato del paseo con su hija por El Boalo. Había muchos materiales desconocidos. Pero lo que me dejó realmente asombrada fue la narración de “El otoño de Poughkeepsie”, una auténtica joya que merecería ser publicada como un libro independiente. No había ninguna referencia a ese relato donde recrea su estancia en Nueva York, ciudad  a la que fue invitada a dar unos cursos después de la muerte de Marta. Fue allí donde descubrió que seguía teniendo deseos de escribir”.

“Carmen era muy teatral. Nació personaje y Ferlosio también. Ambos se pusieron listones muy altos, pero sus universos literarios fueron muy distintos y en un primer momento, cuando ella empezó a trabajar en “El libro de la fiebre”, él y los demás hombres del grupo, con sus valoraciones negativas, contribuyeron a bloquear el desarrollo de su creatividad. No acabaron de entender, desde los presupuestos realistas, ese carácter de la obra entre la vigilia y el sueño”, señala María Vittoria Calvi.

Según Calvi, entre los muchos valores de “Los cuadernos de todo” está la elaboración literaria que hace la escritora con lo personal, con lo íntimo. “No hay desahogo de ningún tipo, no hay sensiblería. Es como si en esos escritos fuese desplegando una segunda vida”, vuelvo a sus palabras y recreo el transcurso de las horas, la charla girando en torno a la infancia, al legado familiar, los amigos, las pérdidas. “He visto morir a mis padres, a mi hermana, a mi sobrina. Ha sido doloroso. Pero todos se fueron en paz y eso me consuela. ¿Cuáles fueron las vivencias juntos, qué lecciones me dejó Marta en sus 27 años de vida? Eso es lo importante”, sigo escuchando las sabias palabras de Ana mientras  imagino a Carmen como ella la retrata: escribiendo siempre en sus cuadernos, hasta el final, lanzándose a la piscina de El Boalo, esa piscina donde tantos niños del pueblo han aprendido a nadar, incluso cuando ya estaba muy enferma.

Lecturas, descubrimientos

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No podía dejar de acercarme a los “Cuadernos de todo”. Se publicaron en 2002 y no había tenido la oportunidad de recorrerlos hasta hace muy poco. Aún inmersa en su lectura, sigo disfrutando de la capacidad de la escritora para registrar el ritmo de sus días, de sus sensaciones y pensamientos, de su proceso creativo. Son como una ventana abierta a la vida, a las afueras, a los interiores, a esos sueños que para Martín Gaite llegaban en ocasiones a adquirir más intensidad y relevancia que los hechos cotidianos, repetidos, rutinarios. “El conocimiento de los “Cuadernos” supuso un indudable viraje en el estudio del territorio Martín Gaite. Adentrarse en ellos es como acceder a su taller literario, constatar como todo se confunde en ese magma de vida y literatura”, me decía José Teruel, uno de los grandes expertos en su obra, hace poco. “Todo es cuento, todo es un lugar para la construcción de la identidad, todo es narración. Desde la infancia nos configuramos como narradores de historias”, transcribo las palabras de María Vittoria Calvi.

No he empezado desde el principio, ordenadamente, la lectura de las seiscientas y pico páginas de estos “Cuadernos de todo” (Círculo de Lectores), que anulan las fronteras entre los géneros y vuelan en total libertad, sólo atados a la necesidad de escribir, de poner voz a lo acontecido. No pude resistir la tentación de ir directamente al cuaderno 35, ya en el tramo final, que contiene “El otoño de Poughkeepsie”, sin duda un hermosísimo, estremecedor relato, a partir de la profunda, dolorosa soledad que sintió la escritora al cerrar su casa de Madrid con la convicción de que nadie cogería el teléfono cuando llamase desde Nueva York, de que ya no estaría su hija esperándola a la vuelta para comprobar qué regalos, qué cuadernos maravillosos le había comprado.

Martín Gaite indaga en la soledad y sobrecoge por su sinceridad, por su valor, por su verdad. “No puedo hacer otra cosa que estar aquí, donde me pilló la cornada, aguantando a pie quieto, mientras ordeno el caos poquito a poco, qué verano tan largo, qué avanzar tan penoso el de las horas arrastrándose por las habitaciones de esta casa donde nunca volverá a oírse la llavecita en la puerta ni su voz llamándome por el pasillo”, recuerda la escritora a su hija, sin decir su nombre, antes de partir, mientras piensa en los reproches que le hacía, en “aquella explosión de vida” ante la que a veces protestaba.

Una semana después está en Nueva York -ha de impartir un curso de cuatro meses sobre el cuento español contemporáneo en la Universidad de Vassar-. Se siente desorientada en el aeropuerto, se queja del control de pasaportes. Teme perder el equipaje y eso la lleva a desenrollar el hilo de sus pensamientos. “Lo peor de todo es perder la cabeza, no vivir cada tramo de la vida, hasta los más espantosos, con la mente serena y la mirada alerta, procurando apreciar lo que se tiene, lo poco o mucho que nos queda”.

Hay biografía en esta pieza que deberían leer todos los que han disfrutado con “Caperucita en Manhattan”, un libro mágico tanto para niños como para mayores dispuestos a ponerse alas. En “El otoño de Poughkeepsie” Martín Gaite cuenta cómo nació esa novela cuando ella no tenía ánimos para escribir nada más; cómo fue un amigo ilustrador quien le dio la idea, a partir de unos dibujos que había hecho de una niña con impermeable rojo que parecía perdida en la ciudad de los rascacielos.

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Hay biografía en “El otoño…”, pero también hay ficción. No pienso desvelar más detalles porque merece la pena que todos los que hayan llegado hasta aquí se acerquen por sí mismos a las reflexiones de la escritora sobre “el vicio de la escritura”, sobre el milagro de los libros que nos acompañan siempre y que parecen contener señales apropiadas ante las dudas del existir. Reflexiones sobre la extrañeza y el prodigio del vivir, sobre tantas y tantas cosas… Merece la pena visitar esa habitación extraña, medio vacía del campus universitario, donde la narradora, la propia Martín Gaite recreándose a sí misma, empieza a descubrir cosas y a descubrirse a sí misma, a recobrarse.

Dejo esas estancias y sigo buscándola en otras partes de los “Cuadernos”. Me detengo en el uno, que me llama la atención porque en él está la mujer que piensa en estado puro, la mujer que se aparta de lo trillado, que impone sus propias ideas, que se preocupa de la realidad de su tiempo. “La capacidad de reflexión es lo único que puede salvar al hombre de desear las guerras y también de pudrirse en la paz. Disputar y pelear por la justicia social no es nada, en cuanto que esta justicia social que suele preconizar la gente sólo llevaría a repartir el dinero de otra forma, pero nunca a enseñar a los hombres a pensar sobre el dinero…”, voy leyendo.

Y más adelante me encuentro a la Martín Gaite, objeto de estudio en los ámbitos del feminismo con obras tan significativas como “El cuarto de atrás”, achacando a las feministas que “todo lo que hacen lo hacen en función de no ser menos que los hombres”. “Cuando una mujer no pretenda demostrar que ni es muy mujer ni que deja de serlo y se entregue a cualquier quehacer o pensamiento desde su condición sin forzarla ni tampoco enorgullecerse de ella, sólo entonces será persona libre”, señala. Y se queja de las veces que ha tenido que escuchar a otras mujeres decirle lo aburrido que debe ser estar todo el día leyendo. Las anima a descubrir el placer de la soledad, de la no sujeción al otro, “dentro de las limitaciones innegables con que una mujer tropieza” y les dice a las que intentan independizarse que el camino no es imitar a los hombres sino encontrar su propia libertad interna.

No se trata de cambiar el breviario por la taquigrafía o la agencia de seguros, ni de tener más medios “para hacerse valer”, observa una sagaz Martín Gaite. “Pero es que una persona no tiene que hacerse valer”, razona. “Tiene que hacer  bien las cosas que hace, tiene que hacerlas de verdad, entregarse a lo que haga. Tiene que hacer algo, no fingir que lo está haciendo”.

Martín Gaite se queja de las veces que ha tenido que escuchar a otras mujeres decirle lo aburrido que debe ser estar todo el día leyendo. Las anima a descubrir el placer de la soledad, de la no sujeción al otro, “dentro de las limitaciones innegables con que una mujer tropieza” y les dice a las que intentan independizarse que el camino no es imitar a los hombres sino encontrar su propia libertad interna.

El sentido común, la reflexión propia, valiente, libre de prejuicios, es la que vuelvo a encontrarme en otro libro que he leído recientemente y que reúne parte de las cartas que la escritora cruzó con Juan Benet, quien fuera uno de sus interlocutores favoritos. Puede descolocar un poco la relación cercana, de camaradería, entre dos personalidades aparentemente tan distintas. Pero su diálogo, intelectual y cotidiano a la vez, mantenido en la distancia, en los huecos que les dejaban sus idas y venidas, sus creaciones y sus trabajos profesionales -los cursos y conferencias de ella; los puentes que él iba construyendo como ingeniero-  demuestra que ambos compartían afinidades, hablaban el mismo lenguaje y eran dos auténticos maestros en el arte de la discusión constructiva, del contraste de pareceres e ideas.

En esta reveladora “Correspondencia”, publicada por Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Martín Gaite pide consejos a Benet y le habla de esos momentos de duda -concretamente cuando estaba trabajando en su ensayo histórico sobre “El proceso de Macanaz”- en los que que creía estar bloqueada, sin noción de cómo seguir adelante, falta “del placer incomparable que produce inventar literatura”. “Yo ahora no puedo, algo se ha obstruido en mí, y no sé si sabría explicar en qué consiste (…) Me da vergüenza reconocer que no sé por dónde ando, ni lo que busco, ni lo que quiero. Cada vez se nos hace más difícil saber y poseer conjuntamente, ser al mismo tiempo lúcidos y espontáneos”, le dice. Y recibe la respuesta, la reflexión del amigo: “La necesidad de escribir sentida como una compulsión, no sólo no mitiga el dolor de la crisis sino que parece añadir sal a la herida (…) Los recursos de la literatura en la literatura se crean; en la lectura, en la conversación, en la mirada, en el paseo, en la observación. Cuando los recursos que así se crean alcanzan un cierto nivel, el literato -como el flotador de la cisterna- puede abrir la espita y sacar lo que tiene dentro”.

En otra ocasión ese Benet que parecía tan frío, tan seguro de sí mismo, tan serio -simple imagen pública, ya que quienes le conocieron sabían de su gran sentido del humor- le habla a su pareja epistolar de la depresión. Y lo hace con conocimiento de causa. “Ciertamente uno de los aspectos más costosos de la depresión es el tiempo que roba (…) En la depresión ni divierte el “Quijote”, ni delecta Brahms ni distrae escribir y ni siquiera los lujos te sirven de nada, de forma que es un embrutecimiento”.

Realmente resulta apasionante acceder a este intercambio entre dos intelectuales que disfrutaban armando historias, hilando argumentos, desmontando tópicos. “Es verdad lo que dijiste ayer de que un pez aprovecha mucho más sus posibilidades de vida de pez, que un hombre las suyas de hombre. Estamos rodeados de tabús, fronteras y superestructuras que nos hacen relacionarnos unos con otros con arreglo a patrones impuestos por fuera de nosotros mismos”, leemos una carta que Martín Gaite envió al ingeniero Benet en noviembre de 1964. Una carta en la que le sigue diciendo: “No parece haber más que dos caminos: o meterse en un agujero a hacerle cara a la soledad y a todo lo que ella, después de vencidas las arideces primeras, quiera regalarnos, o perderse entre los demás tratando de acertar con la llave que pueda abrir cada puerta de entrada…”

Miradas, retratos

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¿Cómo somos realmente, cómo son quienes nos rodean? Me hago estas preguntas mientras intento fijar la imagen de la Carmen Martín Gaite que conocí cuando, tras una larga trayectoria, ya disfrutaba del éxito de novelas como “Nubosidad variable” o “Lo raro es vivir”, novelas que precisamente por haber llegado al gran público han sido menos reconocidas por la crítica. La recuerdo jovial, dicharachera, con una lucidez que partía de la sencillez de una mirada sin complejos. Recuerdo su cuidada melena blanca y su manera de vestir tan particular. Recuerdo el día que Miguel Delibes estaba leyendo su discurso de recepción del Premio Cervantes y ella, en medio de la solemnidad y el silencio del Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, se levantó a gritar “bravo” desde una absoluta espontaneidad y desinhibición. Recuerdo su despedida, el paseo por el caminito de piedra que lleva hasta el pequeño cementerio de El Boalo, donde descansa. Pero lo que de verdad me queda de ella son sus libros, las voces de sus personajes, que tanto la retratan, y ahora estos “Cuadernos de todo” en los que de veras logró dejar esa marca, esa huella que buscaba.

Hay tantas “Carmen Martín Gaites” como personas la conocieron. Las imágenes diversas se superponen, se van colocando sobre el tapiz de la memoria a la manera de esos collages que a ella tanto le gustaba componer. A lo largo del tiempo he visto su reflejo en los retratos construidos por otros, retratos dispares, sugerentes e interesantes en la multiplicidad de sus matices “Parecía extrovertida, pero en el fondo era hermética, como mi madre”, recobro las palabras de su hermana. “Era muy teatral, un personaje en sí misma”, vuelvo a la imagen de la profesora Calvi, que la trató con frecuencia a raíz del estudio de su obra.

Es ahora Ton Carandell, la viuda de José Agustín Goytisolo, quien la recuerda. “Un verano que Carmiña, Rafael y la niña estuvieron con nosotros en Reus, ella pasaba muchos ratos callada, silenciosa, y se iba a su habitación a escribir. Ferlosio tenía una personalidad muy clara, muy definida, pero ella ya tenía una gran seguridad en sí misma. Sin duda, él fue para ella un estímulo, pero también un freno. Para mí fue la primera que me abrió un poco los ojos, que me hizo ver hasta qué punto las mujeres de entonces estábamos absolutamente relegadas a los padres, a los maridos, a las reglas y costumbres de la sociedad”.

“Era una gran ensayista y una mujer de letras en el amplio sentido de la palabra, en la misma línea que María Zambrano o Rosa Chacel. Mantuve con ella una relación de estudioso. En los 80 escribí un artículo sobre “El cuarto de atrás” y me llamó enseguida, una muestra de su talante generoso. No fuimos amigos íntimos. Siempre la vi desde la admiración por su obra y con el tiempo he llegado a conocerla a través de sus libros”. Quien habla es José Teruel.

“Era una mujer entre hombres. Realizó un trabajo tan intenso como callado. Sentía un absoluto desprecio de los vanidosos y un radical rechazo de cualquier tipo de moralinas”, repaso lo que dijo de ella el escritor Rafael Chirbes en una mesa redonda celebrada en el marco de un Congreso Internacional que se celebró en 2013. Chirbes fue otro de sus grandes interlocutores. “Le solía llamar esas madrugadas en las que no le llegaba el sueño. Sabía que siempre podía contar con él”, son palabras de Ana Martín Gaite.

El escritor valenciano reivindicó ese día la altura intelectual de una mujer que no alardeaba de sus conocimientos y lecturas. “Guardaba sus saberes en la recámara de su obra, alejada de pretenciosidades”. Y También puso de manifiesto su admiración por el modo en que su obra “da testimonio de los demoledores efectos del franquismo en la vida cotidiana y ofrece una lección sobre cómo mantener la dignidad en todo momento”.

“Era una mujer entre hombres. Realizó un trabajo tan intenso como callado. Sentía un absoluto desprecio de los vanidosos y un radical rechazo de cualquier tipo de moralinas”, la retrata el escritor Rafael Chirbes, quien reivindica la altura intelectual de una mujer que no alardeaba de conocimientos y lecturas, así como su lección sobe cómo mantener la dignidad en todo momento.

Belén Gopegui habló en el mismo acto de “su arrojo y osadía”, ella que tantó la conoció y que tanto sabía de la fuerza de su carácter y de los secretos que guardaba. Manuel Longares se refirió a su generosidad a la hora de valorar y dar a conocer la obra de aquellos autores que empezaban y que ella descubría, como fue su caso y el de todos los que intervinieron en la mesa. Y, finalmente, Soledad Puértolas, hizo hincapié en su “impresionante capacidad de razonamiento”.

“Era muy persuasiva, estaba cargada de energía y sabía convencer”, señaló, recordando encuentros en los que también asistió a sus momentos bajos, a esos instantes de abatimiento “que la llevaban a buscar afanosamente la verdad”.  Exigente, rigurosa, valiente, sincera, meticulosa, obsequiosa, fueron adjetivos utilizados por Puértolas, quien acabó su intervención con el perfil de una mujer que disfrutaba en el acto de la amistad, el arte, de la amistad como clave de la vida. Tal vez ahí es donde coinciden todos los retratos. Pero, repito, la mejor manera de conocer a Carmen Martín Gaite es leyéndola, prolongando ese diálogo que ella dejó abierto, dando vueltas a esos interrogantes que ella se hizo y que nos llevan a la conclusión de que verdaderamente “lo raro es vivir”.

Nota final: Noticias y novedades

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Cualquier fecha es buena para volver a la Región Martín Gaite, pero ahora hay una serie de circunstancias, de hechos, que si cabe lo propician aún más. Hay muchas excusas, sí, para hablar de Carmiña, como cariñosamente la llamaban sus amigos. Empecemos por  la exposición que, comisariada por Elisa Povedano y Fátima García, se inaugurará en la Biblioteca de la Facultad de Humanidades de la Universidad Carlos III el próximo  23 de abril y que permanecerá abierta hasta el  22 de mayo. Su título: “El Equilibrio y el Caos”, dos términos muy presentes en los mapas vitales y literarios de Martín Gaite. Mapas que el visitante podrá recorrer, adentrándose en su universo; deteniéndose ante sus objetos personales; acercándose a los que fueron sus amigos y sus libros y recuperando su voz y su imagen a través de conferencias y entrevistas, sin olvidar el repaso a sus trabajos como guionista para adaptaciones televisivas como la de la serie infantil “Celia” de Elena Fortún.

Sigamos con “Un lugar llamado Carmen Martín Gaite”, libro que la editorial Siruela pondrá en las mesas de novedades próximamente y que recoge las miradas y lecturas de un nutrido grupo de estudiosos y adictos a la obra de la escritora. Todos participaron en el Congreso Internacional celebrado en abril de 2013, bajo la dirección de José Teruel y Carmen Valcárcel, profesores del Departamento de Filología Española de la Universidad Autónoma de Madrid. Un encuentro donde “se resaltó mucho el perfil de Martín Gaite en el ámbito del ensayismo”, como recalca Teruel, coordinador y autor del prólogo de este volumen colectivo, que se acompaña de un álbum fotográfico y en el que se incluyen textos de José-Carlos Mainer, José María Pozuelo Yvancos, Domingo Ródenas de Moya, Maria Vittoria Calvi, Carme Riera, Joan L. Brown, Roberta Johnson, Rafael Chirbes y Belén Gopegui, entre muchos otros.

Si algo quedó claro en esa cita, ahora reflejada sobre el papel, es el permanente interés hacia la autora en los ámbitos del hispanismo. Muestra de ello es un libro muy reciente, editado por la editorial estadounidense MLA (Modern Language Association of America), dentro de una colección en la que distintos profesores cuentan cómo explican en clase los libros de los escritores protagonistas. En el ámbito de los de lengua española, Martín Gaite acompaña al “Lazarillo de Tormes”, a Cervantes, a Bartolomé de las Casas, a Santa Teresa de Jesús y a Gabriel García Márquez. No es difícil de entender su presencia en una selección tan escogida si se parte del hecho de que “los primeros estudios sobre su obra se hicieron en Estados Unidos”, de que “mientras en España permanecía en segundo plano por ser mujer y por la potencia de las figuras masculinas de su generación, allí era reconocida, lo que no dejaba de provocarle un cierto vértigo”, señala José Teruel, quien participa en la entrega con su lección sobre “Ritmo lento”, una novela que a él le enseñó a entender mejor otra obra clave de la época, “Tiempo de silencio”, de Luis Martín Santos, ya que  ambas obras, la de ella menos tecnicista, indagan en “el callejón sin salida a que nos conduce la inteligencia crítica”.

Sólo falta que se publique, por fin, el cuarto tomo de las “Obras Completas” de la escritora. Se echa en falta una mayor fluidez y continuidad en este itinerario acometido por Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, detenido en 2010, cuando vio la luz un tercer volumen con la narrativa breve, la poesía y el teatro. El plan trazado abarca siete entregas y está previsto que la séptima incluya un cuaderno inédito, “Libro de la memoria diaria”, pero, aunque desde la editorial se indica que siguen adelante con ello, aún no hay fechas fijadas. Ni siquiera José Teruel, al frente del proyecto, con todo el material en sus manos, posee más noticias al respecto.

Sólo falta que se publique, por fin, el cuarto tomo de las “Obras Completas” de la escritora. Se echa en falta una mayor fluidez y continuidad en este itinerario acometido por Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, detenido en 2010, cuando vio la luz un tercer volumen con la narrativa breve, la poesía y el teatro. El plan trazado abarca siete entregas y está previsto que la séptima incluya un cuaderno inédito, “Libro de la memoria diaria”.

”Lo que sí ha avanzado es la constitución de la Fundación Centro de Estudios de los Años Cincuenta, ubicada en la casa familiar de El Boalo, bello pueblo de la sierra madrileña que tanto amaba la escritora y que tanto aparece en sus narraciones. Gracias al tesón de su hermana Ana ha sido posible comenzar una aventura que busca fomentar el estudio de ese grupo clave en el desarrollo de las letras españolas a través de congresos, como el que ya se celebró en 2013, de cursos y actividades diversas. El apoyo activo del Ayuntamiento de El Boalo y los convenios de colaboración con instituciones como la Universidad Autónoma o la Carlos III, muy atentas a la obra de la autora, pueden hacerlo posible en tiempos tan estériles para la Cultura.

En este reportaje se habla de muchos libros de Carmen Martín Gaite, con especial hincapié en “Los cuadernos de todo” [Círculo de Lectores. Edición e introducción de María Vittoria Calvi; prólogo de Rafael Chirbes] y “Correspondencia” [Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Edición de José Teruel], que recoge las cartas cruzadas entre la escritora y Juan Benet. Próximamente se publicará el volumen colectivo “Un lugar llamado Carmen Martín Gaite” en la editorial Siruela, que acoge en su catálogo gran parte de sus obras.

Las fotografías de la escritora que aparecen en esta entrada -la primera y la última- nos las ha cedido la editorial Siruela. El resto fueron realizadas por quien firma este reportaje, durante la visita a la casa familiar de El Boalo.

C. Martín Gaite

              

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Archivado en: De Literatura, Los Reportajes, Nº12 / Marzo 2014

Aprendizajes y recuerdos

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Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Cuando “Lecturas Sumergidas” era apenas un proyecto, en el índice de los deseos, de lo que imaginaba que podía llegar a ser, estaba el nombre de José Luis Sampedro. Una conversación calmada con él debía ser el arranque de una publicación que buscaba sumergirse en caminos heterodoxos, abriendo rutas a la literatura capaz de poner alas, al pensamiento crítico, a esas lecturas, en definitiva, con poder para transformar la mirada y dar una vuelta de tuerca a las verdades, y mentiras, aceptadas. Dejé un par de mensajes en el contestador de Sampedro. Me puse en contacto con David Trías, su editor y amigo. Pero él ya estaba muy debilitado, falto de energías, y aunque Olga Lucas, compañera del último tramo de su vida, acusó recibo y me alentó a esperar una mejoría en su estado de salud, esa mejoría no llegó.

No fue posible ese encuentro -el nacimiento de “Lecturas” coincidió en el tiempo con el adiós de Sampedro- y por eso ahora “Sala de espera”, su libro-legado, publicado por Plaza & Janés, ha llegado hasta a mí con un significado especial. Se ha convertido en esa última charla que no tuvo lugar. Al recorrer sus páginas vuelvo a escuchar la voz de un hombre entusiasta, cargado siempre de proyectos de escritura, buscador de perlas en los desiertos de la ignorancia. Recuerdo las veces que acudí a su casa de Madrid para entrevistarlo, con motivo de la publicación de novelas como “La vieja sirena” o “El amante lesbiano”. Recuerdo como la charla se prolongaba y acababa siempre cuestionando el devenir del mundo.

Cuando, a finales de la década de los 90, aún parecía que todo marchaba sobre ruedas, cuando la mayoría aún creíamos vivir en la mejor de las sociedades, nos hipotecábamos y estábamos lejos de intuir de qué modo perverso los poderes financieros y empresariales lanzaban sus redes sobre los sistemas democráticos, José Luis Sampedro era capaz de ver todo eso, de saber que el rumbo tomado no era el acertado. Ante mis ojos dibujaba un futuro de desigualdades fomentado por los intereses de un capitalismo voraz, un universo cada vez más castigado por el afán de riqueza, en un estado de peligrosa desnutrición de cara a las nuevas generaciones.

Sus conocimientos de economía, que fue su actividad profesional durante una etapa de su vida; su defensa a ultranza de un manejo más humanista de números, cifras, balance de resultados y reparto de beneficios, con el fin de de ayudar a las personas en vez de alienarlas, unidas a su sensibilidad, a su coherencia, a su sentido ético, a su intuición y a sus dotes de fabulador, hacían de él un ser excepcional. Un hombre que se adelantó a corrientes y pensamientos y que, llegado el momento,  ese momento que  ya había vislumbrado y del que había alertado una y otra vez, se convirtió en modelo de ecologistas, activistas, rastreadores de escalas de existencia más acordes con el ser.

Los conocimientos de José Luis Sampedro en economía, que fue su actividad profesional durante una etapa de su vida; su defensa a ultranza de un manejo más humanista de números, cifras, balances de resultados y reparto de beneficios, con el fin de de ayudar a las personas en vez de alienarlas, unidos a su sensibilidad, a su coherencia, sentido ético, a su intuición y a sus dotes de fabulador, hacían de él un ser excepcional

La última vez que tuve oportunidad de estar frente a Sampedro fue en una carpa de la Feria del Libro (Madrid, 2011), con motivo de la presentación de “Cuarteto para un solista”, escrito en colaboración con Olga Lucas. Tenía 94 años. Había escrito el prólogo a la edición española de  “Indignaos”, de Stéphane Hessel, y había apoyado el movimiento 15M, animando a sus precursores a seguir adelante, agitando el caudal de la participación ciudadana. “Ellos son hijos del mañana y los que les atacan son del ayer. Ellos ya viven en un mundo distinto al que ahora se arruina”, señalaba en ese acto.

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“Para ser felices no hace falta ser millonarios, miradme a mí. La vida es lo único importante. Cuando yo me muera, cosa que no tardará en producirse, para mí acabará todo, pero la vida es algo que se nos da y tenemos el deber de tomarla siendo lo más que podamos llegar a ser como personas, como la semilla del árbol que al crecer llega a la altura que le corresponde”, decía, convencido de las semillas del cambio ya habían comenzado a germinar.

Retomo ahora sus palabras, porque es así, como un árbol en constante proceso de crecimiento, de aprendizaje, como se retrata en “Sala de espera”, una obra inédita que no llegó a concluir, pero que nos lo devuelve con toda su carga de sencillez, de clarividencia, de honestidad.

Comentaba antes que este libro era para mí como esa última charla que no llegó a realizarse y ahora digo que es una ofrenda. Siempre vi a José Luis Sampedro como una persona imaginativa, expansiva, juguetona; como un niño grande que nunca perdió la capacidad de apasionarse con las cosas, con los paisajes, con los proyectos, con los libros y con las gentes que para él merecían la pena. En este entrega se presenta así y nos revela de dónde parten los orígenes de esa forma de ser y estar en el mundo, el nacimiento de su río, pero también la culminación de su recorrido, el punto de la llegada, de la desembocadura.

En esa sala de espera, localizada en la Cala de Míjas (Málaga), refugio de sus últimos años, Sampedro paseaba, leía, escribía y aguardaba el momento de decir adiós “sereno, satisfecho de haber dejado fuera casi todo” para poder concentrarse a gusto en su “permanente afán” de ser “aprendiz del vivir”, embarcado en el viaje hacia sí mismo. En esa sala de espera acometió la tarea de dar cuenta de sus descreímientos, de su espíritu enfrentado a los vientos de lo convencional. Allí escribió, entre otras muchas cosas, sobre la maravilla del lenguaje, que otorga al ser humano “sus alas más poderosas”, pero también se convierte, a menudo, en “una trampa para engañar y persuadir con falsedades o encadenar con creencias”.

“A veces se usa así con deliberada maldad egoísta; otras veces se hace hasta con buena intención, por alguien que está él mismo engañado. El caso es que la palabra, como los alimentos desconocidos o nuevos, debe ser recibida con criterio crítico pues puede ser un bálsamo o un veneno”, transcribo este fragmento perteneciente a esa obra en la que se afanó en sus últimos años, mientras se preocupaba ante el ritmo de los acontecimientos, ante la coartada de una crisis promovida por esas élites financieras y políticas que él ya había visto venir. Sampedro llenaba sus cuadernos de observaciones, de pensamientos, y se convencía de que al final, como en otros períodos de la Historia, la barbarie podía tener el sentido de destruir para que todo fuese reconstruido una vez más, para impulsar los pasos hacia adelante.

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“Ahora contemplo con desprecio los destinos de tantos dirigentes actuales, que creen estar pilotando la nave hacia su grandeza cuando su rumbo la lleva a una dársena de desguace. Allí no se hundirá bajo las olas, pero si la ocuparán otros timoneles y será completamente reconstruida”, me detengo en esta reflexión que da muestras de que, pese a todo, el escritor siempre mantuvo un sano optimismo.

Acompañar a José Luis Sampedro en su “Sala de espera” permite repasar sus ideas y acercarse a su fondo humanista, deudor de los pensadores clásicos. Sin duda, resulta interesante entablar un diálogo con él, partir de sus ideales y no desanimarnos ante la zozobra, pero donde de verdad, en mi opinión, esta obra se convierte en una delicia es en su primera parte, en el juego de los ríos que inventó Sampedro para jugar, para crear, junto a la también escritora Olga Lucas, la mujer para la que sonrió hasta el final. Esa primera parte se titula precisamente “Los ríos” y es el relato de dos infancias, las de los dos miembros de la pareja, el río José Luis y el río Olga, que siguieron su curso hasta confluir, pasado el tiempo, en una nueva y caudalosa corriente común, compartida.

“Ahora contemplo con desprecio los destinos de tantos dirigentes actuales, que creen estar pilotando la nave hacia su grandeza cuando su rumbo la lleva a una dársena de desguace. Allí no se hundirá bajo las olas, pero si la ocuparán otros timoneles y será completamente reconstruida”, me detengo en esta reflexión que da muestras de que, pese a todo, el escritor siempre mantuvo un sano optimismo.

Seguimos los pasos del Sampedro niño y entendemos su perfil de adulto, la forma de ser de un hombre que creció libre en el Tánger internacional, en la aceptación de otras creencias y culturas, en contacto con un mar y una playa que siempre fueron su paraíso perdido. Asistimos a sus primeros descubrimientos y pesares; a su viaje a la península, concretamente a Cihuela, un frío pueblo donde vivía su familia paterna, y del que habría de trasladarse a Zaragoza para proseguir sus estudios en un colegio de jesuitas, y nos damos cuenta de hasta qué punto su mirada se enriqueció con los contrastes. “El mar y los aires atlánticos, sustituidos por los cerros y el cierzo; el pluralismo religioso por la cerril ortodoxia (…) la libertad, en fin, maniatada por el orden establecido”.

En ese enclave el autor aprendió a observar la vida del campo, el repetitivo paso de las estaciones, el lenguaje de la naturaleza… Sampedro lo narra todo con sencillez, nos abre las puertas del niño que fue y nos introduce en el mundo paralelo de sus lecturas. Todo con esa sencillez, con esa limpieza de estilo que le caracteriza, con esa capacidad para acceder a los pozos de la memoria desde la emoción y la lucidez. Su infancia transcurrió por cauces tranquilos, de exploración, de aprendizaje, una actitud que nunca le abandonó. Y frente a ese cauce, el más accidentado de Olga, reconstruido por ella a partir del de él, a la búsqueda de esas coincidencias, de esas afinidades que llevaron finalmente a su encuentro en el municipio de Alhama de Aragón.

Precisamente en el trazado paralelo de las dos historias radica el encanto de esta entrega que derrocha autenticidad y en la que, además de acercarnos a Sampedro, descubrimos la sobrecogedora historia de Olga, hija de un comunista que, tras las derrota en la Guerra Civil, siguió la lucha contra el invasor nazi en Francia, vivió la experiencia de los campos de concentración y al finalizar la II Guerra Mundial, fue deportado a Checoslovaquia, país en el que su familia se reuniría con él en 1955, tras cinco años de separación y de penurias, y después de un viaje complicado, que nos traslada a un pasado no tan lejano. Un pasado que Olga Lucas recupera con indudable talento narrativo, con la fuerza y la intensidad de una biografía construida sobre el dolor, pero también sobre el afecto y las enseñanzas de la Historia.

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Empecé a leer “Sala de espera”, a disfrutar con las fotografías que se incluyen y que dan cuenta de las distintas edades de Sampedro, -que, por cierto: de niño era tan delgado y larguirucho como de mayor-, una mañana luminosa de domingo, tras un paseo que culminó en una terraza del barrio de Malasaña, en Madrid. Me sentía feliz por recuperar a un hombre del que sólo puedo recordar cosas buenas, por reconocer esa letra con la que solía mandarme tarjetones de agradecimiento tras una entrevista (el libro, bellamente editado, reproduce parte de sus apuntes, de sus bosquejos de escritura). Ahora dejo que todos esos  recuerdos entren en esta Ventana abierta a los ríos del aprendizaje, del autodescubrimiento, porque, en cierta manera, el proceso del autor coincide, en esa permanente búsqueda de sí mismo, con el recorrido de la poeta Chantal Maillard a través de los secretos de la India.

Desde esta Ventana observo, sí, el discurrir de los ríos que llegan a mí a través de los afluentes que se expanden en este número de “Lecturas” lleno de ciudades, de viajes, de memoria. Porque al ejercicio de la memoria que realiza Maillard, que realizan, a su vez, Sampedro y Olga Lucas, se une la mirada atrás de Vicente Valero, una mirada que rescata los recuerdos de cuatro de sus antepasados, cuatro biografías anónimas que adquieren sentido, que se salvan del olvido, gracias a la elevación de la literatura.

Y no quiero acabar sin citar otra lectura hermosa y recomendable: “Altar de la madre”, del escritor italiano Ferdinando Camon, una narración que se convierte, como la de Valero, en un homenaje a esos seres que no pasan a la Historia por sus hazañas públicas o por sus cargos, pero cuyo ejemplo de bondad marca el destino de sus descendientes. Me bastó leer el prefacio para sentirme cautivada por esta entrega biográfica de apenas 135 páginas, publicada por Minúscula. “Una persona buena, por más que sea miserable, inculta, analfabeta, malhablada, vaya mal vestida y descalza, sea casi anónima, alguien a quien nadie fotografió, escuchó ni agradeció nada, puede merecer la inmortalidad más que caudillos, banqueros, políticos, aventureros. No es la fuerza lo que salva a la humanidad, sino esa particular forma de amor que se llama bondad”.

A partir de ese principio, Camon, un escritor que, según reza en su biografía, ha recibido el elogio de figuras como Pasolini, Carver o Moravia, por una obra en la que ha narrado la crisis y la desaparición del mundo campesino y de las culturas ágrafas, rescata en esta ocasión dos episodios, uno de su madre y otro de su padre, que demuestran la grandeza de sus espíritus nobles en las difíciles circunstancias de la Europa en guerra, cuando un simple gesto de compasión, de ayuda a un perseguido, un mínimo salto de las reglas, podía significar jugarse la vida.

“Una persona buena, por más que sea miserable, inculta, analfabeta, malhablada, vaya mal vestida y descalza, sea casi anónima, alguien a quien nadie fotografió, escuchó ni agradeció nada, puede merecer la inmortalidad más que caudillos, banqueros, políticos, aventureros. No es la fuerza lo que salva a la humanidad, sino esa particular forma de amor que se llama bondad”, escribe el autor italiano Ferdinando Camon en “El altar de la madre”.

“Si cada cual hubiera vivido como la sociedad quiere, qué vida vergonzosa le hubiera tocado (…) Debe ser horrible ser un soldado, ser un empleado, ser un ciudadano obediente. Parece como si alguien de extraordinaria inteligencia y poder sobre el mundo hubiera entendido perfectamente lo que es justo y hubiera prescrito hacer y hacer que se haga todo lo contrario”, transcribo este fragmento y admiro la maestría para apresar la simplicidad, los pequeños detalles, del escritor italiano.

Camon escribe para recordar a sus padres, para mostrar ante el mundo su profundo agradecimiento y admiración, hacia ellos, y consigue emocionarnos. Pero su libro va más allá de eso: logra ahondar en el enigma de la vida y de la muerte desde la falta de temor, desde la comprensión del fin, de la desaparición, mostrándonos asimismo el camino para deslindar la verdad verdadera de la verdad aparente.

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Sala de espera”, obra inédita de José Luis Sampedro, ha sido publicada por Plaza&Janés.

“El altar de la madre”, de Ferdinando Camon, lo ha publicado Minúscula y ha sido traducido del italiano por Miquel Izquierdo

Las fotografías las firma Nacho Goberna © 2014

 

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Archivado en: De Diarios, Nº13 / Abril 2014, Una Ventana Propia

El otro, Borges y yo

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Jorge-Luis-Borges-en-1963-

Por Clara Obligado © 2014 / 

Hay un cuento de Borges, que se llama “El otro”, en el que el autor, ya viejo, se encuentra con un muchacho que es él, pero de joven. El texto dice: “al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma”. Así me siento yo al escribir estas líneas donde me veo con poco más de veinte años y a Borges muy anciano, casi en la proporción y distancia del cuento aunque, en realidad, no era tan viejo, tendría unos 70 y aún viviría una quincena más. Sucedió en Buenos Aires, y el clima de mi historia es el previo al golpe militar del general Videla, un tiempo convulso en el que la mayoría de los estudiantes situaba sus intereses en una lista que, casi siempre, comenzaba con la política y continuaba con la libertad sexual, para luego desaguar en todo lo demás.

En esos años, Borges se había jubilado en la Universidad de Buenos Aires. Como quería seguir enseñando, se dirigió a la Universidad Católica, donde yo cursaba mis estudios de Letras, para ofrecer sus servicios como profesor de Literatura Inglesa. Lo que sucedió entonces, a la luz de los hechos ulteriores, puede parecernos una escena absurda: como su agnosticismo era conocido, y el conservadurismo de la Universidad Católica pertinaz, su propuesta fue rechazada. Hoy parece imposible pensar que no se pusieran de rodillas pensando que un milagro acababa de suceder, pero así eran las cosas en aquél entonces. Borges era nuestro y, por tanto, centro de debates de todo tipo, tanto a favor como en contra, aún no había fraguado sobre su figura esa capa de bronce que lo protegería de las inclemencias de la historia. Como estaba contando, yo era joven, muy joven, y no particularmente borgeanaporque no lo había leído en profundidad, pero valoraba su escritura y sospechaba que, si lograba tenerlo como profesor, iba a vivir, cuando menos, una experiencia interesante. De modo que, junto con algunos alumnos de la universidad de diferentes colores políticos, redactamos una carta pidiendo que se lo admitiera. Y así, sin bombos ni platillos, casi por la puerta pequeña, llegó Borges a nuestra rutina de estudiantes.

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Recuerdo que me emocionó verlo entrar a nuestra clase. Vestía siempre un traje gris y corbata, se sentaba frente a nosotros y comenzaba a hablar del tema que le interesaba a él, que podía coincidir, o no, con lo que pautaba el programa. Era muy tímido, tremendamente amable, un poco tartamudo y, de pronto, se abría en una sonrisa casi infantil donde exhibía su placer por lo que estaba contando. Así, frente a la clase, con su portentosa memoria de ciego podía, a veces, pasarse horas recitando poemas en anglosajón. Nosotros, tan dados a los debates y a la protesta, lo escuchábamos en un silencio sacrosanto porque, ¿quién se atreve a interrumpir a un ciego que no puede ver tu mano levantada? ¿Quién era el valiente, quién la intrépida capaz de discutir con Borges? De pronto se cansaba, o se aburría de nosotros, y sacaba del bolsillo un reloj de oro que pegaba a un ojo para ver cuánto tiempo más tenía que soportarnos.

Pensando en esa escena, todavía me divierte imaginarme a mi misma, una chica ahora tan ficticia como el joven del cuento borgeano, sentada allí con mi minifalda, entre los peligros de la militancia y los amores desbordantes, lectora voraz de todo lo que me caía en las manos, sin entender, muchas veces, nada de lo que me contaba. Con él aprendí qué es un kenningar, o escuché, por primera vez, el ritmo bélico del verso anglosajón, sus cortantes hemistiquios. No creo que Borges pretendiera, seriamente, enseñarnos anglosajón. Tampoco creo que diera por hecho que lo comprendíamos. Posiblemente disfrutaba compartiendo aquello que recitaba, las sílabas trabadas y duras, explicando la compleja y, a veces, obtusa, construcción de las antiguas metáforas. Lo que sí nos quedaba clarísimo en esas clases era que la literatura resultaba, para él, una forma superior de la felicidad. Años más tarde esta lectura me haría comprender muchos elementos del ritmo de la prosa de Borges.

Borges vestía siempre un traje gris y corbata, se sentaba frente a nosotros y comenzaba hablar del tema que le interesaba a él, que podía coincidir, o no, con lo que pautaba el programaBorges. Era muy tímido, tremendamente amable, un poco tartamudo y, de pronto, se abría en una sonrisa casi infantil donde exhibía su placer por lo que estaba contando. Frente a la clase, con su portentosa memoria de ciego podía, a veces, pasarse horas recitando poemas en anglosajón.

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 Y así fue avanzando el curso. No sé si había un programa, lo cierto es que nuestro profesor siguió hablando con ese estilo suyo de darlo todo por sabido, compartiendo, como si fuéramos gente que estaba a su mismo nivel, filias y fobias, puesto que nunca dejó de darnos sus opiniones, tantas veces teñidas de mordacidad. Nada era solemne en Borges, mantenía una pasión por la literatura en la que siempre estaba presente la distancia crítica y el humor. Creo que suponía que, en nuestro destino de literatos, no era necesario enseñarnos lo evidente. De manera que, en lugar de leer a Shakespeare, leímos a Christopher Marlowe, nombres como Thomas de Quincey o David Garnett empezaron a poblar nuestras tertulias. Si algo aprendí con Borges fue a leer de otra manera, sin prejuicios sacralizadores, y a estudiar por mi cuenta las cosas que era obvio que debía saber. Borges fue uno de los pocos profesores que, a lo largo de esos años convulsos, nos contagió su entusiasmo y nos hizo sentir, aunque no lo éramos en absoluto, que éramos sus pares. Nos enseñó que la literatura consistía, ante todo, en una forma de vida. Son muestras de su actitud y su carácter las tardes de domingo en las que, durante 3 o 4 horas, reunía en su casa, de manera gratuita, a un grupo de estudiantes.

Si algo aprendí con Borges fue a leer de otra manera, sin prejuicios sacralizadores, y a estudiar por mi cuenta las cosas que era obvio que debía saber. Borges fue uno de los pocos profesores que, a lo largo de esos años convulsos, nos contagió su entusiasmo y nos hizo sentir, aunque no lo éramos en absoluto, que éramos sus pares. Nos enseñó que la literatura consistía, ante todo, en una forma de vida.

En el sexto piso de un sencillo apartamento de los años 30, Borges convivía con su madre. Sólo dos habitaciones, la de “madre” y la de Borges, con una cama pequeña, una silla, una biblioteca. En la sala, pues, con el sofá de espaldas a la ventana, se leía de manera no académica sino literaria, marcando afinidades, mapas, rutas a través de los libros. Mi amiga y compañera de facultad, Teresa Parodi, las describe así: “En general, elegía él lo que leíamos, pero también surgía de la conversación. Sobre todo poesía, a veces, algo de prosa. Se podía valorar cómo sonaba un texto, buscar similitudes y, si se encontraban coincidencias, se buscaba la fuente del parecido”. La generosidad de Borges con los jóvenes estudiantes no terminaba allí. Si teníamos que preparar un texto para su asignatura, nos recibía en la Biblioteca Nacional, donde trabajaba, y se tomaba todo el tiempo del mundo para escucharnos.

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Y vuelvo a verme, con mi seria pasión de los veinte años y “Memorias de un fumador de opio”  bajo el brazo, discutiendo cara a cara con el que, pocos años más tarde, perdido ya ese ingenuo fanatismo de la primera juventud, yo misma reconocería como el mejor escritor del siglo XX. Y ahí estaba Borges, sentado frente a mí, escuchándome con su caballeroso interés, asintiendo con la cabeza, como si mis teorías juveniles fueran lo más acertado del planeta; todo le parecía interesante y discutía puntos de vista, aceptaba, con su educada ironía, cierto nivel de contradicción y, me temo, de petulancia.

Cuando leí “Las ruinas circulares” me sentí representada en ese vasto colegio ilusorio en el que el aprendiz de fantasma presenta al maestro “ciertas perplejidades” en las que él adivinaba (o imaginaba) una inteligencia creciente. Una tarde, en la biblioteca, lo vi conversar con Victoria Ocampo. Allí se reunían, ella en alpargatas, como si fuera a la compra, y Bioy Casares, los tres conversaban, íntimos y cariñosos, como los viejos amigos que eran. Cuántas veces he envidiado esos tiempos en los que la literatura, lejos de las tensiones del mercado, era natural e importante, cuando el intercambio de libros y de opiniones era una forma cotidiana de la amistad y de la cultura.

Una tarde, en la biblioteca, lo vi conversar con Victoria Ocampo. Allí se reunían, ella en alpargatas, como si fuera a la compra, y Bioy Casares, los tres conversaban, íntimos y cariñosos, como los viejos amigos que eran. Cuántas veces he envidiado esos tiempos en los que la literatura, lejos de las tensiones del mercado, era natural e importante, cuando el intercambio de libros y de opiniones era una forma cotidiana de la amistad y de la cultura.

A veces, cuando vuelvo a Buenos Aires, paseo por la calle Florida y entro en la Galería del Este, ahora muy decaída, y veo la librería en la que se sentaba Borges para descansar y conversar un rato. Está muy cerca de su casa, cerca también de la que fue la casa de mi padre. Allí, me cuenta el librero, mientras rescato algún ejemplar de los libros que él recomendaba, se sentaba Borges para hablar de libros. Teníamos clase hasta las diez de la noche. A la salida de la facultad, siempre había alguien que venía a buscarlo, lo tomaba del brazo y lo acompañaba hasta su casa. ¿Quién era? Nadie en particular, era cualquier lector. Y Borges, con su bastón de ciego, se dejaba ayudar, seguía conversando, tal vez sobre el tema que había expuesto en clase.

Recuerdo que, cuando llegó el momento del examen final, recibí un sobresaliente. No porque me lo mereciera, sino porque él no concebía interrumpir a quien hablaba. Quizá el rato escuchando mi exposición apasionada sobre los temas que me había enseñado a disfrutar le hubiera hecho gracia, o tal vez, es muy posible, pensara que una conversación sobre literatura no se puede evaluar con una nota. Muchos años más tarde viajé a Suiza y visité su tumba, donde unos antiguos guerreros lo protegen y hay una frase tallada en la piedra: “y que no temieran”. Y recordé ese otro texto, “Borges y yo”, donde escribe: lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Sólo la madurez nos hace conocer los regalos de la juventud, valorar su importancia. Entonces, pensando en qué homenaje podía hacer a aquel hombre tan poco dado a los cañonazos del boato, dejé sobre su tumba una chocolatina: hace un frío tremendo en Ginebra.

 FIRMAS SUMERGIDAS | CLARA OBLIGADO
www.escrituracreativa.com

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Clara Obligado nació en Buenos Aires, donde estudió la carrera de Letras y, desde 1976, reside en Madrid. Ha dictado los primeros talleres de Escritura Creativa de España, actividad que desarrolla de forma independiente (www.escrituracreativa.com) y publicado varias novelas, colecciones de cuentos y ensayos. En 1996 ganó el premio femenino Lumen de novela por “La hija de Marx” y, en 2012, el premio Setenil de relatos al mejor libro de cuentos del año. Su antología de microficción “Por favor, sea breve” (Ed. Páginas de Espuma) es señera en la implantación del género en España. Como ensayista ha profundizado en temas relacionados con la mujer y es editora de nuevos narradores. Su obra ha sido traducida a varios idiomas y está siendo publicada en Argentina.

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Fotografía de Clara Obligado por Manolo Yllera

Créditos fotográficos del artículo:

• Fotografía 1: Jorge Luis Borges – 1963 – por Alicia D`Amico (1933-2001) . En dominio público.

• Fotografía 2: Jorge Luis Borges en 1940 – publicada en 1968 / Buenos Aires – En dominio público.

• Fotografía 3 y 4: Jorge Luis Borges – publicadas en 1968. Pertenecientes al libro “Historia de la Literatura Argentina Vol. I” – Autor desconocido – En dominio público. 

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Archivado en: De Literatura, Nº13 / Abril 2014, Pasiones

Vicente Valero: “Me reconocí en las palabras de Homero”

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Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Vicente Valero, poeta, biógrafo de Walter Benjamin y cultivador de libros de reflexión y de crónica viajera, debuta en la narrativa con “Los extraños” (Periférica), una entrega en la que, en cierto modo, como él mismo reconoce, confluyen todas sus corrientes creativas: el flujo intimista de sus versos, la vertiente investigadora de quien persigue las huellas dejadas por otros sobre el mapa del ayer, la irresistible atracción por los tránsitos, por la imprevisibilidad de los destinos. En este libro el autor sigue el rastro de cuatro de sus antepasados, cuatro personajes enigmáticos de los que oía hablar en su niñez y de los que quiso saber más para entender sus raíces y para percibir cuánto de ellos había en él: en el color de los ojos, en la amplitud de la sonrisa; en el gusto por la lectura; en los múltiples matices que forjan un carácter.

Recogiendo, como si fueran flores del campo, los recuerdos desparramados tanto en los valles más cercanos como en las lejanías, Valero (Ibiza, 1963) forja un bellísimo ramo hecho de querencias y de pérdidas, un ramo impregnado de cierta nostalgia, la nostalgia de lo no vivido; pero también de la frescura de lo que emerge, de lo que brota renovado. “Los extraños” podría leerse como cuatro episodios independientes, pero todos forman parte de la misma gavilla y juntos le otorgan un peso, un equilibrio que quedaría roto si faltara uno solo de ellos. El militar trasladado a África, donde coincidiría con Antoine de Saint-Exupéry; el ajedrecista profesional, de quien siempre ha conservado un pequeño tablero plegable de madera; el artista homosexual, que hubo de abandonar la isla para ser quien realmente quería ser, y el comandante republicano, hacia el que tanta admiración le transmitió su padre, son los protagonistas de una entrega que mezcla espléndidamente biografía y fabulación y que se convierte en un saludable ejercicio contra la desmemoria, un mal que no sólo ha afectado a la interpretación de la historia reciente sino al propio devenir de muchas familias.

“Porque es para no olvidar para lo que he venido hasta aquí, hasta estos paisajes que podríamos llamar también de la memoria y en los que miles de exiliados españoles vivieron y murieron, siempre con la esperanza de poder volver un día a su país, a su ciudad, a su pueblo, volver a ser lo que fueron y tuvieron que dejar de ser para siempre…”, escribe Vicente Valero en la última de las narraciones, que resulta especialmente esclarecedora y emotiva. Es imposible no conmoverse ante el viaje que emprende el autor tras los pasos, tras las cicatrices, de ese peculiar comandante de la II República – tío de su padre-, que antes de la guerra practicaba yoga, era vegetariano, amante de la teosofía y lector de Schopenhauer, y que, posteriormente, hubo de padecer “toda suerte de calamidades en los campos franceses de refugiados, después de haber sufrido la indiferencia, el desprecio por todo lo que para él había sido noble y sagrado, y finalmente el olvido”.

Esa narración evocadora, capaz de decirlo todo, de contar una vida y al mismo tiempo de abrir las heridas del pasado y de llevar al lector a reflexionar sobre el peligro de quienes en nombre del orden -ayer y hoy- pueden llegar a estrangular “las ideas y el pensamiento libre”, cierra el libro y le da su más alto sentido. Pero tampoco se sale indemne de las anteriores historias; tal vez porque derrochan autenticidad; tal vez por la mirada cercana, cómplice, que planea sobre todas ellas; tal vez por el acierto de un estilo sencillo, contenido, diáfano, que logra encontrar las palabras, los matices de emoción justos, a la hora de profundizar en lo sabido y en lo intuido, en las contradicciones de los personajes, en sus logros y en sus derrotas.

Es imposible no conmoverse ante el viaje que emprende el autor tras los pasos, tras las cicatrices, de ese peculiar comandante de la II República – tío de su padre-, que antes de la guerra practicaba yoga, era vegetariano, amante de la teosofía y lector de Schopenhauer, y que, posteriormente, hubo de padecer “toda suerte de calamidades en los campos franceses de refugiados, después de haber sufrido la indiferencia, el desprecio por todo lo que para él había sido noble y sagrado, y finalmente el olvido”.

- ¿Te planteaste desde un primer momento “Los extraños” como un ejercicio contra el olvido? ¿Sentiste la necesidad de ser el depositario de un legado?

- Si. Eso fue lo que me propuse desde un principio, escribir un libro donde depositar la memoria de mis antepasados, consciente de que nadie más podía atesorar ya los recuerdos sobre ellos, de que todos acabarían desapareciendo conmigo. Sucede así con todas las familias. Con cada generación las imágenes del pasado se van diluyendo. Yo tengo un hijo, pero él recordará lo que yo sea capaz de contarle, de transmitirle, como yo conservo las palabras de mi padre y él las del suyo. Los personajes de los que hablo son los desaparecidos de mis progenitores y yo soy el heredero de sus historias. Ese fue el planteamiento que me llevó a bucear en sus biografías, biografías que yo tenía idealizadas desde la infancia, porque me había llegado la admiración que cada uno de ellos había despertado en los miembros de la familia que permanecieron en la isla. Una admiración que estaba incluso por encima de sus posibles extravagancias o del desacuerdo en asuntos políticos, ideológicos. Cuando me puse a trabajar en esos perfiles fui consciente de que había más ausencias que presencias, de que tenía que llenar los silencios, dar sentido a los fragmentos sueltos.

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- El libro se articula en cuatro relatos independientes, pero hay un tono, una estructura común. En los cuatro, el narrador -Vicente Valero- parte del desconocimiento y avanza a través de la curiosidad y la indagación hasta llegar a iluminar unas vidas que dejan de ser un poco menos extrañas. Todos los personajes se marcharon de la isla de Ibiza y sobre todos ellos se proyecta esa mirada idealizada a la que te refieres.

- Las vidas que se narran son vidas menores, vidas de seres comunes, aparentemente insignificantes. Pero en todos ellos hay un relato de ambición, de valentía, de fracaso. Y se da la circunstancia de que ellos conocieron, estuvieron al lado de personajes que acabaron pasando a la Historia, como fue el caso de uno de mis abuelos, el teniente Pedro Marí Juan, que se encontró en 1927, en el cuartel de Cabo Juby (El Aaiún), con Antoine de Saint-Exupéry, el piloto y célebre autor de “El principito”, cuando éste aún no había publicado nada y fue hasta allí para ponerse al mando de un aeródromo. El hecho de que mi abuelo coincidiera y trabajara codo a codo con Saint-Exupéry en la construcción de hangares, fue una auténtica sorpresa para mí. Cuando descubrí esas confluencias me di cuenta de que estaba ante un hecho literario, ante un hecho que pertenecía al campo de la narración. No tenía opción; era casi obligatorio escribir sobre ello. Empecé por ahí y luego surgieron los otros tres retratos, donde también se dan roces,  relaciones de perfil, de mis familiares con personalidades de su tiempo. El tío artista, Carlos Cervera, por ejemplo llegó a actuar en una fiesta del Marajá de Kapurthala en Bombay y conoció a la “La Argentinita” y a otras figuras del flamenco; el tío Alberto tuvo como maestro al ajedrecista argentino Miguel Najdorf y, finalmente, el comandante Ramón Chico se codeó en las tertulias de su época con el filósofo Roso de Luna y con el mismísimo Valle-Inclán.

Las vidas que se narran son vidas menores, vidas de seres comunes, aparentemente insignificantes. Pero en todos ellos hay un relato de ambición, de valentía, de fracaso. Y se da la circunstancia de que ellos conocieron, estuvieron al lado de personajes que acabaron pasando a la Historia, como fue el caso de uno de mis abuelos, el teniente Pedro Marí Juan, que se encontró en 1927, en el cuartel de Cabo Juby (El Aaiún), con Antoine de Saint-Exupéry, el piloto y célebre autor de “El principito”

- En el fondo late la idea de que somos parte de lo que fueron quienes nos precedieron. La sensación de que no podemos desligarnos de ese legado, de que los que ya no están siguen formando parte de nosotros, los que hoy vivimos.

- Hay una pregunta que está en el origen del libro: ¿Qué hay en mí de ellos? Esa pregunta sobrevuela todo el rato la narración y la verdad es que tampoco he podido llegar a contestármela del todo. Lo que he hecho con este libro ha sido merodear en torno al sentimiento de lo que queda, de lo que permanece. En cada uno de los casos hablo de un objeto que fue de esos allegados y que ahora me pertenece a mí. Eso era lo que tenía: objetos, fotografías, recuerdos. A partir de ahí se trataba de tejer un relato entre la verdad y la sospecha.

-Todos los protagonistas emprendieron el vuelo, abandonaron la isla. El escenario de la isla es muy importante en “Los extraños”. Se trata de una geografía que propicia el aislamiento, desde el que constantemente se observan las partidas y llegadas de los que se van, de los que regresan o vienen de visita. Es una percepción diferente, que no se tiene en las ciudades.  “…) El mar -y más el mar de aquellos días- ponía a todos en su sitio y de qué manera…”, leemos en un momento dado.

-  Sí. Los que hemos nacido en islas somos muy conscientes de eso. En mi caso, el puerto era el lugar donde jugaba de niño, donde veía los barcos y era testigo de las despedidas. Por eso siempre he tenido muy presente el tema de los tránsitos. Es curioso, ahora pensamos en las islas como espacios turísticos a los que acude la gente, pero en el pasado no iba nadie; todo lo contrario: el destino de sus habitantes era irse y la realidad es que muchos de ellos no regresaban jamás. La nostalgia podía ser muy fuerte, pero el orgullo aún lo era más, sobre todo en el caso de los que no habían triunfado en sus nuevas vidas, de los que no se habían enriquecido, y habían de mostrar su derrota, su pobreza, a la vuelta. En cuanto a mí, la isla, todo lo que en ella sucede, es el espacio supremo de la ficción. La propia geografía, la intimidad que una persona establece con ese entorno limitado, todo se encamina hacia la ficción.

- ¿Por eso sigues viviendo en Ibiza?

- Salvo diez años que viví en Barcelona, siempre he estado en Ibiza. Es mi lugar, el espacio donde he nacido, donde he crecido, donde volví a reinventar mi manera de vivir.

- Aunque los relatos parten de lo personal e indagan en la memoria familiar, acaban teniendo un alcance colectivo. Por un lado, la complicidad es inevitable. ¿Quién no ha tenido extraños en su familia, seres que ha conocido de oídas, rodeados de un cierto halo de misterio? Y, por otra parte: A través de estos personajes se cuela la Historia de España. Es especialmente significativo el último, el del comandante republicano Ramón Chico, ese tío tan admirado por tu padre, que acabó exiliado en un pequeño pueblo del suroeste francés.

- No fue esa mi intención, pero era inevitable. No podía contar esa historia sin hablar de la Guerra Civil, de los vencidos de la contienda. El franquismo nos voló esa memoria, ejerció un poder contra ella. Y ahí está también la memoria personal de las familias que han aceptado el olvido, que han aceptado vivir de espaldas a ciertos acontecimientos, sepultándolos en el pasado, alejándolos de la realidad. ¿Cuántas familias no llegaron a abandonar, incluso a traicionar, a los de su propia sangre durante la guerra? Yo creo que todavía no nos hemos reconciliado con ese pasado y que esa reconciliación no debe producirse por decreto, sino que deben ser las propias familias las que busquen y recuperen su memoria. Tenemos que poder hablar de nuestros extraños, aceptarlos como eran en nuestra propia historia y en nuestro propio mundo.

El franquismo nos voló esa memoria, ejerció un poder contra ella. Y ahí está también la memoria personal de las familias que han aceptado el olvido, que han aceptado vivir de espaldas a ciertos acontecimientos, sepultándolos en el pasado, alejándolos de la realidad. ¿Cuántas familias no llegaron a abandonar, incluso a traicionar, a los de su propia sangre durante la guerra? Yo creo que todavía no nos hemos reconciliado con ese pasado.

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- El viaje, el sentido del viaje como búsqueda, como pesquisa, es una parte fundamental del libro. En las dos historias intermedias, la del bailarín homosexual y la del ajedrecista, son los personajes los que regresan a la isla y dejan el rastro de sus vidas; pero en el primero y el último, tuviste que salir en busca de información, de pistas.

- Sí. Para poder escribir el libro fue necesario que hiciera dos viajes. Uno a África, a El Aaiún, tras el rastro de mi abuelo militar, el que se encontró con Saint-Exupéry. Si no hubiera ido hasta el cuartel de Cabo Juby no hubiera podido imaginar hasta qué punto aquel es un lugar absolutamente desolado, tan inhóspito que, como digo en el libro, por él no querrían pasearse ni las almas de los ahogados. Y, sin embargo, por lo que se deduce de las pocas cartas que se conservan, allí mi abuelo también encontró momentos radiantes. Respecto a mi visita al pueblo francés de Lisle-sur-Tarn, donde reposa el comandante Ramón Chico, sospechaba que el lugar poco podía haber cambiado y necesitaba recrear el ambiente, pasear por las mismas calles que él, respirar el mismo aire.

[Esta entrevista tuvo lugar en el bello y recoleto Jardín del Príncipe de Anglona (Plaza de la Paja), en el barrio madrileño de La Latina, un lugar por el que el escritor ibicenco siente predilección. “Me gusta leer en exteriores, aunque normalmente prefiero los espacios privados a los públicos”, confesaba mientras sacaba del bolsillo un ejemplar de “El territorio interior”, del poeta, historiador del arte y crítico francés Yves Bonnefoy. “Siento inclinación por los libros que mezclan distintas disciplinas y en este caso el autor recurre al lenguaje de la poesía para hablar de la importancia que ha tenido para él el arte. Creo que el resultado nos acabará interesando más a los poetas que a los académicos”, proseguía Valero. Al recrear ahora sus palabras, el escenario, el encuentro, no puedo evitar pensar en la adecuación de todos los elementos; empezando por el título del libro elegido: “El territorio interior”, a la personalidad de Valero, un hombre tímido en cuya mirada, gestos y ademanes huidizos se percibe la extrema sensibilidad de quien permanece volcado hacia sus adentros.]

-   ¿Qué primeras lecturas recuerdas?

- Si soy sincero, la verdad es que no conservo recuerdos muy diáfanos de mis lecturas más tempranas. Hay alguna novela de Salgari por ahí, pero no me consta haber leído a Julio Verne, por ejemplo. El libro que sí tengo claro es el “Romancero gitano”, de Federico García Lorca. Me marcó el ritmo de su escritura. Y también conecté desde muy pronto con la poesía de Bécquer y con la de Juan Ramón Jiménez, a los que llegué influenciado por mi padre, que solía leerlos. Un poco más tarde descubrí a Homero, que para mí fue muy importante. Me reconocí en su mundo, en sus palabras. Era como si allí estuviesen mis primeros viajes en barco, mis propias sensaciones, mi entorno. También yo quería escribir de esos mismos asuntos, más allá de cuestiones técnicas y estéticas. Era una especie de identificación, de reconocimiento, como si yo conociera muy bien todo aquello de lo que hablaba Homero. Le entendía mejor que a Cernuda, que siempre me ha gustado mucho.

- ¿Te sientes parte de la tradición mediterránea?

- En efecto. También siento inclinación por el griego Giorgos Seferis o por otros poetas turcos e italianos. La tradición mediterránea es muy rica, muy variada. Se parte de un tronco, de una geografía común, pero cada cual construye su propio Mediterráneo.

- Es indudable que Walter Benjamin, del que has escrito una biografía y has preparado un volumen con sus cartas ibicencas, es fundamental en tu trayectoria.

- Lo es. Cuando Walter Benjamin se cruzó en mi vida me hizo ver las cosas de otra manera, me transformó la mirada. La investigación que realicé sobre él ha planeado en todo lo que he hecho posteriormente. Reconozco esa mirada hacia atrás donde uno no ve más que un montón de ruinas, de fragmentos que hay que ir recomponiendo.

Cuando Walter Benjamin se cruzó en mi vida me hizo ver las cosas de otra manera, me transformó la mirada. La investigación que realicé sobre él ha planeado en todo lo que he hecho posteriormente. Reconozco esa mirada hacia atrás donde uno no ve más que un montón de ruinas, de fragmentos que hay que ir recomponiendo.

- Cuando estás en Ibiza, ¿dónde te gusta leer, frente al mar?

- No. Vivo en la Ibiza interior, no en la de la costa. Leo mirando al bosque, no al mar. Y no tengo momentos especiales. Me gusta adentrarme en un libro en cualquier ocasión, a cualquier hora.

- ¿Qué libro recomendarías para afrontar el presente?

- Un ensayo que he leído recientemente, “El silencio de los animales”, de John Gray. Merece la pena, pese a su pesimismo extremo. Se cuestiona el progreso desenfrenado, todos esos mitos que tanto tienen que ver con la crisis actual. Walter Benjamin ya reflexionaba sobre ello, sobre el precio que se tiene que pagar por la realización de todas esas cosas que habían alimentado la imaginación en el pasado. Él señalaba que, precisamente, una de las características del progreso es hacer del pasado un montón de ruinas. Gray dice que, probablemente, las dos guerras mundiales por las que hemos pasado fueron necesarias para que progresara el progreso. Nadie se quiere posicionar en contra, pero está claro que el progreso tiene sus víctimas y sus límites.

- ¿Una asignatura pendiente?

- Muchas. Se me ocurren todas y ninguna en concreto.

- ¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?

- Mucha poesía, toneladas de poesía y, desde luego, a Homero.

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• Las fotografías las firma Karina Beltrán.

 “Los extraños” ha sido publicado por la editorial Periférica.

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Archivado en: De Literatura, Leyendo con, Nº13 / Abril 2014

Rodrigo Fresán: “El genoma de la ficción existe”

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Rodrigo Fresán. 2014© Nacho Goberna (3)

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

“La parte inventada”, la última novela de Rodrigo Fresán, es la historia de un escritor que decide desaparecer después de haber logrado el éxito. Un escritor que de niño, sin saberlo, ya estaba destinado a convertirse en contador de ficciones. “La parte inventada” es también la historia de un joven que filma un documental para reconstruir la trayectoria de ese escritor y que, en el fondo, desea ser como él, dedicarse a poner palabras a los incomprensibles huecos de la vida. Ese joven hurta de la casa del escritor una especie de talismán, un juguete querido, mágico, que tiene mucho que ver con los orígenes, con el comienzo y el desarrollo de todo lo que ha de acontecer. Y hay un “sitio donde termina el mar para que pueda empezar el bosque” y un extraño museo “bajo un cielo inmenso”. “La parte inventada” es eso y mucho más y, por tanto, resulta absurdo ponerle límites argumentales, acotarla en un resumen.

Fresán, autor de títulos como “Trabajos manuales” o “Jardines de Kensington”, ha construido en esta ocasión una obra extraña, intensa, reflexiva, interrogadora, compleja, a tramos apabullante. Una obra cargada de literatura, de relatos dentro de relatos, idónea para adictos a la lectura, para todos aquellos que disfrutan asomándose a esas geografías secretas donde nacen las fabulaciones. Podemos imaginar al autor como uno de esos antiguos viajeros emprendiendo una larga travesía. Viajeros con sus pertenencias dentro de pesados baúles que llevaban de una región a otra del ancho mundo. Podemos imaginar el baúl abriéndose en cualquier puerto de llegada y cientos de libros cayendo al suelo ante la mirada sorprendida de su dueño, incapaz de evitar que de las páginas de esos libros salieran a empujones personajes de todo tipo, personajes amados emprendiendo la huida, llamados a convertirse en los nuevos pobladores de ciudades imaginadas.

Fresán (Buenos Aires, 1963, afincado en Barcelona desde 1999) ha levantado una novela a su medida. Una novela en la que se permite hablar de sí mismo, de sus manías, de sus obsesiones, y al mismo tiempo de todos esos escritores que forman parte de su vida y que le acompañan con sus obras maestras, pero también con sus rarezas y misterios. “La parte inventada” es la historia de un escritor, de muchos escritores, de la parte de escritor que todos llevamos dentro, y en ese sentido puede resultar mitificadora, pero es, asimismo, una crítica ácida de un presente “banal”, un presente de lectores demasiado sumisos y de jóvenes autores que al protagonista le parecen “fascinados con su propia voracidad, famélicos por captar followers y like con un apetito insaciable”.

El lector que franquee las puertas de esta novela en la que el peso de la erudición, de las referencias constantes, se va aligerando con frecuentes pinceladas de humor, el mismo humor que derrocha el autor y que le lleva a dar la vuelta a las cosas con ingenio, a hacerse preguntas y más preguntas insólitas; el lector, decía, que siga adelante, deseoso de ir despejando, aclarando, el camino, se verá reflexionando sobre la identidad, los lazos afectivos, el miedo al compromiso, la muerte. Temas que laten en el fondo de una entrega que, efectivamente, parte de la literatura, pero no de la literatura como una actividad ajena, desligada de la vida, sino todo lo contrario; la literatura como senda paralela, o mejor, como parte esencial de su discurrir.

“La parte inventada” es la historia de un escritor, de muchos escritores, de la parte de escritor que todos llevamos dentro, y en ese sentido puede resultar mitificadora, pero es, asimismo, una crítica ácida de un presente “banal”, un presente de lectores demasiado sumisos y de jóvenes autores que al protagonista le parecen “fascinados con su propia voracidad, famélicos por captar followers y like con un apetito insaciable”.

Todas las citas que el autor toma como arranque de su historia tienen que ver con esto. Así, una de Michael Ondaatje: “Hay una historia, siempre delante de ti. Apenas existiendo. Sólo gradualmente te acoplas a ella y la alimentas. Descubres entonces el caparazón que contendrá y pondrá a prueba tu carácter. De este modo encuentras el sendero de tu vida…”. O ésta otra, de Norman Maclean: “No tenía aún la menor idea de que, a veces, la vida se vuelve literatura; no por mucho tiempo, desde luego, pero sí el tiempo suficiente para ser lo que mejor recordamos…”

- El escritor de su novela se cuestiona por qué nunca le preguntan cómo se le ocurrió la idea de ser escritor. Partiendo de ahí, la primera pregunta de esta entrevista es obligada. ¿Cómo se le ocurrió a Rodrigo Fresán la idea de ser escritor?

- Bueno, realmente no lo sé. Escribí el libro un poco para responderme  y para responder inventando la respuesta. Dicho esto, lo cierto es que, desde que tengo memoria, yo nunca tuve un plan B. Muchos amigos me reprochan graciosamente el que en mis libros haya siempre escritores; incluso me desafían a que escriba alguno en el que no aparezca ninguno. Debo decir que lo intento, pero, inmediatamente, a las pocas páginas, fracaso, y eso sucede porque, hablando en un sentido cronológico, tengo una idea muy infantil, muy romántica, de la vocación literaria. La verdad es que siempre me he considerado un privilegiado. Son contadas las personas que no se ven obligadas por la vida a renunciar a su primera vocación en nombre de terminar siendo otra cosa. Y por primera vocación me refiero al deseo de ser barman, jugador en la selección de fútbol, piloto de Fórmula Uno o cualquier otra cosa que pueda atraer en la infancia. Yo quería ser escritor. Me recuerdo perfectamente a los cuatro años, antes de entrar en el colegio primario, contando los meses, los días, las horas y los minutos, para que me enseñaran a leer y escribir y poder ser escritor finalmente.

- Supongo que el ambiente familiar contribuyó en gran medida a alimentar esa inclinación tan temprana.

- Por supuesto. Mis padres pertenecían a la intelectualidad argentina de los años 60, a la clase media intelectual que fue muy poderosa en ese momento. En mi casa entraban y salían escritores constantemente. Como diseñador gráfico mi padre hizo muchas portadas de libros, entre ellas una para Cortázar y otra para  Borges. A Borges lo veías todo el tiempo si vivías en Buenos Aires. Salías a la calle para verlo pasar y podías hablar con él. Yo lo hacía e incluso una vez me tropecé con él y me lo llevé por delante; casi lo mato. Eso lo cuento en “Historia argentina”, mi primer libro. Fue un episodio traumático y verídico. En mi biografía también es importante Paco Porrúa, el compañero de mi madre tras separarse de mi padre. Porrúa, editor de “Rayuela” y de “Cien años de soledad”, fue el fundador de Minotauro, y por lo tanto, yo tenía a mi disposición, gratis, todos los libros del sello y del género de la ciencia-ficción. De ahí que la ciencia-ficción sea un perfume constante en todas mis obras. Yo siempre digo que no había ningún bufete de abogados que heredar, ni ningún consultorio odontológico con una clientela que seguir atendiendo, pero sí mucha literatura.

Rodrigo Fresán. 2014© Nacho Goberna (5)

- Una vez te oí hablar de que tus estudios académicos no fueron nada convencionales. De hecho en “La parte inventada” hay una alusión a cuando fuiste expulsado del colegio y, en vez de decírselo a tus padres, te seguiste levantando todos los días para ir a clase, cuando en realidad lo que hacías era acudir a la biblioteca.

- Ciertamente mi historial académico fue muy accidentado. Hoy, para la ley argentina, yo soy semianalfabeto. Sé leer y escribir, pero no tengo la primaria terminada. Entre otras cosas, tuve que hacer parte en Venezuela porque nos tuvimos que ir a causa de los militares. En cuanto a ese episodio del que hablas, fue así. Donde realmente me eduqué fue en la biblioteca. Si yo hubiera hecho el secundario y lo hubiera terminado, me esperaba estudiar periodismo, lo cual era ridículo, o estudiar Filosofía y Letras, que no sé si era igualmente ridículo teniendo en cuenta que yo no quería ser filósofo ni académico, que lo que quería era ser escritor. O sea, que todos los accidentes, en perspectiva, resultaron ser providenciales y narrativamente correctos. En mi novela yo me invento un momento epifánico en el que el protagonista decide tomar el camino de la escritura, pero en mi caso no existió tal momento. Esa predisposición siempre estuvo ahí.

- En todos los libros de Rodrigo Fresán salen escritores, cierto, y eso no deja de ser curioso, ya que normalmente nos llama la atención aquello que no conocemos. ¿Hasta qué punto esa obsesión por el propio quehacer tiene que ver con el hecho de que las fuentes de esa actividad creativa no acaban de ser comprendidas?

- Bueno, cuando uno acaba comprendiendo algo pasa a otra cosa y a mí no me interesa pasar a otra cosa. Considero que la literatura, la gran literatura, y algunos de los artistas que más me gustan, son clásicos porque no se agotan. Ahí está la famosa definición de Calvino de que algo es clásico cuando puedes volver constantemente a ello y encontrarle nuevos elementos que no habías visto antes. Y respecto a las obsesiones, a por qué nos obsesionamos con algo, yo creo que las obsesiones tienen que ver con la toma de conciencia de los límites del tiempo, de los límites de la propia vida dentro de ese tiempo limitado. Cuando eso sucede, te vas quedando con la persona que quieres salvar del naufragio y vas subiendo a tu bote a aquellos con los que mejor te llevas. Hay una frase de Nabokov, un escritor que está muy presente en este libro, que, como actitud literaria, a mí me gusta mucho. Él decía que la realidad está sobrevalorada, que no es finalmente más que especialización y que, si bien todos vivimos en una especie de realidad neutral, que puede ser como la Suiza de todas las realidades, donde nos movemos y nos encontramos, luego está la realidad de cada uno y de los intereses de cada uno. En ese sentido, mis intereses están bastante claros, y si de algo me enorgullezco, a lo largo de mi carrera, es de haber conseguido transmitir cierto gusto por libros y por autores que algunas personas desconocían. Me parece que la literatura es eso, que la práctica de la literatura tiene que ver con eso. En cierta medida es una actividad, una actitud, muy evangélica. Has de andar predicando la buena nueva todo el tiempo.

Si de algo me enorgullezco, a lo largo de mi carrera, es de haber conseguido transmitir cierto gusto por libros y por autores que algunas personas desconocían. Me parece que la literatura es eso, que la práctica de la literatura tiene que ver con eso. En cierta medida es una actividad, una actitud, muy evangélica. Has de andar predicando la buena nueva todo el tiempo

- ¿Hasta qué punto, en un momento como el actual, tan tecnologizado, donde las humanidades están siendo cada vez más arrumbadas, los escritores pueden ser vistos como una especie de héroes?

- No lo sé. Yo creo que estamos en una época muy informatizada, muy electrificada, y que en tales circunstancias cuentan con mi admiración  todos aquellos que siguen proponiendo historias y que las proponen de una manera particular, no de un modo simplemente esquemático,  cercano al cine o a la televisión. Hay lectores que salen corriendo cuando ven una frase de veintisiete líneas llenas de paréntesis. Yo salgo corriendo cuando leo una frase que dice: “Giró sobre sus talones, abrió la puerta y salió”. No me interesa ese tipo de literatura. Para hacer eso ya existen otros medios. Reconozco que yo tengo una actitud místico-romántica-fetichista acerca de la figura del escritor, pero también debo decir que a mí me gusta cada vez más escribir y cada vez menos ser escritor. La figura del escritor como tertuliano, opinólogo absoluto, festivalero, mesaredondero, cada vez me cansa más. Con el tiempo me he vuelto más selectivo y puntilloso respecto a los lugares a los que tengo que ir y hago la promoción de mis libros cuando toca. No puedo pasar, no puedo hacerme el loquito porque no soy Thomas Pynchon ni Cormac McCarthy, aunque finalmente McCarthy acabó yendo al show de Oprah, así que tampoco nos confundamos. La verdad es que toda la parafernalia literaria no me interesa. Me lo paso muy bien escribiendo. Para mí el momento en que termino un libro es una especie de suspiro de alivio, pero, inmediatamente, ante el hecho consumado, siempre pienso que podría haber prolongado un rato más el proceso, porque ahí me sentía realmente bien.

- Apenas se comienza la novela se hace referencia a “muchos de los lectores de hoy”. Se les califica como “lectores electrocutados, acostumbrados a leer rápido en pequeñas pantallas”. ¿Te parece una buena idea arremeter contra quienes deben sentirse motivados a adentrarse en “La parte inventada”?

- Bueno, es una advertencia. No quiero que nadie venga después y me diga: “Oye, qué complicado tu libro, no pude leerlo”. Bueno, eso ya podía saberlo desde la primera página. Con abrir el volumen en la librería y ojearlo un poco, un lector ya sabe si es para él o no. Me parece que es un acto de sinceridad por mi parte y me parece que la escritura compleja del primer tramo del libro también es una especie de peaje. Creo que era Umberto Eco quien decía en las apostillas a “El nombre de la rosa” que toda novela tiene que ser como ir subiendo una montaña para llegar al monasterio, y que el lector debe pagar un peaje por ello. Yo considero que más bien se trata de cobrar ese peaje, no de pagarlo. Y me remito a mi propia experiencia. Cuando, con esa especie de soberbia juvenil que uno tiene, intenté leer siete veces “En busca del tiempo perdido”, antes de poder hacerlo, y cuando, finalmente, me sentí a la altura de ese libro como lector, el placer puro que me inundó fue algo que, todavía, a día de hoy, me parece sublime. Con “Moby Dick” y con dos o tres libros más llegué a experimentar lo mismo, pero no sé si es posible que vuelva alguna vez más a ese punto. Por un lado me digo que he tenido mucha suerte por haberlo vivido y, por el otro, me lamento de no tenerlo por delante. Pero volviendo a la pregunta, creo que el mundo está lleno de libros y que hay libros para todos. En la novela hay un momento en el que se dice que los lectores del  “Ulises” de Joyce son siempre los mismos, y eso yo lo siento así, pero también entiendo que la crisis pasa por los best-sellers. Los best-sellers son cada vez peores. Si tú pones a Morris West o Irving Wallace al lado de Dan Brown, te das cuenta de la diferencia, y lo mismo pasa cuando comparamos “El resplandor”, de Stephen King, o “Entrevista con el vampiro”, de Anne Rice, que son obras maestras de la literatura popular, con las sagas de vampiros de ahora. No hay parangón. Éstas últimas no sólo me parece que estén mal escritas sino que están llenas de estupideces. ¿A quién se le puede ocurrir que los vampiros salgan de día y vayan al colegio secundario? ¡Por amor de Dios!. Suelo plantearme cosas de este tipo constantemente y también suelo preguntarme, por ejemplo, cuánta de la gente que leyó “Tiburón” fue después a “Moby Dick” para seguir la estela de los monstruos marinos. Lo realmente interesante se da cuando los vasos comunicantes funcionan.

-  Pese a sus advertencias y críticas, si algo es esta entrega es un gran homenaje a la lectura y a los lectores.

- Ante todo es un acto de agradecimiento. Yo me siento muy afortunado de poder hacer lo que hago y de poder seguir haciéndolo. Me siento afortunado de poder seguir comprándome libros y de no sentir la necesidad de descargarlos, algo que no me gusta absolutamente nada. Una vez un amigo me dijo que para mi cumpleaños me iba a regalar una descarga y me sonó horrible. Pero, qué es eso?, le pregunté. Para mí la experiencia del libro comienza en el momento en que me llaman de la librería para decirme que ya tienen el ejemplar que he pedido, cuando voy a buscarlo y vuelvo a casa ojeándolo. Y también cuando acabó  comprando un libro que no tenía previsto adquirir. Todo eso no se da con el libro electrónico. Ahí se pierde por completo la capacidad de sorpresa.

Los best-sellers son cada vez peores. Si tú pones a Morris West o Irving Wallace al lado de Dan Brown, te das cuenta de la diferencia, y lo mismo pasa cuando comparamos “El resplandor”, de Stephen King, o “Entrevista con el vampiro”, de Anne Rice, que son obras maestras de la literatura popular, con las sagas de vampiros de ahora. No hay parangón. Éstas últimas no sólo me parece que estén mal escritas sino que están llenas de estupideces. ¿A quién se le puede ocurrir que los vampiros salgan de día y vayan al colegio secundario? ¡Por amor de Dios!

- En un momento de “La parte inventada” se habla de la necesidad de regresar a la novela del XIX para volver a respirar otra vez y para aprender la lentitud.

- Sí. Yo creo que la lentitud es un gran placer. A veces me pregunto cómo habrá sido leer a la luz de las velas. Sé que es una idea un poco snob y quiero dejar claro que bendigo la luz eléctrica y que para nada quiero volver a aquello; aunque también es cierto que no descarto la posibilidad porque me parece que la atmósfera está tan saturada de electricidad que algo va a pasar, que no podemos seguir eternamente así. En mi libro anterior, “El fondo del cielo” decía que el mundo iba a terminar porque todos acabaríamos electrocutados… Bueno, volviendo a la novela del XIX, en ese tiempo la novela respondía a una necesidad social que ya no tiene que cumplir. En el siglo XIX había gente que se moría en la cama donde había nacido; la gran mayoría en la misma casa. Esa gente podía vivir a treinta kilómetros de Londres y no ir a Londres en toda su vida. El mundo llegaba entonces a través de las novelas. En los relatos populares de la época esto se ve claramente, ya que siempre el capítulo de acción se acompaña de otro a modo de descripción documental. El escritor tenía la obligación de crear un mundo completo porque era eso lo que se le pedía. Ahora esa función ya no es necesaria. Mi hijo tiene siete años, no fue nunca a Nueva York, pero se lo sabe todo, llega a identificar los edificios y, si te descuidas, hasta puede saber el año en que fueron construidos. Ahora, el estilo es el campo en el que debe emplearse el escritor. Yo soy un gran defensor de la escritura con estilo porque es en el único terreno donde la literatura puede vencer a todo lo demás, a esas construcciones tipo: “Giró sobre sus talones, abrió la puerta y salió”. Me parece que ahí es donde hay que dar la batalla y la talla, las dos cosas.

Rodrigo Fresán. 2014© Nacho Goberna (4)

- Sin embargo, leemos las grandes novelas del XIX y vuelven a resultarnos apasionantes.

- Sí. Son apasionantes, pero tienen una cosa que a mí no deja de causarme cierta gracia. El XIX fue la época de las grandes novelas realistas, y para mí no hay novelas más irreales que esas. La disposición dramática de los acontecimientos, el tiempo en el que transcurren, es completamente falso. La linealidad es falsa. Es mucho más realista este libro mío, en cuanto a cómo nos movemos, pensamos y percibimos las cosas, que “Anna Karenina” o “Madame Bovary”. Para nada es mejor que esas grandes novelas; hay que decir las cosas como son, pero en cuanto a su discurrir en el tiempo… (risas) Sin embargo, ahí está  “Moby Dick”, que también es del  XIX y que está mucho más cerca de nosotros en ese aspecto, o “Tristram Shandy”. Incluso “Don Quijote”, sin ir más lejos, que es bastante anterior, ya tiene elementos metaficcionales, vanguardistas, recursos absolutamente modernos. Todo esto resulta muy interesante.

- Da la impresión de que todo el tiempo estamos dando vueltas al tema de la realidad y la ficción. Su novela alude a ello ya desde el título.

- Así es. Confieso que de lo más orgulloso que estoy, de todo lo que he escrito en mi vida, es del título de este libro. Puede que sea lo más cerca que voy a estar nunca de la genialidad. “La parte inventada” me parece un gran título. Pude comprobarlo, y me resulta muy cómico, cada vez que lo comentaba con mis amigos escritores. Se me quedaban mirando y su cara me lo decía todo. Salvando las distancias, cuando a mí se me ocurrió este título me pasó algo similar a lo que cuenta Paul McCartney del día que compuso “Yesterday” de un tirón. Empezó a llamar a amigos para tarareársela, porque no podía creer que esa melodía no existiese y que no fuese un clásico. Del mismo modo yo me puse a buscar en google, en los idiomas que domino, “La parte inventada”. Estaba seguro de que existiría un libro de ensayos de Thomas Mann, o algo por el estilo, con ese título. No podía entender que a nadie se le hubiese ocurrido cuando se trata, en efecto, de una de las preocupaciones centrales, no sólo de los escritores, sino también de los lectores, que siempre están preguntando acerca de lo que es de verdad y lo que es de mentira en una novela. Hay reflexiones muy atractivas, pero también actitudes demenciales respecto a esto. A mí una vez se me acercó una persona a decirme que no leía ficción porque no le gustaba que le contasen mentiras. Es una versión un poco extrema, pero hay gente que dice que lee Historia o novela histórica porque por lo menos aprende algo. En cualquier caso, sí, es una preocupación tanto de los lectores más simples como de los más sofisticados. Y también de los grandes escritores. No sé cuántos cuentos tendrá Henry James sobre el tema de lo que es o no es real.

- Y, por otro lado, la vida de cada cual está impregnada de ficción, de historias que nos contamos a nosotros mismos.

- Bueno, es que cuando recuerdas escribes. Hay una anécdota de Forster que a mí me gusta mucho. Creo que está discutiendo con Isherwood y que éste le dice que tiene que enfrentarse a los hechos.  Forster le contesta que no puede porque la realidad es una habitación con cuatro paredes y que él es capaz de ver una, las otras dos por el rabillo del ojo y la de atrás para nada. La verdad es que uno siempre está viendo partes y con esas partes intenta hacer su construcción, su relato. Es el caso típico es el de los matrimonios. Cada miembro de la pareja tiene su versión de la vida en común y a veces es mejor no enterarse siquiera de lo que piensa el otro porque podría ser tremendo. Así pasa con todo. Cuando haces memoria, eliges y cuando eliges, inventas y cuando inventas, escribes.

- La primera parte de la novela, cuando el protagonista es el niño, es como un preludio, un preludio que al final se convierte en colofón.

- Entre mi música favorita están “Las variaciones Goldberg”, de Bach, que uso mucho para escribir. Me gusta la estructura del aria, las variaciones y la coda. Es una estructura que se repite en todos mis libros y aquí también, donde al final se vuelve sobre el niño y sobre la escena de la playa. Esto se corresponde también con dos experiencias muy poderosas que yo tuve de niño: cuando escuché por primera vez la canción “A day in the life” de los Beatles, con ese sonido, esas tres partes, ese crescendo orquestal, y cuando vi “2001, una odisea espacial”, que está también armada en tres secciones.

-  El juego también es muy importante en la novela. Es una obra muy experimental, en la que unas historias se van metiendo dentro de otras.

- Yo no creo que sea experimental sino muy realista, porque es así se organiza la vida. A mí “Rayuela”, por ejemplo, me parece una obra más extrema. Yo no te diría que este libro lo leyeras en el orden que quisieras. Hay un orden pensado que no debería ser alterado. William Burroughs señalaba que “se llama a algo experimental cuando el experimento salió mal”. Así que yo trato de no sentirme experimental.

- Hay algo de psicoanálisis en la manera de acercarse, de bucear, en las motivaciones de ese niño que acabará siendo escritor y que debe enfrentarse a la separación de sus padres, que ya se hace patente mientras los tres están en la playa: el niño jugando y pensando en otras cosas para no asumir lo que está a punto de suceder;  los adultos leyendo cada uno un ejemplar de la misma novela, “Suave es la noche”, de Fitzgerald, que tanto refleja la situación que viven…

- Bueno, yo nunca me he psicoanalizado, aunque mi madre es psicoanalista. Sí he leído los libros de Freud, no los teóricos, pero sí los de casos clínicos, que como literatura son muy buenos. “El hombre de los lobos”, “El hombre de las ratas”, “El caso Dora”… Todo eso me parece muy bueno. Para nada estoy de acuerdo con Nabokov, que detestaba el psicoanálisis, lo situaba en el terreno de las supersticiones y decía que no entendía cómo la gente quería solucionar sus problemas cotidianos con reescrituras de los mitos griegos. Para él lo de Edipo y demás, no tenía ningún valor. Yo sí se lo concedo y creo que el psicoanálisis no podría existir sin la novela, sin la ficción. Pero no partí de ahí. Mi madre está leyendo el libro ahora, cosa que no hizo mientras lo escribía, y me imagino que se está cuestionando todo esto. Pero yo no hago una lectura psicoanalítica. Mi preocupación es estrictamente literaria. Lo que me interesa es que la trama se organice bien.

- Últimamente me estoy encontrando con muchas novelas que parten de la biografía del escritor sin disimulo. Novelas que hablan del proceso de creación, de la lectura, y que transmiten la idea de la literatura como una experiencia transformadora, consoladora.

- Bueno, en el “Quijote” se trata de una experiencia enloquecedora, pero también se refleja la cordura absoluta, la iluminación definitiva que llega después de la locura. Yo aquí vuelvo a decir lo del principio. En mi caso la literatura estaba ahí, desde los comienzos. Hay muchos escritores que indagan en ello desde una actitud casi programática, casi ensayística, pero en mi caso es lo que he pensado siempre, lo que he ido desarrollando con un mayor nivel de sofisticación, de complejidad, a lo largo del tiempo.

Nabokov detestaba el psicoanálisis, lo situaba en el terreno de las supersticiones y decía que no entendía cómo la gente quería solucionar sus problemas cotidianos con reescrituras de los mitos griegos. Para él lo de Edipo y demás, no tenía ningún valor. Yo sí se lo concedo y creo que el psicoanálisis no podría existir sin la novela, sin la ficción.

- Pero hay mucha teoría literaria, muchas lecciones sobre literatura en esta novela.

- Sí, mejor dicho, sobre la lectura. A mí me han invitado muchas veces a dar talleres de escritura y siempre he dicho que lo que yo puedo es dar orientaciones sobre cómo leer. No sólo no puedo enseñar a escribir; mentiría si únicamente dijera esto, sino que no quiero. Primero, no soy nadie para enseñar, y luego no quiero tener que leer manuscritos de desconocidos, muchos de los cuales, además, creen que son genios. El mundo de los talleres literarios es un mundo bastante extraño. Lo que sí me parece útil, repito, es adoptar el papel de orientador de lecturas, como cuando vas al homeópata por primera vez y te hace un interrogatorio larguísimo. Yo creo que me puedo sentar con alguien y preguntarle qué es lo que le gusta o cómo le gustaría escribir y a partir de ahí darle los ingredientes necesarios y hacerle unos glóbulos para que se los ponga debajo de la lengua tres veces al día, pero de ahí a decirle cómo escribir, eso ya son palabras mayores.

Rodrigo Fresán. 2014© Nacho Goberna (2)

- ¿No es “La parte inventada” una novela para escritores, para aprendices de escritor y, sobre todo, para lectores adictos?

- Sí, seguramente. Sé que hay mucha gente a la que no le va a gustar y también sé que hay otra mucha a la que le resultará complicada por la gran cantidad de referencias que tiene, referencias que si no conoce le van a llevar a sentirse excluida.

- Bueno, eso no es necesariamente negativo, también puede ser un incentivo, una puerta para llegar a otras lecturas.

- Yo siempre he entendido así la lectura y he llegado a unos libros a través de otros. Pero no sé si ahora la gente está dispuesta a eso. Cada vez se tiende más a lo fácil, a ser llevados de la mano, a acceder a la información a través de links, cuanto más cortitos mejor. Y, aunque eso puede producir la sensación de que se está eligiendo, de que se puede tener el universo al alcance de la mano sin dificultad alguna, en realidad es engañoso. Pero, bueno, llegados a este punto, puedo decir que cuando yo intenté leer “Cincuenta sombras de Grey”, fracasé. Y mira que me interesaba, casi por una actitud perversa. Así como hice con los tres primeros libros de “Harry Potter”, o con Dan Brown, quise probar con éste, pero no pude y no creo que a la autora le preocupe en absoluto. Por eso me parece bien que alguien fracase con “La parte inventada”. Me parece lícito, justo.

-  Leemos para comprender, para comprender lo incomprensible, aquello a lo que no se puede llegar de otra manera. Se dice en cierto momento de la novela.

- Sí. Siempre es así. Lo vemos también en el siglo XIX, que fue el gran momento de la novela. Yo estoy seguro de que entonces se leía muchísimo a Jane Austen, de la que no había conciencia de que era un clásico, porque las jovencitas de la época querían entender qué estaba pasando con el Darsy de turno y los Darsy de entonces querían saber cómo tenía que comportarse con esas jovencitas. Todo eso lo aprendían en obras como “Orgullo y prejuicio”. Los grandes libros son siempre manuales de instrucciones y muchas veces nos conducen a situaciones y experiencias que nunca vamos a poder conocer de otro modo. Yo, a mis 50 años, sé que es muy difícil que llegue a embarcarme en un ballenero para cazar una ballena blanca, pero puedo vivir esa aventura a través de un libro. Imposible una manera más placentera, y económica incluso, de hacerlo.

- ¿Qué tipo de lector eres?

- Como lector, y como escritor también, soy muy entusiasta. Si tuviera que poner un texto en mi lápida, tras mi nombre y las fechas del nacimiento y de la muerte, simplemente sería: “Fue entusiasta”. Creo que con eso estaría todo dicho. Ni siquiera pondría escritor.

Yo estoy seguro de que en el siglo XIX se leía muchísimo a Jane Austen, de la que no había conciencia de que era un clásico, porque las jovencitas de la época querían entender qué estaba pasando con el Darsy de turno y los Darsy de entonces querían saber cómo tenía que comportarse con esas jovencitas. Todo eso lo aprendían en obras como “Orgullo y prejuicio”. Los grandes libros son siempre manuales de instrucciones y muchas veces nos conducen a situaciones y experiencias que nunca vamos a poder conocer de otro modo.

- ¿Te ha llegado el tiempo de la relectura o sigues encontrando novedades que te sorprenden?

- Sigo encontrando cosas nuevas, pero también estoy entrando en esa edad de la relectura placentera. Casi siempre es gratificante, pero en ocasiones también puedes encontrarte con libros que fueron fundamentales en tu adolescencia y que ahora te parecen horripilantes. Me pasó con Hermann Hesse, hace un par de años. Allí vi claro que es el caso típico de escritor para una determinada edad. Cuando se vuelve atrás pueden pasar cosas curiosas. El norteamericano Donald Barthelme, por ejemplo, me pareció puro ingenio, pura gracia, pura vanguardia, cuando lo leí por primera vez, mientras que con el tiempo me he dado cuenta de que todo eso seguía ahí, pero imbuido de una tristeza tremenda, de una gran melancolía. Kurt Vonnegut es otro de esos escritores que cuando empiezas a leerlo te parece zumbón y gracioso, hasta que de repente empiezas a ver que es muy oscuro.

- ¿Eso te resulta atrayente?

-  Los escritores que más me gustan son aquellos que en un primer momento, al entrar en sus libros, te producen una cierta extrañeza, incluso rechazo, hasta que todo hace clic y cambia por completo esa percepción. Me sucede con las novelas de Iris Murdoch, que empiezan casi siempre con toda esa gente hablando y te hacen sentir un poco perdido, hasta que percibes que ya te has metido dentro. Me pasa con Murakami también. Murakami es de esos escritores que te cuentan las historias más absurdas, y hasta tontas, pero en un momento dado no te cabe la posibilidad de que las cosas no sean de ese modo. De todas maneras, cuando en sus novelas aparecen demasiados gatos que hablan ya me empieza a fastidiar un poco. Por eso me ha gustado la última, “Los años de peregrinación del chico sin color”, porque ahí está el Murakami que más me gusta, el del término medio, el no tan mágico. Pero pasa lo mismo con Bellow; con Vonnegut, al que citaba antes; con Proust, por supuesto; casi siempre con los grandes clásicos.

- Para mí una de las partes más interesantes de la novela es la de la desaparición del escritor. Ahí se juega con la idea de Bartleby y resulta inevitable pensar en Salinger.

- Salinger es un caso único. Cuando yo no era más que un lector que quería ser escritor y que todavía no había publicado, estaba enojado con él porque no podía creer que no estuviera a mi disposición y no siguiera publicando. Yo quería leer más libros suyos y, a medida que pasaba el tiempo, lo admiraba cada vez más. Luego está el caso de Nabokov, que también me atrae mucho porque es como una especie de exiliado constante de su cultura, de su idioma, que termina viviendo en un hotel. Realmente es admirable este hombre: un escritor excéntrico que se volvió céntrico gracias a “Lolita”, un libro completamente excéntrico, y que, siendo autor de ese libro, que se convirtió de inmediato en clásico contemporáneo y que lo ubicó a él en la centralidad de la literatura, se volvió más excéntrico que nunca y escribió “Pálido fuego” y  “Ada y el ardor”. Fueron gestos completamente radicales sobre su propia obra, como si dijese: “Yo iba a hacer esto, aunque no tuviese éxito, y no tengo por qué cambiar porque lo haya tenido”. Tanto Salinger como Nabokov son para mí ejemplos a seguir, pero imposibles de alcanzar.

- Todos los escritores, como decía Roberto Bolaño, son en cierto modo exiliados. Esta idea también aparece en tu novela.

- Bueno, no sé si son exactamente exiliados, pero pasan buena parte de sus vidas en otro lugar. Tienen como una especie de residencia de verano en una parte de sus cabezas. Yo suelo decir que los escritores tienen como mínimo cuatro vidas: la vida de lo que leen, que es una parte muy importante; la vida de lo que escriben; la vida íntima, familiar y de amigos, y, luego, esa cuarta vida, que es la percepción pública que se tiene de ellos o que intentan dar ellos de sí mismos.

Rodrigo Fresán. 2014© Nacho Goberna (1)

- Salinger, y volvemos a lo de antes, renunció a esa cuarta vida y eso contribuyó a forjar una de las grandes leyendas de la literatura contemporánea.

- Bueno, no hay nada más peligroso que convertirse en un personaje de uno mismo. Eso es algo que siempre sostengo y por lo que también aparece tanto Fitzgerald en “La parte inventada”. Hemingway, Kerouac, Fitzgerald, Truman Capote. Todos, de una manera u otra, son ejemplos de esa tendencia. Hay que saber mantener bien compartimentadas, bien cerradas con llaves, ciertas puertas cuando se abren otras, porque si se pasa corriendo de un cuarto a otro puede haber problemas y la cosa casi siempre termina muy mal. En cuanto a Salinger y su leyenda, yo creo que se ha magnificado. Se habla de Salinger el ermitaño, cuando la verdad es que él dejó de publicar, pero tenía una vida absolutamente normal donde vivía. Iba a las fiestas, animaba actos infantiles, pasaba películas, todo el mundo lo conocía. No es que estuviese a cuatro metros bajo tierra en un búnker, para nada. Se retiró como escritor y eso es perfectamente respetable. Yo creo que lo que le pasó es que tuvo la sensación de que las cosas se le podían escapar de las manos, de que le iban a volver loco; de hecho hubo quien, al parecer, tras leer “El guardián entre el centeno”, se volvió loco y salió a matar a John Lennon. Salinger se retiró, pero siguió escribiendo. La suya también fue una decisión muy fácil de tomar cuando, según creo, a la fecha de su muerte ganaba un millón y medio de dólares al año en derechos de autor, sin hacer nada.

- ¿Rodrigo Fresán deja la zona de aventura, de riesgo, para los libros?

- Sí. A mí las vidas aventureras, tan ocurrentes, de algunos escritores, me gusta leerlas, pero no emularlas. Yo aspiro a tener una vida absolutamente aburrida. Aspiro a que nadie tenga que escribir una biografía mía. Me parece que el estadio donde juega un escritor es en los libros, y que eso es lo mejor que le puede ocurrir. Me molesta mucho que se celebren las fechas del nacimiento o de la muerte de los escritores en vez de las fechas de publicación de sus libros. Eso se hace muy pocas veces, con libros emblemáticos como “Cien años de soledad” o “Rayuela”, pero no es lo habitual. El escritor es eso y, además, el libro es el lugar donde el escritor se muestra como quiere y donde ofrece lo mejor de sí mismo. A mí hasta me ponen nervioso las fotos en las solapas o en las contraportadas de los libros. Creo que es algo que no hace falta, salvo que tengas la cara de Beckett, que es la gran cara de escritor de toda la historia de la humanidad. En el caso de Beckett está justificado.

Yo creo que la leyenda de Salinger se ha magnificado. Se habla de Salinger el ermitaño, cuando la verdad es que él dejó de publicar, pero tenía una vida absolutamente normal donde vivía. Iba a las fiestas, animaba actos infantiles, pasaba películas, todo el mundo lo conocía. No es que estuviese a cuatro metros bajo tierra en un búnker, para nada. Se retiró como escritor y eso es perfectamente respetable. Yo creo que lo que le pasó es que tuvo la sensación de que las cosas se le podían escapar de las manos, de que le iban a volver loco.

- El protagonista de “La parte inventada” se plantea dejar de escribir para poder seguir leyendo. ¿Qué harías si tuvieras que optar, también elegirías leer?

- Sí. Yo creo que sí.

- Bueno, en realidad, el escritor tiene mucho que ver contigo, ¿no?

- Podríamos decir que es una versión extrema mía. Yo tenía dos parámetros a la hora de armar al protagonista. Uno era rendir un homenaje a esos personajes catastróficos de la literatura contemporánea judeo-norteamericana, personajes que iban centrifugándolo todo a su alrededor, destruyéndolo todo. Y el otro, ya casi a la manera del actor’s-studio, consistía en imaginar cómo hubiera sido yo, por ejemplo, si no me hubiera casado, si no hubiera tenido un hijo, si no hubiera tenido un anclaje emocional fuera de la literatura y fuera de los libro. Me preguntaba si habría sido como una especie de Quijote moderno, viviendo por y para la literatura, si me habría convertido en otro caballero de la triste figura. Ahí nació mi personaje, un escritor que se quedó en su infancia, en el lugar más aniñado de todos, queriendo dominar a todos sus personajes; un hombre capaz de llevar los asuntos de la literatura a extremos que, en mi opinión, no son necesarios.

- En la novela se plantea la pregunta de si existe el genoma de la ficción. ¿Crees que existe?

- Sí. Yo creo que existe el genoma de la ficción y que lo tenemos todos. Creo que todos somos escritores; que todos alguna vez quisimos serlo, al menos durante cinco minutos. Cuando tú eras niña y te contaban una historia y se acababa, seguro que inmediatamente te ponías a pensar en cómo seguiría, en qué le podría acabar pasando al malo. La práctica de la literatura, a diferencia de otras disciplinas artísticas, si hemos tenido más o menos suerte en la vida, nos permite, a los cinco o seis años, tener a nuestra disposición todas las herramientas para escribir un libro, mientras que el arquitecto, el pintor, el músico, necesitan unos conocimientos añadidos, sofisticados y muchas veces caros. Yo siempre digo que debe ser tremendo tener vocación de director de cine porque necesitas a tu alrededor una cantidad de ayudas y de apoyos que en la literatura no se requieren. Bueno, has de tener un editor finalmente, pero se puede escribir una obra maestra y mantenerla guardada; tarde o temprano las obras maestras siempre se encuentran, a no ser que se destruyan. Lo que pasa es que muchísima gente, en un momento dado, se da cuenta de que, aunque se sepa leer y escribir, el ejercicio de la ficción no es tan fácil, como tampoco lo es leer. Yo siempre que me encuentro con un neurólogo, con alguien que estudia el cerebro, le pido que, por favor, intente explicarme cuál es el proceso químico o fisiológico por el cual treinta manchitas negras sobre un papel se te meten por los ojos, llegan al cerebro y ya ahí te producen todas esas experiencias y sensaciones. Siempre se anda buscando las zonas del cerebro donde se instala la culpa, la sexualidad, el sentimiento religioso, pero nunca se encuentra la parte de la ficción. ¿Dónde está eso, cómo es eso? Incluso los que no son escritores o nunca quisieron hacerlo, en algún momento perciben destellos de esa parte; por ejemplo, a la hora de excusarse para no ir a algún lado, cuando le mienten a alguien o en casos puntuales. Hace unos días, sin ir más lejos, cuando venía en el tren, por los altavoces se oyó una voz que decía: “se recuerda a todos los pasajeros que está terminantemente prohibido fumar en este tren, especialmente en el baño del coche ocho”. Yo saqué la libreta y lo anoté. Me pareció perfecto.

- ¿Vas tomando notas todo el rato de lo que te llama la atención?

- Sí. Suelo hacerlo. Pero esto me pareció formidable. Quien lo dijo, una voz masculina, en ese momento me pareció un genio.

- Cuando en la novela se cuestiona la crisis de la novela, la crisis de la literatura, la falta de lectores, se plantea que puede llegar un momento en el que se escriban novelas por encargo para un solo destinatario que sea capaz de pagar un precio muy alto.

- Sí, la idea de comprar un artículo de lujo de un escritor para consumo propio. Es lo mismo que pasaba con los compositores en el siglo XVIII. Mozart y Beethoven escribieron muchas obras por encargo de la nobleza. “Las variaciones Goldberg” surgieron del encargo de un noble que no podía dormir y que pidió a Bach que le compusiese algo para conciliar el sueño. Es una idea muy atractiva, siempre y cuando consigas un noble que te mantenga, claro. (risas).

- En el tramo final de la novela está la conferencia que da el escritor y que es una crítica encendida al panorama actual: a la comodidad del lector, a la búsqueda de lo fácil y breve, a las redes sociales, en las que los autores se han convertido en “expertos cortesanos y conspiradores”. Pero, ¿es posible ser escritor hoy y mantenerse al margen de las redes?

- Bueno, la conferencia es una crítica encendida contra el panorama actual, sí, pero lo más perverso es que son los artífices de ese panorama quienes le encargan la conferencia al escritor y quienes le contratan para que la imparta. En cuanto a Internet y las redes sociales, es posible quedarse fuera. Yo no tengo nada, ni siquiera llevo el blog que se nutre de mis artículos. Mantenerse al margen es conveniente, porque lo contrario es como tener a todos los lectores dentro de tu casa. Te conviertes más que en un escritor en un lectorizador y, además, puede resultar bastante tóxico. Siempre pongo un caso que, además, sale en el libro. En los supuestos blogs literarios las entradas elogiosas apenas reclaman la atención de los lectores, pero cuando se defenestra a alguien conocido, público, los comentarios se multiplican, salen 400 personas con múltiples anónimos, como hienas y buitres, a regocijarse y a revolverse en la carnicería. Lo que esa gente no sabe es que muchas veces el destinatario ni se entera. Yo no comparto la idea de la supuesta democratización, la apología de la libre expresión en Internet. A mí me parece que hay gente que, no es que no deba expresarse, sino que no tiene nada que expresar, salvo una cantidad de cuestiones bastante oscuras, de catarsis, de fluidos espesos y negros. Yo pienso que tal vez esa gente que se descarga ahí luego no traslada esa agresividad a su entorno cercano. Tal vez eso sea positivo y haga que desciendan los índices de criminalidad y de psicosis violentas, pero también puede suceder que las estimule. No sé.

En los supuestos blogs literarios las entradas elogiosas apenas reclaman la atención de los lectores, pero cuando se defenestra a alguien conocido, público, los comentarios se multiplican, salen 400 personas con múltiples anónimos, como hienas y buitres, a regocijarse y a revolverse en la carnicería. Lo que esa gente no sabe es que muchas veces el destinatario ni se entera.

- Se está dibujando un nuevo panorama, aunque no sepamos muy bien qué dirección tomará.

- Bueno, por suerte, yo podré seguir en la resaca del panorama en el que crecí. No creo que pueda llegar a ver cambios radicales, aunque nunca se sabe. Tal vez mañana todo se derrumba, nada funciona, ni siquiera las imprentas, y nos vemos todos, de nuevo, leyendo pergaminos a la luz de las velas.

- Lo que está claro es que el concepto de éxito ha cambiado. Al escritor se le pide, cada vez más, que sea una figura mediática.

- Sí. Yo creo que quien lo supo ver todo, y murió en el momento justo en que el mundo empezaba a parecerse peligrosamente a su originalidad, fue Andy Warhol. Lo vio todo, incluso como actitud. Los reality shows, la idea de la fama para todos, aunque sea sólo durante quince minutos… Todo eso que él activó, ahora se está llevando al mundo real. A mí me interesa mucho Warhol como artista, pero como signo de los tiempos no me parece muy saludable.

Rodrigo Fresán y Emma Rodríguez. 2014© Nacho Goberna (6B)

• Las fotografías las firma Nacho Goberna.

• “La parte inventada”, de Rodrigo Fresán, ha sido publicada en el sello Literatura Random House.

-Enlace directo para adquirirlo-

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Archivado en: De Literatura, Las Entrevistas, Nº13 / Abril 2014

Chantal Maillard en India: los caminos de lo sagrado

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Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Si bien todos los libros que nos cautivan son una aventura y un descubrimiento, hay algunos donde esa idea se materializa de tal modo que, realmente, se convierten en un pasaje de ida hacia regiones nunca visitadas, geográficamente hablando; pero también hacia lugares, hacia pliegues interiores, apenas explorados, en un sentido espiritual. Eso es lo que he sentido al cerrar las páginas de “India”, de Chantal Maillard, un volumen en el que la poeta y ensayista despliega sus vivencias, sus búsquedas, sus conocimientos de un país esencial en su biografía como sendero de autoconocimiento, de acceso a lo profundo.

Al culminar la lectura, en los días siguientes, que es cuando tomamos conciencia del alcance de lo recibido, tuve la impresión de haber estado ahí, en una parte del mundo que no conocía. Fue algo similar a esos sueños nítidos de los que salimos con el convencimiento de que lo vivido con los ojos cerrados puede cobrar más intensidad que la realidad que pisamos cada día. Fue, en verdad, como un despertar luminoso en un escenario nuevo, en unas calles jamás recorridas a las que llegué no precisamente como una turista más, sino de la mano de quien sabiamente me guiaba hacia los rincones que no aparecen en los folletos publicitarios al uso, hacia el encuentro, más allá del brillo de las apariencias, de esa belleza oculta, auténtica en su desnudez, que sólo es capaz de percibir el visitante que se despoja del equipaje previo, de los prejuicios, de la mirada desacostumbrada a los contrastes, a los paisajes del silencio.

¿Cuánto de lo que hacemos lo hacemos por hacerlo y cuánto para contarlo? ¿Qué de nuestra vida está vivido y qué está fotografiado y empaquetado para vivirlo después, cuando pueda ser comunicado? ¿Cuánto de auténtico viaje hay en nuestra vida y cuánto de turismo?”, se pregunta Chantal Maillard. Y yo pienso que, antes de emprender la ruta, en el momento de tomar en la mano ese pasaje impagable que ella me ha regalado, que regala a sus lectores, tuve la suerte añadida de haber asistido a la escenificación poético-visual de algunos de los fragmentos más sobrecogedores del libro.

Quienes asistimos a la representación, alguno de los dos días en que fue programada en el Teatro Pradillo de Madrid, el pasado mes de marzo, vivimos una experiencia única: la de acceder al tránsito de la memoria de Maillard hacia su Benarés particular. Una ciudad mítica, sagrada, interpretada de manera diferente a través de los textos y poemas de la autora y de las imágenes filmadas por el cineasta David Varela. Una fascinante, nada convencional travesía, que el espectador inicia un poco desorientado al principio y que concluye entregado, consciente de haber entrevisto esos espacios dobles en los que las esquinas exteriores se engarzan con las más íntimas, en los que a cada panorámica corresponde el retrato de un trocito de alma, de cielo.

Tuve la suerte añadida de haber asistido a la escenificación poético-visual de algunos de los fragmentos más sobrecogedores del libro. Quienes asistimos a la representación, alguno de los dos días en que fue programada en el Teatro Pradillo de Madrid, el pasado mes de marzo, vivimos una experiencia única: la de acceder al tránsito de la memoria de Maillard hacia su Benarés particular.

Mientras leía la primera parte de “India”, esos “Diarios” en los que Chantal Maillard da cuenta de su proceso de autodescubrimiento, escuchaba su voz. Esa voz modulada, serena, perfecta para la lectura ante un auditorio. Cuando reconocía algunos de los textos de la representación, la vibración de mis sentidos se intensificaba y era como una vuelta a la escena: los movimientos pausados de la mujer sobre las tablas, tan concentrada en transmitir, en compartir, el latido de las palabras, bajo un tenue foco de luz. Mientras leía, tenía presente esa aparente imperturbabilidad de la protagonista, esa calma tras la que no es difícil intuir un aquietado manantial de emociones. Mientras leía acudían a mí los sonidos, el impacto de ciertos fotogramas que se me quedaron grabados y que ya pueblan mi imaginario.

“¿Qué que vine a hacer aquí? ¡La gran pregunta! ¿Y qué estuve haciendo allá? (…) Vienen aquí muchos, como vinimos nosotros, cargados con su yo, con toda su ausencia a cuestas (…) ¿Qué vine a hacer aquí? Vine a no saberme, vine a estar. Hago: leo, estudio, escribo, miro, estoy. Estoy en lo que hago, soy lo que hago. Estoy en lo que miro. Soy lo que miro. No estoy. Dejo de estar frente a mí misma (…) Quiero estar aquí. Por eso vine. Simplemente vine para querer estar donde estoy. Sorprendente respuesta, por inesperada. Lo que pensé que sería un adiós definitivo a este lugar resulta ser un encuentro. Un encuentro más allá de lo esperado, más allá de cualquier idea de encuentro o desencuentro”, va Chantal Maillard abriendo las puertas y yo la sigo. Voy subrayando; anotando en los márgenes; tomándome tiempo para absorber, para eliminar las interferencias que me impidan rozar, apenas rozar, las paredes de sus estancias.

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Hay un momento en el que la autora explica que emprendió viaje a la India una y otra vez para comprobar, para hacerse una idea de hasta qué punto lo que encontró en sus primeras incursiones, esa llama transformadora, esa sabiduría de lo sagrado, había cambiado, se había desvirtuado con el paso del tiempo. El recorrido por las cerca de ochocientas páginas de su libro, por sus claros y sus espesuras, sus remansos y complejidades, se hace con el ánimo dispuesto a la revelación, a la búsqueda de esas zonas de verdad que nos permitan “cobijarnos” -verbo que se utiliza mucho- en nuestro ser; que nos lleven a saber un poco más de nosotros mismos, a través del abrazo a ese tiempo vivido por alguien que decidió renunciar a las cosas de su mundo habitual, a los ruidos, oropeles e intereses de Occidente, para vislumbrar senderos menos trillados y acomodaticios.

Hay un momento en el que la autora explica que emprendió viaje a la India una y otra vez para comprobar, para hacerse una idea de hasta qué punto lo que encontró en sus primeras incursiones, esa llama transformadora, esa sabiduría de lo sagrado, había cambiado, se había desvirtuado con el paso del tiempo.

En esta entrega, vasta e intensa, en la que la autora reúne todos sus aprendizajes sobre India, encontramos a la poeta, a la investigadora, a la ensayista, a la mujer. Chantal Maillard despliega ante nosotros sus múltiples lenguajes y nos muestra de qué manera tomó “el camino difícil que lleva al centro” del que hablaba Mircea Eliade.

“Es difícil llegar a uno mismo. Tal vez porque también es difícil hallarse en situaciones desacostumbradas que nos hagan sentir desamparados. Todo se ha vuelto demasiado habitual, previsible. Son las situaciones, llamémoslas aporéticas, en las que nos encontramos totalmente desprovistos de recursos las que, al cerrarnos las puertas del mundo exterior, nos obligan  a franquear los límites del nuestro, interior”, me sitúo en el arranque de los “Diarios indios”, cuadernos de las primeras idas a un subcontinente cargado de leyendas. Se trata de distintos viajes realizados en un arco temporal que abarca de 1992 a 1999, todos diferentes, pero unidos por una única línea vital, la de la persona que  observa, que crece, que se transforma, que siente, que aspira a alcanzar las orillas del silencio.

Imagino a Chantal Maillard, del mismo modo que en el teatro, sentada ante un escritorio, llenando esos cuadernos de apuntes, de versos, de sentidos. Pensamientos y descripciones de escenas atrapadas en Jaisalmer, en Bangalore, en Benarés… En el primero de esos lugares, la última ciudad al noroeste, en el Rajastán, en el desierto del Thar, tierra de mercaderes mogoles, cuyos descendientes, según dice, “se han convertido en marchantes de tapices y proveedores de safaris en camello para turistas con afán de aventura a bajo precio y a bajo riesgo”, escribió: “Cierto que nada ni nadie es independiente de su entorno -ése es el acuerdo que firman las criaturas con la vida cuando nacen- pero creo que en cada ser hay algo inmune y no relativo. Traté tan sólo de encontrar la metáfora que mejor conviene para hallarlo. Los lugares nos quitan y nos dan su fuerza, pero cuando alguien logra vislumbrar su propio centro se convierte en lugar para sí mismo y para otros”.

Es bellísimo el modo en que Maillard cuenta y nos conduce. Cualquier lector puede percibir la poesía, la permanente revelación, el prodigio que emerge de sus páginas, independientemente del gusto de cada cual por las filosofías orientales; pero serán aquellos con hambre, con necesidad de alzarse más allá de la órbita de las cosas, de lo material, los que realmente disfruten traspasando las fronteras de las ciudades interiores que habitan, saliendo de ellas, de su refugio. “Las ciudades interiores”, voy leyendo, “se edifican alrededor del centro llegando a menudo a ocultarlo por completo. Nos asentamos en ellas y nos dormimos. Las ciudades interiores son ciudades-dormitorio, ciudades-balneario, ciudades-fábrica, ciudades-estante u otras; nos mecen, nos distraen, nos consuelan y siempre, de mil maneras, nos confirman. Su material de construcción es el hábito; reconocer es la consigna. Por eso, para que tiemble el habitante de la ciudad interior, es menester destrozar el paisaje y quebrantar las costumbres, confundirle hasta que el cansancio le derrumbe, se quiebren sus planteamientos más sólidos, sus más estoicas propuestas, se disuelvan sus expectativas, su paciencia se agote, y el ánimo más severo se contraiga hasta la perspectiva de un nuevo combate”.

Cualquier lector puede percibir la poesía, la permanente revelación, el prodigio que emerge de sus páginas, independientemente del gusto de cada cual por las filosofías orientales; pero serán aquellos con hambre, con necesidad de alzarse más allá de la órbita de las cosas, de lo material, los que realmente disfruten traspasando las fronteras de las ciudades interiores que habitan, saliendo de ellas, de su refugio

Quien llegado a este punto se sienta incómodo, temeroso, mejor que se dé la vuelta y elija otro libro a la medida de sus afanes, porque si algo es esta “India” de Chantal Maillard es un viaje perturbador, agitador de conciencias aletargadas. Y ya que la mayoría no vamos a ser capaces de emprenderlo por nosotros mismos, por lo menos acerquémonos a los márgenes de la experiencia, comprendamosla, incorporemos algo de sus enseñanzas a nuestras vidas.

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“Por un instante esta mañana, los muertos descansan en paz. Por un instante mis culpas, mis temores, mis lamentos toman la forma de los grajos que emprenden vuelo. Por un instante mi vida es la larga cola que una ardilla, dos veces más pequeña y liviana que ella, lleva con desenvoltura tras de sí en su carrera, como una saltimbanqui”. Sigo la voz de Maillard, aún en Jaisalmer. Sigo sus huellas en Bangalore, donde indaga en los múltiples “yo” y se refiere a su derecho “a sonreír”, “a vivir”. Llego con ella a Benarés, donde el relato se construye sobre los 48 “ghats” o escalinatas que conducen al río sagrado, al Ganges. “Benarés”, dice, “es un lugar de poder. Se la odia o se la ama, ambas cosas a un tiempo, ambas intensamente”.

En este recodo del camino, la autora se detiene a contemplar las cometas cuyos hilos cortan los niños de Benarés, las barcas que llegan a la orilla y la ceremonia de quemar a los muertos que es “un arte de casta”. “Las piras arden muy cerca del agua. Los hombres miran. No esperan. Nadie espera. Nada ni nadie aquí espera nunca. Simplemente se está. El muerto consumiéndose en su lecho de brasas, los hombres de pie sobre el barro (…) Retiran los troncos ennegrecidos que servirán, tal vez, para otro fuego. Nada se pierde. Lo vivo nace de lo muerto”, nos va relatando.

El peligro de la mente, “ese falso adentro” que lo interpreta todo, que impide a los occidentales ser en lo concreto, en lo inmediato; volcarse simplemente en la acción, libres de distracciones, de pensamientos. De eso se habla en este libro. “No hay verdad más alta que la conciencia del instante”, leemos. Y se habla también de la identidad. ¿Quiénes somos realmente, detrás de qué pliegues se oculta el yo auténtico?. “Los demás hacen el yo, me hacen. Me hacen con sus ojos. Me hacen con su juicio, con su conocimiento. Sólo se conoce aquello que se repite. Conocer a alguien es haber asistido a sus repeticiones (…) Conocer a alguien es haberle tomado las medidas. Después de medido, el alguien es manejable”, escribe Maillard.

“Las piras arden muy cerca del agua. Los hombres miran. No esperan. Nadie espera. Nada ni nadie aquí espera nunca. Simplemente se está. El muerto consumiéndose en su lecho de brasas, los hombres de pie sobre el barro (…) Retiran los troncos ennegrecidos que servirán, tal vez, para otro fuego. Nada se pierde. Lo vivo nace de lo muerto”, nos va relatando Chantal Maillard

“No soy lo que represento, lo que se repite, no soy el que se yergue ante el otro, que le teme, le odia, le desea, le asedia o le rechaza, no soy los que dicen, no soy nada que pueda decirse  (…) Yo soy la fuerza con sus pliegues, la fuerza que adopta una manera de plegarse -a eso llamamos persona- y que a veces se despliega y se deja ver ante quien puede, ante quien sabe ver dentro de los pliegues”, prosigue ese viaje paralelo, esencial, “cada vez más adentro, cada vez más profundo”.

Esta parte, en la que se avanza intentando identificar lo que de verdad importa y prescindiendo de lo superfluo, este recorrido en el que la autora reconoce “adelgazar” (“algo del se pierde” / “Voy quedando menos”, señala), resulta fundamental en el todo, en lo mucho que es, que ofrece, esta entrega abarcadora en la que Chantal Maillard, al igual que hizo Paul Bowles en “El cielo protector”, marca la diferencia entre el turista y el viajero, que es quien “ha aprendido a mirar”.

Las religiones, que no hay que confundir con los caminos espirituales, esos “que emprenden quienes quieren desean alcanzar la comprensión de la naturaleza de los mundos y de los planos de existencia”, están presentes en este libro abierto, que registra todo el tiempo, inevitablemente, los contrastes de creencias, de interpretaciones, entre Oriente y Occidente. Ya superada la fase de los “Diarios”, en un periplo-capítulo posterior, fechado en 2005 y que se titula “Adiós a la India”, la autora pone de manifiesto el deterioro de una cultura ancestral, la pérdida de su homogeneidad al entrar en contacto con los valores del mundo occidental.

Maillard vuelve sobre sus pasos para saber qué es lo que queda de lo que conoció, de lo que vivió en un lugar que le proporcionaba distancia, diferencia, otro punto de partida para reconocerse. Y aquí su mirada desencantada la hace cómplice del desencanto, de la frustración, de tantos -en Occidente, en Oriente- ante un presente aniquilador, usurpador de derechos, de humanidad. “Siempre me ha parecido que los indios tienen cierta propensión a padecer el síndrome de Estocolmo”, reflexiona. “De la misma manera que admiraban a los británicos a pesar de sentirse oprimidos por ellos, se sienten ahora fascinados por la sociedad del mercado global al que las naciones occidentales les convidan y del que son ya, en tantos campos, los mejores colaboradores y los más convencidos. Y es que la palabra progreso sigue teniendo sentido para los países en vías de desarrollo (…) La palabra progreso es una etiqueta eficaz que los poderes (los de aquí, los de allí y los de más allá), continúan utilizando como garantía de sus proyectos. El mercado necesita esclavos, consumidores y productores, e India ofrece las tres cosas y en abundancia”, voy transcribiendo sus palabras.

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Consciente de que “todo cambia”, la autora señala que no es tan ingenua como para querer preservar esa parte del mundo en “una urna de cristal”, al alcance de unos cuantos nostálgicos en busca de “algo puro, original o genuino”. Dice que eso iría contra la propia voz de India, “de su antigua cosmogonía que tanto ha sabido enseñarnos la evolución de los ciclos”, pero no se resiste a pensar que tiene que haber “parcelas que debieran respetarse por el bien de todos, ciertas formas antiguas de tratar con lo que hemos denominado el entorno y de utilizarlo con arte: con sabiduría”.

“¿Qué ha pasado con los logros del espíritu, con las enseñanzas, con la antigua sabiduría?”, se pregunta. “India lo ha vendido todo, incluso lo más preciado”, contesta, no sin pesar. ¿Qué hemos aprendido de India, qué podemos aprender aún?, seguimos preguntándonos. Y he aquí que la experiencia transformadora de Chantal Maillard le permite afirmar que  lo percibido allí le basta como ejemplo “para tener la certeza de que la vida es algo más y mejor que aquello en lo que la hemos convertido en las ciudades del mercado global”.

Merece la pena iniciar este viaje que requiere tiempo y un espíritu en calma. Hace falta calma para apreciar en toda su magnitud la lucidez de las reflexiones. Hace falta calma para acercarse a unos valores, a una cultura que pervive, pese a todo, en sus textos sagrados, en sus rituales, en el relato de tantos viajeros inquietos, buscadores de las esencias. Hace falta calma para percibir en toda su grandeza la imagen de las vacas sagradas o de esos búfalos de Benarés, animales “sanadores, eternos”, de los que habla la escritora. Y también para ser merecedores de ese episodio insólito y cercano que nos desvela y que vivió en un viaje reciente, en 2012. Un episodio que le permitió comprobar la relatividad de los parámetros en los que nos movemos, anticiparse a los pensamientos de los otros y sobrepasar las escalas de la supuesta , romper las franjas del tiempo, del latir de lo cotidiano.

Hay un pasadizo de poemas en “India”, un túnel por el que seguimos la marcha. Es una especie de remanso, una parada en el camino que nos aligera. Me gusta el ritmo, la estructura de este libro, la manera en la que las distintas partes se engarzan, fluyen y nos llevan en su corriente. Como los pájaros que se posan en las ramas de un árbol y se dejan mecer por el viento, así nosotros nos subimos a los versos del poema y nos dejamos balancear en su gesto, en su palabra esclarecedora. El verso, cuando es auténtico, detiene el tiempo, dice Chantal Maillard. “Detiene la acción para crear el instante: tiempo detenido para la conciencia”, le hizo saber a un amigo que le pidió que le hablase de la escritura poética cuando ella llevaba cinco años sin componer un poema. “Aquí el tiempo es un búfalo. Si escribiese un poema debería decir en el verso lo que es el búfalo. Mañana tal vez sea un tornado, una herida abierta en mi tobillo o las letras de mi nombre apresadas en un billete de la British Airlines entre Calcuta y Londres. El poema soy yo que dice búfalo, tornado, letras, Calcuta. El poema es lo que dice yo”, le escribió en una misiva fechada en 1995.

Hay series de poemas que se corresponden con los primeros viajes a India de la autora: ”El canto de Parvat”,  “Poemas del té”, “La otra orilla”, “El río”, “A los pies del monte Langtang” y los poemas en prosa que componen “Cuentos de Assi”. Hay, asimismo, composiciones más recientes, pertenecientes a “Las lágrimas de Käli”. A “El río” pertenece uno de los poemas más impresionantes, estremecedores, del recorrido. Se titula “La muerta”. Se incluye en la escenificación teatral de “Diarios indios”, a la que aludía al comienzo de este texto, y en él la autora imagina que ha muerto y que es la protagonista de una ceremonia de cremación a orillas del Ganges. “He muerto hace diez horas / Han vestido mi cuerpo de rojo y azafrán. / A hombros me han llevado por las calles oscuras. Mi carne huele a incienso, a aceites perfumados, / a guirnaldas…”

“Aquí el tiempo es un búfalo. Si escribiese un poema debería decir en el verso lo que es el búfalo. Mañana tal vez sea un tornado, una herida abierta en mi tobillo o las letras de mi nombre apresadas en un billete de la British Airlines entre Calcuta y Londres. El poema soy yo que dice búfalo, tornado, letras, Calcuta. El poema es lo que dice yo”, escribió la autora en una misiva fechada en 1995

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La poesía, lenguaje de la profundidad, de la esencia, se adapta como una segunda piel a las exploraciones de la creadora, a sus momentos de alegría, de meditación, a esa experiencia, a veces alcanzada, de fusión del propio ser con todos los elementos del universo. Y, después, vienen los ensayos: puertas abiertas al discurrir del pensamiento, al estudio, al contraste de ideas y pareceres, al conocimiento. Ensayos que se detienen, por ejemplo, en los textos sánscritos, en “las enseñanzas secretas de los sabios del Bosque, “hombres retirados de las ciudades y dedicados a la contemplación”, que “concibieron lo que se conocería más tarde como vedanta, una doctrina de tal amplitud y sencillez que podía sin dificultad ser admitida por todos los pueblos de India”. Una doctrina basada en el principio de que “todos los seres son el brahman”, de que “nada queda fuera del brahman” (lo absoluto, la esencia).

La poeta ha dado paso a la filósofa que se hace preguntas, busca relaciones y dedica muchos de sus textos a indagar en la influencia del vedanta, del hinduismo, del budismo, en el pensamiento europeo, así en Fichte, en Schelling, en Hegel, en Schopenhauer… Hay un momento muy significativo en el que señala: “Si algo puede enseñarnos India, con su caleidoscópico panorama religioso, es refrescarnos la memoria no sólo con respecto al carácter hermenéutico de los sistemas, sino también a su carácter práctico. Pues si la religiosidad se nutre de interpretaciones doctrinarias, la espiritualidad responde a una voluntad de transformación práctica que está en el origen olvidado de todas las religiones y que nada tiene que ver con la superstición o la creencia ciega sino, antes bien, con el despojamiento de las mismas”.

Maillard señala a esos “caminos de sabiduría que coinciden con el de los primeros filósofos”, a esos “caminos de vaciamiento interior que pasan por las más alta prueba: el enfrentamiento de la conciencia con su propio reflejo”. “Nada sé”, concluye, “es la expresión de la más alta sabiduría ante el silencio”.

“Si algo puede enseñarnos India, con su caleidoscópico panorama religioso, es refrescarnos la memoria no sólo con respecto al carácter hermenéutico de los sistemas, sino también a su carácter práctico. Pues si la religiosidad se nutre de interpretaciones doctrinarias, la espiritualidad responde a una voluntad de transformación práctica que está en el origen olvidado de todas las religiones y que nada tiene que ver con la superstición o la creencia ciega sino, antes bien, con el despojamiento de las mismas”

Son muchos los asuntos que motivan a la autora y que acaban fascinando, fascinandonos, a sus lectores. Me han interesado especialmente las piezas en las que se analiza el modo en el que el arte, la escenificación, “permite franquear las barreras de lo individual” y procura “el placer de lo trágico”, pudiendo convertirse lo representado, lo creado, en un medio para alcanzar la compasión y la empatía con los semejantes. Me ha interesado un escrito de 1998 titulado “Salvar las fronteras”, que empieza: “Hubo un tiempo en el que la noción de frontera iba inevitablemente unida a la de horizonte” y donde se analiza el viaje como “traslado” de lo que somos a otro lugar, sin experiencia de cambio. “Cualquier país de traslado se convierte en fronterizo. Aquel que se traslada a él no va a exponerse, no va a ofrecerse al embate de lo adverso, sino que va a comprobar, simplemente, con sus propios ojos, lo que ya vieron sus propios ojos en los documentales televisivos”, señala la autora.

Y más adelante, nos habla de los lugares sagrados de India. “En India lo sagrado se toca, se ve, se huele; lo sagrado se percibe y se usa, se utiliza. A diferencia de los templos de Occidente, cuyas puertas se abren sólo para el culto o en horas de visita (…) los lugares sagrados de India son espacios abiertos, pequeños o grandes espacios acotados en la trama de lo real, agujeros por donde los dioses pueden asomarse y el individuo reconocerse fuera de sí (…) Las orillas del Ganges, por ejemplo, son un lugar sagrado, y esto no quiere decir que hayan de pisarse con cuidado, o que no deban pisarse. Lo sagrado es sagrado cuando se utiliza y precisamente cuando se utiliza. Son sagradas las aguas del río, y en ellas se lava la ropa, se asean las personas, se hacen ofrendas, se bañan los pies de los muertos y se esparcen sus cenizas…”, vamos leyendo.

Y proseguimos, unas páginas más adelante: “La conciencia de lo sagrado es ante todo reconocimiento de la libertad de los seres, respeto al cumplimiento de su trayectoria; la conciencia de lo sagrado es respetuosa atención, aprendizaje no tanto de lo otro como de lo común, lo que a todos nos pertenece. Hay una diferencia fundamental entre la pertenencia y la posesión. Pertenecer va asociado a compartir; poseer, a excluir. Y los espacios sagrados no se poseen, se comparten”.

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Podría seguir transcribiendo párrafos y más párrafos. Podría seguir anotando impresiones y refiriéndome a otras de las múltiples ventanas que abre Chantal Maillard en esta entrega trascendente que para mí ya se ha convertido en un libro de cabecera. Pero es preferible que seas tú, querido lector, lectora, el que siga tirando del hilo, rastreando, planteandote más preguntas. Me dirijo a ti, así, directamente, para asegurarte, de nuevo, que merece la pena tomar este pasaje y emprender el viaje. Pero antes me permito hacer una parada, ya al final del recorrido, en un ensayo de 2012 titulado “La India globalizada: ¿Quién gana y quién pierde?”.

Un ensayo que resulta fundamental porque en él Chantal Maillard da por concluida su travesía. Y lo hace, como decía anteriormente, con la mirada desencantada, con pesar, con la rebeldía que le otorga su conciencia crítica. “¿Qué India es la que se beneficia del contacto con Occidente y qué otra India se ha visto empobrecida y está siendo silenciada, eliminada o neutralizada?, se cuestiona. Y se refiere a la desigualdad entre los pobres y los ricos, que cada vez aumenta más en India y en cualquier lugar del mundo; lamenta el abandono, la evacuación de las poblaciones rurales, “empujadas hacia los cinturones de miseria de las grandes ciudades” y nos anima a volver la vista hacia esas economías de subsistencia, hacia esas sociedades ágrafas, capaces de respetar los ciclos de la naturaleza, el ecosistema del que se sienten parte y al que no osan degradar ni romper.

“¿Qué India es la que se beneficia del contacto con Occidente y qué otra India se ha visto empobrecida y está siendo silenciada, eliminada o neutralizada?, se cuestiona la autora. Y se refiere a la desigualdad entre los pobres y los ricos, que cada vez aumenta más en India y en cualquier lugar del mundo; lamenta el abandono, la evacuación de las poblaciones rurales, “empujadas hacia los cinturones de miseria de las grandes ciudades” y nos anima a volver la vista hacia esas economías de subsistencia, hacia esas sociedades ágrafas, capaces de respetar los ciclos de la naturaleza.

“¿Qué hacer cuando el propio gobierno, que debería proteger los intereses de su pueblo, se alía con el enemigo?, sigue interrogándose Maillard y cita casos concretos en los que empresas occidentales han impuesto sus intereses a costa de expoliar los recursos y perjudicar, sin un ápice de remordimiento, contra toda ética, a la población india. Dibuja un panorama en el que determinadas compañías mineras usurpan terrenos a las poblaciones tribales, roban a plena luz del día y son capaces de comprar a dirigentes, a jueces, a medios de comunicación, hasta a ONGs y agencias de ayuda humanitaria, con tal de alcanzar sus fines. Nombra a personas, héroes del presente, que han emprendido la lucha a través incluso de acciones extremas como huelgas de hambre. Y sigue los pasos de la infatigable escritora y activista Arundhati Roy, quien tanto ha defendido la causa de los pueblos sin voz. Pero, al final, sólo la unión de muchos forjara la fuerza necesaria para intentar cambiar las cosas.

Chantal Maillard habla de la India, de una mal llamada democracia en la que trescientos millones de privilegiados, de los que se nutren las clases políticas y empresariales que viven a la occidental, se imponen sobre 921 millones de marginales”, pero su preocupación se vuelca también en Occidente. La globalización nos hermana en la pérdida de los derechos, en la miseria, en la perplejidad ante la deriva catastrófica de los acontecimientos. “¿Qué voz habrá que, en Occidente, pueda unificar a todos los que nos preguntamos qué hacer con esa voz que, dicen, tenemos cada uno, al menos para los comicios, pero que, vistos los resultados, no parece que sepamos emplear debidamente?, es otra pregunta básica a la que habremos de encontrar respuesta.

Chantal Maillard habla de la India, de una mal llamada democracia en la que trescientos millones de privilegiados, de los que se nutren las clases políticas y empresariales que viven a la occidental, se imponen sobre 921 millones de marginales”,pero su preocupación se vuelca también en Occidente. La globalización nos hermana en la pérdida de los derechos, en la miseria, en la perplejidad ante la deriva catastrófica de los acontecimientos.

La autora arremete contra la corrupción del gobierno indio, pero constata también que el mal se ha extendido a las democracias europeas. “Las sagradas democracias se han convertido en un eufemismo de las políticas económicas neoliberales”, denuncia. “La sociedad de mercado tiene en sus manos una herramienta de neutralización (la palabra que utilizaba el marxismo inicial era alienación), muy poderosa: el ansia”, comenta, y cuenta como la falta de avidez es vista como un problema para las autoridades indias, quienes creen que no son necesarias las armas, sino un simple televisor en las casas de los campesinos rebeldes, para controlarlos.

Su texto nos devuelve al más nefasto de los presentes y nos lleva a pensar hasta qué punto nos manipulan quienes nos hablan de India como una economía emergente. ¿Es ahí, hacia esos modelos de competitividad, hacia dónde se quiere dirigir la Europa de la austeridad y los recortes?, abrimos otro interrogante. Y, sin embargo, los textos sagrados de India, nos esperan. Y nos hablan de que otro tipo de vida es posible, de que el bienestar, la auténtica felicidad, está en otra parte. Esa otra parte que podemos hallar, intuir, recorrer, en las páginas de esta “India”. Yo he dado por concluida aquí mi lectura. Pero aún queda un pequeño colofón; mejor una sorpresa. Unas cuantas preguntas  enviadas a Chantal Maillard y contestadas por ella, a través de correo electrónico en abril de 2014.

“Perderse es el punto de partida. Mis poemas dicen esa pérdida”

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- Como lectora me he acercado a “India” como quien realiza un viaje, el viaje de Chantal Maillard, intentando humildemente aprender algo de sus búsquedas. Ya en el prólogo indicas que, pese a que conseguiste llegar a “ser aquello que percibías”, dejando de querer, despojándote de juicios y tensiones, ese estado duró solo un tiempo. Pero me imagino que quien llega hasta ahí, de algún modo, se siente transformado para siempre, ¿no?

- Muchos occidentales fuimos a India en busca de unas claves para entender cuestiones que tienen que ver con el sentido de la existencia. Creímos que podían aún hallarse, en algunos lugares de aquel antiguo subcontinente, conocimientos que nosotros habíamos olvidado. Pero lo que aprendes, si algo aprendes, es que las respuestas están en uno mismo si tienes la paciencia de observar. Sólo que te topas con ellas justo cuando el “yo” desaparece. Claro que si el yo ha desaparecido, la pregunta es: ¿Quién pregunta? En cualquier caso, perderse es el punto de partida. Esa pérdida es lo importante. Mis poemas dicen esa pérdida, o apuntan a ella. Son la manera que tengo de volver a dirigirme a aquella vacuidad, aquel despojamiento del mí que te hace ser lo que ves.

- Decía Mircea Eliade que “el camino que lleva al centro es difícil”. ¿Hasta qué punto tu libro es la materialización, la demostración, de eso?

- Mi “India” es, como habrás podido constatar, un itinerario que comienza en 1987 y termina en el 2012. Más de 25 años, pues, de pensar esa cultura de múltiples maneras, desde la investigación filosófica a la reflexión más autobiográfica de los diarios o los poemas. El libro no pretende demostrar nada. Es más bien, en su conjunto, el testimonio de un rodeo o, más bien, de un merodeo: aquel que ha de hacerse en lo otro para poder acercarse a lo propio con cierta objetividad. Cuando lo que está en juego, lo que se pretende conocer, es uno mismo, la inmersión en lo desconocido es imprescindible. En cuanto al centro, la palabra es una metáfora para el resultado del ejercicio que consiste en aquietar la mente, su continuo parloteo. El “centro” es el punto en el que las energías, cuando dejan de dispersarse, se con-centran.

Muchos occidentales fuimos a India en busca de unas claves para entender cuestiones que tienen que ver con el sentido de la existencia. Creímos que podían aún hallarse, en algunos lugares de aquel antiguo subcontinente, conocimientos que nosotros habíamos olvidado. Pero lo que aprendes, si algo aprendes, es que las respuestas están en uno mismo si tienes la paciencia de observar.

- Recorremos el libro, vamos avanzando, y al final nos quedamos con una cierta frustración. Toda la sabiduría de Oriente, su sentido de la espiritualidad, sus ritos, sus creencias, se han convertido en folklore, en espectáculo para turistas. La globalización, el mercado, el ansia, lo ha eclipsado, lo ha contaminado todo. Pero, ¿no queda la vibración, la energía de todos los que a lo largo del tiempo han meditado, han mirado hacia dentro?

- La globalización reduce los elementos culturales a folklore porque de esta manera se convierten en producto y los productos se venden. ¿Qué, de otras culturas, no hemos convertido en producto cultural? Sin embargo no todo es reducible. Por eso es importante no sobrevolar aquellos territorios ni quedarse mirando sin más lo que nos ofrecen las guías. Hace falta demorarse en lo que queda de esas tradiciones, estudiar su legado, sus textos, pensarlos y, sobre todo, experimentarlos. Si algo nos enseña la cultura india es que hay maneras de mirar hacia dentro, como dices, y de aquietar la mente para así, averiguar en qué consiste su naturaleza. Esta es la gran enseñanza del hinduismo y del budismo, y aún es posible aprender de ello.

- San Juan de la Cruz se refería a “la sed, el hambre y el ansia de sentido espiritual” del ser humano. ¿No sigue existiendo la misma sed en los hombres y mujeres del siglo XXI? ¿Hacia dónde mirar, sigue, pese a todo, siendo Oriente un referente?

- Seguramente sí. Pero las ideologías han pervertido el camino. Las religiones han confundido la necesidad de sentido y de conocimiento interior con la necesidad de paliar el desamparo. Poco tiene que ver el deseo de conocimiento con el miedo, más bien todo lo contrario. Las teologías se inventaron para aplacar el miedo. Pero el que quiere conocerse ha de saber saltar. Saltar fuera de lo aprendido, fuera de los caminos trazados, fuera de lo aceptado. Si India sigue siendo un referente es porque sus métodos de enseñanza espiritual no alimentan ninguna creencia, sino que, por el contrario, enseñan a salirnos de ellas.

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- ¿Crees que estamos en el umbral de un cambio, que las figuras y valores del capitalismo se están desmoronando? ¿Cómo imaginas los nuevos contornos de las sociedades por venir?

- No soy muy optimista. Después de la bonanza siempre viene una época de oscuridad porque lo que es bueno para unos es generalmente malo para otros. Hemos vivido en Occidente una etapa de bienestar, pero la hemos construido con las riquezas de otros continentes. Algunas generaciones han podido vivir sin conocer una guerra, pero se han nutrido de contiendas ajenas. El ser humano es, a mi entender, la triste consecuencia de un error de la naturaleza o, tal vez, la plaga que el planeta necesita para transformarse. Contemplar el universo es siempre una lección de humildad. Somos el único animal que no tiene memoria genética de los comienzos. ¿Qué son nuestros valores frente a la naturaleza cambiante de los glaciares o del fuego que aún arde en el centro de la tierra? ¿Qué son nuestras fórmulas de gobierno frente al proceso infinitamente incierto de las galaxias? ¿Qué eternidad pretendemos alcanzar?

- ¿Con este libro das por concluidas todas tus experiencias sobre India?

- Doy por terminados mis viajes a ese continente. La experiencia no, la experiencia no concluye. Sigue activa.

- ¿Hacia dónde avanza Chantal Maillard?

- Hacia su propia desaparición. Como todo el mundo.

“India”, de Chantal Maillard, ha sido publicado por la editorial Pre-Textos.

 ________________________

Créditos Fotográficos:

• Fotografía 1: © Fernando Leal – Hombre tumbado en la orilla / Río Ganges / Benarés

• Fotografía 2: © Fernando Leal – Barquero / Río Ganges / Benarés

• Fotografía 3: © Fernando Leal – Abluciones de mujeres / Río Ganges / Benarés

• Fotografía 4: © Fernando Leal – Hombres en la orilla / Río Ganges / Benarés

• Fotografía 5: © Fernando Leal – Ceremonia de cremación vista desde una barca / Río Ganges / Jalasen-Ghat

• Fotografía 6: © Fernando Leal - Escena de meditación / Río Ganges / Benarés 

 Benarés, también conocida como Varanasi, es una de las siete ciudades santas de la India. Éste enclave milenario está situado en el norte de la India, a orillas del sagrado río Ganges.

• Las dos fotografías de Chantal Maillard nos han sido facilitadas por la propia autora.

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Archivado en: De Pensamiento, Los Libros, Nº13 / Abril 2014

Bienvenida sea la agitación

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Por Emma Rodríguez © 2014

Las librerías son, siguen siendo, espacios de calma, pero también de agitación. Cuando entramos en uno de esos espacios todo se detiene y nos quedamos a solas, concentrados en los libros que nos rodean, en los títulos y portadas que reclaman nuestra atención y que nos impulsan a coger un volumen determinado, a leer su contracubierta, a hojear sus primeras páginas. Vamos buscando historias que nos seduzcan, que nos conmuevan. Vamos buscando estímulos, orientaciones, respuestas a nuestras inquietudes. Si me preguntan cuál es uno de mis planes favoritos, no tengo ninguna duda: visitar una librería cualquier tarde, con todo el tiempo del mundo por delante, sin prisas. Sé que muchos de los que se acercan a “Lecturas Sumergidas” comparten este placer. El placer de visitar esas librerías que nos gustan en las ciudades en las que vivimos o de descubrir aquellas que desearíamos frecuentar en los lugares a los que vamos de visita.

Hablo de calma, de ensimismamiento e introspección, y hablo de agitación, de la agitación que determinados libros provocan en nuestro espíritu en momentos en los que los acontecimientos recientes nos llevan a percibir que algo empieza a moverse en las anquilosadas estructuras políticas, sociales y de convivencia; que una corriente nos impulsa en una dirección diferente y que hemos de seguir esa corriente sintiéndonos parte de su fluir, con la mente y el corazón abiertos, expectantes, inquietos, ávidos de entender, de saber.

Todo esto lo pensaba hace unos días, mientras recorría los pasillos de la librería La Central de Callao, uno de los lugares a los que acudo con frecuencia en busca de inspiración a la hora de elegir los contenidos de cada número de esta publicación. En esta última visita llamaron mi atención los libros de contenido político, los ensayos de filósofos e historiadores de las ideas que llevan algún tiempo buscando los nuevos argumentos, las nuevas palabras capaces de definir este presente incierto, este no saber en qué dirección ha de avanzar la Historia. Hay muchos títulos para elegir. Recomiendo que cada cual se dé su propia vuelta. A mí, para empezar, me ha resultado muy fructífero el paseo por “El síntoma griego”, un volumen colectivo, publicado por Errata Naturae, que busca interpretar el futuro de Europa a partir de la experiencia del país heleno. En Grecia arrancan los análisis de once pensadores: de Alain Badiou a Antonio Negri, pasando, entre otros, por Étienne Balibar, David Harvey, Costas Douzinas, Anselm Jappe o Yannis Stavrakakis. Se trata de filósofos, economistas, expertos en teoría política… que interpretan lo que estamos viviendo de manera esclarecedora y ponen en cuestión esas verdades oficiales cuyos cimientos se resquebrajan cada vez más.

“Posdemocracia, guerra monetaria y resistencia social en la  Europa de hoy” es un subtítulo que ya dice mucho de esta entrega que nos explica por qué hemos llegado hasta aquí y de qué manera se puede salir del círculo de la resignación y de la obediencia a los postulados de la Troika. Si bien todos los textos resultan interesantes, hay uno, el de Costas Douzinas, experto en derechos humanos y teoría jurídica, que me ha atraído especialmente por su optimismo en la construcción de una nueva Europa que no iría en la dirección hacia el fascismo, abierta peligrosamente tras los últimos comicios, sino que estaría capitaneada por una izquierda renovada. Una izquierda cuyo curso ya ha empezado a marcar en Grecia Syriza, una coalición de diez partidos y grupos de distintas tendencias que reivindican el diálogo, el pluralismo y la democracia directa y que, en palabras del autor, tendrá futuro si es capaz de contagiar esos principios a movimientos de otros países.

Si bien todos los textos resultan interesantes, hay uno, el de Costas Douzinas, experto en derechos humanos y teoría jurídica, que me ha atraído especialmente por su optimismo en la construcción de una nueva Europa que no iría en la dirección hacia el fascismo, abierta peligrosamente tras los últimos comicios, sino que estaría capitaneada por una izquierda renovada. Una izquierda cuyo curso ya ha empezado a marcar en Grecia Syriza, una coalición de diez partidos y grupos de distintas tendencias que reivindican el diálogo, el pluralismo y la democracia directa.

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“La era de los líderes y de los partidos y sindicatos centralizados, de los sujetos políticos conscientes que aguardan ser representados está concluyendo. Los principios rectores deberían ser la creación de redes, la solidaridad y la organización horizontal, el intercambio de conocimiento y capacidades”, señala Douzinas, quien cree firmemente en “las iniciativas procedentes de la base” y aboga por el hacer en comunidad, por el nosotros, porque “nosotros somos las plazas y estamos por todas partes”.

Antes de llegar ahí, el autor traza paralelismos entre la situación actual, el ciclo revolucionario de 1848 y la ola de descontentos que precedió a los acontecimientos de 1914; recorre el convulso trecho de la crisis que se abrió con el colapso bancario de 2008, sostiene que “tras un intervalo de cuarenta años, hemos entrado en una nueva era de resistencia” y examina las nuevas “formas, subjetividades y estrategias” de esa resistencia que está llamada a modificar el orden de las cosas; que se ha empezado a articular en Grecia; en España, a partir del 15-M, y en otros países, incluso más allá de las fronteras europeas, caso de las denominadas primaveras árabes, con su resultado desigual.

Profesor de Derecho y director del Instituto Birkbeck de la Universidad de Londres, Douzinas hace un certero análisis de la terrible trampa de la deuda, de la corrupción y la hegemonía a que conduce un sistema basado en el dinero. Analiza la situación de Grecia, tan parecida a la española, países ambos en los que, de forma drástica, se ha pasado de la promesa de la felicidad, a través del consumo, a la aplicación de la austeridad y el recorte en todos los ámbitos de la vida, ajenos los ejecutores a las vergonzosas franjas de pobreza, desigualdad y exclusión que han generado sus imposiciones.

“Las élites griegas crearon la deuda y a continuación la trasladaron a la población en forma de paquetes de rescate (…) Se utilizó el endeudamiento estatal como herramienta para engrasar la máquina de amiguismos y favoritismos manejada por el duopolio que han formado, desde la década de los setenta del siglo pasado, la formación derechista Nueva Democracia y el PASOK (…) El Estado toleró el fraude fiscal (…) Por último, se llevó a cabo el enorme rescate bancario, lo cual elevó la deuda al 120% del PIB griego. Tras cinco años de austeridad, esa deuda se sitúa, actualmente, en el 165%…”, va exponiendo el autor, quien se pregunta: “¿Cuál es, entonces, el sentido de estas políticas catastróficas?”

La respuesta llega a continuación: “Lo que está en juego, tras las políticas de austeridad, es una reordenación del tardo-capitalismo promovida desde la cumbre hacia la base del sistema. Los salarios europeos actuales acabarán equiparándose a los chinos en algún momento, lo mismo que las condiciones sociales y laborales; entre tanto se asegurará la rentabilidad continuada del capital”.

“Lo que está en juego, tras las políticas de austeridad, es una reordenación del tardo-capitalismo promovida desde la cumbre hacia la base del sistema. Los salarios europeos actuales acabarán equiparándose a los chinos en algún momento, lo mismo que las condiciones sociales y laborales; entre tanto se asegurará la rentabilidad continuada del capital”, señala el ensayista Costas Douzinas en el volumen colectivo “El síntoma griego”.

Hay que romper la hegemonía, salir de ese círculo de deseo, consumo y frustración. “Cuando la vida se hace invivible y el sometimiento se vuelve intolerable, el rechazo a obedecer leyes opresivas y políticas que resultan ilegítimas desde el punto de vista democrático convierte la desobediencia en “bautismo político”, sostiene el ensayista, quien, siempre partiendo de Grecia y de la esperanza de Syriza, se plantea dos preguntas muy interesantes: ¿Está preparada la izquierda para presentarse a su cita con la historia? ¿Qué hará la izquierda cuando llegue al poder?

“Esa respuesta es ir día a día. No hay plan o precedentes; la izquierda deberá improvisar y adaptarse, deberá ejercer un pragmatismo brutal y mantener sus principios de manera incondicional”, sostiene un Costas Douzinas convencido de que hay esperanza en la acción colectiva, en las asambleas públicas, en la democracia directa. Frente a él, un tanto más escéptico se muestra otro de los participantes en “El síntoma griego”, Alain Badiou, para el que la palabra que hay que aplicar al presente es “impotencia”.

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El filósofo y escritor habla de “un sentimiento general de impotencia política”. Se refiere a “la comprobada impotencia de las fuerzas progresistas a la hora de oponer algún obstáculo significativo a los poderes económico-estatales que pretenden someter a los pueblos al nuevo orden, un nuevo orden, por otra parte, de lo más antiguo o fundamentalista, el del liberalismo integral”. Y no deja de ver que “son más bien las fuerzas fascistas las que están avanzando con su nacionalismo xenófobo y racista”, pese a la posibilidad de una acción popular directa y en masa en países como Grecia.

En opinión de Alain Badiou lo que sucede es que “la mayor parte de las categorías políticas a las que los activistas de base intentan recurrir para pensar y transformar las situaciones reales resultan, en su estado actual, ampliamente inoperantes”. Lo que sucede es que venimos de “un amplio periodo de contrarrevolución económica, política e ideológica, que ha socavado extraordinariamente la confianza y energía”. Lo que sucede es que la izquierda no ha acabado de superar sus complejos, su culpa por la deriva de los totalitarismos comunistas, sobre cuya autocrítica debe renovarse y avanzar, en opinión del pensador francés. Lo que sucede es que el lenguaje de la izquierda ha sido desacreditado y que las palabras que se han impuesto, el idioma que se maneja, “es un idioma demasiado pobre como para hablar del futuro de la actividad emancipadora”.

Lo que sucede, según Alain Badiou, es que venimos de “un amplio periodo de contrarrevolución económica, política e ideológica, que ha socavado extraordinariamente la confianza y energía”. Lo que sucede es que la izquierda no ha acabado de superar sus complejos, su culpa por la deriva de los totalitarismos comunistas, sobre cuya autocrítica debe renovarse y avanzar, en opinión del pensador francés. Lo que sucede es que el lenguaje de la izquierda ha sido desacreditado y que las palabras que se han impuesto, el idioma que se maneja, “es un idioma demasiado pobre como para hablar del futuro de la actividad emancipadora”.

Hay que superar todo eso para devolver a términos como libertad, por ejemplo, su auténtico sentido, lejos del significado de poder hacer “lo que uno quiera” en relación únicamente al poder adquisitivo; hay que devolver al comunismo su afán de “movilizar la inventiva de la gente”. Hay que creer en “la fuerza de la rebelión, en su extensión y carácter audaz”, pero el éxito político no dependerá sólo de ello, sino también de la disciplina y de las proposiciones que se pongan sobre la mesa. “Proposiciones que atañan a un porvenir estratégico positivo, que revelen nuevas posibilidades insospechadas”, señala el filósofo, refiriéndose a la capacidad de un grupo o movimiento para articular los deseos y mandatos de la base popular.

En mi búsqueda de enfoques, de teorías, sobre las derivas del presente, me encuentro con otro libro, “Esto no es un programa”, publicado también por Errata Naturae, mucho más ácrata, subversivo a la hora de abordar los modos de resistencia y de rebelión ante los poderes dominantes. Lo firma Tiqqun, que no es un autor ni individual ni colectivo, sino el nombre de una revista francesa o, si se prefiere, el órgano de relación en el seno del Partido Imaginario (movimiento heterogéneo, no asimilable, irrepresentable), como reza su carta de presentación.

Acercarse a los capítulos de este volumen produce un efecto similar al de un terremoto. Todo es puesto en cuestión, patas arriba. Todo, hasta el mítico Mayo del 68 es criticado y visto como una contestación de Estado, como un andamiaje ideal liderado por profesores que posteriormente hubieron de claudicar. En “Esto no es un programa”, que analiza los movimientos de rebelión en la Italia de la década de los 70, también se habla de la homogeneidad que el dinero, lo material, lo útil, impone a las sociedades y se teoriza sobre las maneras de conspirar, de rebelarse contra esa homogeneidad. “Debemos inventar una forma de guerra tal que el fracaso del Imperio ya no consista en verse obligado a matarnos, sino a sabernos vivos, cada vez más vivos”, es el mensaje que lanza Tiqqun. La suya es una obra llena de sugerencias, capaz de abrir el debate, de hacer saltar a más de uno de sus confortables sillones. Una entrega apta para todos aquellos que no teman ser sacudidos.

Acercarse a los capítulos de este volumen produce un efecto similar al de un terremoto. Todo es puesto en cuestión, patas arriba. Todo, hasta el mítico Mayo del 68 es criticado y visto como una contestación de Estado, como un andamiaje ideal liderado por profesores que posteriormente hubieron de claudicar.

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A mí me ha recordado otro libro que leí hace algún tiempo y a cuyas páginas he vuelto, un libro a pie de calle, ejemplo de uno de esos momentos de explosión inesperada, de rebeldía. Se trata de “Testimonio en Chicago”, publicado por Gallo Nero, que nos traslada a 1968, a los tiempos de la guerra de Vietnam, esos tiempos que también asoman en otro de los artículos de este número de “Lecturas Sumergidas”, el dedicado al escritor James Salter. A través de las páginas de este “Testimonio” nos encontramos con el poeta “beat” Allen Ginsberg, quien fue sometido a un interrogatorio para decidir la culpabilidad de siete activistas que promovieron manifestaciones a favor de la paz y contra el sistema capitalista durante la convención del Partido Demócrata celebrado ese año.

Esas manifestaciones, que terminaron en un baño de sangre ante la fuerte represión policial, reunieron a la plana mayor de la contracultura: Ginsberg, Jean Genet, Burroughs... mezclados entre la gente, expandiendo proclamas, librándose del efecto de los gases lacrimógenos, mientras que audaces reporteros, impulsores del nuevo periodismo como Norman Mailer, afilaban sus plumas para dejar constancia de todo ello.

En “Testimonio en Chicago” vemos a la plana mayor de la contracultura: Ginsberg, Jean Genet, Burroughs… en las manifestaciones a favor de la paz en 1968. Allí están: mezclados entre la gente, expandiendo proclamas, librándose del efecto de los gases lacrimógenos, mientras que audaces reporteros, impulsores del nuevo periodismo como Norman Mailer, afilaban sus plumas para dejar constancia de todo ello.

Escuchar al autor de ‘Aullido’ resulta hoy un auténtico aldabonazo en las conciencias. Volver a sus palabras ante un juez y un jurado a los que tuvo que explicar lo que era el movimiento ecologista, el yoga o las técnicas de meditación, es como asistir a una lucha entre el conservadurismo y las ganas de cambio, una lucha con la que hoy nos sentimos identificados y que tanto nos dice de los movimientos de la Historia.

“Actualmente el planeta Tierra se encuentra amenazado por la violencia, la sobrepoblación, la contaminación y la destrucción ecológica provocada por nuestra propia codicia”, explicaba Ginsberg, arremetiendo contra el egoísmo de los políticos, incapaces de pensar “ni por un momento en qué necesitarán sus hijos en las generaciones futuras”.

Según relató el periodista Jason Epstein en su crónica para ‘The New York Review of Books’, el poeta, “calzado con zapatillas blancas de deporte y con un gran bolso de punto que le llegaba a la cadera colgado del hombro izquierdo”, intentaba convencer a “un jurado mayoritariamente de amas de casa del condado de Cook” de que todo lo sucedido fue fruto del ejercicio de la fuerza; de que se había dado pie a “una insólita y violenta puesta en escena de censura, un ejemplo del abuso que desde la noche de los tiempos inflige el lobo de la costumbre al cordero de la verdad”.

Ginsberg no dudó en recitar en ese interrogatorio sus poemas más lascivos, a petición de un juez que pretendía desacreditarlo y ante quien explicó que las imágenes más obscenas respondían a experimentos oníricos. Ni tuvo reparos en cantar el ‘Hare Krishna’ ni en entonar el célebre mantra Om de los budistas cuando se le pidió que explicara sus búsquedas espirituales, sus experiencias con el yoga y la meditación.

Revelador, incluso un poco surrealista, resulta este “Testimonio” de la disconformidad que tanto dice de la dificultad para salir de los marcos fijados por el conservadurismo, del miedo a lo nuevo y de las técnicas del poder para desacreditar lo diferente, lo que intenta emerger, lo que busca lenguajes innovadores para expresarse. Empecé este recorrido en la calma de una librería y lo termino rodeada de libros que, efectivamente, me han agitado. ¿Estamos de acuerdo en que bienvenida sea la agitación?

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- Las fotografías de esta Ventana fueron tomadas por Nacho Goberna en la librería La Central de Callao, en Madrid.-


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Archivado en: De Diarios, Nº14 / Mayo 2014, Una Ventana Propia

Esther García Llovet: “Me saturé de Bolaño de tanto leerlo”

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Esther-García-Llovet-1-©-karina-beltrán

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Se hace referencia en “Mamut”, la nueva novela de Esther García Llovet, a “las cosas feas”, a “las costuras mal puestas de la vida”. Se habla del “desorden de las casas tristes, tan diferente del desorden de las casas alegres”. Se reconoce el silencio, “el silencio de las ciudades de noche”, mientras Junot, el protagonista, camina por las calles como si fuera “el último superviviente después del fin del mundo”. Hay sueños y despertares, búsquedas y huidas, “tiempo perdido, cosas perdidas, gente perdida” en esta entrega en la que los personajes luchan, se defienden, sobreviven, desde los márgenes. Una narración por la que andamos como a través de un túnel, atraídos por su extrañeza, por la sensación de estar atravesando una niebla, pisando tierras movedizas, tocando la sustancia del abatimiento que domina un presente incierto, en el que todo parece estar a punto de venirse abajo.

Original, especial, “Mamut”, cuyo título hace referencia a una droga, unas pastillas poderosas, capaces de distorsionarlo todo, puede ser leída simplemente como un “thriller” con ciertos toques de “road movie” y horizontes de ciencia-ficción. Podemos decir de ella que narra básicamente una historia de amistad y traición en unos ambientes que se escapan de lo convencional. Podemos referirnos a su estilo depurado, contenido, en el que de vez en cuando brotan imágenes potentes que funcionan como fuegos artificiales. Imágenes que son, en palabras de la autora, “como estornudos” que irrumpen en el relato sin previo aviso y se quedan porque funcionan, porque a ella le encajan en el conjunto, mientras que las atmósferas le surgen al cerrar los ojos y viajar muy lejos con la imaginación.

Sin embargo, todo esto se queda corto, no es suficiente a la hora de explicarnos la novela, en esos momentos en los que cerramos las páginas del libro y nos quedamos con su sabor, con su ritmo, con sus climas y palabras. Hay algo más en “Mamut”: un latido profundo, que parece emerger del fondo de la conciencia, de esos estratos subterráneos, salvajes, inaprehensibles, de la condición humana, de ese magma en el que se generan las pesadillas y también las revelaciones.

García Llovet (Málaga, 1963) escucha todos estos argumentos con atención, con sana curiosidad, con la naturalidad de quien no da demasiada importancia a lo que hace. Asegura que a la hora de escribir no se plantea hallar respuestas ni partir de referencias sociales concretas. “Me preocupa ante todo la estructura, en este caso más convencional que en otros de mis libros anteriores, de carácter más difuso”, dice. “Quería una estructura que llevase a los lectores a pasar las páginas con rapidez y a quedarse pegados a los personajes. Son los personajes los que producen esa inquietud, esa angustia al no saber lo que va a pasar”.

- Los personajes son muy enigmáticos. Los vemos siempre a trasluz. Hay un momento de la novela en el que se habla de un túnel y de un punto de luz azul y lejano que deslumbra al protagonista. La posición del lector es un poco esa. Debe seguir esa luz sin buscar entender hacia dónde se dirige.

- Los personajes de “Mamut”  son seres solitarios, descolocados, incluso en lo que respecta a sí mismos, sin lazos familiares. A excepción de la amistad de Junot y Toro, una amistad que viene de muy atrás, los hilos que les unen son muy tenues. Todos van a ciegas, no saben lo que les espera, pero también yo iba a ciegas mientras avanzaba en la historia. Y, por supuesto, los lectores. Tiene que ver, en efecto, con la sensación de ir por un túnel. Todo es negro. No sabemos donde estamos metidos. La referencia de la luz está al final. Aquí todo está abierto. Yo no quiero ni imaginar lo que sucedería si me tomase una pastilla de esas…

Los personajes de “Mamut”  son seres solitarios, descolocados, incluso en lo que respecta a sí mismos, sin lazos familiares. A excepción de la amistad de Junot y Toro, una amistad que viene de muy atrás, los hilos que les unen son muy tenues. Todos van a ciegas, no saben lo que les espera, pero también yo iba a ciegas mientras avanzaba en la historia. Y, por supuesto, los lectores.

Esther-García-Llovet-5-©-karina-beltrán

- La novela está llena de señales, de frases que funcionan como amenazas, frases del tipo: “Van a pasar cosas”, “Vamos por delante. No tenemos nada que perder”. Algo se está cociendo, todo resulta evanescente, extraño. Y está  esa perturbadora tribu de niños, esa especie de coro que actúa de fondo.

- Hice varias versiones de la novela y los niños no estaban presentes en la primera, surgieron con posterioridad, a raíz de imaginar una posible tercera Guerra Mundial entre adultos y niños. El mamut representa lo primitivo, lo que tenemos todos, la esencia del niño. Los niños son los que van por delante, no tienen futuro. El futuro es una expectativa adulta y lo bueno de no estar preparados para él es que no sabemos lo que nos va a suceder. Sobre esa idea gira la novela, sobre esa inquietud permanente que yo no veo como algo negativo sino todo lo contrario. En ocasiones la inquietud es lo que hace que nos pongamos en movimiento. En cuanto a la extrañeza, me parece que el hecho de escribir ya es una extrañeza. Yo necesito la escritura, para mí es como una especie de suelo. La extrañeza es lo que más cómodo me resulta para acercarme, para habitar lo real. Me gusta, puedo tocarla, me siento bien ahí.

- También podemos pensar que estamos dentro de una pesadilla. Todo el tiempo entre el sueño y la vigilia, dando pasos a tientas.

- Este mecanismo tiene que ver con mi experiencia personal. Está claro que las ficciones, los libros que escribimos, sin ser autobiográficos, sí son, en cierto modo, autorretratos de nosotros mismos. Desde que yo tenía 13 o 14 años, siempre me ha costado mucho dormir. Me gustan los sueños y suelo apuntarlos. A veces me cuesta diferenciarlos de la realidad y siempre me parece que son algo que se queda a medio camino de lo que deberían ser las cosas. Los de antes de despertar, por ejemplo, suelen indicar lo que en realidad nos gustaría que sucediera.

El futuro es una expectativa adulta y lo bueno de no estar preparados para él es que no sabemos lo que nos va a suceder. Sobre esa idea gira la novela, sobre esa inquietud permanente que yo no veo como algo negativo sino todo lo contrario. En ocasiones la inquietud es lo que hace que nos pongamos en movimiento.

- “Mamut” es una novela de escenarios marginales, de desiertos, eriales, descampados, geografías en ruinas. Es como si se buscara levantar nuevas construcciones desde los márgenes del sistema, de lo establecido. “Hay restos de fogatas por todas partes y latas vacías junto a las paredes como si a lo largo de los años se hubieran refugiado mendigos y parejas y adolescentes fugados de casa justo después de transformarse en lobos”, leemos en la página 89.

-  Me interesa mucho el anonimato. Los personajes conocidos, célebres, no me atraen en absoluto, porque considero que lo extraordinario, lo milagroso, está oculto. No hay ningún foco que te indique dónde está. Se encuentra fuera de la vista, en otro lado, y hay que saber buscarlo. Con eso podría contestar a tu pregunta, pero también te puedo decir que, aunque soy muy urbana, siento fascinación por lo salvaje, por lo primitivo. Creo que como no recurramos a lo asilvestrado, a otro tipo de referencias, estamos perdidos.

- También se trata de una novela muy masculina.

- Sí. Me identifico mucho con el imaginario, con el universo masculino. Me gusta la nobleza que tiene el “western”, esas historias del Oeste en las que los hombres van juntos a la búsqueda del oro. Y también esas otras de boxeadores que se pelean y después se abrazan. Hay mucho de todo eso en “Mamut”, sí. Yo creo que las mujeres somos quienes hacemos avanzar la sociedad y que los hombres llevan las riendas de la Historia.

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- Las referencias temporales y espaciales son muy difusas. No sabemos bien cuándo ni dónde transcurre la acción, aunque la mirada está todo el tiempo oteando sobre un hipotético futuro.

- Bueno, la acción transcurre en los 90. Cuando llevaba cuarenta páginas escritas me di cuenta de que si quería construir un “thriller” en el que el protagonista fuese detrás de su amigo desaparecido tenía que irme a unos años en los que los teléfonos móviles aún no estaban tan presentes en nuestra cotidianidad. Yo creo que en el momento en el que el móvil llegó a nuestras vidas la novela negra perdió su sentido, se desbarató. Ahora todos estamos localizados. El otro día me metí en “google maps” y en una calle vi a un amigo que había muerto. Me provocó un efecto tremendo. En cuanto a las localizaciones, hay mucho de Los Ángeles en la novela y también de Seattle, una ciudad que no conozco, pero que me resultaba idónea para hablar del futuro.

Cuando llevaba cuarenta páginas escritas me di cuenta de que si quería construir un “thriller” en el que el protagonista fuese detrás de su amigo desaparecido tenía que irme a unos años en los que los teléfonos móviles aún no estaban tan presentes en nuestra cotidianidad. Yo creo que en el momento en el que el móvil llegó a nuestras vidas la novela negra perdió su sentido, se desbarató.

[Quedamos con Esther García Llovet una tarde calurosa en el Parque de Canal de Isabel II, en la zona de Plaza de Castilla, muy cerca de su casa. Allí la escritora buscó un rincón un tanto futurista, acorde con los escenarios de “Mamut”, aunque en sus manos llevase el libro que estaba leyendo en ese momento, “Creaciones Madrid”, de Grace Morales. “Me encanta esta visión tan refrescante de la ciudad. Es un conjunto de ensayos, de observaciones a pie de calle, en el que la erudición y el sentido del humor están muy equilibrados”, decía mientras pasaba las páginas. Un estupendo preámbulo para seguir hablando de sus lecturas, de sus inspiraciones].

- ¿Cuáles son esos primeros libros que recuerdas?

-  Pues libros muy convencionales, los típicos: “Los cinco”, “Los siete secretos”... Recuerdo que estudié en un colegio inglés y que nos hacían leer las historias de “Janet and John”, donde ella era muy cursi y él un gamberro. A partir de ahí, la verdad es que siempre he sido una lectora muy caótica. He leído de todo, con muy poco criterio.

- Pero, en algún momento, llegarían las influencias, las pasiones literarias.

- Bueno, el primer autor que me llevó a escribir fue Roberto Bolaño. De él lo leí absolutamente todo. Me quedé tan saturada que ahora no me comería ni una tapa. Empecé con “Nocturno de Chile” y luego llegaron “Los detectives salvajes” y todo lo demás. Mi próximo libro, “Cómo dejar de escribir”, tiene mucho que ver con Bolaño. En los 90 fue una  compañía permanente para mí y después leí mucha novela latinoamericana. Hay un autor al que no puedo dejar de citar, el argentino Juan José Saer. Y también me encantan Rodolfo Fogwill y César Aira. Los argentinos son muy seductores. Manejan el lenguaje como si fuera chicle. Parece que no necesitan esforzarse apenas. Todo en ellos es palabra.

- ¿Qué buscas en un libro, qué hace que una historia te atrape?

- A mí me gusta leer, escribir, pero no soy consciente de que la literatura sea algo importante en la vida. Me gusta la sensación de intimidad, de privacidad, que proporciona, esa fagotización que llevamos a cabo del autor cuando leemos sus obras y lo hacemos desaparecer. Si me paro a pensar en las historias que más me gustan, siendo muy diversos mis intereses, me decantaría por las que tienen mucha proteína, mucha sangre y vísceras. En ese sentido los norteamericanos se manchan más que los europeos a la hora de escribir.

- ¿Algún nombre en concreto?

- Pues Saul Bellow me gusta muchísimo. En su momento leí bastante a David Foster Wallace y creo que Carver está sobrevalorado.

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- ¿En qué momento y lugar te gusta leer especialmente?

- Los libros de ficción me gusta leerlos de noche, en la cama, antes de dormirme, mientras que los de no ficción los reservo para los trayectos en metro. Siempre estoy con varias cosas a la vez. Me pasa como con las “chuches”. Me apetece todo y no suelo tener prejuicios. Ninguna lectura me parece mala, como tampoco ninguna película. Hasta del “Cosmopolitan” saco algún provecho.

- ¿Estás al tanto de las novedades?

- Hace cuatro o cinco años estaba al tanto de todo lo que se publicaba, pero ahora mucho menos. Me gusta leer, eso sí, lo que escriben mis amigos y siento especial interés por lo que van publicando Javier Calvo, Blanca Riestra, Andrés Ibáñez o Grace Morales, a quien leo ahora. Antes decía que era muy caótica y también es cierto que me muevo por etapas. Ahora, por ejemplo, estoy con el género de terror.

- Estudiaste dirección de cine. ¿Qué importancia tiene el cine para ti?

- Siempre me ha interesado más la imagen que la palabra y no me importa reconocer que escribo porque no puedo hacer cine. Veo muchas películas, constantemente. El cine para mí es como respirar.

- ¿Una asignatura pendiente?

- Dirigir cine es mi gran asignatura pendiente, pero si hablamos de libros, en estos momentos me gustaría adentrarme más a fondo en el terror  victoriano inglés. Siempre que algo me interesa lo aplico a lo que hago y ahora me gustaría que mi terror fuese más manifiesto. En cierto modo al leer terror lo que haces es explorarlo, poner nombre a tus propios demonios, sacarlos fuera de ti.

Siempre me ha interesado más la imagen que la palabra y no me importa reconocer que escribo porque no puedo hacer cine. Veo muchas películas, constantemente. El cine para mí es como respirar. Dirigir cine es mi gran asignatura pendiente.

- ¿Una recomendación de lectura para afrontar el presente?

- No creo que la literatura sirva para entender ni para ayudar a afrontar la realidad. La literatura puede cambiarte un día concreto, pero es la calle la que te puede cambiar la vida.

- ¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?

- En ese caso preferiría escribirlo yo misma. Sería mucho más entretenido.

“Mamut”, de Esther García Llovet, ha sido publicado por Malpaso.

Las fotografías han sido realizadas por Karina Beltrán en el Parque de Canal de Isabel II, en la zona de Plaza de Castilla de Madrid.

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Archivado en: De Literatura, Leyendo con, Nº14 / Mayo 2014

James Salter, el corazón de lo vivido

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James Salter, escritor. Primavera de 2005 en Nueva York.

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Hay ocasiones en las que apetece entrar en un continente literario nuevo, hacer el equipaje y viajar rumbo a un territorio del que hasta ahora sólo conocíamos las impresiones, las referencias, las imágenes de otros. Hay ocasiones en las que sentimos el inmenso placer de llegar a un país, a una ciudad, a un barrio hasta ese momento inexplorado, sabiendo que podemos quedarnos a vivir ahí una larga temporada. Así, con la curiosidad de quien emprende un viaje, de quien inicia unas ansiadas vacaciones, me he sentido al embarcarme en las páginas de “Todo lo que hay”, la última novela, la primera que yo leo, del veterano escritor estadounidense James Salter (Nueva York, 1925).

Llegué a sus escenarios, a su mundo, con la inocencia de quien aún espera dejarse sorprender, tras ojear brevemente alguna guía que me indicaba que el destino era el acertado, que me esperaba un espacio amplio en el que poder deshacer la maleta y salir a pasear, a observar el movimiento de los personajes, el ritmo de los días, el transcurrir de un tiempo de ficción en el que también yo deseaba sumergirme. Como quien, repito, cambia de ubicación, de domicilio, de dirección postal, empecé, poco a poco, a familiarizarme con ese otro discurrir, con los rostros, las palabras, las vivencias de gente desconocida que entraba en mi vida como un soplo de aire fresco, de vecinos generosos que me abrían las puertas de sus casas y me hablaban del pasado, de la vida como un caudal de acontecimientos, de deseos, de desengaños.

Todo era novedad y al mismo tiempo todo exhumaba un cierto clasicismo, un toque de película. Leyendo a Salter me perdía por calles y descubría recodos inesperados. A su lado, me imaginaba pasando las páginas de un álbum familiar cargado de aventuras y de recuerdos, un álbum que daba cuenta de un largo, provechoso, enriquecedor recorrido. Muchos rostros y nombres desconocidos me salían al paso en esta historia coral que es “Todo lo que hay”, una historia movida por la batuta de un director aventajado, el propio autor y sus experiencias, porque si algo desprende esta novela es lucidez ante lo vivido, lo sentido, lo sufrido. Y si bien confieso que quise iniciarla dejándome llevar sólo por las pulsiones de la historia narrada, de la ficción, sabiendo lo mínimo de su autor -en el bolsillo apenas la recomendación entusiasta de Antonio Muñoz Molina de otra de sus novelas, “Años luz”- debo reconocer que esa idea se vino abajo desde un principio y ahora estoy sin haber sacado aún el billete de vuelta, deseando alargar mi estancia en el nuevo país, coger el tren y descubrir otros títulos como “Juego y distracción” o la ya citada “Años luz”. Llegar hasta ahí y después merodear por “Quemar los días”, las memorias en las que Salter habla, entre otras muchas cosas, de sus vivencias como piloto en la II Guerra Mundial, esas páginas donde seguramente hemos de encontrar muchas de sus claves, el origen de esa mirada tan particular, tan clarividente, hacia el pozo de contradicciones del alma humana.

Todo era novedad y al mismo tiempo todo exhumaba un cierto clasicismo, un toque de película. Leyendo a Salter me perdía por calles y descubría recodos inesperados. A su lado, me imaginaba pasando las páginas de un álbum familiar cargado de aventuras y de recuerdos. Muchos rostros y nombres desconocidos me salían al paso en esta historia coral movida por la batuta de un director aventajado, el propio autor y sus experiencias, porque si algo desprende esta novela es lucidez ante lo vivido, lo sentido, lo sufrido

Pero no adelantemos acontecimientos. Estoy en “Todo lo que hay”, una obra que el escritor entregó a sus editores tras décadas de silencio, que supuso todo un acontecimiento en los círculos literarios de Estados Unidos y en la que da cabida, según indica la contraportada, a muchas de sus obsesiones. Estoy sentada en una mecedora tapizada con flores otoñales y voy pasando las páginas de ese álbum de fotografías, un álbum que recorre gran parte de la historia del siglo XX, esa historia a la que hemos de volver una y otra vez si queremos entendernos, reconocernos en los fondos turbios de este tiempo convulso.

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“Toda la oscura noche, el agua se deslizó veloz…” Así comienza la novela: en el mar, con “cientos de hombres callados”, “tendidos de seis en seis sobre literas de hierro”, bajo la cubierta de un barco que navegaba hacia Okinawa, cuando ya la guerra tocaba a su fin. Nos trasladamos a 1944: el frente del Pacífico, la derrota japonesa de Saipán… Salter parte de la Historia. Utiliza sus acontecimientos, esos hechos que han de inmortalizarse en los manuales, como telón de fondo donde sus protagonistas han de ponerse a prueba. Ahí, mientras la Historia se desliza abrupta, sin miramientos, va transcurriendo, en paralelo, la intrahistoria, porque al novelista lo que realmente le importa es todo lo que sucede en el interior de los personajes, en la conciencia, en el corazón de los soldados, del soldado que él fue. “Cómo iba a comportarse en combate era algo que su mente calibraba aquella mañana (…) Tu coraje, tu miedo y tu conducta bajo el fuego enemigo no eran asuntos sobre los que se hablara. Confiabas en que, llegado el momento, serías capaz de actuar como se esperaba de ti”, reflexiona el protagonista, Philip Bowman, sabiendo que “el peligro real iba a llegar desde el cielo: los ataques suicidas, los kamikazes…”

Más adelante el narrador, señala: Todo estaba sucediendo a dos velocidades, la del estruendo y la desesperada urgencia de la acción, y una de ritmo menor, la del destino, unas motas sombrías que sorteaban los disparos en el cielo”. Se trata de un párrafo que dice mucho de lo que James Salter está buscando todo el tiempo: hablar del destino de los seres humanos, de su suerte, en medio de los movimientos de la Historia. Todo puede suceder, todo puede explotar, vendrán buenas y malas cosas, pero la vida de las gentes proseguirá: Trabajarán, amarán, soñarán, sentirán decepciones, pérdidas y también destellos de luz, de conocimiento, que les ofrecerán consuelo. Tendrán gestos generosos, serán traicionados y llevarán a cabo actos de venganza. Es así, una y otra vez, generación tras generación. Y es precisamente esto, la sensación de río que transcurre, de humanidad que nos trasciende como individuos, lo que consigue reflejar con maestría el escritor.

Y lo hace con aparente ligereza, con un estilo que fluye tranquilo, sin aspavientos, con la capacidad del gran narrador que sabe atrapar, divertir y a la vez conmover. Salter nos envuelve en la atmósfera de un territorio del que no nos queremos marchar, porque allí, de su mano, a través de esa voz poderosa que sabe contar las historias que están detrás de las fotos del álbum, hemos encontrado algo que no queremos olvidar, que no queremos dejar atrás.

Todo puede suceder, todo puede explotar, vendrán buenas y malas cosas, pero la vida de las gentes proseguirá: Trabajarán, amarán, soñarán, sentirán decepciones, pérdidas y también destellos de luz, de conocimiento, que les ofrecerán consuelo. Tendrán gestos generosos, serán traicionados y llevarán a cabo actos de venganza. Es así, una y otra vez, generación tras generación. Y es precisamente esto, la sensación de río que transcurre, de humanidad que nos trasciende como individuos, lo que consigue reflejar con maestría el escritor.

El barco de Philip Bowman arriba a la bahía de Tokio al finalizar la guerra. En ese primer capítulo, repito, el escritor ya nos da la pista de lo que de verdad le interesa: el destino de sus personajes, el destino de una sociedad noqueada que se va reconstruyendo sobre las ruinas, a sabiendas de que será imposible volver atrás, recuperar el mundo anterior a la terrible contienda. Ese capítulo se cierra y es a partir de entonces, lejos de los actos heroicos de una situación excepcional, al regresar a lo conocido, a lo ordinario, a lo cotidiano, cuando empieza la gran aventura de la vida: la aventura del crecer como persona; la aventura de encontrar un lugar en el mundo, la aventura de la búsqueda del amor auténtico, un amor que a Bowman se le resiste una y otra vez.

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“Todo lo que hay” es una novela estructuralmente convencional, de ahí ese halo de clasicismo que emana de ella. Sigue el trayecto del protagonista y da cuenta de sus pasos por Nueva York, la ciudad natal del escritor, esa ciudad que tan al dedillo conoce. Allí, en los años de euforia que siguieron al término de la guerra, Philip Bowman estudia, trabaja como periodista y posteriormente como editor. Se cruza con otros muchos personajes cuyas historias se despliegan a su alrededor. Se mueve en esos ambientes de la edición, de la literatura, de la intelectualidad, que son también los ambientes de Salter y que éste retrata con conocimiento de causa, con una mirada cínica y displicente en ocasiones. Se refiere, por ejemplo, a los editores como hombres, por lo general, “muy hábiles, incluso excepcionales, algunos con principios, otros sin escrúpulos”, y da cuenta de trayectorias muy interesantes.

No parece suceder nada extraordinario en ese recorrido de ambiciones, logros, fracasos y desencantos, tan parecido a otros recorridos vitales. Volvemos a lo de antes: el autor bucea en lo que sucede detrás del telón de las vidas anónimas, porque si ha de haber algún prodigio en el discurrir de la existencia éste se encuentra en el descubrimiento de esos pequeños focos de verdad: en la aceptación de las pérdidas, en el reconocimiento de las derrotas, en la certeza de que en el viaje aguardan tragedias y también grandes días de placer y de amor, sobre todo de amor.

Nada amiga de contar argumentos, partidaria de abrir la ventana hacia los sentidos y sugerencias que particularmente encuentro en un libro y que pueden conducir a otras experiencias de lectura, no necesariamente afines -he ahí la riqueza de la literatura-, vuelvo a recorrer las páginas subrayadas, las anotaciones, y me decido a detenerme en algunos pasajes que me han tocado especialmente. Muy al comienzo, por ejemplo, se dibuja de manera conmovedora, la relación entre el protagonista y su madre, entre la madre que ve cómo su hijo, ese niño al que le había hecho “con papeles cosidos, cuentecitos de palabras y dibujos”; ese niño al que “había ayudado a escribir sus primeras letras” y que le suplicaba por las noches que no le cerrase la puerta de la habitación, ha de volar por sí mismo, fuera de su alcance.

“Siempre se habían querido madre e  hijo, sin interrupción (…) Cuando volvía la vista atrás se acordaba de cada momento, casi siempre con alegría; de hecho, sin otra cosa que felicidad…”, voy leyendo este tramo que conduce al paraíso perdido de la infancia, a esa complicidad que se establece con los seres queridos en el primer tramo de la vida, a esos acontecimientos que la memoria engrandece y que llegan a fijar lo que hemos de ser, lo que ha de convertirnos en seres únicos.

New-York-1-©-karina-beltrán.-2010

Beatriz, el personaje de la madre, es uno de mis favoritos en esta novela. Esta mujer sensible, que siente “un obstinado pavor al otoño” porque su padre murió en esa estación y cada vez que llegaba ella percibía que “todo lo que uno amaba corría peligro”, es capaz de ver cómo la mujer con la que se va a casar su hijo es una mujer vacía, sin alma, con la que no ha de alcanzar la dicha. Pero, aunque siente eso hondamente, no puede decir nada, calla y observa, del mismo modo que observa el deterioro del paso tiempo, la decadencia de su propia vida.

Hay otro pasaje, uno de esos pasajes en torno a la  literatura, donde el autor fija el momento en el que “el poder de la novela en la cultura del país se había debilitado”. “Nadie lo ignoraba y todos se desentendían como si nada hubiese cambiado. Ése era el milagro. El viejo esplendor se había desvanecido, pero seguían apareciendo caras nuevas que querían formar parte de un mundo que conservaba su antigua aura, como un par de zapatos buenos, perfectamente encerados en poder de un hombre arruinado”, leemos.

Hay otro en el que se habla de libros -ésta, decíamos, es una novela protagonizada por autores, periodistas, editores, gente de los ámbitos de la cultura norteamericana- en la que uno de los personajes se refiere a Joyce como su ídolo. “No me gusta que un escritor me dé demasiada información sobre las ideas y los sentimientos de un personaje (…) Prefiero verlos, oír lo que dicen y sacar mis propias conclusiones. La apariencia de las cosas. Me gusta el diálogo. Ellos hablan y lo entiendes todo…”, señala, y ahí detrás, como una sombra, no podemos dejar de ver a James Salter poniendo a dialogar a sus actores, trazando el recorrido de esas vidas que siguen su propio cauce mientras, en letras mayúsculas, se van escribiendo los grandes hechos que hacen avanzar la Historia.

Así, entra en escena la Guerra de Vietnam, que durante una larga época lo eclipsa todo, con sus interminables listas de muertos”, con su “escandalosa brutalidad”, con “las continuas promesas de victoria que nunca se cumplían” y que “convirtieron aquella guerra en el hijo envilecido, indigno de confianza e irreformable que, sin embargo, debe ser aceptado por la familia”, escucho la voz del narrador. Así, como una breve pincelada, se introduce la muerte del presidente Kennedy en Dallas, en 1963.  Y se habla del movimiento feminista, que bullía y que había cambiado la ciudad de Nueva York.

La situación de la mujer, su lucha por la igualdad en todos los ámbitos de la vida, su rechazo a la sumisión, su deseo de independencia, cambia las relaciones de pareja y pone de relieve la vulnerabilidad masculina. Los hombres de Salter pueden ser capaces de actos de egoísmo, de venganza, de traición, pero aparecen desnudos en sus emociones y sentimientos. Son abandonados, engañados, utilizados, y sufren por ello, pero no renuncian a encontrar el amor. Salter se aproxima a sus protagonistas con extrema sensibilidad y hace girar la acción en torno a los cambios que las transformaciones sociales van produciendo. Su escenario es el de un siglo XX agitado, turbulento, y en ese escenario se suceden las separaciones, los divorcios, los fracasos de matrimonios que parten de elecciones erróneas.

La situación de la mujer, su lucha por la igualdad en todos los ámbitos de la vida, su rechazo a la sumisión, su deseo de independencia, cambia las relaciones de pareja y pone de relieve la vulnerabilidad masculina. Los hombres de Salter pueden ser capaces de actos de egoísmo, de venganza, de traición, pero aparecen desnudos en sus emociones y sentimientos. Son abandonados, engañados, utilizados, y sufren por ello, pero no renuncian a encontrar el amor.

Los personajes de esta novela buscan una complicidad y una solidez que no resultan nada fáciles de alcanzar y que, más de una vez, les llevan a constatar lo complicado que resulta conocer a fondo a las personas que creemos amar. Hay pasión y escenas de alto contenido erótico en “Todo lo que hay”, pero también hay drama y un perverso fondo de dobleces, engaños y convenciones. Hay en estas páginas, en este territorio que no queremos abandonar, una permanente sensación de fugacidad de los momentos felices y una continua reconstrucción, un volver a empezar que impulsa a los protagonistas, los salva y les da la oportunidad de aprender una y otra vez.

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Los lectores también aprendemos y percibimos esos destellos de verdad de los que hablaba anteriormente y que provienen del corazón de lo vivido. La novela atrapa en su profundidad y también en su ligereza, en la frivolidad de los ambientes mundanos que se retratan, en ese juego de la seducción, de las artes del amor, que está presente todo el rato. Si hubiera que hacerle algún reproche a Salter, éste podría ser que, en el momento de narrar un viaje a España, no es capaz de huir de los tópicos: el flamenco, la pasión extrema de Andalucía. Pero es algo menor, la visión de un turista norteamericano que, eso sí, admira la poesía de Lorca y da cuenta de sus circunstancias.

Si el afán de todo novelista es interpretar, abarcar el mundo y sus metáforas en los márgenes de la ficción, James Salter lo consigue. En “Todo lo que hay” atrapa el mundo que conoce, su mundo, con todas sus contradicciones y complejidades, y da cuenta de toda la sabiduría que ha ido acumulando a lo largo de los años, en el trecho de una existencia apurada con intensidad.

Salter ofrece gran parte de esa sabiduría a Philip Bowman, su protagonista, a quien vamos viendo en sus sucesivas edades y transformaciones, tomando conciencia de la importancia de recordar, de preservar la memoria de los instantes de dicha; de todo lo que le había sucedido a él y a aquellos que le habían antecedido en el camino; de todo lo que había conocido y también ignorado, “las cosas de su tiempo, de los años que había vivido”.

Salter ofrece gran parte de esa sabiduría a Philip Bowman, su protagonista, a quien vamos viendo en sus sucesivas edades y transformaciones, tomando conciencia de la importancia de recordar, de preservar la memoria de los instantes de dicha; de todo lo que le había sucedido a él y a aquellos que le habían antecedido en el camino.

Podría terminar este artículo aquí, pero me detengo en un párrafo que ilustra esa sabiduría de la que hablo, un párrafo en el que se habla del paso del tiempo, de la vejez. “La vejez no llega poco a poco, irrumpe como una avalancha. Una mañana no hay nada nuevo, a la semana siguiente todo ha cambiado. Y las semanas duran mucho, puede suceder de un día para otro. Eres el mismo, aún el mismo, y de pronto han aparecido dos surcos, dos arrugas imborrables en las comisuras de los labios”.

Llegada a este punto, descorro un poco la cortina para que se filtre la luz y cierro las páginas del álbum de fotografías. He recorrido una vida, muchas vidas,  a través de tantas y tantas imágenes, y me quedo con la sensación de los deseos que se renuevan, de la esperanza que no se agota. Hay, ya al final de la novela, una frase que me encanta: “Cuando cruzaban las marismas a la temprana luz azulada, Nueva York parecía a lo lejos una ciudad extranjera, un lugar donde uno podría ser feliz”.

“Todo lo que hay”, de James Salter, ha sido publicada por Salamadra, como el resto de sus libros en España. La traducción la ha realizado Eduardo Jordá.


- Las fotografías de Nueva York las firma Karina Beltrán. La que abre el artículo fue realizada por Corina Arranz y la segunda imagen del autor lleva el crédito de Tulane Public Relations. La última nos fue suministrada por la editorial © Peter Peitsch.

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Archivado en: De Literatura, Los Libros, Nº14 / Mayo 2014

Bernardo Atxaga: “En Nevada me encontré con vascos sin violencia en sus vidas”

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Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Dice Bernardo Atxaga que los paisajes cotidianos, las calles que pisamos cada día, se acaban convirtiendo en invisibles ante nuestros ojos y que el viaje a lugares desconocidos estimula al explorador que  llevamos dentro. Esa percepción, que todos hemos tenido alguna vez, es el punto de partida de “Días de Nevada”, una novela nada convencional en la que el autor parte de lo lejano, de lo extraño, para entender sus cercanías y se convierte en observador de la vida de los otros para comprender mejor sus propios orígenes y circunstancias.

Dice Bernardo Atxaga que se movió libremente por las autopistas de este libro abierto, que fue uniendo fragmentos de memoria, de experiencia, de reflexión, de manera fluida, y que, al final, una vez depurados los materiales, eliminadas las piezas que podían interferir en el desarrollo, en el ritmo de la narración, se sintió tranquilo, sereno, como nunca antes. Una estancia de cerca de un año en Nevada, Estados Unidos, concretamente de agosto de 2007 a junio de 2008, fue el detonador de un hermosísimo recorrido literario, mezcla de géneros, de texturas y de pulsiones diversas, ante el que los lectores asumimos enseguida el papel de compañeros de ruta dispuestos a abrir mucho los ojos, a descubrir, a dejarnos fascinar por lo que vamos viendo a través de las ventanas del vehículo que avanza por los caminos del desierto y del bosque.

Mientras vamos pasando las páginas, todo nos resulta atrayente, cautivador: la geografía indómita que nos sale al paso y los episodios que Atxaga va hilando, ya sean de lo inmediato o de lo pasado, de lo real o de lo soñado. En “Días de Nevada”  el escritor se muestra renovado, diferente, pero sin haber perdido un ápice de esa innata capacidad para fabular, para iluminar los trechos más cerrados y tupidos de la existencia. En “Días de Nevada” demuestra haber avanzado sin dejar atrás la frescura, la magia de “Obabakoak”, ese libro que ya tiene más de 25 años y con el que fue capaz de elevar la literatura vasca mucho más allá de sus fronteras.

En esta novela en la que despliega historias propias y ajenas, en la que narra, evoca, reflexiona, cierra los ojos en busca de sentidos y va anotando observaciones como en el más íntimo de los diarios, el escritor condensa las búsquedas de todo lo hecho hasta ahora y se siente cómodo a la hora de contar aspectos de su biografía y de la historia familiar que hasta ahora no se había atrevido a abordar. La pérdida, la soledad, el sentimiento de protección como padre, la búsqueda de lo primordial, el legado que dejan los que se van… Estamos ante un libro abarcador, ante un mapa que seguimos y que nos lleva muy lejos, hacia sendas que se salen del itinerario fijado. Hablamos de un libro que no debe perderse todo el que haya leído, disfrutado, amado entregas anteriores del escritor vasco, ni tampoco quien desee descubrirlo por primera vez.

Mientras vamos pasando las páginas, todo nos resulta atrayente, cautivador: la geografía indómita que nos sale al paso y los episodios que Atxaga va hilando, ya sean de lo inmediato o de lo pasado, de lo real o de lo soñado. En “Días de Nevada”  el escritor se muestra renovado, diferente, pero sin haber perdido un ápice de esa innata capacidad para fabular, para iluminar los trechos más cerrados y tupidos de la existencia. En “Días de Nevada” demuestra haber avanzado sin dejar atrás la frescura, la magia de “Obabakoak”, ese libro que ya tiene más de 25 años y con el que fue capaz de elevar la literatura vasca mucho más allá de sus fronteras.

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Campechano y con ese talante de hombre de campo que rehúye los protocolos y añora la vida retirada, Bernardo Atxaga (Asteasu, 1951) también necesita del viaje y de sus hallazgos, aunque parezca llevar siempre consigo, tras la nobleza de su mirada, el verdor y la lluvia de sus paisajes de nacimiento -paisajes que no le abandonan por muy lejos que vaya-. Aquí, a lo largo de esta conversación, el escritor despliega el mapa citado, ese mapa existencial que es su novela, y se detiene en sus puntos clave, en esos recodos menos trillados del camino cuyos misterios, cuyos destellos de verdad, sigue descifrando.

- Al comienzo de la novela, la primera impresión que tenemos los lectores es la de entrar de puntillas en una realidad, en una cultura diferente. ¿Hasta qué punto la mirada del escritor es siempre la mirada del viajero que se siente extraño ante algo nuevo?

- Aunque parezca una paradoja, en la novela la extrañeza principal, desde el principio hasta el final, se da con respecto al paisaje físico. De repente nos encontramos con esa primera visión de Reno: los casinos de noche totalmente iluminados con esos colores rosas, fuscias, como de caramelo. Se trata de una imagen extraña, una imagen que no estaba en tu mente y que observas desde la que será tu casa durante algún tiempo, desde ese lugar en el que vas a vivir. Y después está la extrañeza de la naturaleza, de la geografía: el desierto, Sierra Nevada, el frío, la intensidad del sol, la enorme cantidad de bichos con los que te encuentras. Se produce un primer choque y a ese choque le siguen otros: la gente; las relaciones que se establecen, la soledad… Lo vas percibiendo día a día, pero llega un momento en el que te sientes inclinado a cerrar todo eso y a detectar algo muy cercano,  algo relacionado con la niñez, con la adolescencia. Recuerdo, por ejemplo, el día que vi a dos paiutes, dos indios. Ahí entró en funcionamiento el mecanismo de la identificación, de la asociación de ideas. Todos hemos jugado a indios y a vaqueros de pequeños. Cuando yo hice el servicio militar en Madrid los soldados leían las novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía. Y también están las canciones. Suenan Mamas and the Papas o The Animals. De pronto sientes que te estás trasladando hacia tu pasado, hacia tu juventud, porque la música de los casinos no ha evolucionado mucho. Ahí siguen estando Elvis Presley y demás; lo más lejano, quizás, es Creedence -Creedence Clearwater Revival-. Te ves jugando con dos palas a la vez: una que se mueve y es extraña y la otra que se mueve y que te acerca. En la novela cuento que al entrar en un rancho nos encontramos con una imagen de dos metros y medio de altura de John Wayne. Todos conocemos a John Wayne, es alguien familiar. Creo que esto explica muy bien esa doble sensación de la que hablo. Reconozco que primero se produjo un extrañamiento muy fuerte, sí, pero luego entró en escena ese sentimiento de familiaridad. Ahí, en esa mezcla, se va articulando la novela.

- Hay muchas contraposiciones y también muchos paralelismos en “Días de Nevada”. A medida que avanzamos tenemos la percepción de que las diferencias no son tan profundas, de que las motivaciones y las pulsiones humanas son similares en el oeste de Estados Unidos y en la tierra que te sirve de contraste, tu tierra natal, el País Vasco. Ambas geografías, pese a sus diferencias, coinciden en lo salvaje, en el carácter primigenio.

-  Sí. Exactamente. Hay algo primigenio ahí, una línea que no he desarrollado en el libro, pero sobre la que sí he escrito. Todo el tiempo, tanto en el desierto como en la cordillera de Sierra Nevada, sobre todo en el desierto, tuve la sensación de que todo eso estaba así hace cien mil años y hace doscientos mil años y, tal vez, también, hace tres millones de años. El ictiosaurio que veo y sobre el que escribo un capítulo, esa imagen que es real, ofrece una idea estupenda de lo que es el paisaje. Y no me refiero solamente a lo que se ve sino a esos miles, millones de años, de estabilidad de la geografía, de los parajes naturales. Todo me llevaba a pensar en simios, en semi simios. De hecho, la última historia del libro, que luego no coloqué, es una historia que empieza hace setecientos mil años y acaba con el funeral de mi madre, cuando al cementerio llegan esos semi simios, provenientes de todos esos estratos de tiempo, de pasado, para asistir al entierro. El paisaje, en efecto, tiene esa elementalidad que tanto me fascina. Si dejásemos de lado el resto de decorados y nos limitásemos a trazar unas coordenadas básicas, nos veríamos a nosotros entre el desierto y el bosque. A mí ese paisaje me atrae muchísimo; podríamos decir que me atrae como a los cerdos el río (risas).  Tengo una especial querencia por él. Me hipnotiza un poco, me da miedo y al mismo tiempo me atrapa.

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- Pero te estás refiriendo a dos variantes: el desierto, por un lado, y el bosque, Sierra Nevada, por el otro.

- Sí. Yo creo que he vivido más el desierto que la sierra, porque al final la sierra que conocí era una sierra ya habitada, aunque también muy interesante. Yo llegué hasta ella con un guía, con un miembro de los Laxalt, una familia de escritores, muy significativa dentro de la literatura del oeste; el último de la saga ha escrito una novela que paradójicamente se sitúa en el País Vasco. Ir con ese guía excepcional  me permitió llegar a una zona a la que sólo esa única familia, aparte de los bomberos y demás, puede entrar. Los Laxalt tienen sencillamente el derecho a visitar lo que fue el campamento de su antecesor, el pastor Dominique Laxalt, y yo tuve el privilegio de ver cómo vivía ese hombre, cómo tenía sus tierras a dos mil y pico metros de altura, en un lugar que en invierno debe ser terrible, pero que en verano es una especie de maravilla de la naturaleza, con dos lagos a diferente altura, uno a 2.500 metros y el otro a 2.000. Es una visión ante la que te quedas con la boca abierta, que te corta la respiración, como dicen los norteamericanos. Aparte del prodigio del paisaje, pude ver allí algo muy particular. En ese campamento los dirigentes del partido republicano de Nevada y de California se reunían para hacer una suerte de ejercicios espirituales y vivir tres, cuatro días, como auténticos pioneros. Ahí está una mesa, una mesa tosca de madera hecha con troncos y en esa mesa, grabado a cuchillo, hay un corazón atravesado por dos flechas que señalan a las iniciales R.R / N.R,  Ronald Reagan / Nancy Reagan. La pieza donde cuento eso tampoco aparece en la novela, ya que la parte política que me veía obligado a introducir me desequilibraba el conjunto.

Aparte del prodigio del paisaje, pude ver allí algo muy particular. En ese campamento los dirigentes del partido republicano de Nevada y de California se reunían para hacer una suerte de ejercicios espirituales y vivir tres, cuatro días, como auténticos pioneros. Ahí está una mesa, una mesa tosca de madera hecha con troncos y en esa mesa, grabado a cuchillo, hay un corazón atravesado por dos flechas que señalan a las iniciales R.R / N.R,  Ronald Reagan / Nancy Reagan. La pieza donde cuento eso tampoco aparece en la novela, ya que la parte política que me veía obligado a introducir me desequilibraba el conjunto.

- Has hablado del impacto del desierto, pero, ¿puedes concretar un poco más? ¿Qué te encontraste en el desierto de Nevada que te fascinó tanto?

-  Me refiero al impacto de la geografía física, al impacto visual. Puede que haya gente, seguramente más valiente que yo, a la que no les afecte tanto. Es posible. Yo pienso muchas veces en los marineros, en los pescadores, que a lo mejor no reparan en lo que supone bregar con el mar, con las olas, porque lo hacen cotidianamente. También al desierto fui con un guía que me iba diciendo que el desierto es como un mar y sus montañas son como islas; cada una con su flora y su fauna. Tú vas escuchando las explicaciones, pero cuando llegas y cruzas por todo eso es como si pasaras una ola tras la que atisbas montañas que son como trapecios cada vez más pequeños. Todo parece como una maqueta y al final  la sensación de distancia y de soledad que experimentas es enorme. Yo creo que muchos pensamientos que tenemos parten de lo físico. Si tú entras en una casa de Valverde de la Vera, por citar un ejemplo cercano, te sientes muy alto porque los techos son bajísimos, pero, al contrario, cuando cruzas por unas colinas como éstas tienes la percepción de ser como un bichito.

- ¿En qué medida cambian los sentidos, la mirada, en el desierto?

- Yo siempre había escrito mucho del desierto. Había hecho bastantes poemas sobre ese paisaje que me motiva especialmente. Lo supe  cuando visité por primera vez el desierto de Marruecos, cuando vi “Lawrence de Arabia”, personaje al que he dedicado muchas páginas, aunque no haya llegado a publicarlas todavía. Como decía antes, se trata de una atracción que no he sabido racionalizar del todo y que debe venir de familia, porque a uno de mis hermanos le pasa lo mismo. No nos gustan los espacios cerrados, nos gustan los espacios abiertos. Cuando uno entra en ellos se siente fuera, ajeno, e intenta mentalmente entender, aproximar, establecer comparaciones: esto es como un mar, las montañas son como islas. Pero eso no impide que encontrar una serpiente cascabel en un vehículo robado suponga un impacto. Ese es el territorio de la serpiente, no tiene nada que ver contigo. En la novela hay un momento en el que cuento el efecto que me produjo ver a lo lejos unas figuras vestidas de blanco que eran presos. Cuando pasamos junto a ellos me di cuenta de que iban solos, sin guardias que les vigilasen. ¿Para qué? Ya estaba el desierto para ejercer ese control. De allí no podían escapar a ningún lado, me dijo Bob.

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- La verdad es que resulta muy impresionante. En la novela es un momento clave, teñido de cierto dramatismo.

-  Sí. Es uno de esos episodios que dan una idea clara del lugar en el que estamos. Se habla mucho de la otra parte. Había una novela de Alfred Kubin que se titulaba así precisamente, “La otra parte”. Pues ahí, realmente, con ese paisaje habitado por los presos, estás en otra parte, pero también lo estás cuando sigues el viaje, te aproximas a Fallon y empiezas a ver los cazas, los helicópteros de guerra. Todo es militar, es como entrar en un inmenso cuartel. Seguimos en otra parte. El esfuerzo que hace tu mente para asimilar todo eso es fuertísimo.

- La parte onírica es muy importante en “Días de Nevada”. ¿Es el lenguaje de los sueños el más apropiado para capturar, para acercarse al mal, a la violencia que subyace en el fondo de nuestras sociedades?

- Como se sabe, los sueños son parte de la memoria. El último reducto de la memoria, quizás. Lo que no alcanzamos a ver durante el día, lo vemos por la noche, con los ojos cerrados.

- El otro día, en tu intervención en los Encuentros del Instituto Cervantes insinuabas que el formato de la novela convencional cada vez te aburre más. En “Días de Nevada” pones en práctica más que nunca la mezcla de géneros, de materiales diversos. ¿Ha supuesto este libro un punto de inflexión en tu trayectoria?

- Como escribió Paul Valéry: “A veces no soy de mi opinión”. Durante algunos años dejé de lado las novelas, pero ahora he vuelto a ellas. Últimamente he leído con mucho placer “La buena reputación” de Martínez de Pisón o “El partisano Johnny” de Beppe Fenoglio. De modo que no está bien lo que dije, lo de “aburrir”. Con todo, hay algo molesto en este asunto, y es que todo tiene que ser novela. Por razones comerciales, se entiende. Cuando publiqué Obabakoak y empezaron a salir las traducciones, la mayoría de las contraportadas sugerían, dolosamente, que el lector iba a encontrarse con una novela. En general, los editores tienen mucho miedo a publicar lo que se salga del género, y cuando lo hacen procuran disimularlo. Hacen como los chipirones, crean una mancha de tinta para que no se vea el cuerpo del delito: ¡una narración que no sigue las pautas de Flaubert, Pérez Galdós o Eça de Queiroz! Es comprensible, pero esta actitud, este continuo ceder ante la ideología literaria dominante, entraña un peligro, ahora ya muy visible: se empieza por no publicar lo que no es novela; luego se dejan de publicar novelas “raras”, de supuesta dificultad; más tarde, le llega el turno a la novela que no es de género; un poco después, a las novelas que son de género pero no son ni históricas ni de crímenes… Total, que solo sobrevive lo más convencional, el equivalente literario del lugar común. No estoy hablando de una posibilidad lejana. En los países de Europa del Este, ya ha ocurrido. En Rumanía o en la República Checa la publicación de traducciones que no sean de novelas policíacas ha quedado en manos de editores y traductores heroicos, suicidas. En la literatura juvenil pasa otro tanto. La literatura parece evolucionar hacia una estrechez. Pasa en todo: el mundo es cada vez más estrecho, más monótono. Manzanas golden, novelas policiacas, los Cuarenta Principales (cuarenta iguales para hoy)… Es extraordinariamente aburrido, asfixiante, incluso, y es nuestra obligación luchar contra esa atmósfera. “Días de Nevada” es, en ese sentido, un libro escrito con mucha libertad.

Esta actitud, este continuo ceder ante la ideología literaria dominante, entraña un peligro, ahora ya muy visible: se empieza por no publicar lo que no es novela; luego se dejan de publicar novelas “raras”, de supuesta dificultad; más tarde, le llega el turno a la novela que no es de género; un poco después, a las novelas que son de género pero no son ni históricas ni de crímenes… Total, que solo sobrevive lo más convencional, el equivalente literario del lugar común.

-  ¿En qué medida necesitó Bernardo Atxaga escribir esta novela para tomar distancia, para ver de lejos sus propios paisajes, sus orígenes, incluso para entenderse a sí mismo?

- Esto es algo que está en nuestra cultura y en nuestra civilización. La imagen del poeta que se retira al desierto es una imagen muy antigua y también está la de los anacoretas que van al desierto y se ponen a prueba. En cualquier caso, uno necesita un espacio mental y la soledad ayuda a la introspección. Para poder pensar hay que olvidarse, desprenderse de todo lo que supone un entretenimiento. Es una tarea durísima si se toma en serio. Cuando se tienen problemas, cuando el ánimo decae, hay que ver televisión, hay que poner la radio, hay que distraerse con algo. El entretenimiento está pensado, igual que el alcohol y muchas drogas, para alcanzar una cierta estabilidad anímica. Pero si anhelamos mirar hacia dentro debemos dejar todo eso de lado. Los sitios nuevos, el desierto en este caso, obligan a repensar y si se da la circunstancia, como es mi caso, de que ya tienes 60 años y bastante experiencia a tus espaldas; si has visto morir a tus padres y a algunos amigos cercanos, entonces ese proceso es aún más intenso. Yo suelo decir que los libros que se leen sirven para darse una vuelta por la propia vida. Pues cuando escribes sucede lo mismo. En “Días de Nevada” yo me he dado una vuelta y me he encontrado cosas de todo tipo. Me he encontrado, por ejemplo, situaciones humorísticas, como un viaje que hice con mi madre por Italia, pero también me he enfrentado a la  muerte de uno de mis mejores amigos.

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- En cierto modo se puede decir que te fuiste muy lejos para llegar muy cerca, ¿no? En la novela hay una mirada hacia atrás: hacia la juventud, la adolescencia, la infancia.

- Eso es. Yo nunca había había hablado tanto de la adolescencia, de los amigos del narrador, esos amigos que acuden a los bailes. Recuerdo un libro de Manuel Leguineche, al que conocí un poco, que se titula “El camino más corto”, donde se dice que el viaje más corto para encontrarse uno mismo puede dar la vuelta al mundo. Yo creo que salir fuera puede ayudar mucho. No llegué a acabar un poema que decía: “Cómo me gustaría disfrutar de la nieve que está cayendo, pero es que en medio tengo una factura que debo pagar a Iberdrola. Cómo me gustaría disfrutar del recuerdo de la conversación que tuve contigo, pero es que tengo que dar una conferencia…” Siempre hay algo en medio que te impide pensar bien, sentir bien. Siempre hay interferencias. Y salir de lo habitual puede romper esa dinámica. Yo fui a Nevada por azar. Había una persona que tenía que ir a impartir un curso a una universidad, cayó enferma y no se encontró a otro profesor que la sustituyese. Yo no tenía nada que ver con el asunto de las clases. Mi única obligación era, por decirlo de alguna manera, que escribiese un libro. Fue un tiempo estupendo para pensar, observar, escribir, pasear. Me trasladé a Nevada con mi familia y mi mujer aprovechó la ocasión para investigar sobre la emigración vasca al lejano oeste. A mí todas sus pesquisas me vinieron muy bien porque me ofrecían los datos, la seguridad necesaria, para afrontar esta novela.

- Lo primitivo y lo salvaje que está en Nevada, lo podemos encontrar también en los paisajes de los bosques del territorio de Obaba, en los caseríos de los leñadores. El contacto con la naturaleza, con los animales, se da en las dos partes, y, asimismo, la violencia. En esta novela hay todo el rato una violencia soterrada. Parece que la gente la tiene asimilada y vive con ella, eso sí, en permanente alerta, bajo vigilancia. También en el País Vasco la gente se acostumbró a vivir con la violencia.

- Sí, pero las dos violencias son muy diferentes. En el País Vasco la violencia parte de una teoría sobre cómo tiene que ser el mundo vasco y actúa desde ahí. La teoría es cada vez más delirante, pero siempre hay como una posibilidad de entender o de saber por dónde viene esa violencia. En los años 80, por ejemplo, según esa teoría, un guardia civil tenía mucho más riesgo que un profesor de universidad. Pero en EEUU, concretamente en el oeste, que es lo que yo conozco, se trata de una violencia que no proviene de una teoría sobre cómo tiene que ser Estados Unidos. Hay algunos casos, como el del célebre Unabomber, pero son rarísimos. La violencia es de otra índole y es más insidiosa porque es la violencia de los monstruos: del depredador, del violador, del asesino sexual. Es una amenaza constante. Si no habías pensado en ella te sientes obligado a hacerlo, porque vas a comprar pan y a la entrada del supermercado hay una especie de galería llena de fotos de niñas desaparecidas. Y luego vas a un parque y en ese parque, junto a los columpios, hay una placa en recuerdo y como homenaje a los niños desaparecidos en ese lugar. Puedes decir que los americanos son muy aparatosos y lo exageran todo, pero cuando vives allí y ves como esos intentos de violación, el rapto y posterior asesinato de una joven, se producen en tu propia calle, frente a tu casa, entonces… De repente, lo que antes eran paneles, fotografías y avisos, ahora está ahí, delante de tus narices, y entonces ese miedo se hace presente. Nosotros lo vivimos de cerca y constatamos que concretamente el miedo a la violencia sexual es el mayor miedo de los estadounidenses.

- También son frecuentes los casos de francotiradores, a los que se hace referencia en la novela.

- Sí. La verdad es que haber viajado con mis hijas fue una suerte para percibir todo esto, para la novela, en definitiva. ¿Quién puede imaginar, si no lo vive, que en los colegios se hagan simulacros por si hay que enfrentarse a algún francotirador? Lo del fuego puedes entenderlo y lo de los osos, que bajan de las sierras y se acercan al pueblo en busca de alimentos, también. Pero que se tenga tan asimilado lo de los francotiradores… Todo eso está ahí. Y explica el hecho de que pueda celebrarse una fiesta de cumpleaños sin que acuda ningún niño, ningún compañero de colegio. Hay mucho temor, mucha desconfianza. Los niños casi no se ven por las calles. Nosotros ya llevábamos seis meses viviendo allí y conocíamos a la gente cuando celebramos una fiesta. Aún así los niños no vinieron solos sino acompañados por algún adulto.

En EEUU, concretamente en el oeste, que es lo que yo conozco, se trata de una violencia que no proviene de una teoría sobre cómo tiene que ser Estados Unidos. Hay algunos casos, como el del célebre Unabomber, pero son rarísimos. La violencia es de otra índole y es más insidiosa porque es la violencia de los monstruos: del depredador, del violador, del asesino sexual. Es una amenaza constante. Si no habías pensado en ella te sientes obligado a hacerlo, porque vas a comprar pan y a la entrada del supermercado hay una especie de galería llena de fotos de niñas desaparecidas.

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- Hablamos de una sociedad atemorizada y en la que es muy fácil disponer de un arma.

- Sí. Todo esto tiene que ver con la soledad, con el aislamiento, y luego con una realidad a la que le estoy dando muchas vueltas y sobre la que algún día escribiré algo. ¿Es el pederasta uno de los principales sujetos del siglo XXI? Esta pregunta podría ser el arranque. Se trata de una reflexión muy del presente. La imagen que antes teníamos de los asaltos sexuales correspondía a sujetos muy agresivos, muy marginales, pero, de pronto, nos encontramos con el perfil de un ministro o del mismo presidente del Fondo Monetario Internacional. Aquí está pasando algo. Ese pederasta que pulula por ahí no es un sujeto minoritario. En cierto modo simboliza algo de la época a la que estamos llegando. Se trata de gente que vive fuera de la ley y que no va a la cárcel, que está tan tranquila, que se siente protegida por su situación de poder. A mí éste me parece un tema terrible. En estas sociedades vemos que cada vez hay más delincuentes, y no me refiero sólo a los depredadores sexuales, que viven en los mejores edificios de las ciudades, sintiéndose inmunes ante la ley, para nada amenazados. Son como modelos, como iconos de los nuevos tiempos. En el Parlamento a los políticos se les llena la boca con palabras como democracia y ley. Nos lo venden como si viviéramos en paraísos, como si los derechos fueran los mismos para todos, pero nada más lejos de la realidad.

En estas sociedades vemos que cada vez hay más delincuentes, y no me refiero sólo a los depredadores sexuales, que viven en los mejores edificios de las ciudades, sintiéndose inmunes ante la ley, para nada amenazados. Son como modelos, como iconos de los nuevos tiempos. En el Parlamento a los políticos se les llena la boca con palabras como democracia y ley. Nos lo venden como si viviéramos en paraísos, como si los derechos fueran los mismos para todos, pero nada más lejos de la realidad.

- Está claro que sin lo que has vivido hasta ahora te habría resultado imposible escribir esta novela. Por debajo de todo el recorrido late la pérdida, el modo en que nos afecta, nos influye y nos transforma como personas la pérdida de los seres queridos.

- Sí. Cuando yo empecé a escribir me costaba muchísimo llegar a las cien páginas porque me daba la sensación de que no tenía materia, no tenía vida, no tenía experiencia. Quería escribir sobre un hospital o hablar de una operación quirúrgica y no sabía como hacerlo. Tampoco tenía una conciencia clara de lo que eran los padres, porque no era capaz de verlos más allá de su uniforme, de su rol. En ese sentido, la experiencia, los años vividos, son una maravilla, un don, un regalo que te hace el tiempo. A lo mejor hay otros, mucho más listos que yo, que son capaces de captar los sentidos de las cosas desde el principio, pero no es mi caso. Yo con los años lo he ido entendiendo todo con mayor claridad y ahora reacciono de una manera menos furibunda ante determinados asuntos. Está claro que este libro no lo habría podido escribir antes, en absoluto. Hay un momento en el que digo, con un cierto humor negro, que la vida responde a todas las preguntas, pero, claro, hay que darle tiempo. Suelo hacer el chiste de que tal vez en la siguiente vida, en la segunda, pueda llegar a entender ciertas cosas. Es así. Hay que vivir a ras de experiencia y hay que seguir buscando. Yo descreo cada vez más de la teoría. De joven leía teorías y teorías y ahora para nada. Y si se trata de sociología, solamente la palabra ya me produce dolor de cabeza. La sociología no explica nada. Uno entiende el mundo a través de la propia experiencia y de la de los cercanos, aquellos a los que conoces bien. No llegamos a comprenderlo todo, pero sí algunas cosas.

- ¿La distancia que supone esta novela, la distancia que supuso el viaje que se narra, te hizo contemplar la realidad del País Vasco de otra manera?

- Me olvidé muy pronto del País Vasco que acababa de dejar, el del 2007. Creo, en general, que bastan dos semanas sin información, sin el periódico que lees habitualmente, sin tu emisora, sin la gente con la que normalmente te encuentras, para librarte de lo que hasta ese momento ha sido tu mundo. La sensación es entonces de ligereza, como si hubieras dejado una mochila que llevabas pegada a la espalda. Además, haces hueco, se crea un espacio que antes ocupaba el día a día, y tienes la oportunidad de pensar en tus cosas, en tus propias historias. Aparte de eso, hay que tener en cuenta que el oeste americano está lleno de vascos que vienen de otra historia, vascos que, por ejemplo, no han conocido los tiempos de ETA. Ir al Lejano Oeste es encontrarte con otro País Vasco. Mi mujer, Asun Garikano, acabó publicando un libro titulado “Far Westeko Euskal Herria”, “El País Vasco del Far West”. Es exacto. Hay un País Vasco allí. Yo pensé en aquel, no en el que acababa de dejar.

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- En ese viaje hacia el oeste, siguiendo las huellas de esos vascos que antes que tú sintieron el extrañamiento de lo lejano, destaca el personaje del boxeador Paulino Uzcudun, una figura que te permite ir hacia uno de tus temas recurrentes: las víctimas que se convierten en verdugos, los pobres que llegan a dar la mano al poder.

- Así es. El personaje de Uzcudun es uno de los que yo he perseguido durante media vida literaria. Se trata de una de esas figuras que van hacia el símbolo porque, por algún motivo, expresan mucho más que cualquier biografía particular. Uzcudun forma parte de la historia de mi padre, de la mía propia y de la de muchos vascos que nacimos en un lugar apartado, rural, pobre. El partió de ahí e hizo un recorrido vital espantoso. Yo imagino que, en esa misma época, otro vecino suyo que hubiera ido a trabajar a una fábrica, que hubiera tenido una ideología obrerista, jamás habría seguido ese trayecto, pero él es de esos hombres que el poder necesita tener y mostrar como un trofeo, uno de esos seres que se muestran encantados con la adulación. Todo es adulación hasta el momento en que pierden las fuerzas, el brillo, en que ya no valen para sostenerse sobre el ring. Entonces se sienten abandonados, engañados, y acaban mal porque no tienen una ideología para defenderse. Hay una película, “Juguetes rotos”, de Manuel Summers, que trata de esto y donde se incluye a Uzcudun, pero, en mi opinión, el personaje no está bien visto.

- Lo de la necesidad de tener una ideología resulta muy interesante.

- Sí. Es esencial. Lo que le pasó a Uzcudun no le sucedió a Cassius Clay, a Muhammad Ali, que procedía de una familia con una cierta formación. En su caso había una ideología. La diferencia, el salto entre ambos, es abismal. Uzcudun acabó siendo un fascista y, probablemente, haciendo todo tipo de barbaridades en la guerra, mientras que Muhammad Ali, que fue una especie de Dios en el mundo entero, decidió no ir a Vietnam. Se trata de una persona luminosa frente a otra absolutamente oscura. Luego está el caso de Urtain, que era muy buena persona. Urtain no tenía ideología ni tampoco el espíritu malvado que podía tener Uzcudun, y acabó destruyéndose. Lo que yo cuento de Paulino Uzcudun forma parte de mi autobiografía, no lo he leído en los periódicos. He ido oyendo hablar de él toda la vida, desde los dos años. Mi padre lo conoció y en mi pueblo natal ha estado siempre muy presente. Con el tiempo tendemos a olvidarnos de las circunstancias, de las cifras… Cuando Uzcudun ganó el campeonato de Europa fueron los reyes a verle, imagínate. Y con la noticia de alguno de sus combates en América “The New York Times” llegó a vender cientos de miles de ejemplares. ¿Cómo asimila todo eso un hombre sin formación, sin ideología, que salió de su pequeño caserío? La gente habla, los profesores universitarios teorizan a veces a la contra, pero yo estoy convencido de que lo mejor que nos puede pasar es tener una ideología. Cuando recibo la noticia de que mi hija es del bloque feminista, me alegro, porque si tienes un eje firme te mantienes alrededor de él. Puedes estar equivocado, pero no pueden llevarte y traerte como si fueras un pelele. Se trata de mantenerse en la posición elegida. En los tiempos en los que la gente iba tanto a la cárcel en el País Vasco, por ejemplo, los que tenían ideología aguantaban la cárcel perfectamente, pero los que carecían de ella podían llegar a volverse locos.

- Y luego están los Laxalt, que son muy importantes en la novela y que representan a otra parte de los vascos que emigraron al oeste americano.

-  Sí. La verdad es que resulta muy curioso. Vuelvo a lo que decía antes. Yo fui a Nevada y me encontré con la memoria de unos vascos de antes de ETA y de antes de la guerra. Eso me ha reconfortado mucho. Fíjate que el estereotipo de los vascos es el de ser una gente no muy alegre, sin puta gracia. Esa es la imagen, la que recoge esta película que está teniendo tanto éxito, “Ocho apellidos vascos”. Pero tú vas a Estados Unidos, dices que eres vasco y de inmediato empiezan a hablarte de los alegres vascos, los vascos que siempre están cantando y bailando. Esa es la idea que se tiene allí. Eso nos lleva a pensar en los vascos de antes de la Guerra Civil, de antes de ETA, de antes incluso de la Segunda Guerra Mundial.  Son vascos sin esa violencia intermedia en sus vidas y para mí saber de ellos fue una especie de bálsamo. En Nevada me encontré con una gente que me era familiar, que tenía una relación con mi lengua. Una gente no sólo maja, maravillosa, sino con una historia detrás de la que nosotros debemos aprender. La mujer del pastor  Dominique Laxalt, por ejemplo, nunca quiso volver al país vasco porque era hija natural. Lo había pasado tan mal siendo hija natural en ese País Vasco lleno de curas y re-curas que cuando llegó a EEUU apreció la acogida en una sociedad sin tanto moralismo. Episodios así me enseñan cómo ha sido el País Vasco, me dicen que mi tierra también ha sido eso.

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- En cierto modo el retrato de tu madre refleja, de manera simbólica, lo que cuentas. Ella es la mujer alegre, siempre un poco niña, que disfruta contando historias, hasta el momento en el que se llevan a su hijo a la cárcel. Es un momento dramático, muy fuerte, en la novela.

-  Sí. Por primera vez en mi vida he contado una escena con tanto realismo, tal cual fue. En “Días de Nevada” hablo todo el rato de lo que conozco: de mis amigos, de la gente del colegio, de la gente de mi pueblo, pero siempre hay una cierta recreación. En este capítulo cuento exactamente cómo fue la detención de uno de mis hermanos, que estuvo en la cárcel por pertenencia a ETA. El encierro no fue demasiado largo, menos de tres años, porque salió con la Amnistía que siguió a la muerte de Franco. Esa escena siempre ha permanecido grabada en mi memoria: los guardias civiles que entraron en nuestra casa de noche; la metralleta de uno de ellos que cayó al suelo y cuyas balas se desparramaron por las baldosas; mi padre que salió con un pijama verde horroroso… Para mi madre fue un horror. ¿Qué podía imaginar? Mi hermano siempre ha pertenecido a esos entornos. Es parte de la historia de la familia. Una parte que he visitado en tres, cinco páginas, a lo sumo, nada más.

- No hay demasiados libros que afronten estos asuntos desde ese lado de las familias, de su desgarro.

-  Así es. Hay tantas cosas de las que se ha hablado tan poco… Yo digo que son las cosas que he de contar en la segunda vida. Qué poco se ha hablado, sí, de esos padres vascos, de caserío, que son ultracatólicos, que creen en los diez mandamientos de verdad, y que de pronto se enteran de que su hijo está poniendo bombas que matan. Eso supone un caos para ellos, una rotura vital absoluta. Qué poco se ha hablado de esos padres que son de Trujillo, de Cáceres, y que se encuentran con que sus hijos están metidos en todos esos líos. En los autobuses que llevaban a los familiares a visitar a los presos de ETA en las cárceles repartidas por España, había historias increíbles. Ahí podía coincidir una pareja de extremeños, padre y madre, con otra de caserío que ni siquiera sabía hablar castellano. Lo que hay en la parte trasera de todo esto ha sido muy fuerte. Para mí, afortunadamente, todo se ha acabado ya. Espero que me dejen pasar página, porque últimamente todo lo referente a la tregua, a los presos, está siendo tremendo también. Da la sensación de que es algo de lo que ya no te puedes librar en la vida. Y yo ya no tengo tanto tiempo, no pienso seguir dándole vueltas a este asunto. En cierto modo, estas páginas tan biográficas que he escrito son una especie de cierre. Hace poco tuve la oportunidad de hacer una entrevista a la madre de Juan Paredes, “Txiki”, un extremeño de orígenes pobrísimos, miembro de ETA, que fue uno de los últimos fusilados del franquismo y se convirtió en una especie de mártir. Se ha publicado en el último número de la revista “Erlea”, que edita la Academia de la Lengua Vasca [el número está dedicado al exilio, a la tristeza, al dolor que generan determinados conflictos, al símbolo de las flores]. Fue, también, algo muy significativo para mí.

Qué poco se ha hablado, sí, de esos padres vascos, de caserío, que son ultracatólicos, que creen en los diez mandamientos de verdad, y que de pronto se enteran de que su hijo está poniendo bombas que matan. Eso supone un caos para ellos, una rotura vital absoluta. Qué poco se ha hablado de esos padres que son de Trujillo, de Cáceres, y que se encuentran con que sus hijos están metidos en todos esos líos. En los autobuses que llevaban a los familiares a visitar a los presos de ETA en las cárceles repartidas por España, había historias increíbles. Ahí podía coincidir una pareja de extremeños, padre y madre, con otra de caserío que ni siquiera sabía hablar castellano. Lo que hay en la parte trasera de todo esto ha sido muy fuerte.

- ¿Cómo te sitúas ante el presente? La situación ha cambiado. Pero da la impresión de que en el resto de España se ha digerido muy rápidamente todo el conflicto de ETA, cuando aún quedan muchas heridas, muchos temas de fondo por resolver.

- No sé si en España se digiere nada. La Guerra Civil, por ejemplo. ¿Se ha digerido? La gente que trata de hallar la verdad de lo que pasó, los que trabajan en lo que se viene a llamar “Memoria Histórica”, no lo tiene fácil. Los poderes fácticos no quieren enfrentarse al pasado. Lo mismo parece que va a pasar con ETA y con todo lo que ocurrió alrededor de ETA.

- Volvamos a Estados Unidos. En la novela también aparece Barack Obama antes de ser presidente, cuando daba mítines a los que tú tuviste la oportunidad de asistir, mítines en los que se palpaba la esperanza, el deseo de cambio. ¿Qué ha pasado para que toda esa esperanza se haya tornado en decepción?

- He leído en alguna parte que “euforia” era, en el origen, la palabra que designaba la fuerza o la energía necesaria para hacer frente a un sufrimiento, a una mala situación. Yo vi esa euforia en los caucus y en los mítines, y pregunté a mis amigos vasco-americanos si de verdad tenían esperanza y creían en el cambio. Algunos la tenían, y me hablaban de la importancia que, por ejemplo, podía tener Obama en la renovación de la judicatura o en la política exterior de Estados Unidos. Hubo, sin embargo, personas que se reían de esa posibilidad de cambio. El dinero que financiaba los enormes gastos de las campañas venía de las grandes empresas, de las corporaciones financieras. El margen de maniobra de los políticos era muy pequeño. Como bien sabemos, eran los segundos los que tenían razón, los que no se dejaban llevar por la euforia.

 

“Días de Nevada”, de Bernardo Atxaga,  ha sido publicado por la editorial Alfaguara.

-Todas las fotografías fueron tomadas por Nacho Goberna en el transcurso de la entrevista.  © Nacho Goberna. 2014


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NO TE LO PIERDAS: En Lecturas Sumergidas estamos muy agradecidos a Bernardo Atxaga por habernos cedido para su publicación en primicia -nunca antes habían sido publicado en medio alguno- el comienzo de “Último sueño”, en sí mismo un sugerente relato cargado de significados que ve la luz por primera vez en esta revista, así como otras dos piezas: “El búho” y “El mapache”, que aparecen en la edición en euskera de su última novela, “Días de Nevada”, pero no en su versión en castellano. Aquí las presentamos traducidas para nuestros lectores. Pincha aquí para leerlo:

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Archivado en: De Literatura, Las Entrevistas, Nº14 / Mayo 2014

De adioses y regresos

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Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Leí el delicioso “Tela de sevoya”, de Myriam Moscona, en días soleados y exteriores con piscina y vistas a los tejados de Madrid. Fue un libro que, como cuento en el artículo a él dedicado, llegó a mí en un momento en el que, sin saber por qué, estaba necesitada de sus palabras, y me resultó especialmente luminoso, tanto como las fotografías que acompañan esta Ventana y que tan magníficamente reflejan la experiencia de la lectura en las mañanas radiantes de verano, cuando nada mancha el cielo y sentimos que todo alrededor está limpio, como recién estrenado.

La autora mexicana construye un relato biográfico en el que la memoria despliega sus alas y alcanza las mágicas orillas de los sueños, esas orillas a las que acudir en busca de respuestas y desde las que es posible arribar al lado no iluminado de la vida, a ese otro lado en el que  aguardan aquellos que ya se han ido. Estaba aún inmersa en esas sensaciones cuando recibí la noticia de la muerte de Ana María Matute y me la imaginé en camino, a la búsqueda de otras estancias en las que poderse instalar para seguir escribiendo cuentos, para seguir inventando, siempre inventando, conmovedoras historias.

Igual que los seres queridos se marchan dejando en nosotros palabras y gestos en los que reconocernos, los autores que nos han abierto las puertas de sus fabulaciones y nos han permitido habitar en ellas, no se van nunca. He ahí el gran prodigio de la literatura. Ana María Matute será siempre para mí, e imagino que para muchos otros, la niña que cuando era castigada en el cuarto oscuro se ponía a jugar con personajes invisibles y construía castillos imaginarios. A esa niña valiente, decidida, vuelvo a encontrarla ahora, en el momento de esta despedida, cuando recuerdo las atmósferas de “Primera memoria” o cuando abro las páginas de una de sus últimas obras, “El paraíso inhabitado”. A la joven que quedó marcada para siempre por el impacto de la Guerra Civil y por la grisura de la posguerra la vislumbro en un libro estremecedor, “Luciérnagas”, testimonio del dolor de la contienda, de la asfixia, la impotencia, el miedo, de aquella etapa. Con apenas 23 años decidió poner todos esos sentimientos y zozobras por escrito, a través de unos personajes que representaban a los jóvenes de una generación herida. Durante cuarenta años la novela permaneció guardada en un cajón y su publicación supuso una especie de reconciliación de la autora con su pasado y su vuelta a las mesas de novedades en 1993, tras una temporada de retiro.

A la niña valiente, decidida, que fue Ana María Matute vuelvo a encontrarla ahora, en el momento de esta despedida, cuando recuerdo las atmósferas de “Primera memoria” o cuando abro las páginas de una de sus últimas obras, “El paraíso inhabitado”. A la joven que quedó marcada para siempre por el impacto de la Guerra Civil y por la grisura de la posguerra la vislumbro en un libro estremecedor, “Luciérnagas”, testimonio del dolor de la contienda, de la asfixia, la impotencia, el miedo, de aquella etapa.

“Entonces me sentía como una muchacha estafada, engañada y encarcelada, al tiempo que con una rebeldía tremenda. Todo lo que yo quería hacer y todo lo que quería vivir estaba prohibido. Quería ser escritora y me resultaba prácticamente imposible leer libros importantes de la literatura universal (…) Estaban prohibidos por la censura y teníamos que buscarlos a escondidas. Pensaba que mi juventud no tenía futuro, veía que iba a consumirse en ese mundo espantoso, y en cierto modo fue así; pero los seres humanos siempre encontramos un camino para salir”, recobro el recorte, ya amarillento, en el que ha quedado constancia de una conversación que mantuvimos entonces.

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La literatura fue el camino que Ana María Matute eligió para salir del horror. Fue para ella un lugar en el que poder mostrarse tal cual era, con todo su valor y su fragilidad a cuestas. Aunque atravesó por etapas de silencio y de depresión, siempre acababa volviendo a la escritura y de hecho se ha ido poco después de entregar a sus editores una última novela, “Demonios familiares”, un viaje de vuelta a los principios, a 1936, a los escenarios de esa guerra que cayó como una pesada losa sobre ella y sus compañeros de ruta. “En realidad uno no puede dejar de escribir. Cuando mantienes una conversación, cuando te levantas y ves el sol o la lluvia, estás escribiendo, estás preocupándote por la vida de los seres que te rodean. Para mí la escritura es una forma de pisar la tierra”, me decía esa mujer que no se dejó amedrentar por los embates del destino y que, ya en su madurez, demostró su plenitud con “Olvidado Rey Gudú”, una novela con la que regresó por la puerta grande tras una etapa de desánimo, una historia mágica, larga, coral, que se sitúa en la Edad Media para hablar de los impulsos y emociones que mueven a los hombres y mujeres de todos los tiempos: el amor, la venganza, la corrupción

“En realidad uno no puede dejar de escribir. Cuando mantienes una conversación, cuando te levantas y ves el sol o la lluvia, estás escribiendo, estás preocupándote por la vida de los seres que te rodean. Para mí la escritura es una forma de pisar la tierra”, me decía esa mujer que no se dejó amedrentar por los embates del destino y que, ya en su madurez, demostró su plenitud con “Olvidado Rey Gudú”, una novela con la que regresó por la puerta grande tras una etapa de desánimo.

- “La suya es una visión desencantada”, fue una de mis observaciones el día de esa entrevista que ahora cobra para mí tanto sentido.

- “No lo puedo evitar. No me han dado motivos para otra cosa, aunque hay momentos extraordinarios en mi vida. Yo he conocido el amor con una gran intensidad, y en eso me siento una privilegiada. Y siempre he sabido disfrutar de las pequeñas cosas: de tomar un aperitivo con mis amigos, de hablar con la gente, de meterme en el mar, de recibir los rayos de sol en invierno… Es en esos momentos cuando me siento feliz como ser humano”.

Esa fue su respuesta. Una respuesta que la retrata. Ana María Matute con esa mirada agridulce, con ese desencanto perenne atravesado por vetas de luz, con esa voz infantil, resquebrajada. Ana María Matute, satisfecha de su carácter combativo, a contracorriente de los usos y costumbres de las mujeres de su época, del mismo modo que Carmen Martín Gaite y Josefina Aldecoa, compañeras de generación, grandes damas de las letras españolas, niñas de la guerra que no se resignaron, que dijeron no a la sumisión y que también nos han dejado obras osadas que hemos de seguir habitando.

Siempre hay que pagar un precio muy alto por la propia libertad, por la inocencia. No hay nada que se pague más caro que esto”, vuelvo a sus palabras mientras le digo adiós y tomo de la mano a sus personajes. “La principal materia de la literatura es la memoria”, decía Ana María Matute. Y, curiosamente, este número de “Lecturas Sumergidas” puede considerarse un homenaje a la memoria. Desde “Tela de sevoya”, lectura cómplice de esta rememoración, hasta la búsqueda que del inolvidable narrador leonés Antonio Pereira realiza el autor José Manuel de la Huerga, pasando por el viaje al París de Patrick Modiano, una ciudad que emerge de las ruinas del pasado y nos regala corredores secretos por los que perdernos.

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Los cuentos infantiles ocupaban un lugar preferente en la biblioteca de Ana María Matute, a quien escuché en una conferencia en la Biblioteca Nacional decir maravillas de Peter Pan y de los relatos de Andersen. Sobre esos fondos ella construyó su particular cuento de hadas, “Olvidado Rey Gudú”. Recuperar el pulso de los cuentos tradicionales, mantener un diálogo con su niñez, con los relatos míticos que nos explican el mundo, es lo que ha hecho otra escritora, Irene Gracia, a quien sigo la pista desde su primera novela, la prometedora “Fiebre para siempre”, a la que han seguido obras tan personales como “El coleccionista de almas perdidas” o “El beso del ángel”.

En “El alma de las cosas”, que acaba de publicar Siruela en su colección de Las Tres Edades, colección que publicó hace ya muchos años la maravillosa “Caperucita en Manhattan”, de Carmen Martín Gaite, Gracia construye un cuento en el que se habla de los misterios del tiempo (“no existe nada tan irregular, inestable y voluble como la noción del tiempo”, leemos) y de las cosas mágicas, prodigiosas, que dotan de valor a la vida y que tan poco tienen que ver con el dinero.

“¿Qué estaríamos dispuestos a dar por un amuleto que hiciese posible nuestros deseos más profundos”? He aquí el punto de partida de este cuento, de tantos cuentos a los que Gracia nos traslada desde el momento en el que nos invita a entrar en la extraña orfebrería donde Platónides detiene el tiempo con la alquimia de la plata viva. Acompañado de ilustraciones realizadas por la propia autora, esta historia, que aviva en nosotros la llama de las obsesiones infantiles, puede interpretarse también como una reivindicación de todas las artes como fuente de inspiración, así como de la felicidad que proporciona la creación en unos tiempos en los que el imperio de lo material se resiste a caer.

Acompañado de ilustraciones realizadas por la propia autora, “El alma de las cosas”, de Irene Gracia, es un cuento que aviva en nosotros la llama de las obsesiones infantiles y que también puede interpretarse como una reivindicación de todas las artes como fuente de inspiraciónasí como de la felicidad que proporciona la creación en unos tiempos en los que el imperio de lo material se resiste a caer.

Si resulta placentero recordar esas historias que un día nos emocionaron o viajar de nuevo a ciudades que permanecían ancladas en la memoria; lo que me ha sucedido con Ana María Matute y con Patrick Modiano, también lo es explorar territorios nuevos o saber que la sorpresa, la revelación, puede estar escondida en un libro que aguarda en la mesa de novedades de una librería. Este ha sido un mes de regresos, sí, y de descubrimientos. Insisto en mi experiencia con la obra de Myriam Moscona, un viaje tras la ruta del ladino lleno de verdades, y no quiero acabar sin hacer referencia a otro libro, en este caso de cuentos, “Agua dura”, de Sergi Bellver, de quien conocía su faceta como crítico, devoto de autores rusos como Antón Chéjov y responsable de antologías como la reciente “Madrid, Nebraska” (Bartleby Editores), un libro colectivo que quiere rendir homenaje y reflejar la huella de los grandes cuentistas estadounidenses, desde Melville a Richard Ford, en narradores españoles como Pedro Sorela, Eloy Tizón, Blanca Riestra, Marina Perezagua, Ismael Grasa, Óscar Esquivias y Esther García Llovet, entre otros.

Confieso que soy un a devoradora de cuentos. Me parece un género ligero y complejo a un tiempo, capaz de abrir interrogantes y de sacar a la luz monstruos dormidos. Cada cuento, como dice Pedro Zarraluki es como un vuelco en el devenir de la vida. Los suyos, los que componen “Te espero dentro”, libro del que hablamos en el “Leyendo con” de este mes, son eso, pequeños crujidos que rompen lo cotidiano. Los de Bellver pueden despertar nuestros sentidos de manera inmediata. Hay piezas que son pequeñas cicatrices tatuadas sobre la piel de los personajes, cicatrices que vienen de muy atrás, de pasados de desolación y abandono, y hay otras que hablan de la necesidad de encontrar un lugar en el mundo, caso de “Islandia”, una de mis favoritas.

Hay un sentimiento de orfandad que actúa como un hilo de unión. Hay soledad, aridez y dureza. Una dureza que es asumida desde la normalidad de quienes no saben vivir de otra manera; de quienes han de vérselas con la parte salvaje, violenta, de la vida; de quienes buscan algún rescoldo de afecto que no han encontrado en el seno de familias para nada ideales; de quienes no pueden impedir que, pese a todo, se filtre al exterior un poco de su vulnerabilidad.

Los cuentos de Sergi Bellver pueden despertar nuestros sentidos de manera inmediata. Hay piezas que son pequeñas cicatrices tatuadas sobre la piel de los personajes, cicatrices que vienen de muy atrás, de pasados de desolación y abandono, y hay otras que hablan de la necesidad de encontrar un lugar en el mundo, caso de “Islandia”, una de mis favoritas

Hay culpa, deseo de venganza y de redención en este ramillete de doce historias que es “Agua dura”, publicado por el sello gallego Ediciones del Viento, donde Sergi Bellver (Barcelona, 1971) despliega su muestrario de registros, de maneras estilísticas, de tiempos narrativos, de ecos que le llegan desde los territorios a los que se ha acercado a beber ávidamente, una y otra vez, como lector. Son muchas las potencialidades, las intenciones, los dominios que asoman en esta entrega y que nos animan a seguirle los pasos, a seguir descubriendo.

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- Todas las fotografías han sido tomadas por Nacho Goberna © 2014 

 

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Archivado en: De Diarios, Nº15 / Junio 2014, Una Ventana Propia

Una novela en teselas —inédita— de Antonio Pereira

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Por José Manuel de la Huerga © 2014 / 
Este texto debería haber formado parte de la NOTA DE AUTOR  final de mi novela SolitarioS (Menoscuarto, 2013) donde se levanta la imaginaria ciudad Barrio de Piedra. Ojalá Antonio Pereira hubiera admitido situarla entre sus ciudades de Poniente.

El periódico de mi ciudad de provincias, —entre las ciudades de Poniente, la ciudad más al Noroeste, donde se cruzan los caminos de La Regenta y San Manuel, de Tras-os-montes y el castillo de Grajal— me ha encargado un reportaje sobre la última novela, inédita, de Antonio Pereira. Sé que buena parte de los protagonistas de esta obra andan ya algo achacosos (por no decir directamente muertos, como Pedro Páramo y compañía), en torno a la calle del Agua de su Villafranca del Bierzo, y al otro lado del río, en el barrio de La Cábila. Desconozco si esta búsqueda terminará dando con los motores escondidos de la génesis de una obra que los críticos, antes de su publicación, ya saludan como la cumbre novelística del medio siglo en este país del Noroeste, y eso que todavía no ha salido (y dudo mucho que alguna vez salga a la luz). Desconozco también si el escritor estará por la labor de responderme a la pila de preguntas que le tengo preparadas, de encontrarlo como espero, en alguno de sus posaderos habituales.

Con todas estas precauciones, me echo a la calle desde la pensión La Trucha y me encamino a la ferretería familiar de los Pereira. Los golpes del yunque ahormando un caldero me entretienen unos instantes. Pero cuando voy a pasar al fondo del establecimiento a pedir razón a ese herrero viejísimo que, por la música de su martillo, aún conserva garbo para la eternidad, me sorprende una fragua helada y un yunque mudo como un muerto. Y algo contrariado, y prevenido, me meto en la ferretería paredaña.

El padre ferretero sí que anda trasteando por ahí, y tiene carrete:

—Huy, hijo, a buen pájaro vas tú a cazar. No sé yo qué te diga. ¿Miraste en la imprenta del tío Tomás? Lo que le gustan a ese chico las tipografías… O a lo mejor anda graduándose otra vez, en la óptica.

Parece ser que al niño Antonio le tuvieron que calzar, con trece años, unas gafas de aumento, lo que viene siendo unos señores culos de vaso, porque el chico había salido cegato, y a resultas de ello, bastante remiso y apocado en los juegos bestias de los mozos: ni fútbol en las eras junto al río, ni peleas a cantazo limpio entre pardales, ni cualquiera de las ocurrencias descerebradas —a que no hay…— de los quintos una tarde de domingo en las bodegas. Con tales apósitos, Antonio tendrá que ir para fraile o para maestro de escuela. Algo de libros y de cosas del alma.

El ferretero arrastra una pereza infinita, prepara paquetitos de clavos por docenas, y sueña que el hijo se vuelva viajante de electrodomésticos de aquí a Galicia o de aquí a Madrid, y se conozca todas las pensiones del camino y coma con los camioneros en los bares de carretera. Este país da para poco.

Parece ser que al niño Antonio le tuvieron que calzar, con trece años, unas gafas de aumento, lo que viene siendo unos señores culos de vaso, porque el chico había salido cegato, y a resultas de ello, bastante remiso y apocado en los juegos bestias de los mozos: ni fútbol en las eras junto al río, ni peleas a cantazo limpio entre pardales, ni cualquiera de las ocurrencias descerebradas de los quintos una tarde de domingo en las bodegas. Con tales apósitos, Antonio tendrá que ir para fraile o para maestro de escuela. Algo de libros y de cosas del alma.

En la óptica tampoco me dan razón del plumífero. Me aconsejan que eche un ojo en la tienda de ultramarinos del señor Lucas, un poco apartada, casi en la salida del pueblo, en dirección a San Tirso y Valdeperón, donde se ve una ventana de convento que mira hacia la carretera. Según voy a la tienda, oigo voces gruesas de hombres y juramentos arrastrados en el interior de la taberna que ha colgado un trapo rojo en la entrada, parece que anuncia el vino cosechero de la última pisa. No sería de extrañar que el escritor anduviera con su peña de viejos amigos que volvieron de América, haciendo el cómputo de taninos y asperezas, de suaves melancolías por ausencias. Pero mejor lo dejo apuntado para luego, no sea que el pájaro haya vuelto a volar. Marcho a la tienda de Lucas, siguiendo el pálpito de los viajantes de comercio.

El señor Lucas no quita de la comisura el palillo que mastica y se ríe con la retranca propia de los oriundos de esta tierra de cerezas:

—Ay, amigo, ese anda detrás de alguna moza de Valdeperón. Hoy hay bautizo y Pereira se pasó por aquí a primera hora a arreglar una ballena del paraguas, no sea que la nube lo pille a mitad del camino y lo ensope. Es muy presumido. Venía a regañadientes, parece que le mandó Sor Salvadora, hay temporadas que le da por ser mozo de monjas, y hasta sastre. Ese, con tal de pegar la hebra… Como yo, sabe que le pregunto y me entrometo. Y él cuenta, según su interés. Pero también sabe que me da igual: yo me salgo a la puerta del negocio y con las manos a la espalda le huelo a él y a los que son como él a una legua de distancia. Fíjate, nada más entrar le solté, así, a bocajarro, muy amartelado me han dicho que te vieron en la capital la semana pasada, a la puerta de la sesión vermú del cine Crucero, con una chica nueva, andaluza, de Jaén para más señas. ¿Qué hacías, galán? ¿No andarías enseñándole el carné de periodista, ese que le sacaste hace poco al director de El diario por tu primera colaboración?

Pereira se pasó por aquí a primera hora a arreglar una ballena del paraguas, no sea que la nube lo pille a mitad del camino y lo ensope. Es muy presumidoVenía a regañadientes, parece que le mandó Sor Salvadora, hay temporadas que le da por ser mozo de monjas, y hasta sastre. Ese, con tal de pegar la hebra…

Y baja aún más el tono de voz y me enumera la cantidad de mozas que para su envidia se engatusa el cuatrojos. Hasta extranjeras, ¡una rusa en un baile en Moscú!, nada menos, en uno de sus muchos viajes, porque es que no para de ir recogiendo flores naturales en cualquier justa poética nacional, y hasta internacional. Y lo mejor es que el tío no sabe niet de ruso. Pero le soltó, ahí le tienes, la Salve y la tabla del cuatro, al oído a la eslava, así con suavidad y cadencia de paisaje remozado entre frutales, hasta que consiguió lo que te puedes imaginar, un suspiro ahogado y profundo, y la mujer que se separa y le hace el gesto de vale ya, vale ya, majo, que me pierdes. Y con el marido sentado en una mesa, a dos metros de distancia.

Pereira nunca ha tenido reparos ni pelos en la lengua para conseguir lo que quería. Ni en tiempos del dictador. Aunque luego alguna, años después, en Madrid, le haya pasado factura. Tina, por ejemplo, con la que se tropezó en una cafetería, y acabaron intimando de este calibre:

—Todas en el instituto sabíamos que lo tuyo era seducir con las palabras. Me hizo gracia cuando me dijiste que yo tenía los senos turgentes. Los senos. Cualquier otro diría las tetas.

Pero él sin miedo, al ataque:

—Oye, Tina. Antes de que te vayas y nos separemos: ¿crees que aquella tarde, a poco que yo…?

Y ella:

—¡Joder, sí! Eso habríamos hecho si tú hablaras sin retóricas, tú el primero y no el canalla que me arruinó la vida.

Estoy en estas con Lucas en los ultramarinos, y entra el cura don Antonio, tocayo e íntimo del escritor. Viene con un ejemplar de la revista Espadaña bajo el brazo:

—Hombre, padre.

—Qué padre ni qué leches. Tabaco, vengo a por caldo de gallina o lo que tengas.

—Aquí hay de todo, tenga, fúmese un Mencey, y calme el ansia. Aquí, este joven, que pregunta por el escritor de los cuentos erótico diocesanos, don Antonio.

—¡Ese! Contento me tiene. Ese se fue a enseñarle a Delfina el mar. La chica era una exquisita de los libros, eso es cierto, y no la íbamos a casar con el asturiano, que sí, tendría buena planta y posibles, pero tenía la cabeza muy mal amueblada. Y con la nevada que cayó en el pueblo de la boda, allá por Barrios de Luna, que nos dejó incomunicados una semana, pues el engatusador le hizo la corte. Que si te recito esto tan bonito, que si te leo de esta revista, que ven y que mira por la ventana cómo nieva. Así que la chica se olvidó del asturiano y para León que nos la trajimos en el taxi. A Pereira hay que atarlo en corto. Ni cuando estuvo de la pleura dejó de echarles miradas tiernas a las chicas que lo iban a visitar a casa, que a mí no se me escapa una. Los de Espadaña no daban crédito. Pereira postrado vale más que todos los poetas laureados en pie de la segunda mitad del XX, aquí, en el país del Noroeste, y también pasando al otro lado de la raya. Incluso aunque esté teniente del oído izquierdo.

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Lo del oído izquierdo ya me lo había contado mi amigo Ignacio Sanz, el contador de cuentos de Segovia, ese que te enreda con tres mentiras atravesadas de media verdad, mientras le da al torno con la pella de barro en medio. Un día Ignacio le había ido a visitar al berciano y se lo topó en la calle del Agua, en medio del diluvio universal. Entre que llevaba las gafas encharcadas, metido debajo de la cogulla de la trenca, Pereira no se giró hasta que el segoviano le pegó una voz. El cuentista hizo caracola con la mano:

Hombre, Sanz. Háblame a este oído, que el izquierdo lo tengo perdido de tanto escuchar el mar.

—¡Cómo le gusta ir a Gijón, maestro! Seguro que con alguna moza.

—¡Qué Gijón ni qué niño muerto! ¡El mar del Bierzo! Pon oído en tierra y vas a escuchar el mar. Yo lo hago desde que me recetaron las gafas con trece años. Leer poesía, aprenderme poemas de memoria para recitárselos a las chicas en el baile de la verbena y escuchar el mar que hay ahí abajo, en el subsuelo, lo mejor para pillar el ritmo del poema. Estas son mis tres aficiones que se resumen en una: buscar la belleza. E intentar contarla, si se pone de perfil o de escorzo, y posa a media luz, la tía. A mí es que contar, contar me gusta mucho, me gusta todo, me gusta lo que más. Me gusta contar… hasta la guerra: ese salir unos de la cárcel para meter a otros. Esta sería la definición perfecta de la guerra. Si no fuera por lo que vino después. Me gusta contar y me gusta mirar. Mirar, por ejemplo, las manos del escultor Camilo Otero, en su estudio de París. Las manos de Camilo se ven maltratadas por su lucha contra la materia. Tiene las uñas cortas, anchas, cuadradas. Me fijo en ellas, el narrador vive de estos alimentos: Camilo advierte mi interés por sus manos, las extiende y me enseña su piel que está escareada y es dura, y aún así sangra. La veo sangrar, como si fueran los estigmas de un místico. Me dice, mi mujer se queja cuando la acaricio, suspira el artista. Y yo me he estremecido. Esta hermosura es del reino de la poesía lírica, no la degradaré en el papel efímero de un periódico.

¡El mar del Bierzo! Pon oído en tierra y vas a escuchar el mar. Yo lo hago desde que me recetaron las gafas con trece años. Leer poesía, aprenderme poemas de memoria para recitárselos a las chicas en el baile de la verbena y escuchar el mar que hay ahí abajo, en el subsuelo, lo mejor para pillar el ritmo del poema. Estas son mis tres aficiones que se resumen en una: buscar la belleza. E intentar contarla, si se pone de perfil o de escorzo, y posa a media luz, la tía. A mí es que contar, contar me gusta mucho, me gusta todo, me gusta lo que más. Me gusta contar

Mi amigo el ceramista Ignacio Sanz me contó esto en un paseo por la calle Real de Segovia. Me confesó que atesoraba un fuego azul, interior, que quería pasarme a mí, el mismo que le pasó su amigo Pereira. Esto nuestro de escribir y contar historias tiene algo de cadena genealógica o de árbol de la tribu, y cada uno somos una rama más del gran tronco que es Sherezade, que es Gilgamesh bajando a buscar a su amigo Enkidu muerto al infierno, o también un profeta tartamudo que se lo traga una ballena.

Regreso de los recuerdos y miro el presente de la tienda del señor Lucas: el cura que fumaba como un carretero ya no está. Me ha dejado con la palabra en la boca. Con la palabra en la boca. Qué bien.

El tendero me aconseja que pase la raya de Portugal, aquí cerca, detrás de esos montes, Tras-os-montes. A Pereira le gusta ir a pasar unos días con sus tíos portugueses, medio aristócratas. Pereira tiene un puntito dandy. Podría perfectamente haber empezado la novela que ando investigando: Yo también tenía una granja en África al pie de las colinas de Ngong. Es de la estirpe de Dinesen, de Cunqueiro, de Chéjov y de Munro. Por decir cuatro de los grandes. Contar como si no se contara, como si se borraran las fronteras de los idiomas, de las almas, de las verdades y las mentiras. Es un narrador a domicilio de las almas solitarias. Y yo quiero que el velo de esa dulce melancolía, de la indulgente mirada comprensiva de todo lo que somos, tan poca cosa, me cubra y se me adhiera como segunda piel. Que los personajes SolitarioS de mi último libro, me hagan compañía, viajando a Lisboa, volviendo a Barrio de Piedra, a ver si en un tránsito, en un despiste, en un cruce de azares, nos topamos con Pereira —Tusitala Pereira— y nos vuelve personajes pequeños como teselas de la única novela que lleva escribiendo y rescribiendo desde que en esta esquina del mundo se cuentan cuentos en las tascas y en casinos provincianos, a las puertas de las casas y en el murmullo de las alcobas, en el bisbiseo del trascoro y en el bullicio enloquecido de la verbena de la noche de San Antonio, la noche del 13 de junio, en Lisboa y aquí, en Villafranca y en Barrio de Piedra, donde todos los personajes vienen de los cuatro puntos cardinales, hasta de Nepal, y enseñan la cicatriz de la letra i griega en su brazo, santo y seña de los elegidos para este baile perpetuo que seguirá girando mientras el mundo siga siendo el único lugar de las historias.

Está visto que a este pájaro hoy no lo cazo. Seguiré merodeando, oído en tierra.

[Las palabras en cursiva están extraídas de relatos recogidos en "Todos los cuentos", Siruela, 2012, de Antonio Pereira. La historia de La sordera de Antonio Pereira está tomada del libro de cuentos, inclasificable, "Mascarones de proa", de Ignacio Sanz, Multiversa, 2008].

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 FIRMAS SUMERGIDAS | JOSÉ MANUEL DE LA HUERGA

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José Manuel de la Huerga (Audanzas del Valle, 1967): Su última propuesta narrativa es SolitarioS (Menoscuarto, 2013). Incluye las novelas breves: Ultramarinos, El pez de oro y Naipe de señoritas, donde recrea el mundo de una ciudad de provincias de los 70, así como el viaje de sus protagonistas a Lisboa. Con su obra anterior, Apuntes de medicina interna, una novela que también publicó Menoscuarto, el escritor y profesor de Lengua y Literatura ganó el Premio Miguel Delibes de Narrativa 2012. Contar y viajar son dos señas de identidad de este narrador que sigue la estela de Antonio Pereira.

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-Las fotografías nos han sido suministradas por la Fundación Antonio Pereira.

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Archivado en: De Literatura, Nº15 / Junio 2014, Pasiones

Pedro Zarraluki: “Para mí Zúñiga ha sido el dios del cuento”

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Pedro-Zarraluki-4-©-karina-beltrán

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

En “Te espero dentro” hay un momento en el uno de los protagonistas comprende que “podía ser fácil aburrirse” y “fácil pisar el acelerador al llegar a una curva sólo para ver qué pasaba. O para que pasara algo distinto a lo de cada día”. En su última entrega, un conjunto de cuentos unidos por puentes y afinidades, Pedro Zarraluki (Barcelona, 1954) coloca a sus personajes en esas situaciones en las que se toma conciencia de la repetición, del tedio, de la línea recta, previsible, de lo cotidiano, en esa aparente calma que se desea o se teme alterar. Pero algo se mueve bajo los pies, algo estalla de pronto, de manera sutil o brutal, provocando un viraje en el curso de la vida.

“A veces pienso que lo que esperan es que suceda un milagro”, reflexiona en uno de los relatos una joven que trabaja en el teléfono de la esperanza y que arrastra un turbio trauma familiar. “Hay cosas que no debemos ni podemos olvidar, cosas que nos persiguen”, dice en otra de las piezas una anciana al hombre al que probablemente ha de traspasar su curiosa tienda de postales. “Sólo podemos morir en el futuro (…) Ahora estamos siempre vivos”, toma Clara, una lectora cuya vida permanece varada, las palabras de la escritora Amy Hempel una mañana en la que, al despertar, se da cuenta de hasta qué punto no es capaz de dar el salto, salir de las historias de los libros y empezar a sentir por sí misma.

Hay conflictos familiares, secretos inconfesables, intimidades al descubierto, en este libro en el que Zarraluki abre los ojos a lo que se esconde detrás de las primeras capas de apariencia y afina el oído para escuchar, más allá de las correcciones del lenguaje, el leve aleteo de insatisfacción, de fracaso, de pena, que late en el fondo de los corazones. El escritor, con una amplia experiencia a sus espaldas, que se condensa en títulos como “El responsable de las ranas”,  “La historia del silencio”, “Un encargo difícil” o “Galería de enormidades”, no pretende descubrir nada nuevo, nada que no sepamos, pero sí nos permite descorrer las cortinas del pudor, sacar a la luz los prejuicios, mirar a través de la puerta entreabierta, hacernos los dormidos para poder contemplar escenas que parecen interpretadas por nosotros mismos en esas ocasiones en que nadie nos ve. Parejas en situaciones nada románticas, padres e hijos que no llegan a entenderse o que descubren una nueva forma de comprensión, hermanos unidos por vidriosos trozos de experiencia compartida y por deseos de venganza, recorren esas estancias tan reconocibles del día a día.

Es difícil no reconocerse en esas pequeñas heridas que van agriando la existencia, en esas grietas por las que se cuela la esperanza, en esos instantes en los que un simple gesto lo puede echar todo por la borda y abrir la espita de las emociones, en esos reveladores días en los que, como le sucede a Antonia en “Suite para una sola voz”, se siente el profundo deseo de ser una persona distinta, nueva, en una ciudad desconocida.

En “Te espero dentro” Pedro Zarraluki coloca a sus personajes en esas situaciones en las que se toma conciencia de la repetición, del tedio, de la línea recta, previsible, de lo cotidiano, en esa aparente calma que se desea o se teme alterar. Pero algo se mueve bajo los pies, algo estalla de pronto, de manera sutil o brutal, provocando un viraje en el curso de la vida.

- La narración que abre el libro, “Con los ojos cerrados”, se dedica, en el apartado final de los agradecimientos, a un amigo que dijo que los cuentos de Pedro Zarraluki empezaban a volverse peligrosos. ¿Peligrosos?

- (Risas) Bueno… Otro amigo me dijo que acabó agotado de tanta fragilidad. Lo que yo quería inicialmente era escribir un libro de cuentos que tratase sobre relaciones difíciles entre las personas, pero todos me fueron llevando a esos momentos decisivos, a esas enormes encrucijadas, de la vida, en las que se acaba dando un vuelco importante, un gran volantazo. El cuento es un género que se adapta muy bien a todo esto. Es un instante suspendido en el aire o, como decía Hemingway, un medio que nos permite ver lo que está pasando debajo de la puntita que asoma, todo lo que no mostramos porque, indudablemente, resulta muy sano preservar ciertas partes de la intimidad.

Pedro-Zarraluki-3-©-karina-beltrán

- “Hay que conocer los estratos de la vida”, dice la protagonista de “La Historia en un rincón”. Es una frase muy significativa porque hace referencia a la Historia colectiva, a lo que no podemos olvidar; pero también a la historia individual de cada uno, a esas capas de vivencias que se van superponiendo, más o menos según la edad.

- “Te espero dentro” es un libro muy generacional. Me interesaba mucho hacer convivir a personajes de distintas edades. Cuando eres joven tienes muy pocos estratos y a medida que cumples años la memoria cada vez va cobrando más importancia. Aquí hay relatos de adolescentes que empiezan a descubrir el mundo y anhelan el futuro y de gente mayor para la que la ansiedad o la alegría arrancan del pasado. En realidad, lo que he hecho ha sido plasmar esas distintas etapas. Puede que sea por influencia de mis padres, que son pintores, pero siempre he tenido muy claro que un escritor tiene que ser ante todo un buen retratista. De ahí que muchos de mis personajes sean el retrato de gente que conozco. Ahora mismo estoy en un buen momento de mi vida: ya tengo un pasado en el que cobra importancia la experiencia de la gente que se ha ido y un presente en el que me relaciono con personas de distintas edades, desde mis padres a mis hijos, pasando por los amigos de mi misma edad y sus cercanías. A través de ese contacto puedo acercarme a todo lo que nos mueve.

- Saber dibujar lo que se ve y saber escuchar, ¿no?

- Sin duda. Hay relatos que arrancan de cosas que me cuentan y sobre las que imagino situaciones. Hay otros que parten de experiencias propias, caso de “No lo hagas”, donde el protagonista, como me pasó a mí, acude a un centro de conductas adictivas para dejar de fumar. Conozco de primera mano las conversaciones que mantiene con la psiquiatra, sus sensaciones, y a partir de ahí me pongo a inventar la vida de un hombre que ha tocado fondo, que no tiene capacidad de reacción y al que la vida le hace un regalo, pero un regalo sórdido y miserable, a su altura. Junto a ellos, hay dos relatos que son verídicos: “La Historia en un rincón”, que me regaló mi hermana y donde narro el caso real de una turista japonesa que entró en un tienda y se encontró con el trágico pasado de su familia en una postal, y “Teoría del saltamontes”, que es parte de la biografía de un amigo, un biólogo marino que trabajó en una factoría ballenera de Galicia antes de que se prohibiera la caza de estos cetáceos. Allí conoció a la mujer que atendía a los empleados de la factoría y que, tras su cierre, se quedó sola en el lugar. Esa mujer, aislada, apartada de cualquier adelanto tecnológico, es la protagonista del cuento. Se trata de alguien que ha vivido siempre en un presente continuo, inalterado, hasta que le regalan un televisor y se da cuenta de que existen las elipsis, los saltos temporales.

- ¿Qué distancia hay entre los cuentos y las novelas, que sedimentos deja un libro en los siguientes?

- Todo libro que haces te abre y te cierra puertas. La etapa de la metaliteratura se me cerró con “Para amantes y ladrones”, novela en la que llevé al límite las relaciones entre realidad y ficción. A partir de ahí mi interés se ha centrado en contar historias, simplemente historias. Menos reflexión y metaliteratura y más narratividad. Estos cuentos participan de eso de manera radical. Me han llevado mucho tiempo de trabajo y ha sido un proceso muy bonito que ha desembocado en un volumen con una unidad que no había previsto de antemano. Cuando escribes una novela te metes en una vida paralela, pero cuando abordas un libro de cuentos has de entrar en muchos mundos. En este caso, y volviendo a lo de las puertas que se abren y se cierran,“Te espero dentro” es el preludio de la novela en la que estoy trabajando ahora mismo. Una novela que trata sobre las etapas de la vida de las que hablábamos antes, sobre cómo se ve la vida cuando se tienen cincuenta y muchos años y cuando apenas se han superado los veinte. Todo transcurre en un escenario cerrado para que las relaciones entre esos personajes de distinta edad sean mucho más poderosas.

Todo libro que haces te abre y te cierra puertas. La etapa de la metaliteratura se me cerró con “Para amantes y ladrones”, novela en la que llevé al límite las relaciones entre realidad y ficción. A partir de ahí mi interés se ha centrado en contar historias, simplemente historias. Menos reflexión y metaliteratura y más narratividad.

- El padre y la hija de “Con los ojos cerrados”, relato rompedor e irreverente, son un claro ejemplo del puente generacional que se puede llegar a establecer, de lo que sabemos y no sabemos de nuestros hijos y viceversa, de lo que queremos conocer o preferimos ignorar.

- Sí. Se trata de un cuento que parte de la observación de que los niños son los que saben realmente qué es lo que se guarda en los cajones. Los padres siempre se creen que tienen secretos, pero los niños están mucho más interesados en saber qué es lo que se esconde. En este caso es la hija la que le da la lección al padre. Él está en un momento de desorientación y es ella la que controla realmente lo que pasa en esa casa.

- En el fondo se trata de relatos muy freudianos.

- Bueno, es que la vida es así. Una relación entre hermanos, por ejemplo, es siempre una relación turbia para lo bueno y para lo malo. Arranca de muy atrás y por eso la traición es más grave que cuando se da entre amigos. Eso es algo que siempre me ha atraído mucho. De pronto se produce una ruptura, una conmoción en ese vínculo sostenido  largamente en el tiempo, y resulta que la causa, ese trocito que no se ve y que lo ha provocado todo, puede ser algo muy sutil. Hay una idea de Tolstoi que me gusta mucho. Él decía algo así como que todas las familias felices son iguales mientras que las infelices son desgraciadas cada una a su propia manera.

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- “En espera del milagro” se titula otro de los cuentos. Es un título que también dice mucho del conjunto.

- Así es. Si hay algo de denuncia en este libro está precisamente ahí. Podemos pasarnos la vida esperando que suceda un milagro y no hacemos nada por cambiar nuestras circunstancias, por tomar decisiones que nos lleven a romper, a cambiar. En el libro hay algunas rebeliones: la de la joven que no acaba de darse cuenta del hombre tan miserable con el que vive hasta que éste realiza el simple gesto de besarle la frente, por ejemplo, o la de la mujer que mientras atiende a su marido en el hospital se va dando cuenta de lo que realmente quiere hacer con su vida y experimenta una plácida, sosegada transformación. Los personajes se mueven en lo previsible, en lo cotidiano, pero de repente se oye el gran crujido y todo puede cambiar. Pero así es la vida, insisto. Podemos estar tan felices, tan aburridos, y de pronto nos puede abandonar nuestra pareja o nos detectan una enfermedad que altera el orden de las prioridades por completo.

Podemos pasarnos la vida esperando que suceda un milagro y no hacemos nada por cambiar nuestras circunstancias, por tomar decisiones que nos lleven a romper, a cambiar. En el libro hay algunas rebeliones: la de la joven que no acaba de darse cuenta del hombre tan miserable con el que vive hasta que éste realiza el simple gesto de besarle la frente, por ejemplo, o la de la mujer que mientras atiende a su marido en el hospital se va dando cuenta de lo que realmente quiere hacer con su vida y experimenta una plácida, sosegada transformación.

[Esta conversación tuvo lugar en un viaje reciente de Pedro Zarraluki a Madrid, concretamente una mañana de domingo en el literario Café Gijón, antes de que el escritor acudiese a la Feria del Libro del Retiro a someterse al ritual de las firmas. Según me dijo el Gijón es un espacio que no falla en su agenda cuando visita la ciudad, pero nunca antes había conseguido ocupar la disputada mesa del fondo, al lado de la ventana, con vistas al Paseo de Recoletos. Un rincón para mirar e imaginar hacia dónde dirigen sus pasos los paseantes apresurados o lentos, despistados, contemplativos... Allí hablamos de “Te espero dentro”, su libro de relatos, pero también de los libros de los otros, de sus lecturas de infancia, de sus gustos...]

- ¿Cuáles son esas primeras lecturas que permanecen almacenadas en la memoria?

- Mi padre es un gran lector de novela policíaca y, a través de él, llegué muy pronto a las historias de Simenon. Recuerdo que por Reyes el regalo que esperábamos en casa con ansiedad era una columna de libros. Leía mucho de niño. Los veranos era capaz de leerme un libro cada día, pero quien de verdad me abrió los ojos por primera vez y me hizo ver que la literatura era algo que merecía la pena, fue Joseph Conrad con “El corazón de las tinieblas”. Tenía 12 o 13 años y aunque entonces no fui capaz de captar todo el sentido de la obra -eso sucedió en una nueva lectura a los veintipocos años- sí pillé desde un principio su magia, su lado oscuro.

- ¿Conrad marcó los gustos de Pedro Zarraluki como lector?

- Fue el mayor impacto de los inicios, sin duda. Después, algo más tarde, llegaron Truman Capote y Nabokov, que me descubrió el estilo y la sutileza en libros como “Habla, memoria”. Pero la verdad es que si tengo que definirme como lector puedo decir que soy muy ecléctico. Me interesan cosas muy variadas. Ecléctico y también algo cruel. Si un libro no me gusta, lo cual sé enseguida, a las veinte páginas, lo abandono sin miramientos. Creo que los escritores estamos obligados a atrapar desde un primer momento.

- Ya que hemos hablado del cuento, ¿Hay algún cuentista al que admires especialmente?

- Juan Eduardo Zúñiga. De jovencito fue para mí el dios del cuento, mi gran maestro y el de muchos otros de mi generación. Zúñiga lo hace todo muy meditadamente. Nadie como él utiliza los tiempos verbales como le da la gana. Tiene un cuento inolvidable: “Los deseos, la noche”, incluído en “Capital de la gloria”, donde una chica sale de noche en busca de su novio, movida por su deseo sexual, por su ansia de felicidad, y acaba viendo cómo bombardean el Museo del Prado. Es una auténtica joya.

Si tengo que definirme como lector puedo decir que soy muy ecléctico. Me interesan cosas muy variadas. Ecléctico y también algo cruel. Si un libro no me gusta, lo cual sé enseguida, a las veinte páginas, lo abandono sin miramientos. Creo que los escritores estamos obligados a atrapar desde un primer momento.

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- ¿Qué estás leyendo ahora?

- Pues otro libro de cuentos, “Diez de diciembre”, de Georges Saunders, un autor que intercala los relatos con la novela y que es muy experimental en su manera de expresarse. No tiene nada que ver conmigo, pero me encanta y este último libro publicado en España contiene varios cuentos que son una maravilla. La verdad es que soy muy lector de cuentos. Me gusta mucho Dino Buzzati en su vertiente de cuentista, el noruego Kjell Askildsen y el trabajo de autoras norteamericanas como Alice Munro. También en España cada vez se hacen mejores relatos cortos. Ahí están Eloy Tizón, Juan Bonilla, Mercedes Abad, Felipe Benítez Reyes…

- ¿Un lugar dónde te gusta leer especialmente, una hora determinada?

- Antes leía en la cama, después me pasé al sofá y ahora lo hago sentado delante de una mesa. No tengo horarios fijos para leer, aunque prefiero las tardes. Cuando escribo lamento que esa actividad me quite horas para leer. Y cuando tengo que combinar ambas cosas elijo libros y autores que no interfieran con lo que estoy haciendo en ese momento, que no me contagien.

- ¿Manías, rituales?

- De jovencito subrayaba mucho. Pasado el tiempo vuelvo a esos libros y me pregunto por qué diablos me llamaron tanto la atención determinadas cosas. Es muy curioso. Tengo un ejemplar de “El jarama”, de Ferlosio, absolutamente destrozado, lleno de notas. Era como si necesitara pelearme con cada autor que leía. Ahora sigo subrayando, pero con mucha menos pasión.

- ¿Un libro que recomendarías especialmente para afrontar el presente?

- Pues un ensayo de Zygmunt Bauman titulado con una interrogación: “¿La riqueza de unos pocos beneficia a todos?”. Es una obra donde desmonta las creencias engañosas sobre las que se sostiene el actual sistema económico y social y demuestra con claridad hasta qué punto el único resultado de todas esas ideas neoliberales no puede ser más que una desigualdad cada vez mayor.

- ¿Un libro transformador, capaz de cambiar tu manera de mirar?

- Como te he dicho antes, “Habla, memoria”, de Vladimir Nabokov, una especie de clase magistral para mí. Por citar otro, de influencia más sutil pero también más sorprendente, “La vida instrucciones de uso”, de Georges Perec, otro gran descubrimiento. Y los cuentos de Chéjov y de Maupassant. Ahora que lo veo, todos ellos dan gran importancia a los detalles. Para mí los detalles son fundamentales. Llevo algún tiempo dando clases de escritura de cuentos y es precisamente en los pequeños detalles a la hora de narrar, de contar, cuando detecto que un alumno está dotado para esto.

- ¿Libros a los que siempre vuelves?

No suelo releer. Hay demasiadas cosas por descubrir y, seguramente por la edad, siento que voy escaso de tiempo.

- ¿Una asignatura pendiente, ese libro o autor que aún no has leído pero que deseas descubrir?

- No he leído a Witold Gombrowicz. Siempre he sospechado que me gustaría, pero, no sé por qué, hasta ahora no he encontrado el momento. Será una tontería, pero tengo además el temor de que, si lo leo ahora, quizá me guste mucho menos de lo que me habría gustado hace veinte o treinta años. Por lo mismo no me atrevo a releer a Cortázar, que tanto me entusiasmó. Por miedo a no ser yo el mismo, para mal.

- ¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?

Voy a ser clasicorro: El “Quijote”. Es un libro que para mí contiene todas las claves, y además me gustaría pasármelo lo mejor posible en esa isla aburridísima.

“Te espero dentro” ha sido publicado por la editorial Destino.

Las fotografías, realizadas en el Café Gijón de Madrid, las firma Karina Beltrán.

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“El jardín secreto de Juan Eduardo Zúñiga”
Juan Eduardo Zúñiga.2 © karina beltrán 2013

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Archivado en: De Literatura, Leyendo con, Nº15 / Junio 2014

Myriam Moscona, sueños al ritmo de una lengua lejana

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Myriam-Moscona_2-©-Centro-Sefarad-Madrid-(2)

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Cuenta Myriam Moscona que “algunos campesinos de México le llaman recordar al despertar, como si el sueño fuera el olvido”. Escribe de la experiencia “sorprendente, vívida, fabulosa, desconcertante, temible” de ese estado en el que permanecemos con los párpados cerrados y del intento posterior de atraer las visiones que entonces acaecen hacia el plano de la vigilia. “Al momento de relatar o relatarnos lo soñado lo convertimos en otra materia, rompemos su naturaleza, lo transportamos a este mundo y alteramos su composición”, nos dice, y se refiere también al camino inverso, al camino de ida que nos lleva del desvelo hacia ese otro lado en el que todo puede suceder mientras dormimos. Para explicar esto último la autora recurre a Marcel Proust, quien describe “cómo esas largas noches que no podemos dormir los pensamientos se vuelven giratorios, tienden a regresar hasta que uno, no del todo lógico ni coherente, se aparece para mostrarnos esa puerta de entrada que finalmente nos conducirá hacia el territorio de otros ritmos que nos gobiernan (…) hacia la otra realidad en la que estamos sumergidos un tercio de nuestras vidas”.

Estoy en la página 176 de “Tela de sevoya”, un libro poliédrico en el que el buceo en esa parte sumergida de los sueños es sólo un lado, un lado bellísimo que tras ser bordeado nos permite llegar a los fondos de la memoria, de la identidad, de los orígenes de lo que se ha perdido y sigue estando presente en lo que somos. Es originalísima, especial, luminosa, altamente consoladora, esta entrega en la que la autora mexicana, descendiente de una familia búlgara sefardí, inicia un revelador viaje tras las huellas de sus antepasados y tras las pistas de un lenguaje casi secreto, el ladino, ese español mezclado con otros usos y costumbres, que ha sobrevivido desde el siglo XV y que nos traslada a un pasado de expulsión y exilio, a un apasionante entramado de “tiempos y naciones”.

Cuando digo que “Tela de sevoya” es una obra especial lo digo por su contenido y por su forma, por la peculiar manera en la que en ella se engarzan distintos caminos y enfoques, por la poesía, la música, la ternura, la hospitalidad que emana de sus páginas, pero también por la manera en la que llegó a mí en unos días en los que no era capaz de encontrar las llaves de acceso a otros libros, lecturas sin duda interesantes, pero que no conseguían tocarme.

Es originalísima, especial, luminosa, altamente consoladora, esta entrega en la que la autora mexicana, descendiente de una familia búlgara sefardí, inicia un revelador viaje tras las huellas de sus antepasados y tras las pistas de un lenguaje casi secreto, el ladino, ese español mezclado con otros usos y costumbres, que ha sobrevivido desde el siglo XV y que nos traslada a un pasado de expulsión y exilio, a un apasionante entramado de “tiempos y naciones”.

Descansaba el ejemplar en la mesa de novedades de la librería cuando abrí sus páginas y di con párrafos cristalinos, con fragmentos de un diario de viaje que no sólo hacía referencia a localizaciones y ciudades concretas sino a lugares anclados en el pasado y más allá, en la neblinosa, enigmática ruta de los recuerdos, de las casualidades, de las visiones, de esos pequeños milagros capaces de abrir una grieta en lo cotidiano siempre que el corazón y la mente estén suficientemente abiertos, receptivos.

Entrar en las páginas de “Tela de sevoya” fue lo más parecido a cruzar las puertas de esos pequeños templos que nos encontramos de forma inesperada en una ciudad en la que estamos de visita y que nos regalan el sosiego, el silencio, la sombra y el reflejo de la luz en sus hermosas vidrieras, alentando en nosotros la introspección, la búsqueda de sentidos profundos. Apareció en el momento adecuado para hablarme de cosas que tenía olvidadas, para acercarme a sensaciones aletargadas, para hacerme tomar conciencia de lo necesario que es remontar las capas del presente, de lo tangible, para alcanzar, aunque sólo sea con las puntas de los dedos, esas altas ramas donde reposa un poquito de verdad, de belleza, de reconciliación con la existencia.

NachoGoberna_

Myriam Moscona utiliza la recreación literaria para vestir su biografía, pero también recurre a la entrevista, al análisis académico e histórico para trazar el itinerario de esa lengua en la que le hablaban sus familiares de niña y que aún hoy asoma en la comunicación con sus más íntimos y con algunos miembros de esa tribu de cómplices esparcida por el mundo a los que se va encontrando en el trayecto. “¿Todos los abuelos de la Tierra hablarán con esos giros tan extraños?”, se pregunta al iniciar un recorrido cuyo primer tramo está dedicado a la abuela paterna, quien “creció envuelta en un español entreverado con palabras de otros mundos”, un español que no fue la lengua de sus estudios, pero sí la que escuchó de los suyos.

La necesidad de unir los fragmentos, las piezas dispersas de la memoria, fue el inicio de esta fecunda aventura. “El viaje se inicia con un deseo lejano y adquiere forma en el otoño. Me propongo ir en busca de los últimos judíos que aún hablan ladino, escuchar sus inflexiones, registrar sus voces. Me inquieta conocer la casa de mi madre en Sofía y después Plovdiv, la ciudad de mi padre del que perdí toda posibilidad de rastreo. No conservo mayores datos acerca del lugar donde creció. Eso voy a buscar, sabiendo que la imagen va a fijarse”, nos anuncia la autora y a partir de ahí nos convertimos en sus acompañantes y vamos descubriendo, atando cabos, al mismo tiempo que ella, porque ha decidido contarnos su relato de una manera cercana, como quien va separando la hojarasca para hacernos ver los claros del bosque a la vez que sus ojos los alcanzan.

“Cuando investigamos a fondo algo que en verdad nos apasiona, recibimos ciertas señales. Si leemos bien, nos damos cuenta de que una y otra vez se nos indica un norte, se nos revelan algunas claves para mostrarnos que estamos en el camino”, reflexiona mientras se va encontrando con místicos, con estudiosos, con personas que actúan como guías, le dan la mano y comparten sus conocimientos, sus experiencias, caso de la también escritora Esther Bendahan, con la que se reúne en Madrid y con la que habla de las tradiciones, de la comunidad judía de Marruecos, a la que ésta pertenece, de la necesidad de mantener ciertas palabras sagradas, ciertos ritos y lentitudes.

La investigación filológica sobre términos y palabras ocupa una parte importante de esta entrega que nos regala capítulos escritos en ese idioma que tan cercano nos suena. Un idioma que ha logrado sobrevivir quinientos años, que muchas familias de origen judío reservan para el ámbito más íntimo, que la gente mayor guarda como un tesoro y cuya herencia los más jóvenes no sienten necesidad de preservar.

Pero esa parte, como decía antes, es solamente uno de los lados del poliedro o una de las caras de la montaña que la autora necesita escalar para alcanzar la cumbre donde están depositadas las semillas de su pasado, las claves en las que ha de reconocerse y que le facilitarán el pasaje para volver a habitar el paraíso de la infancia, ese paraíso al que Proust consagró su espectacular río literario de “En busca del tiempo perdido”, una referencia permanente en “Tela de sevoya”, particularmente la parte correspondiente a “La fugitiva”, a la que se recurre en distintas ocasiones.

La única forma de traducción que la memoria tiene a su alcance es el lenguaje. Sólo el materno nos da la entrada a ese valle nativo y único en el que decimos mejor aquello que pensamos. Aun cuando hablemos con soltura otros idiomas, aquel en que nos brotan los insultos, las operaciones aritméticas y las expresiones intempestivas suele ser el de nuestra lengua primera. En ella conservamos los fotogramas de toda la cinta vital que nuestro cerebro nos traduce en forma de recuerdos”, escribe Moscona. Su mano va hilando  el ayer y el hoy, la realidad y el sueño, la Historia y el recuerdo, la vida y la muerte. Todo conviven en armonía en un territorio literario que nos acoge y nos estremece.

Dos ejes temáticos, dos acontecimientos cargados de dramatismo, son los troncos de los que parten todas las ramas: la expulsión de los judíos de España en el siglo XV y el exterminio del que fueron víctimas en la II Guerra Mundial. Son dos pesados pilares sobre los que descansa la memoria de una familia y la de todo un pueblo, dos portalones que la autora tiene que cruzar si quiere seguir adelante con sus búsquedas. Y, del mismo modo, que el cauce de las palabras recordadas la traslada a la infancia, la investigación que sigue el rastro del judeoespañol hace que se detenga en hechos históricos relevantes, así por ejemplo el destino de la comunidad judía de Bulgaria, “menos trágico que el de otros países centroeuropeos”, ya que sus miembros se salvaron de la deportación y el exterminio a principios de los años 40.

Dos ejes temáticos, dos acontecimientos cargados de dramatismo, son los troncos de los que parten todas las ramas: la expulsión de los judíos de España en el siglo XV y el exterminio del que fueron víctimas en la II Guerra Mundial. Son dos pesados pilares sobre los que descansa la memoria de una familia y la de todo un pueblo, dos portalones que la autora tiene que cruzar si quiere seguir adelante con sus búsquedas.

“Algunos aducen que la resistencia comunista jugó un papel preponderante. Otros, que fue la actitud del rey Boris III, refractario a entregar a los judíos de su pueblo: conducta que algunos críticos matizan por considerarla idealizada”, expone la escritora, quien apunta a otros factores: la fuerte reacción crítica de una población que veía a los judíos como iguales; la protesta activa de los miembros del parlamento en funciones y la actitud del cabeza de la Iglesia ortodoxa, el patriarca Krill, que amenazó con tirarse a las vías del tren, para explicar que los búlgaros no fueran obligados a subir masivamente a los vagones de la muerte.

Hay relatos estremecedores en “Tela de sevoya”. Hay tragedia, pero también humor y ternura, mucha ternura, en este libro en el que Myriam Moscona recupera a sus padres, a sus abuelos, a sus tíos. Ve sus rostros y escucha sus palabras en las espesuras de los recuerdos porque necesita prolongar ciertas conversaciones, analizar ciertos malentendidos, pedir perdón y reconciliarse de algún modo con su abuela materna, tan cascarrabias y castradora; experimentar alivio frente a la sensación de abandono tras la muerte del padre o ante el inmenso manto de soledad que la cubrió al desaparecer la madre.

Myriam-Moscona_2-©-Centro-Sefarad-Madrid-(5)

Hay rememoraciones realmente bellas en este sentido, evocaciones de lo vivido que se acompañan de la interpretación reflexiva de la escritora, sorprendida ante el juego del azar, de las casualidades. El azar, por ejemplo, propició que su padre, por ser búlgaro, se librara del exterminio y conociera a su madre, a la que la guerra impidió que viajase a Nueva York a ampliar sus estudios de piano. El azar quiso que posteriormente la familia emigrara a México. Moscona se ve a sí misma de niña, acompañada de su hermano en esos juegos secretos, a escondidas, siempre con el temor a ser descubiertos por la madre, prendiendo una vela al “bigotón”, a Hitler, por haber influido en la llegada de ambos al mundo.

Esa niña curiosa, rebelde, ávida de respuestas, vuelve a reunir a sus seres queridos en este libro cuyo título alude a la fragilidad “de la mente, del alma humana”. Por sus  páginas vemos desfilar, por ejemplo, al tío Milcho, al que elijo de entre todos los retratados porque me llama mucho la atención su relación con el escritor Elias Canetti cuando ambos eran colegiales en una ciudad búlgara a orillas del Danubio. “Ninguno de los dos tenía padre. Ambos mantuvieron una relación particular con la lengua que sus antepasados se llevaron de España (…)”, va recordando la autora, quien visualiza a su tío leyendo a Canetti después de saber, muchos años después de haberle perdido la pista, que había sido merecedor del premio Nobel.

La obra se va articulando en distintos pasadizos que nos conducen a ámbitos diferentes y que responden a denominaciones como “Pisapapeles”, donde se da cabida a todo lo que hace referencia a la lengua y a la historia del pueblo judío; “Distancia de foco”, que engloba los recuerdos de familia; “Del diario de viaje”, donde la autora da cuenta de sus investigaciones y trayectos, y “Molino de viento”, que es es lugar reservado a los sueños, a las imágenes oníricas. En medio de todas esas estancias, que en ocasiones se confunden pero sin perder en ningún momento el equilibrio, la musicalidad, se van intercalando fragmentos y cánticos escritos en judeoespañol.

Esa niña curiosa, rebelde, ávida de respuestas, vuelve a reunir a sus seres queridos en este libro cuyo título alude a la fragilidad “de la mente, del alma humana”. Por sus  páginas vemos desfilar, por ejemplo, al tío Milcho, al que elijo de entre todos los retratados porque me llama mucho la atención su relación con el escritor Elias Canetti cuando ambos eran colegiales en una ciudad búlgara a orillas del Danubio.

En el álbum de los recuerdos de Myriam Moscona tiene entrada la culpa, el perdón, la traición, la pena, el amor, el miedo, la despedida, el duelo, la entrega. Hay un balcón amplio desde el que contemplar el paso de la vida y una calle estrecha, misteriosa, desde la que se retrocede a la infancia, a ese campo donde permanecen sembradas para siempre las semillas primeras. “Pues por mayores que nos hayamos hecho siempre habrá un niño exhalando muy adentro y lo más probable es que soslayemos un verdadero diálogo con él, porque nos llena de zozobra una escena tan desnuda que amenaza con mostrarnos ante nosotros mismos como la materia frágil, indefensa, desgarrada que en realidad somos”, leemos en una entrada que comienza con los inicios en la lectura de Moscona, unos inicios marcados por Kafka y el testimonio del escritor checo sobre su familia.

En este espacio, este libro-templo, en el que también los lectores vamos ganando en ligereza, en consuelo, no se teme a la muerte, sino que se la ve como “esa otra cara de la vida que no está iluminada”. Junto a las escenas que la escritora recupera de su pasado hay otras que asoman a través de las rendijas de los sueños. Porque, como decía al principio, las grandes revelaciones, las respuestas que está buscando las encuentra sobre todo cuando cierra los ojos, en ese espacio de lo primigenio donde todos los tiempos y edades pueden juntarse y donde tal vez la que hable sea “la voz enredada de la infancia”.

Hay muros ocultos que se traspasan y descubren otras casas dentro de las reales en las que aguardan tranquilamente los que se han ido. Hay escenas que recuerdan los cuadros surrealistas de Remedios Varó. Hay conversaciones esclarecedoras en esos territorios enigmáticos, escurridizos, que alcanzan más intensidad y resultan más verdaderas que las que se mantienen en el plano de lo habitual. “Cuando perseguí las imágenes interiores fue el momento más importante de mi vida”, toma Moscona este extracto de “El libro rojo”, de Jung, otro gran cazador de sueños.

Hay un pasaje muy revelador, que acaece en las aguas profundas donde todo duerme, en el que la narradora dice comprender que “las tareas más importantes están atadas a otro lenguaje” y donde se pregunta: “¿Cómo puedo sobrevivir a la muerte de quien amo?”. La contestación que le llega tiene que ver con “la contracción del tiempo, el antes y el después”. Y más adelante hay otro retazo hermosísimo, otro sueño en el que se encuentra a su madre en una avenida, a punto de cruzarla, y quiere abrazarla, pero siente que no es reconocida, que debe esperar el momento en el que las agujas del reloj se muevan en sentido inverso para poder pasar al otro lado y, entonces sí, entablar el diálogo.

A través del sueño Myriam Moscona comprende algo que no es fácil de descifrar. “No hay lugar, sólo el tiempo nos reúne”, nos dice. A través de los sueños que nos revela, a través de ese mágico fluir del lenguaje que nos regala, un lenguaje narrativo que por momentos se torna poesía pura, quienes entramos en esta sutilísima “Tela de sevoya” también comprendemos, sentimos que algo se abre y nos despierta. Es imposible explicarlo en toda su grandeza. Deben ustedes pedir las llaves que abran las puertas de este libro tan necesario y leerlo.

“Tiempo de sevoya” ha sido publicado por la editorial Acantilado. La obra se alzó con el Premio Xavier Villaurrutia (México) en 2012.

Las fotografías de Myriam Moscona nos han sido facilitadas por © Centro Sefarad Madrid

La fotografía “Vidiriera en la catedral” la firma Nacho Goberna © 2005

  

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Archivado en: De Literatura, Los Libros, Nº15 / Junio 2014

Emilio Lledó: “La raíz del mal está en la ignorancia, el egoísmo, la codicia”

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Emilio-Lledó---9junio2014---Nacho-Goberna--©-2014-(1)

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Tiene 86 años y una mirada teñida de azul que parece sobrevolar por encima de todo aquello en lo que se detiene. Si algo me emociona de Emilio Lledó es su capacidad para seguir haciéndose preguntas y para seguir manifestando sorpresa ante las cosas del mundo. Las palabras, las expresiones, son para él una incógnita permanente. Le gusta profundizar en los sentidos de las palabras, extraer esos sentidos del fondo de la tierra y sacarlos a la luz como frutos nuevos, porque de tanto usarlas las palabras se adormecen, pierden su brillo original, no vibran. Y hay que tocar sus cuerdas, sus sonidos, para hacerlas renacer. Emilio Lledó lo hace constantemente. Le gusta jugar con el lenguaje, inventar términos que le conduzcan a los senderos cristalinos de la comprensión, esos que no están pisoteados, que parecen esperar a que nuestras huellas se fijen en ellos por primera vez, cuando se abre la mañana y aún no hay sombras ni peligros al acecho. ¿Qué quiere decir esto? Es el interrogante que abre una y otra vez el filósofo. A partir de ahí empieza a caminar, parándose a contemplar los latidos de todo lo que es nombrado, la fisonomía de los árboles, las hojas que caen y que le resultan tan evocadoras, la gente que camina a su paso, las letras que llenan los espacios, los huecos de la existencia.

No deja de asombrarse Emilio Lledó ante la contemplación de las manos: las manos que tocan, que perciben, que se mueven, que nos conectan con el exterior y con los otros, al  tiempo que rozan suavemente las diversas texturas de las emociones. Este diálogo que aquí se despliega tuvo lugar en dos tiempos, dos jonadas, diferentes, y en ambas ocasiones el autor de obras como “El silencio de la escritura”, “La memoria del logos” o “La filosofía hoy”, compartió el estimulante, enriquecedor, juego de inventar sus propias palabras. En ambas ocasiones se maravilló ante sus propias manos y las desplazó por la mesa tocando los lomos de los libros, la madera, con la conciencia de quien recibe un don que no ha de ser olvidado. En ambas ocasiones dejé su casa reconfortada por el encuentro con alguien que me hace creer en la buena vida, la vida vivida con entusiasmo, con intensidad, con pasión. Hay pasión en los ojos, en la manera de hablar, en los pasos ágiles, de este hombre lúcido cuyo secreto es la curiosidad, las ganas de seguir aprendiendo, el orgullo ante el trayecto recorrido y la actitud crítica: ese nunca darse por vencido, ese seguir defendiendo con ahínco las convicciones, esa rebeldía necesaria para decir no que nunca debe dormirse, aunque nos repitan una y otra vez que el “no” pertenece al territorio de los niños.

“Los libros y la libertad” (RBA), un abarcador compendio de artículos que funciona como un espejo múltiple donde se reflejan muchas de sus ideas y preocupaciones, es el último libro publicado de Lledó, pero es posible que muy pronto sus lectores podamos disfrutar de un nuevo ensayo en el que lleva trabajando largo tiempo sobre la amistad y el amor. De ello y de mucho más hablamos con calma durante dos mañanas: las horas transcurriendo raudas, la luz filtrándose por la ventana de un salón lleno de libros, esos libros amigos, compañeros, que en ocasiones, según dice, le hacen llegar la queja de no haber sido abiertos en mucho tiempo. Esa luz iba cambiando de posición y de forma, prodigiosa en su fugacidad, al hilo de las palabras.

Hay pasión en los ojos, en la manera de hablar, en los pasos ágiles, de este hombre lúcido cuyo secreto es la curiosidad, las ganas de seguir aprendiendo, el orgullo ante el trayecto recorrido y la actitud crítica: ese nunca darse por vencido, ese seguir defendiendo con ahínco las convicciones, esa rebeldía necesaria para decir no que nunca debe dormirse, aunque nos repitan una y otra vez que el “no” pertenece al territorio de los niños.

- Son muchas las ideas, las reflexiones contenidas en “Los libros y la libertad” que me han resultado luminosas, pero hay una parte especialmente reveladora, la parte en la que hablas de las primeras lecturas, de aquel profesor, don Francisco, que te enseñó a “viajar a las realidades paralelas de las ficciones”. ¿Dónde está el niño Lledó?. ¿Qué imágenes de la infancia, de la memoria, guardas en tu particular cofre de los tesoros?

- ¡Qué bonito es eso de particular cofre de los tesoros! Por supuesto que lo que uno ha vivido es el pequeño tesoro de la memoria. Lo he escrito ya muchas veces, podría decir que hasta la saciedad, pero sigo sin cansarme de decirlo. Somos memoria. Si empezáramos las mañanas en blanco sería terrible, sería la muerte del individuo, la muerte de la sociedad. A mí siempre me ha atraído mucho la Historia, la memoria histórica. Me interesa saber cómo fue mi país, qué ha pasado en mi país, incluso me interesa saber a qué país pertenezco y a qué país aspiro. Pero me has preguntado sobre mi infancia y debo decir que, aunque mi infancia transcurrió durante la Guerra Civil, yo fui un niño feliz. Un niño feliz a pesar de los bombardeos, a pesar de que por la noche dormíamos en la cueva de la casa, en el sótano, junto con otras familias que también colocaban allí sus colchones. Yo tendría entonces 9, 10, 11, años, y, pesar de la angustia y del hambre -hambre relativa entonces, porque la verdadera la pasé ya en Madrid, después de la guerra- fui un niño feliz porque tuve un maestro, un maestro que me abrió un horizonte amplio, nuevo .

- Da la impresión de que ese maestro está en el germen de lo que Emilio Lledó ha llegado a ser.

- Sí. Don Francisco fue fundamental para un muchacho que quería escapar de aquel horror. Ni yo ni los niños de mi edad teníamos conciencia del alcance de lo que estaba sucediendo, no lográbamos entender del todo el porqué de la Guerra Civil. Lo único que yo percibía era la sensación permanente de que la vida era peligrosa. Siempre había angustia, peligro a mi alrededor. Recuerdo que mi padre, que era militar y estaba destinado al Regimiento de Artillería Ligera de Vicálvaro, donde vivíamos, me trajo una vez a Madrid y ese día yo vi muertos en la Gran Vía. Sonaron las sirenas y me refugié en un portal, pero al salir me di cuenta del espanto, de toda aquella gente que no tuvo tiempo de protegerse… Sin embargo, repito, ese maestro consiguió hacerme feliz. Aún tengo su imagen clarísima: era un muchacho alto, no creo que tuviese más de 30 años, uno de esos maestros de la República, de las Misiones Pedagógicas. Nos hacía leer varias veces por semana unas páginas de distintos libros. Hubo muchas lecturas, pero yo recuerdo el “Quijote” porque ahí nació mi amor por una novela que he leído más de 12 veces. Ese maestro nos hablaba a niños de 10 años de sugerencias de lectura y esa frase no la he olvidado nunca. Era una frase que abría nuestras mentes. ¿Qué nos podía inspirar “Don Quijote”, a nuestra edad, en el caos aquel de la guerra? Pues allí, con nuestros lapiceros, nos poníamos a escribir sobre las sugerencias que nos despertaba don Miguel de Cervantes.

Aunque mi infancia transcurrió durante la Guerra Civil, yo fui un niño feliz. Un niño feliz a pesar de los bombardeos, a pesar de que por la noche dormíamos en la cueva de la casa, en el sótano, junto con otras familias que también colocaban allí sus colchones. Yo tendría entonces 9, 10, 11, años, y, pesar de la angustia y del hambre -hambre relativa entonces, porque la verdadera la pasé ya en Madrid, después de la guerra- fui un niño feliz porque tuve un maestro, un maestro que me abrió un horizonte amplio, nuevo.

- ¿Ese disfrute del aprendizaje, de la lectura, prosiguió en tu formación?

- No. Eso tan excepcional, esa sensación de felicidad, jamás se repitió en la universidad, ni siquiera en el bachillerato. Allí lo que hacía era aprender asignaturas, textos. Había profesores buenos, claro, y sería injusto si no dijese que en la universidad que yo padecí sobrenadaban algunas figuras, sobre todo los filólogos clásicos, que han sido la gran revolución de la cultura española de la posguerra. Ahí está la inmensa aportación de la Biblioteca Clásicos de Gredos, donde hay autores que no habían sido traducidos nunca. Yo me temo que dentro de 50 años, si siguen los planes de estudio así, no habrá nadie que sepa traducir griego o latín. Me apena esto y me apena pensar en la tradición triste, inquisitorial, que hemos padecido durante cuatro siglos, la repulsa a la libertad de conciencia. Al respecto hay una frase muy significativa en “Don Quijote”, la frase que el ex vecino Ricote, que fue expulsado porque era morisco, le dice a Sancho, con quien se encuentra cuando éste regresa de la Ínsula Barataria. Le dice algo así como que se había ido a Alemania porque allí la gente vivía como quería y porque en todas partes reinaba la libertad de conciencia. Siempre me sorprendió esa frase y más de una vez me he planteado de dónde sacó Cervantes esa idea típicamente luterana. Esa libertad de conciencia nos ha faltado en este país y don Francisco, mi maestro, en el fondo era un hombre que nos liberaba la conciencia, que nos hacía personas y nos daba libertad. Esa es la grandeza de la enseñanza. El ser humano es lo que la educación hace de él. Si a ti de pequeño te meten únicamente frases hechas en la cabeza; si te introducen lo que yo llamo grumos pringosos, ya no vas a poder pensar, ya no vas a poder ser libre, ni tener un espíritu creador, ni siquiera racional, dejando claro que en la enseñanza no sólo hay que cultivar la racionalidad. Otra de las cosas importantes que nos aportó ese maestro fue la educación de la sensibilidad. Nos animaba a pensar las palabras, a no asumirlas sin entenderlas. Sabía que sólo así podíamos salvarnos de la manipulación, de la agresividad a que conduce la falta de comprensión.

-  ¿A don Francisco le seguiste la pista?

- Desgraciadamente no supe nada de él, ni siquiera recuerdo su apellido. Para nosotros era simplemente don Francisco. Lo único que sé es que vivía en Madrid y que iba a Vicálvaro en los autobuses de la empresa Fausto Dones. Vicálvaro era entonces un pueblo, estaba al otro lado del cementerio del Este y había que tomar esos autobuses de línea, los mismos que yo empecé a coger años después para venirme a estudiar a Madrid, a un colegio que dependía del Instituto Cervantes y que estaba en la parada entre Manuel Becerra y Ventas.Tal vez por eso mis padres se vinieron a vivir a principios de los 40 a la calle Bocángel, que está por ahí. Me encantaba esa palabra, me llamaba la atención, me sugería imágenes: la boca del ángel, ¡qué bonito! Yo entonces no sabía que hacía referencia al poeta Gabriel Bocángel. Más tarde, en un libro mío, “El surco del tiempo” puse el final de uno de  sus sonetos.

El ser humano es lo que la educación hace de él. Si a ti de pequeño te meten únicamente frases hechas en la cabeza; si te introducen lo que yo llamo grumos pringosos, ya no vas a poder pensar, ya no vas a poder ser libre, ni tener un espíritu creador, ni siquiera racional, dejando claro que en la enseñanza no sólo hay que cultivar la racionalidad.

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- Tu padre fue republicano, soldado de la República. ¿Qué te enseñó? ¿Qué recuerdas de los años que viviste a su lado?

- Sí. Fue capitán de la República y una persona culta, pese a tener una educación básica. Le gustaba mucho la pintura, de ahí mi afición a dibujar. Después de la guerra se puso a trabajar de contable en una empresa y murió muy joven. De ese tiempo recuerdo la miseria y el hambre. Para mí la palabra hambre no es una metáfora. Desde los años 40 hasta casi el año que muere mi padre, en el 50, en mi familia lo pasamos muy mal. Fue una época muy dura. No había qué comer en el Madrid de esos años. La gente modesta, humilde, como éramos nosotros, lo tenía muy difícil, y por eso yo me marché en cuanto pude. Hice el Servicio Militar, acabé la carrera y me fui a Alemania sin saber alemán. Apenas podía traducirlo un poquito, pero quería huir de este país por encima de todo. Mi padre ya había muerto y mi madre se fue a Andalucía con su familia, una familia que sin ser de terratenientes tenía cierto nivel. Le debemos todo a un tío campesino, labrador, que la acogió en el pueblo sevillano de Espartinas. A mis dos hermanos pequeños los metieron en un internado y yo primero me quedé en Madrid, dando clases particulares hasta que conseguí una beca del Colegio Mayor Guadalupe. En cuanto acabé la carrera salí pitando, tan pitando que estuve diez años fuera.

- ¿Cómo fue el cambio, el impacto de llegar a un país, a una cultura totalmente diferente?

- Yo me fui con una carrera acabada, como un emigrante privilegiado, no con una beca, como dicen algunas biografías por ahí, sino gracias a lo que había ahorrado dando clases particulares. Quería seguir estudiando allí y repito que prácticamente no sabía alemán. Al principio me entendía en francés con mis profesores, entre los que estaban Karl Löwith, Otto Regenbogen, Hans-Georg Gadamer. Ellos me consiguieron una beca  y más tarde, cuando se estableció la Fundación Humboldt, yo fui uno de sus primeros becarios. Volví en el 55 a España a casarme con Montse, mi novia de toda la vida, que desde pequeñita hablaba alemán por el empeño de mi suegro, que era médico, en que sus hijas aprendiesen otros idiomas, y regresamos a Alemania en plan de estudiantes. Fueron seis años maravillosos los que pasamos allí, una explosión de vida, de libertad, de soñar, de descubrir en Heidelberg la universidad que yo intuía desde que don Francisco me abrió la puerta de las sugerencias. ¡Qué diferencia! Aquí yo me moría de aburrimiento, de tristeza. Con todo el respeto para algún profesor bueno que había, el sistema era horrible: asignaturas, exámenes, apuntes, los dichosos apuntes. El otro día vi en un periódico un anuncio de una universidad privada que prometía que sus estudiantes encontrarían trabajo en la empresa privada. Me acordé de un texto de Walter Benjamin en el que dice que obsesionar a los muchachos durante la carrera con colocarse es la muerte de la vida intelectual. ¡Por favor! Dejen a los jóvenes que trabajen con ilusión en lo que les guste; que sueñen esos cinco o seis años. No les corroan el ánimo a muchachos de 18 años con el cebo estúpido de una colocación en una empresa. Cuando yo me fui a Alemania para mí fue un sueño de libertad encontrarme con una universidad donde no había asignaturas, donde no había exámenes “cuadriculantes”, ni libros de texto que te tuvieras que aprender. Los profesores impartían cursos interesantísimos, recomendaban lecturas, y los alumnos trabajábamos a partir de ahí, preparábamos los exámenes de una forma personalizada.

- ¿La Alemania de Merkel no te ha decepcionado?

- Yo soy muy crítico con ciertos aspectos de la Alemania actual, con su manera de hacer política y de actuar sobre el resto de Europa. Ahí no  puedo defenderlos, pero sí es verdad, como me dicen mis hijos, que mitifico un poco la Alemania de la cultura, la Alemania de la universidad, de la enseñanza pública. Allí no hay colegios privados que puedan competir con los institutos de enseñanza media, institutos donde se cultiva la sensibilidad. Volví a percibir todo eso desde muy cerca ya de mayor, en el 88, cuando viví en Berlín invitado por el Instituto de Estudios Avanzados. Qué distinto todo a la “cuadritulez”, una de las enfermedades de la cultura, de la educación española.

-  Nada indica que se vaya a cambiar el rumbo, todo lo contrario. El sistema educativo español va cada vez más encaminado en esa dirección.

- Sí. No hay forma de salir de la la monstruosa educación deformadora de los exámenes permanentes. Siempre, desde que fui profesor, he combatido el asignaturismo, el “examineísmo”. Los exámenes tienen que convertirse en algo marginal, en un control. Está claro que el estudiante de medicina tiene que ser examinado para saber si realmente está preparado. Lo suyo es algo muy serio, están en juego las vidas de las personas. Podemos pensar que en Filosofía y Letras no es tan necesario, que no se te va a morir nadie, aunque a lo mejor sí, se te mueren de la cabeza (risas). Pero volviendo a lo central, esta idea del control permanente es una cosa inquisitorial, absolutamente inquisitorial, y por supuesto castrante, aniquilante, porque el conocimiento, el “bienser”, se educa desde la libertad y la libertad se educa desde el diálogo, desde la apertura del diálogo con los otros y sobre todo con los libros. La lectura es el ejemplo más clásico de la libertad de inteligencia, de pensamiento. Leer es libertad, nos permite salir de nosotros mismos, de nuestro entorno pequeñito, y abrirnos a un universo nuevo.

- La guerra, la dictadura, impulsó a  Emilio Lledó a huir a Alemania, ahora, tantos años después, muchos jóvenes se ven obligados a marchar al mismo lugar, pero no por una guerra sino porque aquí no hay trabajo ni futuro alguno.

- Que los jóvenes se marchen hoy me parece algo lamentable, insostenible, un fracaso de la organización de la sociedad. No se ha sabido crear industrias, ámbitos de trabajo. Por un lado nos dicen que no hay dinero para eso, y por el otro se jactan, cuando les conviene, de que somos una potencia industrial. ¿Qué ha pasado aquí? Lo único que se ha promovido ha sido el “boom” inmobiliario. A mí me duele muchísimo que los jóvenes se vayan. En mis tiempos teníamos esperanza. A pesar de la miseria de la dictadura teníamos la esperanza de que este país daría un salto alguna vez hacia algo mejor, pero actualmente se ha instalado la desesperanza. Yo volví en el año 62 de catedrático de instituto a Valladolid. Mi mujer y yo habíamos hecho oposiciones y logramos juntar las dos plazas en la misma ciudad. Ella era catedrática de alemán y yo de filosofía. Trabajé duro, hice seis oposiciones, de las cuales gané cuatro y perdí dos. No pedí nada a nadie. Si hay algo que no entiendo es esa obsesión de la gente ahora por subir, por obtener tal o cual nombramiento. Yo estaría muy triste si tuviera que pelear por un puesto, si tuviera que hacer movimientos extraños para conseguirlo.

Que los jóvenes se marchen hoy me parece algo lamentable, insostenible, un fracaso de la organización de la sociedad. No se ha sabido crear industrias, ámbitos de trabajo. Por un lado nos dicen que no hay dinero para eso, y por el otro se jactan, cuando les conviene, de que somos una potencia industrial. ¿Qué ha pasado aquí? Lo único que se ha promovido ha sido el “boom” inmobiliario. A mí me duele muchísimo que los jóvenes se vayan. En mis tiempos teníamos esperanza. A pesar de la miseria de la dictadura teníamos la esperanza de que este país daría un salto alguna vez hacia algo mejor, pero actualmente se ha instalado la desesperanza.

- ¿Te has arrepentido alguna vez de haber vuelto?

- No. Nunca me he arrepentido, en absoluto. Yo quería trabajar en mi país, contribuir a su mejora. Tal vez era una idea romántica, pero decidimos volver por eso. Lo que pasa hoy es diferente. Los  jóvenes que se van han vivido ya en el mundo de la esperanza, en el mundo de la democracia, y es descorazonador que se tengan que ir por obligación, sin haberlo elegido. Digo todo esto con tristeza y me da pena que ahora se esté dando marcha atrás, porque, pese a todo, el país había progresado mucho desde la Transición. Mis padres eran de un pueblecito cerca de Sevilla, de Salteras. Era allí donde me mandaban todos los veranos para salvarme del hambre de Madrid, a casa de mi madrina Fernanda, que no tuvo hijos. Ese pueblo, donde en aquella época sólo estudiaban cinco o seis chicos, tiene hoy dos colegios públicos, un instituto de enseñanza media y una biblioteca pública municipal. [He aquí un inciso. Esa biblioteca lleva el nombre de Emilio Lledó. Con la discreción que le caracteriza me dice que no hace falta dar el dato, pero en este caso no le hago caso y añado, además, que hace poco asistió a un homenaje en el que los colegiales del pueblo le regalaron un libro elaborado con sus impresiones sobre la visita de ese señor filósofo con el que comparten orígenes. Un libro que Lledó guarda con cariño, como una joya.]

- El problema ahora es que la educación pública está siendo desmantelada.

-Sí, estamos viviendo una vuelta atrás, una regresión que es inconcebible. Me llama la atención que los políticos digan que tienen buena conciencia, responsabilidad. No basta con decir eso. Si tienen responsabilidad que la demuestren cortando este retroceso terrible e inaceptable de la educación y de la sanidad públicas. Es un retraso monstruoso. Me  cuesta mucho creer lo que se dice por ahí de que algunos ponen mucho interés en privatizar la sanidad porque familiares o amigos tienen intereses en lo privado. Si eso fuera verdad ese señor o señora tendría que dimitir automáticamente, dimitir política y también humanamente. Eso está por debajo de la dignidad. Aunque suene utópico, hay que ir hacia una auténtica regeneración y esa regeneración tiene que empezar en el coco. La verdadera revolución está en la cabeza. No hay peor corrupción que la de la mente; la económica va detrás. Hay un texto muy bonito de Aristóteles que dice que hay tres niveles en la vida humana: el nivel de la mente, el nivel del cuerpo, y el último, el más bajo, el de la economía, el del dinero. Qué duda cabe que el dinero es útil, importante, pero parémonos ahí, no olvidemos que es lo de menos.

- Pero sucede que se ha roto el orden, que el dinero se ha colocado arriba y ha pasado a ocupar el nivel superior.

- Exacto. Lo que dice Aristóteles es que cuando se coloca arriba, a la larga se hunde todo. Sólo las oligarquías sacan sus tajadas. A mí me escandaliza que un señor ministro de agricultura lo primero que haga cuando toma el poder es modificar la Ley de Costas. Una de las joyas que tiene nuestro país es el mar, la costa, las playas. Se habla del turismo, de la riqueza del turismo, pero se trata de una riqueza natural, por la que no hemos tenido que trabajar. El sol, el mar y las playas no son mérito nuestro. Nos lo han regalado y somos tan imbéciles que lo machacamos, lo corrompemos, lo hundimos. Este es un tema central sobre el que la sociedad tiene que tomar conciencia. No se puede admitir la mangancia de los políticos. Muchas veces no entiendo que se pueda votar a determinadas personas, a no ser que los que lo hagan asuman la corrupción, se enganchen a la chaqueta de esos corruptos a ver si obtienen algún beneficio.

La verdadera revolución está en la cabeza. No hay peor corrupción que la de la mente; la económica va detrás. Hay un texto muy bonito de Aristóteles que dice que hay tres niveles en la vida humana: el nivel de la mente, el nivel del cuerpo, y el último, el más bajo, el de la economía, el del dinero. Qué duda cabe que el dinero es útil, importante, pero parémonos ahí, no olvidemos que es lo de menos.

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- Hay un texto que se incluye en “Los libros y la libertad” que resulta especialmente revelador. Pertenece a “La República” de Platón y en él se dice que los gobernantes tienen que dar y no recibir. “Serán ellos, los políticos, a quienes no esté permitido tocar el oro ni la plata, ni entrar bajo el techo que cubran estos metales, ni llevarlos sobre sí, ni beber en recipientes fabricados con ellos. Si así proceden, se salvarán ellos y salvarán a la ciudad. Pero si adquieren tierras, casas, dinero, se convertirán de guardianes en administradores trapisondistas y de amigos de sus ciudadanos en odiosos déspotas”, advierte el pensador. ¿Ahora más que nunca tenemos que volver a los clásicos griegos, recuperar la filosofía, esa materia que no sale nada bien parada en los nuevos planes de estudios?

- Sin duda. Cuánta sabiduría hay en los clásicos. Platón dice que esos políticos se pasarán la vida odiando y siendo odiados, que se hundirán ellos y lo peor, hundirán a la ciudad a la que gobiernan. Yo pienso muchas veces, cuando escribo, qué quedará dentro de 20 o 30 años de esas palabras. Probablemente nada, tampoco importa. Pero qué maravilla estar tantos siglos en cartel como Platón, Aristóteles o don Miguel de Cervantes. Leerlos mucho tiempo después y deslumbrarte con ellos, con esto que decía Platón, con lo que escribió Aristóteles sobre la mano, para él como el alma, el instrumento de todos los instrumentos. “Pensamos y amamos porque tenemos manos”, decía.

- Las manos conducen la lectura, pasan las hojas, pero ese gesto se pierde en el territorio de lo digital. No había encontrado una manera tan lúcida de exponer la diferencia entre los dos modos de lectura que la que expone Emilio Lledó en uno de los capítulos de “Los libros y la libertad”. Cuando se abren las páginas de un libro se toma conciencia del tiempo y del espacio -“el libro es el recipiente donde reposa el tiempo”- mientras que en la lectura digital no se tiene referencias de las calles por donde andamos.

- Sí. Qué duda cabe que el mundo digital es todo un avance y que tiene virtudes estupendas. Qué duda cabe que en lo que respecta a la acumulación de datos, a las enciclopedias, a los diccionarios, puede resultar muy útil, pero la educación es otra cosa. La educación es sugerencia, amor a los libros, a estos objetos presentes que mis manos tocan. En “El surco del tiempo” yo dialogaba con Platón acerca de su idea de que lo real es la oralidad. Así es, pero hubo un momento en que alguien escribió y esa oralidad se asentó en el surco del tiempo. La oralidad es el presente, mientras hablamos compartimos un tiempo común, que nos acoge. Y por eso resulta maravilloso que yo pueda coger todos estos libros y dialogar con sus autores, no sólo con los clásicos, también con los modernos. Cuando yo pongo mis ojos en esos libros estoy dándoles vida a sus autores y recuperando un tiempo desaparecido. Eso es un prodigio. Los libros que he ido atesorando y que ahora me rodean son para mí como compañeros, tienen vida. Ahí está Kant, por ejemplo, que algunas veces se queja del tiempo que hace que no lo leo. Está claro que todos estos volúmenes podrían caber en un dispositivo electrónico, sin ocupar espacio alguno, como me dijo un amigo el otro día. Pues sí, pero eso ya es otra sensación, otro mundo, y, además, no podría concebir todas estas paredes vacías.

- ¿Si tuvieras que elegir una época donde fuiste especialmente feliz, sería la de Alemania?

- Sí y sobre todo los seis años de Heidelberg que viví con Montse, mi compañera de vida. Trabajó desde el principio a mi lado. Fuimos dos colegas. Recuerdo que cuando volví casado con ella mis amigos alemanes se quedaron sorprendidos porque no respondía a los tópicos que ellos manejaban por entonces de las españolas: bajitas y con peineta. Se encontraron a una mujer guapísima, que con tacones era más alta que yo y que hablaba alemán de corrido. Vivimos como estudiantes, en un piso de alquilados. Sin duda fue una época inolvidable, feliz, como también la de los años de catedrático de instituto en Valladolid y la que pasé en Tenerife, en la universidad de La Laguna, a la que llegué cargado de entusiasmo. Después saqué la cátedra de Historia de la Filosofía y nos fuimos a Barcelona.

- ¿Se puede ser feliz a título individual viviendo en un presente tan detestable?

- Todos necesitamos un rincón de felicidad, de amistad, de cariño. Eso es tan esencial como comer para los seres humanos, pero hay momentos en los que no podemos regodearnos en la propia felicidad como señoritos satisfechos, momentos en los que se impone luchar por algo que ponga freno a la infelicidad que nos rodea. El otro día leía una noticia que no tiene que ver con la infelicidad sino con la falsa felicidad. Leía que hay un hotel en Kuwait que cuesta  unos 1.500 euros por día. Pero, ¿quién puede tener necesidad de eso, qué falsificación de la mente se produce ahí? Incluso el muy rico, al que no le importe gastar ese dinero… ¿Qué sociedad hemos creado donde eso sea posible?

- El tema de la felicidad siempre te ha interesado. Tienes un ensayo donde le das la vuelta, “Elogio de la infelicidad”. La editorial Errata Naturae acaba de publicar un libro sobre Epicuro donde se incluye un ensayo de Emilio Lledó, autor asimismo de una obra esencial para acercarse al clásico, “El epicureísmo”.

- A mí me ha preocupado, me ha interesado mucho, el tema de la felicidad; primero personalmente, porque uno arranca siempre de sí mismo y yo, como te decía antes, no tuve una infancia feliz desde el punto de vista social, económico, a consecuencia de la guerra, pero tuve la suerte de encontrarme con ese maestro que me hizo ver que con la lectura, con el pensar, con lo que un niño podía imaginar, era posible compensar las tristezas, las escaseces y pobrezas de aquellos tiempos. Independientemente de eso el tema de la felicidad me ha parecido siempre esencial porque los seres humanos tenemos derecho a un poquito de felicidad, a ir más allá de la pequeñez de nuestras pequeñas vidas. Para ser felices hay que partir del bienestar, hay que estar bien y para estar bien hay que tener una vivienda, no pasar hambre, tener solucionada la vida del cuerpo, que es lo que realmente somos. Pero después hay que aspirar al “bienser”, una palabra que no se utiliza y que nos vamos a inventar ahora, aquí.

- Epicuro hablaba de las necesidades básicas y exaltaba los placeres, pero hasta un punto.

- Efectivamente. En mi opinión, la gran revolución de Epicuro, cuyo pensamiento no podemos conocer en toda su amplitud porque gran parte del mismo no se conserva porque es muy posible que fuera ideológicamente machacado, fue el descubrimiento de la felicidad del cuerpo. Su consideración del goce, del placer del cuerpo, como un bien, fue un descubrimiento extraordinario que tendría que haber sido ordinario, normal. Pero al mismo tiempo era crítico con los excesos, sí. En un mundo de miseria, en un mundo duro, como era el mundo griego, es comprensible que tener se asociara a la felicidad: tener ánforas era asegurar la sed del futuro y tener vestidos era asegurar el frío. Pero ya entonces Epicuro hablaba de cosas que se creía que eran necesarias sin serlo, de las que se podía prescindir.

- El problema de los límites, ¿no? Tener hasta unos límites. Cuando se tienen cubiertas las necesidades básicas habría que ir hacia el “bien ser” del que hablábamos. ¿Es esa la revolución pendiente, la que tendrían que acometer los hombres y mujeres de este siglo XXI?

- Exacto. Y me gusta que recojamos esto del “bien ser”, que ni siquiera está establecido como término técnico, mientras que bienestar sí. Las sociedades del denominado Primer Mundo ofrecen muchísimo más de lo que se necesita. Y esto fue intuido por Epicuro. Necesitamos lo esencial, pero nada más. Necesitamos respirar, vivir, comer, tener una cama, un techo, y también necesitamos sentir, vivir, gozar el cuerpo, contemplar. El otro día, cuando estaba con mis nietas en el parque de Berlín, aquí en Madrid, hubo un leve soplo de aire, más fuerte de lo normal, y casi nos inundaron las hojas, la caída de las hojas. Había una belleza extraordinaria ahí, al percibir que todo eso iba a  explotar dentro de seis o siete meses con la llegada de la primavera. Entonces yo me acordé del diálogo entre Glauco y Diomedes en la “Ilíada”, el pasaje en el que se habla de la caída de las hojas y de su reverberación, igual que sucede con las caídas en desgracia y el volver a levantarse de los hombres, más allá de sus linajes. Yo me acordaba de este pasaje de “La Iliada” viendo caer las hojas, mientras mis nietas las recogían felices. Era consciente, y lo digo ahora que ya tengo una cierta edad, una inciertísima edad, de cómo estamos sometidos a ese tiempo de la naturaleza. Eso es maravilloso en el fondo y hay que asumirlo, pero hay que asumirlo con bienestar, con decencia.

- Claro, pero cuando no se tiene para comer no hay espacio para pararse a ver caer las hojas de los árboles…

- Así es. ¿Cómo le vas tú a decir a un niño que está en África con hambre, o en cualquier otro sitio explotado, trabajando: “Mira, qué bonito, tienes que aprender música. Esto que suena es de Bach, de Juan Sebastian Bach. No, eso es ridículo y  absurdo. Pero ese es un horizonte, es un horizonte que no sé cuánto tiempo tardaremos en alcanzar; las generaciones de hojas de árboles que tendrán que caer y que volverán a nacer en primavera que han de sucederse todavía. Pero ahí está el futuro. Estamos hechos para soportar el dolor, el sufrimiento, todo eso que también una cierta religión, una cierta educación cristiana, nos ha inculcado, pero también para la alegría, la felicidad, el equilibrio y ese bienestar enfocado siempre hacia un “bien ser”, hacia esa idea, que puede sonar muy fantástica, de solidaridad, de cultura, de educación.

- Pero, ¿cómo lo hacemos? ¿cómo construimos hoy los nuevos pilares, cómo hacer frente a un poder que cada vez más se aleja de la igualdad, de la defensa de lo público?

- Pues se trata de crear instituciones donde esa libertad, ese “bien ser”, se pueda practicar. Hay que luchar por recuperar lo que hemos perdido y por llevarlo más allá, por conquistarlo enteramente, porque si no llegaremos a la aniquilación del país. Está claro que quienes nos gobiernan lo que quieren es meternos grumos en la cabeza. Pero esto de “no haga usted un pueblo sabio” ya viene de la tradición del despotismo. Hay que dejar a la gente que sea sumisa porque si usted la revoluciona y la libera mucho mentalmente pedirá cada vez más y eso es incómodo para una oligarquía que quiera mantenerse en el poder.

- ¿Esa idea vale para retratar a la España actual?

-  Sí. Ahora mismo, aquí en nuestro país, más que una democracia vamos rápidamente hacia una oligarquía democrática. Lo que se había conseguido con todas las dificultades en estos últimos decenios está paralizado, incluso se está rebobinando y eso es política, social, individual y colectivamente, una catástrofe. ¿Con qué intención se hace? No cabe otra que la intención oligárquica, de desigualdad. Volviendo a la educación, por ejemplo, hay un texto en la política de Aristóteles que dice que la enseñanza debe ser cosa del Estado, que el dinero no puede ser privado, pero habría que luchar por un Estado que fuera clarividente, que fuera ilustrado. Un Estado opuesto al fanatismo, al sectarismo, a la clausura, a la vaciedad mental. Estuve hace poco en Canarias, en unas jornadas sobre los valores de la Democracia, y allí reflexioné sobre lo que significa poner en valor, una expresión tan de moda últimamente. Pero, ¿eso qué es? A lo mejor lo que algunas personas quieren que se ponga en valor puede ser fruto del egoísmo, de la codicia de unos pocos, y no tiene porque interesarnos como sociedad. Hay valores que no pueden ser los de las personas decentes. Y no se trata de hablar de santidades. A mí eso de la santidad no me va. La palabra santidad en sí misma, es una palabra que me inquieta. La decencia es algo mucho más modesto que eso. Se trata de no engañar por sistema, de no corromper por sistema. Lo terrible es que muchos de estos “engañadores”, de estos “corrompedores”, no tienen conciencia de que engañan y piensan que lo que tienen que hacer es poner en práctica esas determinadas cosas que les han metido en las cabezotas. Últimamente he pensado mucho que una de las consecuencias más graves de la ignorancia, de la codicia, es que provoca odio y agresividad. El bruto, el monolítico mental, no tiene más solución en un momento de apuro que la agresividad. Las dictaduras globales o las pequeñas dictaduras personales, sociales, familiares; esas situaciones opresivas que no te dejan vivir, que te inquietan, te coartan y comprimen, son fruto de la ignorancia, llevan a la agresividad y en un momento determinado, como ocurrió en el 36, pueden alimentar un golpe de Estado. Hay momentos en los que se crean, en los que se justifican agresividades, partiendo de una ideología, de una ideología atascada, y eso hay que evitarlo por todos los medios.

Aquí en nuestro país, más que una democracia vamos rápidamente hacia una oligarquía democrática. Lo que se había conseguido con todas las dificultades en estos últimos decenios está paralizado, incluso se está rebobinando y eso es política, social, individual y colectivamente, una catástrofe. ¿Con qué intención se hace? No cabe otra que la intención oligárquica, de desigualdad.

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- Los principios éticos recorren la obra de Emilio Lledó. Ahí están títulos como “Memoria de ética” o “El origen del diálogo y de la ética”. Los ideales del hombre decente, el que sigue soñando, creyendo en un mundo más igualitario, son resaltados una y otra vez. Pero a ese hombre decente hoy se le está pisoteando. ¿Por qué ha caído el mundo en manos de tantos hombres y mujeres indecentes?

- Esa es la gran pregunta y la verdad es que no sé cómo responderla. Si yo, a pesar de todo, me puedo sentir un hombre feliz, es porque, aunque pueda haber cometido errores a lo largo de mi vida, cómo no, siento que soy aquel que con 22 años cogió su maletita de cartón y se marchó a Alemania. Me parece que sigo siendo el mismo y ese hilo de coherencia me da felicidad. Puedo haberme equivocado algunas veces, pero no me avergüenzo, estoy orgulloso de mi trayecto y ahora que ni siquiera estoy en la Tercera Edad, que mi sitio es ya el de la esperanza de vida, eso no me impide seguir trabajando, seguir teniendo ilusiones. Todavía tengo la ilusión de ver de qué manera podemos echar a los corruptos del poder, porque allá ellos si tienen sus mentes corrompidas, pero lo malo es que tienen poder y condicionan nuestras vidas, nos determinan, nos cambian, nos “infelicean”, valga esta expresión que sé que los académicos no me permitirían (risas).

Si yo, a pesar de todo, me puedo sentir un hombre feliz, es porque, aunque pueda haber cometido errores a lo largo de mi vida, cómo no, siento que soy aquel que con 22 años cogió su maletita de cartón y se marchó a Alemania. Me parece que sigo siendo el mismo y ese hilo de coherencia me da felicidad. Puedo haberme equivocado algunas veces, pero no me avergüenzo, estoy orgulloso de mi trayecto y ahora que ni siquiera estoy en la Tercera Edad, que mi sitio es ya el de la esperanza de vida, eso no me impide seguir trabajando, seguir teniendo ilusiones. Todavía tengo la ilusión de ver de qué manera podemos echar a los corruptos del poder.

- Pero ¿cómo se les echa? Produce mucha frustración comprobar la impunidad de tantas acciones inmorales.

- No votándoles jamás, jamás. Algunos dirán que nunca se puede saber el grado de corrupción a que puede llegar un político, pero es que incluso sabiéndolo en ocasiones se ha seguido apoyando a ese tipo de personajes. La ignorancia hace que mucha gente se crea titulares de periódico totalmente falsos. Ahí está la importancia de la educación. Una y otra vez me paro a reflexionar sobre el alcance de los ladrillos que se meten en las cabezas. El problema es por qué hay personas que quieren creer determinadas cosas; por qué somos como somos; por qué pensamos como pensamos; por qué somos tan diferentes cuando la estructura de la mente es la misma en todos. Esto es algo que me ha preocupado siempre y me sigue preocupando.

- Siempre llegamos a la ignorancia, a la falta de educación, como raíz de todos los males.

- Sí, la ignorancia, el egoísmo y la codicia. Pero si no se necesita tanto para vivir, pero si no hacen falta tres yates y cinco casas. ¿Tan difícil resulta entender esto?

- Leo en uno de los textos incluídos en “Los libros y la libertad”: “Si se analizan los momentos más reaccionarios de la historia de España descubrimos el rechazo, por no decir el odio, hacia la cultura y, por supuesto, hacia la formación y educación de los ciudadanos. Se llegaba a tales extremos de oscurantismo que existen testimonios escritos que bendicen la inopia en que hay que mantener al pueblo, que si se hace inteligente no se deja mandar y es capaz de imponer sus malhadados deseos”. ¿ Ahora mismo estamos claramente en un momento reaccionario de la historia de España?.

- Sí. Lo que sucede ahora es que la oligarquía quiere mantener sus ventajas. Hay un texto muy interesante de Machado en su “Juan de Mairena”, un libro que habría que utilizar como educación para la ciudadanía, que dice algo así como que no serían los obreros, como algunos podrían creer, los que se reirían al escuchar el nombre de Platón; que la que se reiría sería esa oligarquía indigna, estropeada por el bajo nivel de nuestras universidades y por el pragmatismo eclesiástico, enemigo de las grandes actividades del espíritu. Eso lo dijo Machado. Ese pragmatismo, esa “practiconería”, ese “amigantismo” [palabras del particular diccionario Lledó], ha corrompido a toda una parte del país, pero, pese a todo, yo tengo esperanza. El otro día tuve una experiencia preciosa, paseaba por las calles de Sevilla y un señor que yo no conocía para nada se acercó a mí, me dio la mano y me dijo: “Don Emilio, que viva usted 200 años”. Llegar a los 200 sería algo muy aburrido, pero unos cuantos años más si me gustaría vivir para ver cómo logramos cambiar todo esto.

- “Todavía cabe esperar”, es uno de los mensajes de Lledó. ¿Consideras que estamos en puertas hacia otra cosa, se puede vislumbrar ya algo nuevo, mejor?

-  Sí. Yo creo que sí. Yo confío en la juventud. Los casos de corrupción, la corriente de las actuales políticas a nivel europeo, están despertando las conciencias. Un despertar que pone de manifiesto que por ese camino no se va a ninguna parte, que ningún país organizado por sinvergüenzas puede tener futuro. Por eso hay que impedirlo, hay que luchar por todos los medios para que la degeneración mental no se transmita a la sociedad, para que ningún degenerado, y lo digo con todas las palabras y las letras, pueda tener poder. “Corruptos a la calle”, esa es la única solución ante lo que está pasando. Es muy importante que la sociedad reaccione y por eso a mí me parece interesantísimo el surgimiento de movimientos sociales, de plataformas cívicas. Pienso, por ejemplo, en cómo determinados sectores de la sociedad se han escandalizado ante los escraches, hasta el punto de criminalizarlos. Pero, ¿no estamos sometidos a muchos más escraches políticos por la degeneración de una política anti-público, defensora de un liberalismo que no tiene ningún sentido, que se basa en la defensa de los privilegios de quienes ostentan el poder? Naturalmente que esa gente no quiere que eso sea controlado por nadie. Aquí no puedo evitar volver a repetirme: lo público es la esencia de la democracia y la cultura es la esencia de lo público y de la democracia. Por eso hay que empezar a construir desde la escuela, una escuela que tiene que ser igualitaria y pública. El dinero no puede determinar los niveles de la educación.

Es muy importante que la sociedad reaccione y por eso a mí me parece interesantísimo el surgimiento de movimientos sociales, de plataformas cívicas. Pienso, por ejemplo, en cómo determinados sectores de la sociedad se han escandalizado ante los escraches, hasta el punto de criminalizarlos. Pero, ¿no estamos sometidos a muchos más escraches políticos por la degeneración de una política anti-público, defensora de un liberalismo que no tiene ningún sentido, que se basa en la defensa de los privilegios de quienes ostentan el poder?

- Pero hace ya tiempo que la cultura está siendo vapuleada. Vivimos en los tiempos de los mercados, donde sólo vale lo que puede ser cuantificado, el espectáculo, la televisión basura…

- Sí, yo sé mucho de todo eso. Hace unos años presidí un comité [2004-2005: Consejo de Sabios, llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al poder] que pretendía iniciar una reforma de los medios de comunicación públicos, de la RTVE. Pasé diez meses de mi vida estudiando la televisión, leyendo libros en todos los idiomas sobre el tema, pero hubo quienes me criticaron porque no entendían que, dado mi papel, no tuviese una televisión en casa. ¿No basta con haber visto un solo programa basura para saber lo que es?, me preguntaba yo. Entregué diez meses de mi vida gratis, como el resto de mis compañeros, porque sentí que era mi deber y no me arrepiento de haber entregado ese tiempo, pero no han faltado quienes me han dicho que fuimos tontos por no cobrar. En esta sociedad los que no se lucran son considerados tontos, pero en realidad la gran desgracia es la obsesión por el dinero.

- ¿Crees que llegará un día en que el dinero vuelva a ocupar el lugar que le corresponde?

- Yo cada vez estoy más convencido de que la cultura es la salvación, la cultura a través de la educación, desde niños. Somos agua, aire. Sin estos elementos no puede haber tecnología, sin estos elementos adiós máquinas digitales. Somos naturaleza, pero al mismo tiempo los seres humanos inventamos otros principios fundamentales parecidos al agua, al aire, al fuego, a la tierra. Esos principios son: la justicia, el bien, la verdad, la belleza. Esos son nuestros tesoros, esa es la cultura. Ahí está el camino. Lo demás es miseria, codicia, corrupción, degeneración, la vuelta a la caverna en el sentido más siniestro de la palabra. Los políticos que no entiendan eso tendrían, si son decentes, que dejarlo, pero si son indecentes es la sociedad la que tiene que echarlos. Hay que fomentar la conciencia crítica. Todos somos filósofos. El principio, la línea primera de la metafísica de Aristóteles dice que todos los seres humanos tienden por naturaleza a entender, a saber; luego algunos leemos a Kant, pero todos queremos saber en qué consiste vivir y es la educación la que tiene que saciar esa necesidad de cultura que llevamos dentro. Yo no me canso de maravillarme ante las preguntas de mis nietas, preguntas que me recuerdan a las que me hacían mis hijos de pequeños. Es prodigiosa esa frescura innata de los niños y es una lástima que caigan en colegios donde les meten una ristra de frases hechas que los empobrece mentalmente. La educación es fundamentalísima.

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- Pese a todos los avances en el terreno de la ciencia, de la tecnología, tenemos la sensación de vivir en una época oscura. Es cierto que no podemos perder la perspectiva, que ha habido etapas de total desolación: guerras, catástrofes, pestes, hambrunas; pero, sin embargo, si hay algo que caracteriza el presente es la falta de ilusión en el futuro, la decepción, la frustración. En otros momentos, pese a la gravedad de los acontecimientos, se creía en el avance, en ir a mejor, pero ahora…. ¿Cómo lo ves?

- Yo pienso que la falta de perspectiva la tienen quienes minimizan los males del presente recurriendo al pasado y sus terrores. Hoy vivimos mucho mejor, tenemos unos adelantos médicos, técnicos, estupendos. Pero precisamente por todo eso resulta más incomprensible que no estemos mucho más avanzados en lo que atañe al fluir de las ideas, de la mente. Tenemos muchas ventajas que no teníamos en el XIX, ni a principios del XX. Nuestra situación es totalmente diferente, no vale establecer comparaciones. Yo recuerdo qué infelices, inquietos, intranquilos, podíamos estar los docentes y los estudiantes, en la época en que yo fui profesor de universidad, después de la Guerra Civil, pero estábamos llenos de ilusión, de esperanza. Sabíamos que eso no podía seguir así, que era una dictadura y que la dictadura no abría camino para nada, salvo para favorecer a una oligarquía económica o religiosa. Pero ahora, con todo el progreso alcanzado, tendríamos que tener al menos la misma  esperanza que yo tenía hace 50 años. Y no la tenemos. Ahora, en un mundo tan positivamente esperanzado en adelantos técnicos, estamos en la desesperanza, porque no sabemos hacia dónde nos lleva todo esto. Hace unos días escuchaba a un señor en una tertulia de la radio diciendo que lo único en lo que creía era en la ley de los mercados. ¿Qué ley de mercados? Que estas grandes empresas que han estado engañando, confundiendo, robando, a la gente, sean las que tengan que merecernos confianza es una barbaridad. El neoliberalismo supone el dominio de los que han tenido mejores posibilidades de educación para imponerse a los otros. No hay igualdad y por eso es detestable. La esencia de un verdadero liberalismo tendría que ser la lucha por la igualdad, que era un término técnico muy bonito, la igualdad de oportunidades, y ha quedado como una frase ahí flotando, perdida en el aire. Sin embargo, en un momento dado fue inventada. Se ve que la sentíamos como una necesidad. No. No cabe hacer comparaciones con el pasado. Esperábamos otras cosas para la época que vivimos.

- Se han frustrado las expectativas, sí. ¿Resulta demasiado utópico pensar que deberíamos estar dando el salto hacia el “bienser”, llevando los logros de las sociedades avanzadas al Tercer Mundo?

- No, para nada. Sin duda debería ser así. Pero a los gobernantes del mundo no les interesa lo que hemos logrado, prefieren instaurar la división entre dos lados: las oligarquías y las masas; el poder de la democracia oligárquica y el resto. Y lo grave es que con las educaciones que se aplican lo que se está paralizando es la libertad de pensar, la libertad de crear, de vivir. Si la gente está angustiada porque no tiene dinero, porque no tiene trabajo, sólo piensa que tiene que liberarse de eso.

- Y la angustia, las dificultades del presente, provocan un miedo que lleva a la parálisis, a la no acción.

- Sí. Ese miedo paraliza, se crean sectores que tienen miedo de los otros y eso conduce a la agresividad de la que hablaba antes y que a mí me parece muy peligrosa. Es una agresividad que se diluye, no hace falta dar golpes de Estado. En el siglo pasado hubo dos guerras feroces que empezaron en Europa. Aunque luego se universalizaron, nacieron aquí, en países que parecían tan ilustrados. Ahora sería muy triste que estuviésemos viviendo una tercera guerra soterrada, sin necesidad de cañones. Yo espero, confío, que la catástrofe se acabe parando. Me duele que los países del Norte sientan ese desprecio por el Sur. Me duele esa Europa en la que los del Norte piensan que ellos son los trabajadores, pero es que incluso algún político catalán ha llamado haraganes a los andaluces. A muchos de los primeros emigrantes, de las masas de obreros españoles que llegaban a Alemania en la posguerra, yo les di clases de alemán. Muchos eran del Sur, de Andalucía, de Extremadura, y tengo que decir que pocas veces he visto tanto talento, tanta capacidad y ganas de aprender. Esos muchachos andaluces, tan perezosos, según los estereotipos, cogían un hatillo y se marchaban a ciudades como Frankfurt, cuya sola pronunciación ya resulta terrible. A los países del Norte no les perdono el sostenimiento de esos topicazos, de esas mentiras. Pero es que ahí sigue hablando la ignorancia, igual que en la imagen de la españolita con peineta a la que me refería antes. Esos chicos a los que yo di clases de alemán tuvieron un gran mérito porque habían nacido con un no de plomo en la cabeza: no al pan, no a la cultura, y cogieron el hatillo y se fueron a Alemania y a otros países europeos. Que me hablen de la pereza andaluza, antes y ahora, es algo que me revuelve.

En el siglo pasado hubo dos guerras feroces que empezaron en Europa. Aunque luego se universalizaron, nacieron aquí, en países que parecían tan ilustrados. Ahora sería muy triste que estuviésemos viviendo una tercera guerra soterrada, sin necesidad de cañones. Yo espero, confío, que la catástrofe se acabe parando.

- ¿Hasta qué punto Europa está dando la espalda a las fuentes de su memoria, al germen de su cultura, al humillar como lo está haciendo a los pueblos del mediterráneo, a Grecia, a Italia, a España?

- No tiene sentido la lucha entre el Norte y el Sur. Yo leo bastante prensa extranjera, no todos los días, pero sí con frecuencia. Y lo que leo sobre mi país me avergüenza y me da rabia porque es injusto. Nuestro país, como decía Machado, es mucho más luminoso y clarividente de lo que se nos quiere presentar, pero, claro, tenemos una clase política de desclasados, nunca mejor dicho. Una clase política que sólo se considera a sí misma, que no fluye, que no se solidariza, que no se siente común con el resto de la sociedad. Y, por otro lado, ésta es una época muy especial. Nunca ha habido tantas posibilidades de comunicación, nunca ha habido tantas posibilidades de tener y de crear bienes.

- Pero el problema es que esas posibilidades se están utilizando para todo lo contrario, para la destrucción, por decirlo de algún modo.

- Claro que sí. Por ejemplo lo que está sucediendo con la sanidad en este país es un crimen social. Haber alcanzado lo que hemos tenido a nivel sanitario era positivísimo, pero no nos han dejado seguir disfrutándolo. Nos están inoculando el virus de la tristeza. Y lo mismo sucede en la educación. No la mejoran, la destruyen. Y ahora la nueva ley de Seguridad Ciudadana. Por todo eso hay que pedir responsabilidades. Tenemos que tener memoria. Todo eso no tendría que estar ocurriendo en el nivel de desarrollo que habíamos alcanzado. No era previsible, no lo esperábamos, no corresponde al curso temporal. El otro día veía una definición del diccionario de la Academia que se me ha quedado en la memoria, una definición de la palabra curso que me encantó: “movimiento del agua o de algún líquido que en masa continua se desplaza por un cauce”. Fíjate qué precisión, qué bonito, qué poético. Pues lo que está pasando aquí es una masa discontinua. Cuando iba fluyendo la vida, la esperanza, los bienes indudables que habíamos alcanzado, han llegado los señores controladores de esos bienes y los han querido convertir en mercancía, paralizarlos en su provecho olvidándose del resto, y esto quiere decir olvidarse de la educación, olvidarse de la ciudadanía, olvidarse de todos los logros sociales conseguidos.

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- Cada vez estamos más informados, pero, ¿realmente es así? ¿hasta qué punto tanta información nos confunde?

- Es evidente que vivimos en una sociedad muy interesante porque abunda la información. Actualmente hay más medios que nunca para comunicar, pero también para manipular, y ahí está el peligro. Las palabras, las informaciones pueden convertirse en tacos de madera que se quedan en el cerebro, que no nos permiten fluir, que nos coagulan las neuronas. La manipulación puede hacer mucho daño. Pienso, por ejemplo, en lo mucho que se habla últimamente del sacrificio y de la responsabilidad colectivas para asumir los recortes de lo público. Recuerdo que alguien dijo que la patria es el refugio de los canallas, porque muchas veces los individuos no se paran a pensar en lo que significa. Se limitan a seguir al que les empuja a defenderla sin saber qué es realmente. Y cuando no se tiene sentido crítico, cuando no ha habido sugerencias de lectura, cuando no se ha ahondado en el sentido de las palabras, es muy fácil lanzarse, caer en la agresividad.

Nos están inoculando el virus de la tristeza. Cuando iba fluyendo la vida, la esperanza, los bienes indudables que habíamos alcanzado, han llegado los señores controladores de esos bienes y los han querido convertir en mercancía, paralizarlos en su provecho olvidándose del resto, y esto quiere decir olvidarse de la educación, olvidarse de la ciudadanía, olvidarse de todos los logros sociales conseguidos.

- ¿En qué está trabajando ahora Emilio Lledó?

- En un ensayo que podría titularse “Filia. Una historia del amor y la amistad”. Llevo trabajando tanto tiempo en él que ya me da vergüenza nombrarlo. Lo tengo prácticamente hecho, pero necesito disciplinarme, aislarme para terminarlo. Yo creo que con un poco de tranquilidad, si soy avaro de mi tiempo, podría estar listo para mediados de año.

- La amistad es fundamental para alcanzar la felicidad. Eso también lo tuvo claro Epicuro.

- La historia de la amistad es una historia larguísima. Los hombres se amaron antes de que supieran qué era la justicia. El amor fue casi el primer empuje democrático, porque la amistad surgió en un ámbito familiar: los amigos eran los parientes, los que tenían la misma sangre. Eso se rompió con la democracia griega. Entonces la amistad, el amor, las relaciones afectivas se inventaron, se construyeron. Empecé a hacer una historia de todo eso y tengo una montaña de trabajo, pero me di cuenta de que hoy no cabe hacer un libro erudito de 1.000 páginas y me puse a buscar mis ideas propias, originales. Soy consciente de que se trata de un tema trillado, machacado, algunas veces genialmente estudiado por una tradición filosófica y literaria y otras cargado de vulgaridades y de tonterías. Yo no quisiera participar de las tonterías y por eso me lo he tomado con tanta exigencia.

- Sin duda es un asunto importante. No podemos vivir sin afecto, pero, sin embargo, se suelen poner otras muchas cosas por delante.

- Sin duda que es importante. Y lo es porque somos lenguaje y amor. Somos lenguaje y cariño, lenguaje y afecto. Lo que pasa es que el lenguaje tiene códigos, gramáticas, sintaxis, fonéticas, fonologías,  mientras que el amor vive su vida, sin necesidad de reglas. Hay un código básico de la amistad, eso sí, basado en la decencia, en no engañar. Eso ha quedado dicho desde la ética nicomáquea de Aristóteles, pero no hay una normativa tan clara, tan maravillosa, tan precisa y al mismo tiempo tan “fluyente” como la del lenguaje. Dejando eso al margen, lo cierto es que somos seres humanos que a través de la cultura hemos descubierto qué es el amor, qué es la amistad, y hemos descubierto la importancia de las palabras, del lenguaje, de la literatura, de la escritura. Lenguaje y afecto son dos fenómenos radical y esencialmente humanos. Están en la raíz misma de la naturaleza, también en los animales, los mamíferos. La madre de unos cachorritos los ama. No sabe que los ama, pero sigue su instinto, un instinto que está ahí, que es como un amor que nos ha enseñado la naturaleza antes de que llegáramos a reflexionar sobre su sentido.

- ¿Son estos buenos tiempos para el cultivo de la amistad, no hay demasiados intereses de por medio?

- Sí. Todo va bien cuando nos referirnos a intereses en el sentido de afinidades, de compartir los gustos, las aficiones, los pensamientos comunes con el otro. Ese es el sentido positivo del término. Desde ahí se puede llegar a un nivel de sublimación de la amistad. Hay un texto en la “Magna Moralia” de Aristóteles que dice que igual que cuando yo quiero ver mi rostro me tengo que mirar en un espejo, cuando quiero ver quién soy, qué soy, cómo me siento, para qué soy, tengo que mirarme en el rostro de un amigo, porque el amigo es el álter ego. El famoso álter ego viene de ahí. Yo estoy trabajando ahora en lo que quiere decir ese término tan bonito, tan literario, al tiempo que estoy profundizando en por qué la amistad es lo más necesario de la vida, de dónde parte esa necesidad de amistad. Pero volviendo a lo que me preguntas, a ese interés que tiene que ver con el aprovechamiento de la amistad para conseguir favores, te digo que yo a quienes así se comportan no los llamo amigos, los llamo amigantes, que tiene que ver con mangantes.

- ¿Has tenido grandes amigos? Se dice que grandes amigos, de esos que se mantienen a lo largo de toda la vida, hay muy pocos.

- Sí. Yo puedo decir que tengo dos o tres grandes amigos, que afortunadamente sé lo que es la amistad y también sé lo que es el amor. Esta necesidad que tenemos de amor es un indicio de que estamos vivos, de que la amistad es una necesidad, igual que el entenderse con las palabras y el leer.

- ¿A qué autores vuelves siempre, qué lecturas no puedes olvidar? Siempre nombras a Kant.

- Sí. A Kant lo he estudiado mucho y me sigue interesando. Vuelvo siempre a la ética nicomáquea de Aristóteles, a sus libros de Historia Natural. Y también he leído muchísima literatura. Uno de los mayores gozos que recuerdo fue leer “La montaña mágica” en alemán. Yo la había descubierto de joven en la versión española de Mario Verdaguer y confieso que me gustó mucho, pero cuando volví a ella en su lengua original, fue algo inolvidable. También te puedo citar a Rilke, a Goethe… Leo muchísima poesía. El otro día estaba repasando, por ejemplo, el “Romancero gitano” de Lorca. Resulta que coincidí con unas amigas hace poco, hablábamos del otoño y yo les recité de memoria unos versos: “El otoño vendrá con amapolas,/ uva de niebla y montes agrupados”. Una de ellas me dijo, con razón, que las amapolas no eran flor de otoño y entonces fui a comprobarlo y, efectivamente,  en vez de amapolas el poeta había escrito “caracolas”. “El otoño vendrá con caracolas”. Yo ya había hecho una explosión absurda contra la naturaleza. Una mala jugada de la memoria (risas). Podría seguir recitando otros versos del “Romancero”. No me cuesta memorizar. Y también leo mucha poesía griega, por ejemplo a Safo.

[La poesía va poniendo fin a la conversación. Lledó levanta una pequeña montaña de papeles y aparece una edición bilingüe de Kavafis. Señala que el otro día le regalaron un libro de Juan Ramón que le devolvió a sus versos y confiesa acudir mucho a Machado. Las manos vuelven a captar su atención. “El tacto, esta maravilla del cuerpo”, señala mientras se las pone delante de los ojos. Y sigue recreando los pensamientos de Aristóteles. “Un hombre piensa porque tiene manos y ama porque tiene manos. La mano es como el alma, todas las cosas. La capacidad de movilidad de la mano la  convierte en una especie de frontera móvil que nos pone en contacto con el mundo, con los otros. Pero ahora, con esto de las nuevas tecnologías, yo no veo más que dedos, deditos desplazándose sobre las pantallas de los móviles y tabletas. Yo creo que si seguimos así dentro de varios siglos tendremos un muñón afilado con un dedo”. Se ríe Lledó al decir esto último. Reímos ya en la despedida. Al salir, en la calle, me fijo en los árboles y toco sus troncos lentamente, sus asperezas, su robustez. Me prometo detenerme ante la caída de las hojas, ante los ecos, los sentidos, los latidos de las palabras. Es el efecto Lledó.]

Emilio-Lledó---9junio2014---Nacho-Goberna--©-2014-(9)

Esta entrevista -solo texto- fue publicada previamente en el número 109-110 de la revista cultural “Turia”.  “Los libros y la libertad” (RBA) es la última publicación de Emilio Lledó.

Todas las fotografías de esta publicación fueron tomadas en un paseo reciente por el parque del Retiro de Madrid, en exclusiva para “Lecturas Sumergidas”. Las firma, y son propiedad de, Nacho Goberna © 2014

Desde lecturas sumergidas os recomendamos este otro artículo sobre Emilio Lledó. Lo publicamos en nuestras páginas hace unos meses: Emilio Lledó – “Las alas del pensamiento”

Emilio LLedó - Por Nacho Goberna©2013 (4)

 

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El tiempo detenido de Patrick Modiano

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Foto-Patrick-Modiano-©-Hélie-Gallimard-COUL-3-09

Por Emma Rodríguez © 2014 / 

Este artículo parte de un deseo, el deseo de viajar a una ciudad que sólo existe en los libros, en los libros de Patrick Modiano. Una ciudad que se llama París y cuyas calles y localizaciones, incluso los números de las casas que se nombran, tienen un correlato con la realidad, pero a la que no se puede llegar utilizando los mapas convencionales ni tomando los medios de transporte al uso. Ni el tren ni el avión nos llevarán hasta allí. Será necesario dar con esos corredores temporales que se abren en la imaginación en el momento oportuno y que nos permiten arribar a esa urbe de atmósferas difuminadas, de espacios clandestinos, de orillas escurridizas y callejones secretos por los que siempre se acaban perdiendo las huellas de alguien.

Son muchos los títulos de Modiano y largo el viaje, el viaje de un hombre que nunca ha dejado de buscarse en el ayer, de ir tras el rastro de lo que conoció, de lo que soñó, en ese tiempo de ruinas que siguió a la II Guerra Mundial. Nació en 1945 en el municipio francés de Boulogne-Billancourt. Eran tiempos sombríos y siempre se sintió solo, abandonado, poco atendido por unos padres demasiado preocupados en sobrevivir, en huir de la pobreza, en escapar de la policía por diversos motivos, entre ellos los orígenes judíos del progenitor y sus trabajos en el mercado negro, muchas veces utilizando identificaciones falsas. De todo ello da cuenta el autor en una obra escueta, estremecedora, la más biográfica de las suyas, “Un pedigrí”, donde encontramos muchas de las claves de su literatura.

Me resulta difícil recordar exactamente qué libros he leído en el pasado de Modiano. Sus historias se cruzan, se confunden unas con otras, se parecen demasiado, pero, sin embargo, es imposible olvidar la manera en la que son contadas, los ritmos, las ambientaciones en penumbra, los paseos por calles solitarias, las nieblas y los silencios en la narración, los fragmentos imprecisos de paisajes, esas estancias que se dejan precipitadamente sin haber apagado la luz, esas esquinas misteriosas en las que se acecha un cierto peligro. Todo eso me esperaba en “La hierba de las noches”, la última de sus novelas publicada en nuestro país por Anagrama, una entrega en la que Modiano regresa nuevamente a una época ya ida, una época y una casa lejana en cuyo cuarto de juegos siguen esparcidas las piezas del puzzle de su vida, unas piezas que engarza una y otra vez, de distintas maneras, a la búsqueda de algo siempre huidizo, de algo que nunca le es revelado completamente, pero que le impulsa a seguir adelante, ahondando cada vez más en lo que sólo puede nombrarse con una bella y compleja palabra, enigma.

“Pues no lo soñé. A veces me sorprendo diciendo esta frase por la calle, como si oyese la voz de otro. Una voz sin matices. Nombres que me vuelven a la cabeza, algunos rostros, algunos detalles. Y nadie ya con quien hablar de ellos…” Así se abre esta historia en la que vemos a Modiano en la actualidad, dudando de la verdad de los recuerdos, escudriñando en su libreta repleta de notas para constatar que todo existió y fue cierto. Le seguimos cuando se interroga sobre las casualidades que le salen al paso, en su deambular por las calles del  barrio de su juventud donde experimenta la rara sensación de que un doble de sí mismo sigue allí, sin haber envejecido, “viviendo en los mismos detalles y hasta el final de los tiempos”, lo que él ya había vivido.

Me resulta difícil recordar exactamente qué libros he leído en el pasado de Modiano. Sus historias se cruzan, se confunden unas con otras, se parecen demasiado, pero, sin embargo, es imposible olvidar la manera en la que son contadas, los ritmos, las ambientaciones en penumbra, los paseos por calles solitarias, las nieblas y los silencios en la narración, los fragmentos imprecisos de paisajes, esas estancias que se dejan precipitadamente sin haber apagado la luz, esas esquinas misteriosas en las que se acecha un cierto peligro.

La biografía, la observación, la experiencia, la reflexión se dan la mano en esta novela en la que, sabiamente, desde un principio, el escritor nos pone sobre la pista de lo que verdaderamente le interesa: indagar sobre el concepto del tiempo. “Los domingos, sobre todo a media tarde, y si uno está solo, abren en el tiempo una brecha. Basta con colarse por ella”, nos dice, y nos habla del vértigo que acompaña a esos momentos. En realidad esta novela, muchas de las novelas de Modiano, se desarrollan a partir de ahí, en esa grieta que se abre y permite pasar al otro lado, al lado de lo ya acaecido, simplemente para apagar la luz que un día se dejó encendida o para recuperar los gestos, las voces, las presencias que fueron importantes y que se han desvanecido.

Poco importa que lo que acontece en “La hierba de las noches” responda a la biografía del autor o sea fruto de la invención, aunque sabemos que las fronteras del territorio Modiano son unas fronteras escurridizas que parten de lo conocido y se expanden hacia los campos sembrados por la recreación, por el ensueño. Ahí, en ese espacio intermedio que ha ido construyendo libro a libro, es donde nos espera, sabedor de que regresaremos tarde o temprano, alentados por ese anhelo de traspasar los bordes de lo previsible, de arribar a orillas que se escapan de lo real.

Foto-Patrick-Modiano-2007©-Hélie-Gallimard

Desde muy pronto, atraídos por los pensamientos en voz alta de quien relata, nos sentimos atrapados en el misterio que emana de la narración, atentos tanto a las aventuras del Modiano joven, de ese joven que sabía que su destino era convertirse en escritor para detener y prolongar los instantes de dicha, de dolor, de descubrimiento, como a las pesquisas presentes de quien se ha convertido en uno de los grandes nombres de las letras francesas y no es capaz de resistirse a seguir atravesando las puertas de antiguos edificios, cines y cafeterías, las mismas hasta las que se acerca su protagonista a encontrarse con Dannie, una misteriosa mujer que calla más de lo que dice y que se relaciona con personajes salidos de la clandestinidad. Personajes muy similares a los que nos encontramos en “Un pedigrí”, trasunto de los compañeros de ruta de los padres del escritor, esos seres de los que él llegaba a saber muy poco, pero cuyos gestos, comportamientos, apariciones y huidas tanto le intrigaban y despertaban su imaginación.

Hay un momento en “La hierba de las noches” en el que el protagonista y su amiga se meten en una casa de campo a la que no han sido invitados y de la que ella conserva unas llaves. Corren las cortinas para no ser descubiertos, se iluminan con la luz de una vela y él percibe eso como algo casi normal, “porque estaba acostumbrado a vivir sin la menor sensación de legitimidad, esa sensación que notan quienes han tenido padres buenos y honrados y pertenecen a un ambiente social muy concreto”. Se trata de un pasaje que, irremediablemente, nos conduce a ese tiempo inquietante, peligroso, que Modiano vivió en la adolescencia, y que es la fuente de la que emanan todas sus historias. Un trayecto en el que fue yendo de un internado a otro, en el que estuvo al cuidado de extraños, en el que se paseaba solo por las calles, en el que experimentó la pérdida de su hermano, su única fuente de afecto, y supo del poco amor que podía recibir de una madre a quien describe como “una chica bonita de corazón seco” a la que nunca pudo hacer confidencias ni pedir ayuda. Circunstancias y heridas que ha ido cerrando en gran parte gracias a la literatura, porque como revela en “Un pedigrí”, escribir le ha permitido tomar distancia, perspectiva, ser consciente de que al final lo único con lo que se ha quedado es con la oscuridad y el misterio de las cosas, con ese lado complejo e incomprensible de la existencia.

Se trata de un pasaje que, irremediablemente, nos conduce a ese tiempo inquietante, peligroso, que Modiano vivió en la adolescencia, y que es la fuente de la que emanan todas sus historias. Un trayecto en el que fue yendo de un internado a otro, en el que estuvo al cuidado de extraños, en el que se paseaba solo por las calles, en el que experimentó la pérdida de su hermano, su única fuente de afecto, y supo del poco amor que podía recibir de una madre a quien describe como “una chica bonita de corazón seco” a la que nunca pudo hacer confidencias ni pedir ayuda.

Aquí quiero abrir un inciso para recomendar a quienes quieran conocer mejor al autor de obras como “El café de la juventud perdida” o “Calle de las tiendas oscuras” esta entrega que camina en paralelo a sus ficciones y donde repasa, con una distancia sobrecogedora, su etapa de formación, esos años en los que, como dice, aún no era dueño de su propia vida y en los que posó, por primera vez, la mirada en esos  paisajes que amaría siempre, en los libros y autores que habrían de alimentar su fantasía. En su nueva novela Modiano escribe: “Ahora ya ha dejado de darme miedo la libreta negra. Me ayuda a inclinarme sobre el pasado, y esta expresión me hace sonreír”. Y, más adelante, se pregunta: “¿El pasado? No, qué va, no se trata del pasado, sino de los episodios de una vida soñada, intemporal, que le arranco, página a página, a la desabrida vida cotidiana para proporcionarle algunas sombras y algunas luces”. He aquí los planos en los que se mueve, ese territorio de desdoblamientos que despliega ante nosotros a la manera del prestidigitador que nos confunde, nos emociona y nos inquieta.

Estamos ante una novela que no es un “thriller” pero que participa de sus ambientes turbios y que cuenta con un detective, mejor, en este caso, con dos: el propio Modiano, que no cesa de investigar a su manera, y el inspector de policía que le interrogó en el pasado y al que, muchos años después, vuelve a encontrarse por azar en la calle para recibir de sus manos un informe. Estamos ante una narración que se construye con los detalles desordenados de la memoria, con los datos y escritos fragmentarios que se anotan en los diarios. “Nunca he vuelto a ver a ninguna de las personas cuyos nombres constan en las páginas de esta libreta negra…” nos confiesa el narrador, quien se presenta como un observador, como un ser curioso que escucha con mucha atención, pero que siempre parece estar en otra parte, seguramente en la literatura, en compañía de esos otros personajes surgidos de la imaginación que, como también nos dice, llegan a ser más reales para él que quienes aparecen de repente en su día a día y con la misma facilidad desaparecen y le dejan con sus sombras fugitivas.

Modiano despliega temas que en sus manos adquieren nuevos matices y utiliza un vocabulario propio, palabras que parecen hechas a su medida, pulsos y giros nada trillados. Es el suyo un estilo directo, efectivo, que llega sin rodeos, sin adornos innecesarios, al corazón de las cosas, a lo que quiere contar. Estamos ante un maestro de los “flashback” y de los silencios, de esos silencios que nos llevan a detener la lectura y pararnos a pensar, por ejemplo, en hasta qué punto siempre habrá una parte de nosotros en las calles por las que hemos transitado, en los barrios en los que hemos vivido, en las casas que hemos ido dejando atrás, en los pliegues y rupturas de nuestras vidas.

Foto-Patrick-Modiano-©-Hélie-Gallimard-COUL-1-09

Modiano tiene la capacidad de abrir ante nosotros el frasco de las sugerencias y de impregnarnos de un inconfundible aroma a nostalgia. “Por entonces era ya igual de sensible que ahora en lo tocante a las personas y a las cosas a punto de desaparecer”, nos cuenta muy avanzada ya la novela. Y también hace que nos reconozcamos en sensaciones y en experiencias que pueden ser tan simples como el hecho de cruzar de acera para huir de alguien a quien no queremos saludar, o tan complejas como percibir que lo que estamos viviendo en un momento dado ya nos ha sucedido con anterioridad.

Nada queda claro en “La hierba de las noches”. Sabemos que la policía sigue los pasos al grupo en torno a la enigmática protagonista. Sabemos que hay asuntos políticos por medio, tenemos noticia de un asesinato, pero lo importante no es desentrañar todo esto. Son otras cosas las que nos conquistan en esta novela de luces y grietas donde leemos que “por todas partes se cernía una amenaza en el aire que le daba un color particular a la vida”; que “los encuentros auténticos son los de dos personas que no saben nada una de otra, ni siquiera de noche en una habitación de hotel”, o que “evitamos descubrir los detalles demasiado íntimos de nuestra vida, por temor a que, cuando ya hayan quedado recogidos en el papel, dejen de pertenecernos”.

Los paisajes de Patrick Modiano son paisajes interiores pasados por el filtro de la imaginación. Sus calles conducen siempre al pasado y en esta novela en concreto ese viaje le saca de sus propias peripecias vitales y le lleva a encontrarse con personajes como Jeanne Duval, la actriz y bailarina de orígenes franceses y africanos que fue el gran amor de Charles Baudelaire. Hay un encuentro misterioso, una brecha temporal. Hay una investigación en torno a la Revolución Francesa y un libro que resulta esencial para entender el fondo de la novela, el lugar al que se quiere llegar. Se trata de “La eternidad por los astros”, al que el escritor se refiere como un libro de cabecera que acude a su mente un día en el que sentó en un banco del Jardín Botánico, se puso a pensar en que el tiempo se había detenido y se sintió tremendamente ingrávido y feliz al constatar que había estado recorriendo toda su vida las mismas calle, al situarse en un punto en el que ya no le era posible distinguir el pasado del presente.

Hay un encuentro misterioso, una brecha temporal. Hay una investigación en torno a la Revolución Francesa y un libro que resulta esencial para entender el fondo de la novela, el lugar al que se quiere llegar. Se trata de “La eternidad por los astros”, al que el escritor se refiere como un libro de cabecera que acude a su mente un día en el que sentó en un banco del Jardín Botánico, se puso a pensar en que el tiempo se había detenido y se sintió tremendamente ingrávido y feliz al constatar que había estado recorriendo toda su vida las mismas calle.

Escrita en 1.871 por el incendiario Louis Auguste Blanqui, un personaje que llamó la atención de escritores como Borges o Walter Benjamin, esta obra habla del tiempo, del cosmos, del infinito, anticipando en cierto modo los pensamientos del eterno retorno de Nietzsche. La vida se puede estar desarrollando paralelamente en distintos espacios temporales. Pueden existir copias infinitas de nuestro planeta más o menos perfectas; cada segundo de nuestra existencia ha podido ser, es y podrá repetirse por infinitos dobles en infinitas Tierras y lo mismo puede suceder con las narraciones, con las historias que se escriben y que pueden ser copias de otras historias. Modiano juega con todas estas ideas en “La hierba de las noches” y he ahí, en esa intuición, en esa complicidad con Blanqui, en esas teorías que tanto han alimentado las sagas narrativas de ciencia-ficción y que él desarrolla de una manera absolutamente literaria y personal, donde radica, en mi opinión, uno de los mayores atractivos de “La hierba de las noches”.

Estamos ante una novela en la que no sólo Modiano es un detective que investiga y busca claves y sentidos. Estamos en una novela que nos anima también a adoptar ese papel y seguir las pistas que el autor va dejando para nosotros en sus páginas. Aparentemente se trata de una historia sencilla, de una enigmática historia de márgenes poco definidos en la que podemos entrar como quien penetra en una pieza con tintes detectivescos. Pero se trata de una puerta falsa. Es muchísimo más que eso lo que encierra esta entrega en la que se habla de la construcción de la identidad, de la necesidad de querer a los demás sin juzgarlos, de los huecos de la memoria y del tiempo, del paso del tiempo, de los misterios del tiempo que a veces abre ante nosotros brechas, líneas de fuga.

Foto-Patrick-Modiano-©-Hélie-Gallimard-COUL-2-09

- “Las hierbas de la noche” ha sido publicado por Anagrama, la editorial española del escritor francés, en cuyo catálogo encontramos también “Un pedigrí”. La traducción de ambos ha corrido a cargo de María Teresa Gallego Urrutia.

-Las fotografías las firma Catherine Hélie / Éditions Gallimard.

 

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Archivado en: De Literatura, Los Libros, Nº15 / Junio 2014

Escenas con fondo de mar Cantábrico

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Por Emma Rodríguez © 2014 /

Quiere abrirse esta Ventana a los espacios extendidos, a los horizontes amplios, a los caminos que nunca acaban y en los que siempre aguardan sorpresas. Quiere abrirse esta Ventana al aire fresco y al azul de los cielos limpios y del mar. Me pregunto si será porque es verano, porque estoy inundada aún por las historias de tantos paseantes que han sabido apreciar el sabor de los frutos elementales de la existencia, los verdaderos frutos. Será porque he pisado la arena y me he sumergido en el agua salada después de meses y meses de asfalto. Y no ha sido mi océano Atlántico, sino el Cantábrico. Días nada aburridos climatológicamente, días atravesados de claros y oscuros: “Nubosidad variable”, que decía Carmen Martín Gaite, a la que volveré más adelante.

Es cierto que los vientos y los climas influyen en los estados de ánimo. Y también lo es que nuestra alegría o tristeza es capaz de cambiar el color de los despertares. Le doy la razón en todo esto a Karl Gottlob Schelle. Os invito a que visitéis la página dedicada a los paseantes donde, entre otros muchos se habla de este caballero que vivió el paso del siglo XVIII al XIX y que supo cuánto se estimula la imaginación y cuánto se siente la armonía de todos los elementos cuando se emprende el camino. Le doy la razón al filósofo germano, autor de “El arte de pasear”. He vuelto a visitar estos días pasados Donosti. Una breve escapada, suficiente para poner distancia con la urbe y volver a tomar el pulso de una ciudad bellísima, que siempre me parece salida de las páginas de un cuento. He disfrutado de la playa y del sol tímido del Norte y he ido con mis libros a cuestas, con historias que para mí ya siempre quedarán asociadas a localizaciones concretas, a escenas que permanecerán fijadas en la memoria con su carga de imágenes, de evocaciones, de anotaciones y pensamientos al margen.

¿Quién no asocia un determinado espacio, un viaje, un país concreto, a una lectura? Os confieso que me gusta visitar lugares que estimulen en mí el sueño de que sería posible quedarme a vivir en ellos. Os confieso que uno de mis mayores placeres cuando llego a un entorno nuevo es encontrar ese café con ventana abierta por la que poder atisbar al exterior, esa terraza, ese banco en medio del paseo marítimo, ese mirador casi secreto, entre árboles. Son sitios hermosos, apacibles, sitios en los que me siento cómoda con un libro en las manos: leyendo, imaginando, dejándome llevar por el fluir de otras vidas, por el pulso de ritmos y voces ajenas, de relatos capaces de conmoverme. No uso coche y tal vez por eso soy una viajera que se para, que se detiene, que se queda para volver sobre sus pasos y notar cómo cambian los paisajes con la luz que se proyecta sobre ellos, siempre distinta. Sé que no soy la única a la que le pasa esto, que he de encontrar muchos cómplices que experimentan las mismas sensaciones. Pero no quiero alargarme con más divagaciones. Toca ahora repasar el álbum de fotos y dar cuenta de esos libros que me han acompañado y que, tal vez, alguno de  vosotros abrirá en otra playa, en otro mes, en otra larga tarde de este o de cualquier verano.

He vuelto a visitar Donosti. Una breve escapada, suficiente para tomar distancia y volver a tomar el pulso de una ciudad bellísima, que siempre me parece salida de las páginas de un cuento. He disfrutado de la playa y del sol tímido del Norte y he ido con mis libros a cuestas, con historias que para mí ya siempre quedarán asociadas a localizaciones concretas, a escenas que permanecerán fijadas en la memoria con su carga de imágenes, de evocaciones, de anotaciones y pensamientos al margen.

 

Cartarescu mirando a la Bahía

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Pensé que era una bonita casualidad leer al escritor rumano en San Sebastián, poco después de que él hubiera estado allí para recibir el Premio Euskadi de Plata que le concedieron los libreros de Guipúzcoa por “Las bellas extranjeras”, una obra que me ha sorprendido porque nada tiene que ver con su maravillosa “Nostalgia”, cautivadora, hipnótica  narración cargada de fuerza, de fantasía, de originalidad. No quiere esto decir que no me haya gustado esta nueva entrega publicada por Impedimenta, su editorial española. Para nada. Todo lo contrario. Simplemente me ha sorprendido el cambio de registro, el modo en el que el autor hace uso de la ironía, del humor, del tono autobiográfico. Su invitación a entrar en una estancia diferente de su fecundo territorio, el territorio Cartarescu.

Este es un libro divertido, sincero, desmitificador, sobre el mundo literario, sobre todo lo que acontece más allá del escritorio, de la soledad, cuando el creador ha de entablar relación con el resto del mundo, promocionar su obra, dar conferencias, conceder entrevistas, mantener encuentros, recitar en público, emprender viajes en compañía de colegas, amigos, enemigos… Ser escritor no tiene nada que ver con el “glamour” que se vende en ocasiones y sí, bastante, con el, esfuerzo y el talento mal valorados y retribuidos; también con la animadversión, la enemistad, la envidia de quienes no aceptan que un miembro de la misma generación, un autor de la misma lengua, sea más leído o traducido. Cartarescu es capaz de ironizar sobre todas esas circunstancias y lo que es más inusual, de trazar su propio autorretrato caricaturesco.

Apreciamos como lectores el juego entre la realidad y la ficción, el gran juego de la literatura. Sabemos que Cartarescu nos está hablando sobre sí mismo y sus circunstancias, pero sabemos también que mucho de lo que cuenta está forzado, llevado a los extremos, como si objetos y situaciones se hubieran puesto ante un espejo deformante. Él mismo explica su intención en una breve nota que sirve de prólogo a las tres narraciones, partes, que constituyen el libro. Las tres historias que siguen nacen de situaciones y personajes reales. SIn embargo, son una obra de ficción en mayor medida de lo que parecen. Al que me acuse de haber adornado los hechos no le diré aquello de que “se ocupe de sus asuntos”, sino que reconoceré con una leve sonrisa en los labios, que así ha sido. Los he maquillado un poco aquí y allá, los he derivado sutilmente hacia lo cómico, lo burlesco, a veces incluso lo grotesco, pero siempre sin ánimo de causar daño a nadie. Me he divertido un poco a cuenta de algunos que sin duda se reconocerán aquí (…) pero también, en la misma medida, a cuenta de mí mismo”.

“Las bellas extranjeras” es un libro divertido, sincero, desmitificador, sobre el mundo literario, sobre todo lo que acontece más allá del escritorio, de la soledad, cuando el creador ha de entablar relación con el resto del mundo. Ser escritor no tiene nada que ver con el “glamour” y sí, mucho, con la animadversión, la enemistad, la envidia de quienes no aceptan que un miembro de su misma generación, un autor de la misma lengua sea más leído o traducido.

En esta nueva estancia, vertiente de Cartarescu, hay una pieza, la que abre el volumen, por la que siento predilección. Se trata de “Ántrax”, un homenaje a Kafka aderezado con la maestría del autor de “El ruletista”. La situación no puede ser más graciosa, pero en su comicidad hay algo de pesadilla. Vemos al escritor en el momento en que recibe un sobre que le llega de Dinamarca y que ya le extraña porque “aparte de Hamlet”, dice, “no conocía a ningún otro danés”. Algo le hace sospechar que contiene “ántrax”  y ha partir de ahí se destapa un proceso de paranoia que acabará con el tímido Cartarescu, acompañado de su mujer, en unas estrambóticas dependencias de policía donde todo se desenvuelve de una manera muy poco profesional.

Las sombras del pasado comunista, con el típico retorcimiento eufemístico del lenguaje, la turbiedad de los escenarios, la presencia de funcionarios acostumbrados a moverse entre papeles y declaraciones intimidatorias, planean todo el tiempo sobre esta historia en la que el autor se convierte en su personaje, algo común a las otras dos que la acompañan: “Las Bellas Extranjeras” y “El viaje del hambre”.

En la que da título al volumen asistimos a un viaje de Cartarescu y de otros escritores rumanos a distintos lugares de Francia para promocionar las letras de su país. Leen sus poemas en distintos escenarios, son agasajados con cenas pantagruélicas y rocambolescas; se convierten en protagonistas de programas y de documentales que inciden en los tópicos del país de Drácula y demás. No podemos dejar de reír con las situaciones a las que se han de enfrentar. Cartarescu aplica su mirada observadora, irónica, a todo lo que rodea a la carrera literaria. Se detiene ante temas tan fundamentales como el de la traducción, sus interpretaciones y errores,  su capacidad para actuar sobre los textos, para modificarlos. Y también dedica páginas memorables a hablar de París (“París no es una acumulación de edificios, sino un estado del espíritu”, comenta) y de su propia generación; de los sueños de un joven grupo de poetas que soñaron con emular a los Beatles con sus versos en una Rumanía gris y cerrada, de bloques de hormigón y “gente enloquecida por el hambre y el frío”.

En la tercera y última parte vemos precisamente al Cartarescu más joven, cuando tenía 28 años, vivía en un apartamento sin ningún ángulo recto y pasaba hambre. De nuevo hay un viaje a un pueblo cercano a Bucarest, donde le invitan a leer sus versos. Un viaje miserable en el que llega a tener una visión, un sueño, que nos remite a sus grandes obras. Hay mucho humor, pero también mucha reflexión en este libro que es mucho más profundo de lo que pudiera parecer y que resulta necesario para todo el que quiera acceder a las claves de Cartarescu, a sus ideas sobre la literatura, sobre la crítica, sobre la imagen que tiene de sí mismo y de los demás. “He vivido todo lo que se puede vivir, e incluso lo que no se puede, en el espacio protector de la imaginación”, nos dice en un momento dado. “Nadie sale indemne de su propia vida. Todos llevamos encima los traumas, la infelicidad, las ofensas, los fracasos, las injusticias, la adversidad de los demás”, señala en otra ocasión. Fui subrayando todos estos hallazgos con la Bahía de fondo. No pude evitar leer en voz alta, a mi compañero de viaje, algunas de las escenas más jocosas. Riendo juntos, cerca del mar.

 

“La paz de los vencidos” en la playa, recordando las islas

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Hacía tiempo que me apetecía leer “La paz de los vencidos”, de Jorge Eduardo Benavides, novela ganadora del XII Premio Julio Ramón Ribeyro y publicada por Nocturna, una de esas editoriales independientes, osadas, que tanto admiro. Sabía que la novela transcurría en Tenerife y tenía curiosidad, tal vez deseos, de regresar a mi isla a través de la mirada de alguien ajeno, capaz de recrear literariamente una geografía amada y conocida. En un mar diferente, en el Cantábrico, añoré ese trocito de océano de la infancia al que volveré pronto, como todos los veranos. Y me sumergí en otras olas, las de la ficción, capaces igualmente de elevarnos, de hacernos caer y de llevarnos de vuelta a la orilla. Como en el caso de “Las Bellas extranjeras”, de nuevo me encontré con un libro que partía del yo, en este caso un yo novelado.

Benavides (Perú, 1964) opta por una narración que sigue las pautas del diario, de las anotaciones al pie de lo acontecido, para contarnos una historia de ruptura y de soledad, uno de esos períodos de la vida en los que estamos de mudanza, en los que nos sentimos náufragos y buscamos algún lugar firme para recuperarnos, para poder reconstruir las piezas de la identidad fragmentada. El protagonista no nos puede resultar más cercano, un inmigrante peruano en Tenerife, un hombre sensible, que escribe, que observa y practica la amistad al tiempo que ha de ganarse la vida trabajando en un salón de máquinas tragaperras.

Benavides (Perú, 1964) opta por una narración que sigue las pautas del diario, de las anotaciones al pie de lo vivido, para contarnos una historia de ruptura y de soledad, uno de esos períodos de la vida en los que estamos de mudanza, en los que nos sentimos náufragos y buscamos algún lugar firme para recuperarnos, para poder reconstruir las piezas de la identidad fragmentada.

La acción transcurre en Santa Cruz, La Laguna, La Orotava, en bares y calles tan reconocibles para mí. El autor logra transmitir esa sensación de aislamiento, de espacios abiertos al mar y al mismo tiempo cerrados en sí mismos, como en una concha, doble condición de toda isla, y retrata el discurrir provinciano con sus agradables rutinas y sus miserias, la contraposición entre los ambientes de abuso en el trabajo y los círculos literarios con sus vanidades y su juego de apariencia y falsedad. Hay en la entrega derrota y desconsuelo, pero también brotes de esperanza, por ejemplo el encuentro entre el personaje central y un viejo profesor gallego, varado también en la capital tinerfeña, que vive en una pobre pensión y sigue dando clases de matemáticas a esporádicos alumnos en un aula-café improvisada.

El amor, el engaño, la decepción, el fracaso y la necesidad de la escritura como medio de autoconocimiento y medidor de perspectivas. “¿A qué carajo tanto reparo para ventilar ciertas cosas, para escribir sin que el pulso tiemble, todo lo que tácitamente convine en escribir?, se pregunta el narrador. “Escribir (escribirme) es avanzar por un campo minado; yo que pensé que era un alivio, un consuelo, una forma mínima y decente de entablar pequeñas charlas conmigo mismo y no: soy mi propio acoso, me busco y ausculto las secretas excrecencias de la rutina, pero siempre con la espantosa impresión de que no estoy terminando de decirme ciertas cosas, de que no soy ni seré capaz de hacerlo”, sigue reflexionando. Y concluye: “Me siento como esos exiliados (…) que no hayan consuelo en ningún lugar porque en el fndo no han roto amarras con lo único con lo que nos es imposible romper: con nosotros mismos”.

Benavides novela, teoriza, reflexiona, para hablarnos, en el fondo, de un proceso de construcción, de cómo se va construyendo un lugar en el que habitar una temporada o para siempre. Y nos dice mucho acerca de la provisionalidad, de los vacíos y de esos paréntesis de la vida que tanto nos hacen crecer. “La paz de los vencidos” es una novela sobre llegadas y partidas, sobre lo que se gana y lo que se pierde, sobre los amigos que se alejan y los que, sin previo aviso, llaman a la puerta y se instalan confortablemente en un hueco del corazón. Merece la pena remar en el barco que es esta novela y seguir el rastro de su autor.

 

“Un lugar llamado Carmen Martín Gaite” con vistas al azul.

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Inmersa en lecturas que transitan por los alrededores del yo, de lo biográfico, empecé a recorrer las páginas de “Un lugar llamado Carmen Martín Gaite”, un libro coral, coordinado por los profesores e investigadores José Teruel y Carmen Valcárcel, resultado de las ponencias de un congreso celebrado en 2013, a algunas de cuyas jornadas asistí. Alentada por el recuerdo de las intervenciones que hacían referencia al modo en que la autora de “Entre visillos” utilizó siempre, de una manera u otra, los materiales de su propia vida, para tejer sus ficciones, llegué al texto de Maria Vittoria Calvi, una de las grandes especialistas en la obra de Martín Gaite.

Calvi habla de la tendencia a narrarse uno mismo como “propia de nuestro tiempo”. Nos dice que dicha tendencia no solo se ve en la literatura, sino también en diversos géneros no literarios como el blog, “dispositivo autobiográfico al alcance de cualquier internauta”, donde “el yo narrador encuentra un lugar para la construcción identitaria, para realizar una composición de imagen aunque sea provisional dentro de un mundo que siguiendo a Zygmunt Bauman, se nos presenta como cada vez más líquido…”

Recuerdo ahora que el día de su conferencia, la profesora italiana dijo algo así como que “de vivir hoy Carmen Martín Gaite habría sido una activa bloguera” y me detengo ante lo que la propia autora escribió: “Si bien se mira, todo es narración. Desde la infancia nos vamos configurando al mismo tiempo como emisores y receptores de historias, y ambas funciones son estrechamente interdependientes, hasta tal punto que nunca un buen narrador creo que deje de tener sus cimientos en un niño curioso, ávido de recoger y de interpretar las historias escuchadas y entrevistas…”

Recuerdo ahora que el día de su conferencia, la profesora italiana Maria Vittoria Calvi dijo algo así como que “de vivir hoy Carmen Martín Gaite habría sido una activa bloguera” y me detengo ante lo que la propia autora escribió: “Si bien se mira, todo es narración. Desde la infancia nos vamos configurando al mismo tiempo como emisores y receptores de historias…”

Interesantísimo este texto de Calvi que me llevó a ver a Carmen Martín Gaite en sus viajes, en sus lugares de paso, en hoteles y moradas provisionales que tanto la ayudaban a tomar distancia para observar su vida y observarse a sí misma. Carmen Martín Gaite con sus libretas de apuntes a cuestas, asomada a balcones desde los que mirar al exterior, asomada a sus propios pasadizos solitarios. También yo encontré un lugar idóneo, un mirador con vistas al azul del mar en el monte Urgull, camino al cementerio de los ingleses, un lugar absolutamente literario para recorrer los territorios de la escritora de la mano de quienes tanto la han estudiado, para evocar sus lecturas y percibir, una vez más, la frescura de su mirada, su absoluta modernidad y vigencia.

Son muchos los autores que merodean en este libro tan revelador en torno a Martín Gaite que, además, se acompaña de fotos inéditas. Hay estudiosos como José Carlos-Mainer, Roberta Johnson, John L. Brown, José María Pozuelo Yvancos… Y escritores como Rafael Chirbes, Belén Gopegui, Manuel Longares y Carme Riera, en su doble condición de catedrática y creadora. Entre todos, sobre el papel, han dibujado un retrato de los múltiples rostros de una mujer de fuerte personalidad que supo mirar al mundo con espíritu abierto. Recomiendo esta lectura a todos los que amen a la escritora y vuelvo a recomendar, una vez más, seguir leyéndola, descubriéndola.

 

Entre sirenas en El Gros

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“Sirenas. Seducciones y metamorfosis” es el título de un ensayo de Carlos García Gual que acaba de publicar Turner. ¿Se os ocurre título más idóneo para pasar las largas tardes veraniegas? Cargado de Historia y de literatura, mucha literatura, de ritmo de olas y de  embarcaciones y navegantes legendarios, que han de resistir a todo tipo de tentaciones si quieren arribar a buen puerto, este evocador y sugerente recorrido nos hace soñar con cuentos y tiene un indudable sabor a sal y a infancia.

La sirena, vamos leyendo “es un ser entre dos mundos -la tierra, el mar, la vida y la muerte, este mundo y el otro, el mundo celeste y el submarino-. Emblema fúnebre, se yergue, a modo de esfinge silenciosa, sobre tumbas y se dibuja en las estelas, guardiana enigmática en el umbral del viaje al otro mundo”.

Es bellísima la edición de esta obra, que se acompaña con ilustraciones sobre sirenas de toda clase y condición. Es hermosa la manera en la que García Gual, escritor, crítico, traductor y catedrático de Filología griega, nos sumerge en un territorio mítico, que permanece dormido al fondo de la memoria y que tanto nos dice de nuestra cultura en torno a mares y océanos. Las sirenas atrapan y arrastran, no con garras (como sus horribles primas, las arpías), sino con su canto meloso, sugestivo. Ejercen una  irresistible fascinación a través de sus melodías y promesas (…) La seducción de las sirenas estriba en su promesa de gozar a su vera de exquisitos placeres, oyendo sus cantos y saboreando los idílicos encantos que dispensan, olvidando en sus arrullos el penoso navegar…”  Recuerdo mientras transcribo estos párrafos el efecto de una lectura tan embriagadora mientras se tiene la oportunidad de levantar la vista de las páginas y mirar una playa como la del Gros, ya desierta, sin gente ni tablas de surf, sólo con gaviotas, mientras la tarde se va oscureciendo y dando paso a la tormenta.

Es bellísima la edición de esta obra, que se acompaña con ilustraciones sobre sirenas de toda clase y condición. Es hermosa la manera en la que García Gual, escritor, crítico, traductor y catedrático de Filología griega, nos sumerge en un territorio mítico, que permace dormido al fondo de la memoria y que tanto nos dice de nuestra cultura en torno a mares y oceános.

El autor de esta entrega mágica define la ruta de las sirenas como “una intrigante historia, de múltiples ecos poéticos y pictóricos”. Nos invita a emprender el viaje de la “Odisea” con Ulises como patrón y nos permite, entre otras muchas cosas, adentrarnos en los secretos de los argonautas, que también, como nuestro héroe, “lograron escapar a su vez de los hechizos melódicos de las pérfidas y atractivas cantoras gracias a que con ellos viajaba otro músico formidable, Orfeo. El volumen, abierto a la poesía y a la interpretación, se convierte en toda una tentación en sí mismo y nos dice mucho acerca de todo lo que, con falsas apariencias, en este presente confuso, nos aleja de lo que de verdad es importante e imprescindible.

 

 Nota final. Los caminos y El Peine del Viento

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No quiero cerrar esta Ventana sin otra recomendación, la exposición de Eduardo Chillida en El Kursaal, bajo el lema “Bideak / Caminos”. Nuevamente el camino en este número de “Lecturas Sumergidas”. El camino como hilo conductor, como ideal, como mirada al frente. La muestra, que permanecerá abierta hasta el 28 de septiembre, indaga en las rutas, las direcciones, que siguió el escultor vasco a través de su trabajo, poniendo de relevancia “el concepto de camino, tanto formal y estéticamente como conceptualmente”, un tema que curiosamente, como bien se indica en el texto explicativo de la muestra, ha sido raramente tratado en los diferentes análisis de su obra.

Las huellas, las texturas, las escalas, los espacios de Chillida se aprecian en un gran número de piezas, de dibujos, de bocetos. Intimidad y abrazo al exterior se dan la mano. Esculturas con forma de casas, de refugios, se acompañan de extrañas estructuras, sólidas o ingrávidas, que parecen dialogar sobre los secretos de todo lo que nos rodea. Hombre y naturaleza mano a mano. Lo terreno y lo sagrado. La invitación, siempre la invitación a caminar, a caminar sin rumbo, a la deriva.

Caminemos, pues, hacia el Peine del Viento. Ese lugar desde el que soñar con sirenas y con lejanías. “El Peine del Viento recibe sin descanso las olas y los vientos frente al horizonte inalcanzable”, nos dijo Chillida, quien tenía elegido el lugar en el que habría de situar una de sus más hermosas y emblemáticas esculturas mucho antes de realizarla, desde 1952. “Era un espacio que ya había ocupado espiritualmente, que me fascinaba”, recojo aquí sus palabras. Y cierro los ojos para volver a percibir, ya en la ciudad, la dicha del aire en el rostro y la imagen del mar rompiendo.

Los libros de los que se habla en esta Ventana son: “Las bellas extranjeras”, de Mircea Cartarescu, traducido por Marian Ochoa de Eribe y editado por Impedimenta. “La paz de los vencidos”, de Jorge Eduardo Benavides (Nocturna Ediciones). “Un lugar llamado Carmen Martín Gaite”, obra colectiva, con edición a cargo de José Teruel y Carmen Valcárcel, en Siruela. Y “Sirenas. Seducciones y metamorfosis”, de Carlos García Gual, publicada por Turner.

Todas las fotografías fueron tomadas por Nacho Goberna©2014 en su ciudad natal, Donosti.

 

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Archivado en: De Diarios, Nº16 / Julio-Agosto 2014, Una Ventana Propia

Andrés Neuman: “Borges puede ser vampirizante”

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Por Emma Rodríguez © 2014 /

Un ahogado es “un inconsciente del mar”. Un bloguero: “un ocioso atareadísimo”. Un anciano: “un joven que ha tenido paciencia” y un presidente: “un individuo elegido entre los diversos candidatos que no representan a sus electores”. Se trata de algunas de las definiciones incluidas en “Barbarismos”, el irreverente, osado, original, actualísimo y personal diccionario de Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977). El escritor define “asombro” con dos acepciones: “Comprensión más profunda de lo mismo” o “facultad para ver las últimas cosas por primera vez”. También hace una doble interpretación de “español”: “ciudadano de España más o menos a su pesar” e “idioma que le queda grande a España”. Ofrece dos significados para el término “capitalismo”, que, por una parte considera un “juego de azar donde se sabe de antemano quiénes pierden” y, por otra, el “único camino posible hacia ninguna parte”. E interpreta a la izquierda de dos formas: como una “ideología política que parece irreconocible hasta que gobierna la derecha” o como la asunción de un “sentido crítico con tendencia a atentar contra sí mismo”.

El inquieto, creativo y polifacético autor argentino, considera el feminismo como “la liberación de ambos sexos en nombre de la mujer”; señala que Internet es “un éter superpoblado”, y “tuit” un “telegrama de Narciso” y no duda en calificar al novelista como un “individuo capaz de recrear todos los sentimientos humanos e incapaz de tolerar ninguno de ellos”, lo que demuestra su capacidad para aplicar la ironía a lo que más conoce. Podríamos seguir tirando del hilo de las definiciones que conforman este libro inusual que nos lleva a detenernos en palabra tan asimiladas, tan teñidas de rutina, que el simple revés, la mera sacudida a sus significados, el trato ligero, inusual, nos las devuelve como recién nacidas, como si las escucháramos y procediéramos a usarlas por primera vez.

Las distintas definiciones que se han dado en los distintos manuales a barbarismo, y que son repasadas por el escritor José María Merino en el prólogo, coinciden en el desorden, lo impropio y lo imprudente. Neuman se refiere a la entrega como “un libro lenguaraz y de amor desesperado a las palabras” y reconoce que, entre sus motivaciones a la hora de escribirlo, estaba el deseo de restar algo de solemnidad a esos volúmenes sabios en los que habita la lengua con todas sus vertientes, posibilidades y tesoros. “El mal uso en la escuela, la función didáctica, ha enturbiado la naturaleza dinámica, valiente y atrevida de los diccionarios”, señala, convencido de que es posible acercarse a ellos como libros disfrutables, aunando placer, risa y reflexión, recorriendo sus páginas con una actitud juguetona y apasionada. “Te puedes divertir, sorprender y hasta ofender repasando las distintas acepciones de los vocablos”, sostiene.

El inquieto, creativo y polifacético autor argentino, considera el feminismo como “la liberación de ambos sexos en nombre de la mujer”; señala que Internet es “un éter superpoblado”, y “tuit” un “telegrama de Narciso” y no duda en calificar al novelista como un “individuo capaz de recrear todos los sentimientos humanos e incapaz de tolerar ninguno de ellos”, lo que demuestra su capacidad para aplicar la ironía a lo que más conoce.

- ¿Hasta qué punto “Barbarismos” es un diccionario a la medida de Andrés Neuman? ¿Las palabras que utilizamos y amamos nos acaban retratando?

- En un principio no pensé en absoluto en componer un diccionario personal. Mi pretensión fue compartir con los demás determinadas palabras y, a través de ellas, conflictos, diversiones, dolores, pero inevitablemente al elegirlas lo autobiográfico se fue colando en el libro sin querer, de una manera sincera, honesta, sin impostura de ningún tipo, ya que para nada estaba intentando contar mi historia. A medida que avanzaba me fui dando cuenta de que aparecían palabras que consideraba amigas, que eran mis favoritas, y otras a las que odiaba y veía como enemigas.

- ¿Puedes dar algún ejemplo?

- Todavía no he llegado a analizar esto del todo, aunque soy consciente de ello. Tal vez prefiera no revelarlas porque han aparecido de un modo subterráneo, imprevisto, inevitable, y no deseo que pierdan ese misterio, pero, por ejemplo, te puedo decir que “violín” es una palabra muy querida, muy importante para mí. Mi madre era violinista y no hay instrumento más obsesivo que el violín.

- ¿Y en qué medida esta entrega es un ejercicio de rebeldía ante el permanente secuestro, encarcelamiento, a que son sometidas las palabras? Me refiero al lenguaje político, económico, al de los medios de comunicación…

- La idea era desautomatizar ciertos hábitos de ocultación de los significados, desvestir ciertos eufemismos, delatar ciertas correcciones políticas que humillan el sentido de las palabras. Hoy el ciudadano es humillado lingüísticamente de forma permanente. La crisis económica y del modelo democrático está llevando esa humillación, esa manipulación de fondo y forma hasta los extremos. No te despiden sino que te reajustan. No te bajan el sueldo sino que revalúan tu salario. No se llevan a cabo recortes sino reformas necesarias. Cuando se privatiza lo público y se alteran los derechos adquiridos se va desmantelando todo en el terreno material y se va suavizando en el ámbito del lenguaje. Y en el fondo de este libro hay un deseo de desobedecer esa norma del disimulo respecto de la violencia de ciertos significados y de hacerlo con sentido del humor, no de un modo panfletario ni recurriendo al chiste, sino a través del humor como modo de protesta.

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- ¿Cada época tiene sus palabras de referencia?

- Así es. Cada época tiene sus palabras  y su manera de definir las palabras de siempre. Hay vocablos que están en la urgencia diaria, caso de Europa o democracia, cuyo sentido no es el mismo ahora que hace diez años. Mi intención ha sido definir de manera actual y jocosa términos de carácter atemporal, jugar a nombrar lo conocido de manera ingenua, nueva, y acercarme a palabras que acaban de nacer, caso de “tuit” o “wifi” con una perspectiva más histórica. He tratado de mirar con distancia a lo inmediato como si se tratara de un objeto remotísimo.

- Hay algunas palabras que han perdido su frescura de tanto usarlas y otras que no circulan, que no están en la onda y que precisamente por eso nos avergüenza utilizar. Es el caso de bondad, de felicidad, incluso.

- En esto tiene mucho que ver el cinismo reiterado sobre ciertas conductas y modos de ser. Hay casos muy interesantes. La palabra felicidad, en inglés “happy”, un término que se utiliza para todo, es una palabra de la que se ha apropiado el capitalismo, que la asocia repetidamente con la compraventa de emociones. Su carácter espiritual ha quedado solapado por lo material. Y por eso fue una palabra que me costó definir, que me parecía peligrosa. Al final opté por uno de los pocos enfoques que me parecía razonable, el del misterio, la asociación con la mítica Ítaca del poema de Kavafis; la utopía como felicidad, no como misión ni como punto de llegada [Neuman define felicidad del siguiente modo: “Elevación de la supervivencia” y “Misterio cuyo hallazgo depende de su falta de búsqueda”].

Cada época tiene sus palabras  y su manera de definir las palabras de siempre. Hay vocablos que están en la urgencia diaria, caso de Europa o democracia, cuyo sentido no es el mismo ahora que hace diez años. Mi intención ha sido definir de manera actual y jocosa términos de carácter atemporal, jugar a nombrar lo conocido de manera ingenua, nueva, y acercarme a palabras que acaban de nacer, caso de “tuit” o “wifi” con una perspectiva más histórica.

- ¿Algunas otras palabras que te resultaron especialmente difíciles?

- Pues están esas palabras con las que se nos suele llenar la boca y que están cargadas de significados, caso de sexo o de pene. Esta última nos remite al patriarcado, a lo antropológico, a conflictos culturales. Y algo similar sucede con el término maternidad, dado a infinidad de usos, trampas, santificaciones y abusos. Junto a estos casos también me encontré con otros que me resultaban íntimamente dolorosos. Y aquí volvemos a lo biográfico. Un ejemplo claro es la alusión a cáncer, un vocablo odioso, pero fundamental, porque nombrarlo, definirlo, es el punto de partida para empezar a afrontar el duelo.

- En la serie de palabras que se incluyen en “Barbarismos” y que retratan el presente se echa en falta “casta”, uno de esos términos que se han rescatado del diccionario y se han puesto de moda.

- Bueno, es una palabra muy de última hora. No llegué a tiempo. Yo veo en ella un cierto conflicto. No estoy muy seguro de que sea un buen hallazgo, porque tradicionalmente ha tenido, además de su uso para referirse a las élites, una acepción de elogio  y se ha empleado mucho en el campo deportivo con sentido positivo. Pero, indudablemente, resulta muy interesante la recuperación de términos como éste, que se encontraban en el fondo del diccionario y que, de repente, se ponen de moda, ocupan el primer plano de la actualidad, se cargan de fuerza y son usados reiteradamente por todos. Ahí también tenemos el verbo decidir, que nunca había sido tan empleado. Ahora se reclama el derecho a decidirlo todo. Vaticino que acabará muy manoseado.

- Siendo una obra única en tu trayectoria, también es una especie de mezcla de distintos registros creativos. José María Merino dice en el prólogo: “En bastantes ocasiones, el autor abandona la concisión que parece norma habitual de su trabajo, para presentar breves composiciones cargadas de posibilidades narrativas”.

- Puede decirse que sí, que he reunido en este libro varios procedimientos de escritura. Aquí está la síntesis conceptual aforística, pero también se aprecian en las definiciones esos recursos de ritmo que las acercan a la poesía y el toque narrativo del microrrelato. Lo que sucede con los diccionarios es que existe un desfase entre lo académico y lo apasionante. Esto me recuerda lo que dice Juan Rodolfo Wilcock en su “Sinagoga de los iconoclastas”: que los diccionarios no están bien escritos porque los lectores nunca los terminan. A partir de ahí se me ocurre que se podría desarrollar una narración, de entrada en entrada, de la “a” a la “z”. Pero ese es otro desafío.

Andrés Neuman pasa la mitad del año viajando y por eso los aeropuertos y los vestíbulos de los hoteles son para él lugares de paso en los que llega a sentirse como en casa. Busca un rincón alejado del ruido, un sillón cómodo, a ser posible, y se instala allí con su ordenador portátil y siempre con un libro a mano, en cuyas páginas se sumerge, no sin antes hacer acopio de un lápiz con el que poder subrayar, en su caso, un requisito fundamental. Las fotos que acompañan esta entrevista, realizadas recientemente por Karina Beltrán en el Hotel Convención de Madrid, no pueden ser más descriptivas. El escritor estaba leyendo en esos momentos “El sueño imperativo”, de John Ruskin, una antología que reúne distintos pasajes de la obra de este autor victoriano sobre la naturaleza, la arquitectura, el arte, la sociedad. “Me está encantando. Es lo primero que leo de él y me está está llevando a revisar mis lecturas sobre arte y sociedad. Es un volumen muy hermoso, contiene unas ideas reveladoras y unas frases verdaderamente clarividentes que no me canso de subrayar”, señala mostrando el libro. Efectivamente, no miente.

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- ¿Siempre has leído así, con ese afán de intervenir? ¿Qué autorretrato hace Andrés Neuman de sí mismo como lector?

- Para mí es imposible leer sin un lápiz, sin un bolígrafo a mano. Me pongo muy nervioso. Tengo la necesidad de intervenir en el texto, de dialogar con él, de apropiármelo, en cierto modo. Anotar, subrayar, es también una manera de reescribir, de enriquecer el texto. Como lector soy irregular, desordenado y cambiante. Cuando me obsesiono con algo, con un autor, con un tema determinado, me vuelco completamente en ello. Es como si experimentara una especie de enamoramiento. Me considero un nómada para el que es un auténtico placer leer en los viajes y disfrutar de los tiempos muertos, esos tiempos tan fructíferos para la introspección que se dan en los lugares de tránsito. Y, por otro lado, cuando estoy en mi casa, en Granada, no tengo un único espacio donde me guste leer. Cualquier habitación me vale, aunque hay un butacón, que se reclina un poco y me permite poner las piernas en horizontal, que es mi favorito. Hay pilas de libros por todas partes, a excepción de la cocina, y, curiosamente, mi escritorio está prácticamente vacío, ya que quiero evitar la tentación de leer cuando estoy con mis propias historias.

Para mí es imposible leer sin un lápiz, sin un bolígrafo a mano. Me pongo muy nervioso. Tengo la necesidad de intervenir en el texto, de dialogar con él, de apropiármelo, en cierto modo. Anotar, subrayar, es también una manera de reescribir, de enriquecer el texto. Como lector soy irregular, desordenado y cambiante. Cuando me obsesiono con algo, con un autor, con un tema determinado, me vuelco completamente en ello. Es como si experimentara una especie de enamoramiento.

- ¿Qué recuerdos guardas de tus primeras lecturas?

- Pues mi primer recuerdo es el de mis padres leyéndome. Ambos eran músicos y la escucha, los sonidos, el oído, eran elementos muy importante en la vida diaria. Recuerdo que mi madre entonaba musicalmente los cuentos infantiles clásicos que me leía y que mi padre, que era muy buen narrador oral, se inventaba historias absurdas, de humor, de las que hacía variantes cada vez más retorcidas y graciosas. En una segunda etapa, llegaron a mi vida los disco-libros, que reproducía en un tocadiscos que había heredado. Así aprendí a leer el cuento del rey desnudo o el de Alí Babá. Los aprendí a leer escuchándolos. Para mí los libros eran objetos que se me metían en la oreja. Siempre había una voz dentro de ellos. Eso también ha influido mucho en mi manera de escribir, en el ritmo, en la necesidad de escuchar esa voz para ponerme a escribir.

- ¿Títulos, autores que te fascinaron como lector primerizo?

- Los cómics de Tintín y de Astérix y Obélix están en los inicios. También Salgari y Verne, sobre todo Verne, que me gustaba mucho más. A los 11, 12 años, ya llegaron Poe y Cortázar. En realidad descubrí a Poe a través de Cortázar, que lo traducía, y eso me llevó a pensar que todos los autores que me gustaban se traducían entre sí. Después, recuerdo la “Poesía completa” de Oliverio Girondo, los cuentos de Horacio Quiroga y “El sueño de los héroes”, de Bioy Casares. A Borges lo leí un poco más tarde, no antes de los 15 o 16, y me volví un fanático absoluto.

- Has citado a Bioy y a Borges, dos de los grandes de las letras argentinas, amigos y cómplices literarios, a los que en ciertas ocasiones la crítica ha puesto a rivalizar.

- A mí hacer competir me parece absurdo. La obras de ambos se rozan en su gusto por lo fantástico y en su parodia de lo policial, pero el alcance, la influencia y la originalidad de Borges no admite comparaciones. Borges fue un terremoto y Bioy un excelente narrador.

- ¿Sigues leyendo a Borges?

- Como lector lo tengo como uno de mis autores de cabecera, pero su influencia me parece muy fuerte, devastadora, como para acercarme a él como escritor. Puede llegar a ser vampirizante, paralizante. A poco que te descuides, te acabas convirtiendo en un imitador y, en ese sentido, reconozco que en un momento dado me dio miedo el efecto que podía provocar sobre mí. Una vez acabados mis estudios decidí acercarme a él de forma no académica y me dediqué a leerlo todo un verano. Desde entonces suelo visitarlo recurrentemente. Es un clásico, un maestro, igual que Kafka.

- Me imagino que para cualquier escritor el contagio, la imitación de aquellos autores a los admira, es algo inevitable.

- Así es. Los escritores no podemos evitar ser lectores sesgados, deformados. Todo lo que leemos nos acaba nutriendo y afectando. En la época de aprendizaje eso llega a asustar, porque entonces estás buscando tu propia voz y te sientes muy pequeño. Te puede pasar con Borges o con Pessoa, cuyos libros tienes que cerrar cuando estás empezando a escribir porque si no te acabas convirtiendo en un imitador. Y en ese grupo yo metería también a Lorca, de quien me interesa todo: su biografía, su poesía, sus circunstancias históricas y políticas. Con él he tenido que hacer verdaderos esfuerzos para no imitarlo. Pero, repito, eso suele pasar en etapas de formación. Una vez superada esa fase, hasta se llega a desear el contagio. Lo peligroso es adoptar una voz en particular, convertirse en un epígono, pero la mezcla de voces, de influencias, es muy positiva, porque con todas ellas uno se acaba fabricando su propio Frankestein. Todo escritor es un lector en tensión permanente. Es fácil encontrar la inspiración mientras lees. Es frecuente que se te ocurran ideas y entonces te preguntas: ¿sigo disfrutando de este libro o lo dejo y me pongo a escribir? Esa reacción tan corriente, me suscita un cierto grado de sobresalto personal y siempre que estoy leyendo una obra que me fascina pienso cuánto me gustaría detenerme ahí y apagar el botón de mi cabeza.

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Los escritores no podemos evitar ser lectores sesgados, deformados. Todo lo que leemos nos acaba nutriendo y afectando. En la época de aprendizaje eso llega a asustar, porque entonces estás buscando tu propia voz y te sientes muy pequeño. Te puede pasar con Borges o con Pessoa, cuyos libros tienes que cerrar  porque si no te acabas convirtiendo en un imitador. Una vez superada esa fase, hasta se llega a desear el contagio.

- Hablas de mezcla de influencias, de voces. ¿Alguna mención en particular?

- Muchísimas. Están Clarice Lispector y Flannery O’Connor, que en un momento dado se metieron dentro de mi escritura, pero también Onetti y Felisberto Hernández, capaces de impregnarme con sus voces. Y César Vallejo, Rilke, Wallace Stevens, Roberto Juarroz. Los dos últimos: Stevens y Juarroz coinciden en la precisión de la síntesis aforística y en la producción de imágenes.

-  ¿Si tuvieras que elegir un libro transformador, capaz de modificar tu mirada, cuál elegirías?

- Pues cualquier título de los autores ya citados, por ejemplo los “Nuevos poemas” de Rilke. Ellos cambiaron mi visión de la visión.

- ¿Qué lectura recomendarías para afrontar el convulso presente?

- No soy muy amigo de recurrir a un libro concreto para entender las claves de nuestro tiempo. Tengo la sospecha de que ese tipo de aproximaciones proviene de la influencia de la autoayuda  en el mercado editorial. No podemos prometer respuestas definitivas a partir de un libro. Tendría muy fácil responder a esta pregunta con cualquiera de las novelas de Scott Fitzgerald, que vivió el crack del 29. Podría hacer este enfoque periodístico, pero me parece un ejercicio reductor de alcance simbólico. Prefiero decir que los clásicos son capaces de mejorar nuestras preguntas y que cualquier libro bueno nos puede dar pistas. Todos tienen algo que decirnos sobre lo que estamos viviendo.

- ¿Te gusta estar al tanto de las novedades?

- Suelo estarlo y siempre combino la novedad con lo clásico. Si lees sólo el presente te falta el antecedente, el contexto, la referencia, mientras que si sólo vas al pasado te pierdes los matices e inflexiones de tu tiempo. En la mezcla es donde se forja el lector completo. Dicho esto, lo que no hago es vivir pendiente de lo que sucede en mi gremio. La actualidad literaria no es algo que me interese mucho.

- ¿Lecturas recientes destacables?

- De los más jóvenes me ha interesado mucho “Chatterton”, de Elena Medel. Me parece un libro extraordinario, de lo mejor de la última  generación de poetas. Otro libro que me ha fascinado recientemente es “Saliendo de la estación de Atocha”, de Ben Lerner. Me ha parecido muy divertido, en la línea de “Lost in translation”. Pero también he de citar “Alabanza”, de Alberto Olmo, “La ciudad en invierno”, de Elvira Navarro, y “Los hemisferios”, de Mario Cuenca Sandoval. Y, ya del lado argentino, “Lumbre”, de Hernán Roncino, que es uno de los autores jóvenes que más me interesan de mi país, junto con Samantha Schweblin y Mariana Enríquez.

Siempre combino la novedad con lo clásico. Si lees sólo el presente  te falta el antecedente, el contexto, la referencia, mientras que si sólo vas al pasado te pierdes los matices e inflexiones de tu tiempo. En la mezcla es donde se forja el lector completo.

- ¿Qué libros te llevarías a una isla desierta?

- Depende del tiempo que tuviera que pasar en ella, de lo que tardaran en rescatarme. Para un corto periodo estaría bien algo de Robert Walser o de Bruno Schulz. Para una buena temporada, optaría por Kafka, pero si la cosa se prolongara, para toda una vida, sin duda el “Quijote” y algún libro de poemas: de Rilke, de Keats, de Dante… También estaría bien algo de Wislawa Szymborska, porque su sentido del humor me llevaría a no sentirme loco entre tanta soledad.

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“Barbarismos”, de Andrés Neuman, con prólogo de José María Merino, ha sido publicado por la editorial Páginas de Espuma.

Todas las fotografías han sido realizadas por © Karina Beltrán.

NOTA EDITORIAL:  Si eres lector asiduo de nuestra revista y valoras el periodismo cultural independiente, puedes contribuir a nuestra sostenibilidad. Hay diferentes fórmulas para hacerlo: 3€/mes, 30€/año o lo que consideres; vía Paypal, transferencia bancaria directa o tarjeta de crédito. Tú decides. En cada Edición todo el Equipo L.S., además de toneladas de cariño, hemos dedicado decenas de horas de trabajo. Solo la suma de vuestras pequeñas contribuciones hará posible nuestra continuidad. Gracias. - Ir a la página de apoyo a Lecturas Sumergidas -

 


Archivado en: De Literatura, Leyendo con, Nº16 / Julio-Agosto 2014
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